Nunca había habido en la vida de Innokenti una noche tan larga e inacabable. No durmió en toda la noche, y se agolparon tantos y tan diversos pensamientos en su cabeza a lo largo de la misma como no los había habido en un mes de su vida tranquila y normal. Tuvo tiempo para meditar cuando arrancaban los bordados de oro de su uniforme diplomático, cuando estaba desnudo en el baño, y en los muchos box en que había estado durante la noche.
Le impresionaba lo acertado del epitafio: ¡A PERPETUIDAD!
Efectivamente, demostraran o no demostraran que era él quien había hablado por teléfono, una vez arrestado ya no lo soltarían. Conocía la garra de Stalin: a nadie devolvía a la vida. Tenía por delante el fusilamiento o la prisión incomunicada de por vida. Algo que helaba la sangre como el monasterio Sujanovski, sobre el que corrían diversas leyendas. No sería la residencia de ancianos de Schlüsselburg. A él le prohibirían sentarse de día, le prohibirían hablar durante años, y nunca nadie volvería a saber de él, y él tampoco sabría nada del mundo, aunque continentes enteros cambiaran de bandera o se aterrizara en la Luna. Y el último día, antes de poner la cuerda al cuello a toda la banda de Stalin en un nuevo Nürenberg, a Innokenti, y a sus silenciosos vecinos de pasillo en el monasterio, los matarían a tiros en sus celdas, como ya habían fusilado en su retirada a los comunistas en 1941 y a los nazis en 1945.
¿Temía, sin embargo, la muerte?
Al anochecer, Innokenti se alegraba de cada pequeño acontecimiento, de cada vez que abrían la puerta rompiendo su soledad, su desacostumbrada permanencia en el garlito. Ahora, por el contrario, deseaba llegar al final de un pensamiento importante que no acababa de captar, y le satisfacía que lo hubieran llevado a su box anterior y que no lo molestaran durante largo rato, aunque continuamente lo espiaban por la mirilla.
Fue como si le quitaran un fino velo del cerebro, y lo que había pensado y leído durante el día acudió por sí mismo:
«La creencia en la muerte nace de la codicia de las personas insaciables. El hombre sensato encuentra que el plazo de nuestra existencia es suficiente para recorrer todo el círculo de placeres que están a nuestro alcance…».
¡Ah! ¿Se trataba acaso de placeres? Él había tenido dinero, trajes, honores, mujeres, vino, viajes, pero habría mandado al infierno todos estos placeres a cambio sólo de justicia. ¡Vivir para ver el final de aquella pandilla, oír sus míseros balbuceos ante el tribunal!
¡Sí, había poseído muchos bienes! Pero nunca había tenido el bien más valioso: la libertad de decir lo que pensaba, la libertad de comunicarse abiertamente con los que pensaban como él. ¡Cuántos habría habido allí, desconocidos de vista y de nombre, tras los tabiques de ladrillo de aquel edificio! ¡Y qué lástima morir sin haber intercambiado con ellos alma y pensamientos!
¡Qué bonito era filosofar bajo las frondosas ramas de unas épocas inmóviles, estables, afortunadas!
Ahora, al carecer de lápiz y de agenda, le parecía tanto más valioso lo que flotaba en las tinieblas de la memoria. Recordó claramente:
«No hay que temer los sufrimientos corporales. Un sufrimiento prolongado siempre es insignificante; si es importante, no dura mucho».
Por ejemplo, permanecer en un box como aquel días enteros sin poder enderezar ni estirar las piernas, sin dormir, sin aire, ¿era un sufrimiento prolongado o no prolongado? ¿Era importante o no importante? ¿Y pasar diez años incomunicado, sin pronunciar una sola palabra en voz alta?
En la habitación de la fotografía y la dactiloscopia Innokenti había observado que era más de la una. Ahora podían ser ya las tres. Una idea absurda se incrustó en su cabeza desplazando a otras más serias: habían depositado su reloj en la consigna, el reloj funcionaría hasta que se le terminara la cuerda, después se pararía y esperaría, con esa posición de agujas, la muerte de su dueño o bien la confiscación junto con las demás pertenencias. Sería curioso saber qué hora marcarían entonces.
¿Lo esperaba Dotty para ir a la opereta? Lo esperaba… ¿Habría llamado al Ministerio? Lo más probable era que no: ya se habrían presentado en su casa para practicar un registro. ¡Una vivienda tan enorme! Cinco hombres no tendrían tiempo de revolverlo todo en una noche. ¿Y qué encontrarían, los muy estúpidos?
A Dotty no la encerrarían: la separación del último año la salvaría.
Pediría el divorcio y se casaría.
O quizá la encarcelaran. En este país todo es posible.
Al suegro no lo dejarían prosperar en su carrera. ¡Era una mancha! ¡No hay duda de que echaría pestes, de que marcaría distancias!
Todos los que conocían al consejero Volodin lo tacharían de su memoria, como fieles súbditos que eran.
Una masa sorda lo aplastaría. Nadie en la Tierra sabría nunca que el endeble Innokenti, de blanca piel, había intentado salvar la civilización.
Le venían unas ganas enormes de vivir lo suficiente como para saber en qué paraba todo aquello.
En la historia siempre vence uno de los bandos, pero nunca las ideas de uno solo de los bandos. Las ideas se mezclan, tienen su propia vida.
El vencedor siempre le arrebata algo al vencido, o mucho, o todo.
Todo coincide… «Pasará la hostilidad entre los pueblos». Desaparecerán las fronteras estatales, los ejércitos. Se convocará un parlamento mundial. Se elegirá al presidente del planeta. Este se descubrirá ante la humanidad y dirá:
—¡Con sus efectos personales!
—¿Eh?
—¡Con sus efectos personales!
—¿Qué efectos?
—Bueno, sus pertenencias.
Innokenti se levantó llevando en la mano el abrigo y la gorra, muy queridos ahora que la desinfección no los había estropeado. En la abertura de la puerta, un brigada moreno y gallardo (¿de dónde sacarían aquellos soldados de la Guardia? ¿En qué duras misiones los emplearían?), con galones azul celeste, apartó al vigilante del pasillo y se asomó. Consultó un papel, preguntó:
—¿Apellido?
—Volodin.
—¿Nombre y patronímico?
—¿Cuántas veces se ha de repetir?
—¿Nombre y patronímico?
—Innokenti Artémievich.
—¿Año de nacimiento?
—1919.
—¿Lugar de nacimiento?
—Leningrado.
—Coja sus cosas. ¡Pase!
Y tomó la delantera emitiendo los chasquidos de rigor.
Esta vez salieron al patio, y en la negrura del patio cubierto bajaron todavía algunos peldaños. ¿Lo llevarían a fusilar? Esa fue la primera idea que se le ocurrió. Según se decía, fusilaban siempre en sótanos, y siempre de noche.
En aquel momento difícil se le ocurrió una objeción salvadora: ¿para qué le habrían dado, entonces, los tres recibos? ¡No, todavía no era el fusilamiento!
(Innokenti aún creía en la sabia coordinación entre todos los tentáculos del MGB).
Produciendo siempre el chasquido con la lengua, el gallardo brigada lo llevó a un edificio, y a través de un oscuro cancel lo metió en un ascensor. Allí en un extremo, una mujer, con una pila de ropa interior grisamarillenta recién planchada, miró cómo introducían a Innokenti en el ascensor. Y aunque aquella joven lavandera era fea, de baja posición social, y miraba a Innokenti con la misma mirada impenetrable, pétrea e indiferente que los demás muñecos mecánicos de la Lubianka, a Innokenti le dolió —lo mismo que ante las muchachas de la consigna que le habían traído los recibos rosa, azul y blanco— que lo viera en aquel estado tan destrozado y lamentable, y que sólo pudiera pensar en él con una compasión nada halagadora.
Por lo demás, este pensamiento desapareció tan rápidamente como había venido. Daba lo mismo, ya que era: «¡A perpetuidad!».
El brigada cerró el ascensor y oprimió el botón de un piso, pero el número de los pisos no estaba indicado.
Apenas zumbaron los motores del ascensor, Innokenti reconoció enseguida a la misteriosa máquina que molturaba huesos tras la pared de su box.
Y sonrió sin alegría.
Aunque este agradable error le dio ánimos.
El ascensor se detuvo. El brigada condujo a Innokenti al descansillo de una escalera, y acto seguido a un amplio pasillo en el que se encontraban muchos vigilantes con galones celestes y rayas blancas. Uno de ellos encerró a Innokenti en un box sin número, esta vez espacioso, de unos diez metros cuadrados, con iluminación amortiguada y paredes totalmente pintadas al óleo color verde oliva. Este box o celda estaba vacío, no parecía muy limpio, tenía un suelo de cemento desgastado y además frío, lo que aumentaba la incomodidad general de la estancia. También tenía una mirilla.
Llegaba de fuera el rumor contenido de muchas pisadas de bota. Por lo visto, los vigilantes entraban y salían continuamente. La prisión interior vivía su gran vida nocturna.
Antes, Innokenti creía que lo instalarían para siempre en el estrecho, deslumbrante y caluroso box número 8, y se martirizaba pensando que no había espacio para extender las piernas, la luz hería los ojos y la respiración se hacía difícil. Ahora comprendió su equivocación, comprendió que viviría en aquel box sin número, espacioso e inhospitalario, y sufría pensando que el suelo de cemento le helaría los pies, que le irritaría el continuo ir y venir tras la puerta, las pisadas, y que le deprimiría la falta de luz. ¡Qué indispensable era una ventana! Por pequeña que fuera, aunque fuera como las que tienen los sótanos de las cárceles en las decoraciones de la ópera. Pero ni ese ventanuco había.
Las memorias de los emigrados no permitían imaginarse todo aquello: pasillos, escaleras, gran cantidad de puertas, tránsito de oficiales, sargentos, empleados. Grande era la agitación de la Gran Lubianka por la noche, pero no había en ninguna parte un solo preso, era imposible encontrar a un semejante, era imposible oír una palabra que no fuera del servicio, y estas casi no se pronunciaban. Parecía que si el enorme Ministerio no dormía aquella noche era sólo por él, que estaba ocupado únicamente en él y en su crimen.
La intención aniquiladora de las primeras horas de cárcel consiste en disociar al recién llegado de los demás presos, para que nadie lo anime, para que sufra solo la presión de la roma superficie que sostiene a todo el ramificado aparato de muchos miles de hombres.
Los pensamientos de Innokenti tomaron una orientación doliente. Su llamada telefónica ya no le parecía un acto tan grande que pudiera inscribirse en todas las historias del siglo XX, sino un suicidio irreflexivo y sobre todo inútil. Oía la voz negligente-insolente del agregado norteamericano, su defectuosa pronunciación: «¿Y quién es usted?». ¡Imbécil, imbécil! Seguramente, ni siquiera habría informado al embajador. Y todo en vano. ¡Oh, qué imbéciles cultiva la buena vida!
Ahora ya había por dónde pasear en el box, pero Innokenti, cansado y agotado por las formalidades, carecía de fuerzas para ello. Paseó un par de veces, se sentó en el banco y dejó colgar los brazos junto a las piernas, como látigos.
¡Cuántas intenciones, que desconocerían las generaciones venideras, habrían acunado aquellas paredes, habrían encerrado aquellos box!
¡Maldito, maldito país! Todo lo amargo que este país se tragaba sólo servía de medicina para los demás. ¡Nunca para él!
¡Qué feliz era una Australia cualquiera! Se encontraba en el quinto pino y vivía sin bombardeos, sin planes quinquenales, sin disciplina.
¿Por qué había querido perseguir a los ladrones atómicos? ¡Debió marcharse a Australia y vivir allí como un simple particular!
Hoy o mañana, Innokenti habría tomado el avión de París, ¡y de allí a Nueva York!
Y cuando empezaba a imaginar, no el viaje al extranjero, sino los días que le esperaban, se le cortaba la respiración ante lo inalcanzable de la libertad. ¡No estaría mal arañar las paredes de la celda para dar salida a su disgusto!
La abertura de la puerta le salvó de esta infracción de las normas de la cárcel. De nuevo comprobaron sus «datos establecidos», Innokenti respondió como en sueños, y le ordenaron que saliera «con sus cosas». Como sea que Innokenti se había enfriado un poco en el box, llevaba la gorra en la cabeza y el abrigo echado sobre los hombros. Quería salir de esta guisa sin sospechar que esto le ofrecía la posibilidad de llevar bajo el abrigo dos pistolas cargadas o dos puñales. Le ordenaron que se pusiera el abrigo, y sólo de esta manera cogerse las muñecas desnudas en la espalda.
Lo llevaron a la escalera del ascensor soltando chasquidos con la lengua, y bajaron por ella. En la situación de Innokenti, lo más interesante era recordar cuántas vueltas había dado, cuántos pasos, para luego, en un momento de calma, intentar comprender la disposición de la cárcel. Pero se había producido en él tal desplazamiento de su percepción del mundo que caminaba insensible sin observar si habían bajado mucho. De pronto apareció en dirección a ellos, desde otro pasillo, un vigilante alto que iba soltando chasquidos con la misma aplicación que el que iba delante de Innokenti. El vigilante que conducía a Innokenti abrió impetuosamente la puerta de una cabina de contrachapado verde que obstaculizaba el paso, de por sí estrecho, empujó a Innokenti hacia el interior y cerró la puerta. Dentro había el espacio justo para permanecer de pie, y llegaba a su interior la luz difusa del techo: la cabina no tenía techo y recibía la luz de la caja de la escalera.
El impulso humano natural habría sido protestar ruidosamente, pero Innokenti, que ya se había acostumbrado a las incomprensibles situaciones desagradables y asimilado la tendencia al silencio de la Lubianka, se mostró silenciosamente sumiso, es decir, hizo exactamente lo que la cárcel exigía de él.
Ah, he aquí por qué en la Lubianka todos hacían chasquidos con la lengua: avisaban de que conducían a un preso. ¡Un preso no podía encontrarse con otro preso! ¡No era admisible que extrajera apoyo de sus ojos!
Pasaron al otro recluso, sacaron después a Innokenti de la cabina y le hicieron continuar su camino.
En los peldaños del último tramo recorrido, Innokenti advirtió una cosa: ¡qué desgastados estaban los peldaños! Nunca había visto nada semejante en toda su vida. Estaban gastados de los extremos hasta el centro en forma de dos cavidades ovales que llegaban a la mitad del grueso del peldaño.
Se estremeció: ¡cuántos pies en treinta años! ¡Cuántas veces! ¡Cuántas veces debían de haber arrastrado los pies para desgastar la piedra! De cada dos que pasaban, uno era un vigilante y el otro un preso.
En el descansillo de aquel piso había una puerta con un postigo enrejado firmemente cerrado. Allí, Innokenti corrió aún una nueva suerte, la de ser colocado de cara a la pared. Pese a todo, vio por el rabillo del ojo que su acompañante pulsaba un timbre eléctrico, y que el postigo se abría con desconfianza y volvía a cerrarse. Acto seguido la puerta se abrió tras unas sonoras vueltas de llave y salió alguien a quien Innokenti no podía ver, que le preguntó:
—¿Apellido?
Innokenti volvió la cabeza con naturalidad, como acostumbran las personas, que se miran cuando se hablan, y tuvo tiempo de ver una cara que no era masculina ni femenina, hinchada, blanda, con una gran mancha roja de una quemadura y, por debajo de la cara, los galones de oro de teniente. Este, sin embargo, le gritó a Innokenti al mismo tiempo:
—¡No se vuelva! —y continuó las fastidiosas preguntas, e Innokenti respondió al trozo de estuco blanco que tenía delante.
Convencido de que el preso continuaba haciéndose pasar por el que figuraba en la tarjeta, y continuaba recordando el año y el lugar de su nacimiento, el teniente de la cara blanda llamó a la puerta que por precaución se había cerrado tras él. De nuevo tiraron desconfiadamente del pestillo del postigo, miraron por la abertura, cerraron el postigo y abrieron la puerta con sonoras vueltas de llave.
—¡Pase! —dijo con brusquedad el teniente de la cara fláccida y escaldada.
Entraron en el interior y la puerta se cerró con ruidosas vueltas de la llave.
Apenas tuvo tiempo Innokenti de ver un lóbrego pasillo que se dividía en tres —enfrente, a derecha y a izquierda—, con muchas puertas, y a la izquierda de la entrada una mesa, un armarito con compartimientos y otros vigilantes más, cuando el teniente le ordenó en voz baja pero clara en medio del silencio:
—¡De cara a la pared! ¡Sin moverse!
Era una posición de lo más estúpida: ver el límite entre el arrimadero color verde oliva y el estuco blanco, y sentir en la nuca unos cuantos pares de ojos hostiles.
Evidentemente, examinaban su tarjeta. Después, el teniente ordenó casi en un murmullo, muy claro en medio del profundo silencio:
—¡Al tercer box!
Un vigilante se separó de la mesa y avanzó por el sendero de paño del pasillo de la derecha sin tintineo alguno de llaves.
—Las manos atrás. ¡Pase! —soltó con voz muy baja.
Por un lado de su marcha se extendía la misma pared indiferente, color oliva, con tres esquinas; por el otro desfilaron algunas puertas de las que colgaban los brillantes óvalos de los números:
«47», «48», «49»,
y debajo las cubiertas de las mirillas. Con la emoción de tener tan cerca a unos amigos, Innokenti sintió el deseo de desplazar una cubierta y pegarse por un instante a una mirilla para contemplar la vida enclaustrada de una celda, pero el vigilante le obligaba a seguir rápidamente hacia adelante, y, sobre todo, Innokenti había tenido tiempo ya de empaparse de sumisión penitenciaria, aunque por otra parte, ¿qué más podía temer un hombre que había entablado una lucha por la bomba atómica?
Por desgracia para las personas, y afortunadamente para los gobiernos, el hombre está configurado de tal manera que mientras vive siempre hay algo que se le puede quitar. Incluso al condenado a cadena perpetua, privado de movimientos, de cielo, de familia y de bienes, se le puede, por ejemplo, trasladar a un calabozo húmedo, privarlo de comida caliente, apalear, y estos pequeños y últimos castigos son tan sensibles para aquel hombre como su anterior desplome desde las alturas de la libertad y del éxito. Y para evitar estos fastidiosos castigos extremos, el preso cumple monótonamente el humillante régimen carcelario que odia y que lentamente va matando en él al hombre.
Tras la esquina, las puertas estaban estrechamente juntas, unas al lado de otras, y sus óvalos brillantes eran:
«1», «2», «3».
El vigilante abrió la cerradura del tercer box y separó la puerta ante Innokenti con un movimiento algo cómico en aquel lugar: un amplio y cordial movimiento del brazo. Innokenti observó la comicidad del acto y miró atentamente al vigilante. Era un joven achaparrado, de pelo liso y negro, y ojos desiguales, como cortados de un sablazo sesgado. Tenía mal aspecto, no sonreían ni sus labios ni sus ojos, pero, entre las decenas de caras indiferentes que había visto aquella noche en la Lubianka, el rostro malévolo del último vigilante tenía algo que gustaba.
Encerrado en el box, Innokenti echó una mirada a su alrededor. En una sola noche se podía considerar ya un especialista en box, podía hacer algunas comparaciones. Este box era divino: tres pies y medio de ancho, siete y medio de largo, suelo de parquet ocupado casi todo por un banco de madera nada estrecho sujeto a la pared, y cerca de la puerta una mesita hexagonal de madera no sujeta a la pared. Naturalmente, el box era ciego, sin ventanas, sólo tenía la rejilla negra de un respiradero a gran altura. Además, era muy alto, unos tres metros y medio, y todos estos metros lo eran de pared blanqueada, reluciente bajo la bombilla de doscientos vatios colocada en una jaula de alambre sobre la puerta. La bombilla daba calor al box, pero hería dolorosamente los ojos.
La ciencia presidiaría es de las que se asimilan rápida y sólidamente. Esta vez, Innokenti no se engañaba: no esperaba permanecer mucho tiempo en aquel box cómodo, pero con mayor razón, al ver el largo banco vacío, el que fuera sibarita pero de hora en hora lo fuera cada vez menos, comprendió que su primera y principal tarea era dormir.
Y lo mismo que el cachorro sin la compañía de su madre averigua gracias al susurro de su propia naturaleza todas las conductas necesarias, también Innokenti se las apañó para extender el abrigo sobre el banco y formar una bola con el gorro de astracán y las mangas retorcidas a modo de almohada. Y acto seguido se tendió. Le pareció muy cómodo. Cerró los ojos y se dispuso a dormir.
¡Pero no pudo dormirse! ¡Tenía tantas ganas de dormir cuando no se le presentaba ninguna posibilidad de hacerlo! Había pasado por todos los estadios del cansancio, y por dos veces la conciencia le había cortado un aletargamiento instantáneo, ¡y, ahora que se presentaba la posibilidad de dormir, no tenía sueño! Una excitación continuamente renovada palpitaba por todo su cuerpo y no se sosegaba de ninguna manera. Defendiéndose de las suposiciones, las lamentaciones y las figuraciones, Innokenti intentó respirar uniformemente y contar. ¡Era muy molesto no dormirse cuando todo el cuerpo estaba caliente, las costillas descansaban sobre algo liso, las piernas estaban estiradas completamente, y el vigilante, que tendría sus razones, no lo despertaba!
Yació así una media hora. Empezaba por fin a perder la capacidad de coordinar sus pensamientos, y un calor viscoso y entorpecedor le subía de las piernas por todo el cuerpo.
Pero entonces Innokenti sintió que era imposible dormir bajo una luz de tan alocada potencia. La luz no sólo penetraba en forma de anaranjada luminiscencia a través de sus cerrados párpados, sino que le oprimía con insoportable fuerza los glóbulos oculares. Esta presión lumínica, que Innokenti no había experimentado nunca, ahora lo sacaba de quicio. Después de revolverse en vano de un lado a otro buscando una posición en la que la luz no lo hiriera, Innokenti se desesperó, se incorporó y bajó los pies del banco.
La cubierta de la mirilla se desplazaba a menudo, Innokenti oía su susurro, y en el desplazamiento de turno levantó rápidamente el dedo.
La puerta se abrió en absoluto silencio. El estrábico vigilante miró en silencio a Innokenti.
—¡Se lo ruego, apague la bombilla! —dijo suplicante Innokenti.
—No está permitido —respondió imperturbable el estrábico.
—¡Entonces sustitúyala! ¡Ponga una bombilla de menos potencia! ¿Para qué una bombilla tan grande en… un box tan pequeño?
—¡Baje la voz! —replicó el estrábico muy débilmente. En efecto, a su espalda, el gran pasillo y toda la cárcel mantenían un silencio de ultratumba—. Hay la bombilla que debe haber.
¡Pese a todo, había algo vivo en aquel rostro muerto! Agotada la conversación, y adivinando que la puerta se cerraría inmediatamente, Innokenti pidió:
—¡Deme agua para beber!
El estrábico asintió con la cabeza y cerró la puerta sin hacer ruido. No se oyó cómo se alejaba del box por el sendero de tela ni cómo volvía —apenas chirrió la llave al entrar en la cerradura—, pero ya el estrábico estaba de pie en la puerta con una jarra de agua. Como en la planta baja de la cárcel, la jarra llevaba la imagen de un gato, pero sin gafas, sin libros ni pájaros.
Innokenti bebió con satisfacción, y en la pausa que hizo contempló al vigilante, que permanecía allí. Este entró un pie más allá del umbral, entornó la puerta tanto como lo permitían sus hombros, parpadeó y preguntó en voz baja de una forma totalmente antirreglamentaria:
—¿Quién fuiste?
¡Sonaba tan raro! ¡Tratarlo humanamente! ¡Por primera vez en toda la noche! Impresionado por el tono vivo de la pregunta, por lo bajo de la voz para escapar a la vigilancia de los jefes, y atraído por esa cruel pero no intencionada palabrita de «fuiste», como si participara en un complot con el vigilante, Innokenti le comunicó:
—Diplomático. Consejero de Estado.
El estrábico asintió compasivo y dijo:
—¡Pues yo fui un marinero de la flota del Báltico! —hizo una pausa—. ¿Por qué te han encerrado?
—Ni yo mismo lo sé —se puso en guardia Innokenti—. Sin ton ni son.
El estrábico asintió compasivo.
—Al principio todos dicen lo mismo —confirmó. Y añadió sin cumplidos—: ¿Y no quieres ir al…?
—Todavía no —rehusó Innokenti, al que la ceguera del novato impedía comprender que la proposición que se le hacía era el más grande privilegio que podía conceder el vigilante, y uno de los más grandes bienes de este mundo, fuera del alcance de los presos en momentos no reglamentarios.
Después de esta sustanciosa conversación se cerró la puerta e Innokenti se tendió de nuevo en el banco luchando en vano contra la presión de la luz a través de sus indefensos párpados. Intentaba cubrírselos con una mano, pero la mano se entumecía. Se le ocurrió que sería muy cómodo retorcer el pañuelo a modo de cuerda y taparse los ojos con ella, ¿pero dónde estaba su pañuelo? Se había quedado en el suelo, por no recogerlo… ¡Qué cachorro estúpido era ayer por la tarde!
Las pequeñas cosas —un pañuelo, una caja de cerillas vacía, un hilo áspero o un botón de plástico— ¡son los íntimos amigos de un preso! ¡Siempre llega el momento en que alguno de ellos resulta insustituible y saca de apuros!
De repente se abrió la puerta. Tirón tras tirón, el estrábico fue pasando a Innokenti un colchón de algodón a rayas rojas. ¡Qué milagro! ¡La Lubianka no sólo no impedía dormir, sino que se preocupaba del sueño del preso! En el colchón doblado habían introducido una pequeña almohada de plumas, una funda, una sábana —ambas con el sello «Prisión Interior»— e incluso una pequeña manta gris.
¡Qué felicidad! ¡Ahora sí que dormiría! ¡Sus primeras impresiones de la cárcel habían sido demasiado lúgubres! Disfrutando con antelación del placer que le esperaba, puso la funda en la almohada (era la primera vez en su vida que lo hacía con sus propias manos), colocó la sábana (el colchón colgaba un poco del banco a causa de la estrechez de este), se desnudó, se acostó, se tapó los ojos con la manga del uniforme —¡ya nada lo molestaba!— y empezó a hundirse en el sueño, precisamente en ese sueño dulce llamado los abrazos de Morfeo.
Pero se abrió la puerta con estrépito, y el estrábico dijo:
—¡Saque los brazos de debajo de la manta!
—¿Cómo que los saque? —exclamó Innokenti a punto de echarse a llorar—. ¿Por qué me ha despertado? ¡Me había costado tanto dormirme!
—¡Saque los brazos! —repitió fríamente el vigilante—. Las manos deben estar a la vista.
Innokenti se sometió. Pero no resultó tan fácil dormir con los brazos encima de la manta. ¡Era un cálculo diabólico! Es costumbre normal, enraizada y subconsciente del hombre esconder las manos durante el sueño, pegarlas al cuerpo.
Innokenti se revolvió largo rato, adaptándose a esa burla más. Al final, sin embargo, el sueño salió vencedor. Una neblina dulce-venenosa inundaba ya su conciencia.
De pronto, cierto ruido en el pasillo llegó hasta él. Un batir de puertas que había empezado lejos llegaba ya a las puertas vecinas. Había una palabra que se pronunciaba cada vez. Ahora en la puerta contigua.
Y de pronto se abrió también la puerta de Innokenti.
—¡En pie! —anunció inflexible el marinero de la flota del Báltico.
—¿Cómo? ¿Por qué? —rugió Innokenti—. ¡No he dormido en toda la noche!
—Son las seis. ¡A levantarse, es la ley! —repitió el marinero, y continuó comunicándolo a los demás.
Precisamente entonces Innokenti deseaba dormir con una fuerza especialmente profunda. Se derrumbó en la cama y se quedó enseguida como un tronco.
Pero inmediatamente —quizá no consiguiera dormir ni un par de minutos— el estrábico abrió la puerta con estrépito y repitió:
—¡En pie! ¡En pie! ¡Enrollar el colchón!
Innokenti se incorporó sobre el codo y miró turbiamente a su verdugo, que una hora antes le pareciera tan simpático.
—¡Pero es que no he dormido, compréndalo!
—Yo no sé nada.
—Está bien, si me levanto y enrollo el colchón, ¿qué otra cosa tengo que hacer?
—Nada. Quedarse sentado.
—Pero ¿por qué?
—Porque son las seis de la mañana, ya se lo he dicho.
—¡Pues me dormiré sentado!
—No le dejaré. Lo despertaré.
Innokenti se llevó las manos a la cabeza y se balanceó. Algo parecido a la compasión apareció fugazmente en la cara del vigilante estrábico.
—¿Quiere lavarse?
—Bueno, quizá sí —reflexionó Innokenti, y alargó la mano hacia sus ropas.
—¡Las manos atrás! ¡Pase!
El retrete estaba tras la esquina. Resignado a no dormir aquella noche, Innokenti se arriesgó a quitarse la camiseta y a lavarse hasta la cintura con agua fría. Chapoteó libremente sobre el suelo de cemento del frío y espacioso retrete. La puerta estaba cerrada, y el estrábico no lo molestó.
Quizás era un buen hombre, pero ¿por qué había tenido la perfidia de no prevenirle anticipadamente de que a las seis debían levantarse?
El agua fría fustigó a Innokenti expulsando de él la venenosa debilidad del sueño interrumpido. En el pasillo intentó hablar del desayuno, pero el vigilante le interrumpió. En el box le dio la respuesta:
—No habrá desayuno.
—¿Cómo que no lo habrá? ¿Qué habrá, pues?
—A las ocho habrá ración, azúcar y té.
—¿Qué es la ración?
—El pan, claro.
—¿Y cuándo será el desayuno?
—No está establecido. Después vendrá la comida.
—¿Y voy a estarme todo ese tiempo sentado?
—¡Está bien, basta de charla!
Al cerrar la puerta, cuando ya no quedaba más que una rendija abierta, Innokenti tuvo tiempo de levantar el dedo.
—¿Qué más quiere? —abrió el marinero de la flota del Báltico.
—Me cortaron los botones y me descosieron los forros. ¿A quién debo entregar la ropa para que me los cosan?
—¿Cuántos botones?
Los contaron.
Se cerró la puerta y no tardó en abrirse de nuevo. El estrábico le ofreció una aguja, una decena de trozos de hilo por separado, y algunos botones de distinto tamaño y material: hueso, plástico, madera.
—¿De qué me van a servir? ¿Son acaso los que me arrancaron?
—¡Tómelos! ¡No encontrará ni de estos! —le levantó la voz el estrábico.
E Innokenti empezó a coser por primera vez en su vida. Tardó algo en adivinar cómo se aseguraba el extremo del hilo, cómo hacer las puntadas y cómo terminar el cosido. Desprovisto de la milenaria experiencia de la humanidad, Innokenti descubrió por sí mismo cómo había que coser. Se pinchó muchas veces, con lo que empezaron a dolerle las extremidades tiernas de sus dedos. Estuvo largo rato cosiendo el forro del uniforme, embutió el despanzurrado algodón del abrigo. Cosió algunos botones en lugares que no les correspondían, y los faldones del uniforme presentaban arrugas.
Pero aquel trabajo lento, que requería atención, no sólo le hizo pasar el tiempo, sino que además lo tranquilizó por completo. Sus movimientos internos se ordenaron, se sosegaron, ya no sentía ni terror ni opresión. Vio claramente que incluso aquel nido de legendarios horrores —la cárcel de la Gran Lubianka— no era terrible, que también allí vivía la gente (¡qué ganas tenía de encontrarse con ella!). Ante aquel hombre que no había dormido en toda la noche, que no había comido, cuya vida se había roto en una decena de horas, se abría una percepción superior, se abría ese segundo aliento que devuelve la frescura y la incansable energía al envarado cuerpo del atleta.
El vigilante, que era otro, le retiró la aguja.
Luego le trajeron un pedazo de medio kilo de pan negro y húmedo, con un trocito triangular que completaba el peso, y dos terrones de azúcar.
No tardaron en traer una tetera y llenarle la jarra del gato con un líquido ardiente, de color. Prometieron también otra ronda.
Todo esto significaba que eran las ocho de la mañana del 27 de diciembre.
Innokenti arrojó todo el azúcar del día en la jarra y quiso, simplificando sus costumbres, revolverlo con el dedo, pero el dedo no soportó el calor del líquido. Entonces, lo mezcló dándole vueltas a la jarra, y se lo bebió con placer (no sentía las menores ganas de comer). Levantó la mano y pidió un poco más.
La segunda jarra, sin azúcar pero percibiendo intensamente el aroma de aquel té bastante malo, se la tragó con temblores de placer.
Sus pensamientos se iluminaron hasta una claridad tiempo ha no conocida.
En el estrecho paso entre el banco y la pared opuesta, Innokenti, enganchándose en el colchón arrollado en tubo, empezó a pasear a la espera del combate: tres cortos pasos adelante, tres cortos pasos atrás.
Se imaginó el choque, la agarrada entre la Estatua de la Libertad norteamericana y la nuestra de Mujina[49] girando, tantas veces repetida en las películas. Y él se había metido allí anteayer, en el lugar del choque, en el lugar más terrible.
No podía obrar de otra manera. No podía quedarse al margen.
Le había tocado a él…
¿Cómo lo decía tío Avenir? ¿Cómo lo decía Herzen?: «¿Dónde están los límites del patriotismo? ¿Por qué el amor a la patria…?».
Ahora recordaba a tío Avenir con más afecto, otorgándole más importancia. Con la de hombres y mujeres que había encontrado durante años, y que habían compartido con él amistad y placeres, ahora el tío de Tver, el de la casita ridícula, al que había visto un par de días, era el que más necesitaba aquí, en la Lubianka. Era el hombre más importante de su vida.
Caminando apenas por aquel callejón sin salida de siete pies de largo, Innokenti procuraba recordar lo que el tío le había dicho aquel día. Lo recordaba. Pero sin saber por qué, lo que se metió en su cabeza fue:
«Los sentimientos internos de placer y descontento son los criterios supremos del bien y del mal».
Esto no era del tío. Era algo estúpido. Ah, era de Epicuro, a quien ayer no pudo comprender. Pero ahora estaba claro: o sea, lo que me gusta es bueno y lo que no me gusta es malo. Por ejemplo, sería agradable matar a Stalin, ¿es, por lo tanto, un bien para él? Y que nosotros estemos en la cárcel por la justicia no proporciona placer, ¿es, por lo tanto, malo?
¡Qué sabio parece esto cuando leemos a los filósofos en libertad! Pero ahora el bien y el mal se habían disociado materialmente para Innokenti y quedaban visiblemente divididos por esa puerta gris, por esas paredes verde oliva, por esa primera noche en la cárcel.
Desde las alturas de lucha y sufrimiento a que se había encaramado, la sabiduría del gran materialista no era más que el balbuceo de un niño, si no la brújula de un salvaje.
Retumbó la puerta.
—¿Apellido? —espetó bruscamente un nuevo vigilante de tipo oriental.
—Volodin.
—¡A interrogatorio! ¡Las manos atrás!
Innokenti puso las manos detrás y salió del box con la cabeza levantada como el pájaro que bebe agua.
¿Por qué el amor a la patria es algo que hay que ex…?