92

De pronto, se abrió la puerta con absoluto silencio (aunque se cerraba con estrépito).

El vigilante de la cara alargada entró en el estrecho ángulo de la puerta abierta y, una vez en la celda, que no en el pasillo, preguntó amenazador en voz baja:

—¿Por qué llama?

Innokenti se sintió aliviado. Si el vigilante no temía entrar era que todavía no se producía el envenenamiento.

—¡Me siento mal! —dijo ya menos seguro—. ¡Deme agua!

—¡Recuerde una cosa! —lo aleccionó severamente el vigilante—. En ningún caso está permitido llamar, o se le castigará.

—Pero ¿y si me encuentro mal? ¿Y si necesito llamar?

—¡Ni tampoco hablar en voz alta! Si necesita llamar —explicó el vigilante con la misma monótona y enfurruñada impasibilidad—, espere a que se abra la mirilla y levante un dedo en silencio.

Retrocedió y cerró la puerta.

Tras la pared, la máquina empezó de nuevo a funcionar y a pararse.

Se abrió la puerta, esta vez con el estruendo habitual. Innokenti empezó a comprender: estaban entrenados para abrir la puerta con ruido o sin ruido, según les conviniera.

El vigilante entregó a Innokenti una jarrita de agua.

—Escuche —tomó Innokenti la jarrita—, ¡me encuentro mal, necesito acostarme!

—En el box no está permitido.

—¿Dónde? ¿Dónde no está permitido? —Tenía ganas de hablar aunque fuera con aquel cabezota.

Pero el vigilante había retrocedido ya más allá de la puerta y la estaba cerrando.

—¡Escuche, llame a su jefe! ¿Por qué me han arrestado? —acertó a decir Innokenti.

La puerta se cerró.

¿Había dicho en el box? «Box» en inglés significa cajón. ¿Llamaban cínicamente cajón a aquel calabozo? Por qué no, esto quizás era exacto.

Innokenti bebió un poco de agua. Enseguida perdió las ganas de beber. La jarra sería de un tercio de litro, esmaltada, verdosa, con un extraño dibujo: un gato con gafas aparentaba leer un libro pero en realidad miraba de reojo a un pajarillo que saltaba osadamente a su lado.

No era posible que hubieran escogido adrede aquel dibujo para la Lubianka. ¡Pero qué adecuado era! El gato era el régimen soviético, el libro la Constitución estalinista, el gorrión, la persona que pensaba por sí misma.

Innokenti llegó a sonreír, y esta torcida sonrisa hizo que advirtiera todo el abismo de lo que le había sucedido. Pero le proporcionó también un raro gozo: llegó a él la alegría de unas migajas de existencia cotidiana.

Nunca habría creído antes que en los calabozos de la Lubianka se pudiera sonreír durante la primera media hora.

(Peor lo pasaba Schevronok en el box contiguo: en aquel momento no le habría divertido ni el gato).

Apartando un poco el abrigo, Innokenti colocó la jarra también sobre la mesa.

Retronó la cerradura. Se abrió la puerta. Apareció en ella un teniente con un papel en la mano. A su espalda podía verse la cara de ayuno del sargento.

Innokenti, vistiendo su uniforme diplomático azul-gris bordado con palmas de oro, fue despreocupadamente a su encuentro.

—Oiga, teniente, ¿qué está pasando? ¿Qué malentendido es este? Déjeme la orden, todavía no la he leído.

—¿Apellido? —preguntó inexpresivamente el teniente mirando a Innokenti con ojos vidriosos.

—Volodin —concedió Innokenti con ganas de aclarar la situación.

—¿Nombre, patronímico?

—Innokenti Artémievich.

—¿Año de nacimiento? —el teniente iba cotejándolo todo en el papel.

—1919.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

Y entonces, cuando había llegado el momento de poner las cosas en claro, y el consejero de segundo rango esperaba una explicación, el teniente retrocedió y la puerta se cerró casi pillando al consejero.

Innokenti se sentó y cerró los ojos. Empezaba a sentir la fuerza de aquellas tenazas metálicas.

Zumbó la máquina.

Luego se calló.

Empezaban a acudir a su cabeza diversos asuntos, pequeños y grandes, tan inaplazables hacía una hora que sentía en las piernas una presión que le obligaba a levantarse y a correr a resolverlos.

Pero en el box no sólo no se podía correr sino que no había ningún lugar donde dar un paso completo.

Se desplazó la cubierta de la mirilla. Innokenti levantó el dedo. Abrió la puerta la mujer de los galones celestes y la cara dura y obtusa.

—Tengo necesidad… eso… —dijo expresivamente.

—¡Las manos atrás! ¡Pase! —espetó autoritariamente la mujer. Sometiéndose a una seña de su cabeza, Innokenti salió al pasillo, que ahora, después del sofoco del box, le pareció agradablemente fresco.

La mujer acompañó un poco a Innokenti y luego señaló una puerta con la cabeza:

—¡Aquí!

Innokenti entró. Cerraron la puerta tras él.

Además del agujero del suelo, y de dos tuberosos salientes de hierro para los pies, la superficie insignificante del resto del suelo, así como la de las paredes del pequeño cuartucho, estaba recubierta con placas de Metlach rojizas. En la hendidura, refrescante, chapoteaba el agua.

Contento de poder descansar, por lo menos allí, de aquella observación permanente, Innokenti se puso en cuclillas.

Pero algo rozó la puerta por el otro lado. Levantó la cabeza y vio que había también una mirilla en el interior de un agujero cónico, y que un ojo incansable y atento lo vigilaba, no ya a intervalos, sino continuamente.

Innokenti se incorporó desagradablemente turbado. Antes de que tuviera tiempo de levantar el dedo para indicar que estaba preparado, se abrió la puerta.

—Las manos atrás. ¡Pase! —dijo la mujer imperturbablemente.

De nuevo en el box, Innokenti sintió deseos de saber qué hora era. Se levantó la bocamanga sin pensar, pero «el tiempo» había desaparecido.

Suspiró y se puso a examinar el gato de la jarra. No le dejaron sumirse en sus pensamientos. Se abrió la puerta. Un hombre nuevo, de facciones gruesas y anchos hombros, con una bata gris encima del uniforme, preguntó:

—¿Apellido?

—¡Ya lo he dicho! —se indignó Innokenti.

—¿Apellido? —repitió el recién llegado sin expresión, como el radiotelegrafista que llama a una estación.

—Está bien, Volodin.

—Tome sus cosas. Pase —dijo la bata gris sin expresión.

Innokenti tomó el abrigo y la gorra de encima de la mesa y salió. Se le indicó que entrara en aquella primera estancia donde le habían arrancado los galones y arrebatado el reloj y las agendas.

El pañuelo ya no estaba en el suelo.

—¡Oiga, me han quitado mis cosas! —se quejó Innokenti.

—¡Desnúdese! —respondió el vigilante de la bata gris.

—¿Para qué? —se afectó Innokenti.

El vigilante dirigió a sus ojos una mirada sencilla y dura.

—¿Es usted ruso? —preguntó severamente.

—Sí —siempre tan ingenioso, Innokenti no encontró ahora nada más que decir.

—¡Desnúdese!

—¿Qué pasa? ¿Los que no son rusos no deben desnudarse? —bromeó abatido.

El vigilante guardaba un pétreo silencio y esperaba.

Innokenti puso en su cara una sonrisa de desprecio, se encogió de hombros, se sentó en el taburete, se descalzó, se quitó el uniforme y lo tendió al vigilante. Aunque no concedía ningún significado ritual al uniforme, Innokenti, pese a todo, respetaba su vestimenta bordada en oro.

—¡Arrójelo! —dijo la bata gris indicando el suelo.

Innokenti no se decidía. El vigilante le arrancó de las manos el uniforme color ratón, lo arrojó al suelo y añadió bruscamente:

—¡Completamente!

—¿Cómo que completamente?

—¡Completamente!

—¡Pero esto es completamente imposible, camarada! ¡Aquí hace frío, compréndalo!

—Lo desnudarán por la fuerza —le previno el vigilante.

Innokenti reflexionó. Ya se habían arrojado una vez sobre él y todo hacía suponer que volverían a hacerlo. Encogiéndose de frío y de asco, se quitó la ropa de seda y la arrojó obediente al mismo montón.

—¡Sáquese los calcetines!

Al quitarse los calcetines, Innokenti se quedó sobre el suelo de madera con los pies descalzos, sin vello, tiernamente blancos como todo su blando cuerpo.

—Abra la boca. Más. Diga «a». Otra vez, más largo: «¡aaaaa!». Ahora levante la lengua.

Como si se tratara de comprar un caballo, el vigilante tiró con sus sucias manos de una mejilla de Innokenti, luego de la otra, de la parte inferior de un ojo, luego del otro, y convencido de que no había nada escondido en ninguna parte, bajo la lengua, en las mejillas o en los ojos, echó para atrás la cabeza de Innokenti con firme movimiento, de modo que la luz le entrara en los orificios de la nariz; después comprobó ambas orejas tirando de los pabellones, le ordenó separar los dedos para convencerse de que no había nada entre ellos, y también agitar los brazos para asegurarse de que tampoco había nada bajo las axilas. Entonces, con aquella voz irrefutable y maquinal, ordenó:

—Cójase el miembro. Dele la vuelta al prepucio. Más. Así, ya basta. Lleve el miembro hacia arriba y hacia la derecha. Hacia arriba hacia la izquierda. Muy bien, suéltelo. Póngase de espaldas a mí. Separe las piernas. Más. Inclínese hacia adelante hasta el suelo. Las piernas más separadas. Sepárese las nalgas con las manos. Así. Muy bien. Ahora póngase en cuclillas. ¡Rápido! ¡Otra vez!

Antes, cuando pensaba en su arresto, Innokenti se lo figuraba como un frenético duelo espiritual con el Leviatán estatal. Estaba internamente tenso, dispuesto a una elevada defensa de su destino y de sus convicciones. Pero no se imaginaba de ninguna manera que aquello fuera tan simple y obtuso, tan inexorable. Los hombres que le habían acogido en la Lubianka eran de rango ínfimo, cortos de alcances, indiferentes ante su individualidad y ante la acción que le había conducido allí, en cambio eran penetrantemente atentos a unas minucias para las que Innokenti no estaba preparado y a las que no podía resistirse. ¿Qué habría podido significar, además, su resistencia? ¿Qué ventajas le habría proporcionado? Por un motivo puntual, cada vez le exigían una bagatela insignificante comparada con la gran lucha que le esperaba —y no valía la pena obstinarse ante tamaña bagatela—, pero en su conjunto los metódicos preámbulos del procedimiento rompían por completo la voluntad del detenido.

Después de soportar todas las humillaciones, Innokenti guardaba silencio.

El hombre que le cacheaba indicó al desnudo Innokenti que se colocara más cerca de la puerta y que se sentara en un taburete. Parecía impensable tocar con la parte descubierta del cuerpo aquel otro nuevo objeto frío. Pero Innokenti se sentó y muy pronto descubrió con agrado que el taburete de madera parecía darle calor.

Durante su vida, Innokenti había experimentado muchas satisfacciones agudas, pero aquella era nueva, desconocida. Apretando los codos contra el pecho y encogiendo las rodillas lo más arriba posible, se sintió aún más caliente.

Permaneció de esta manera mientras el hombre que lo cacheaba, de pie junto al montón que formaba su ropa, empezaba a sacudirla, a palparla y a mirarla a la luz. Dando muestras de humanidad, no retuvo mucho rato los calzoncillos y los calcetines. Por lo que respecta a los calzoncillos, se limitó a palpar cuidadosamente, pellizco tras pellizco, todas sus costuras y dobladillos, y luego los arrojó a los pies de Innokenti. Desabrochó los calcetines de los sujetadores elásticos, los volvió del revés y los echó a Innokenti. Después de palpar los dobladillos y los pliegues de la camiseta, arrojó también esta a la puerta, de modo que Innokenti pudo vestirse devolviendo al cuerpo un poco más de benéfico calor.

Luego, el hombre sacó una gran navaja plegable con mango basto de madera, la abrió y la emprendió con los zapatos. Arrojó con desdén los pequeños pedazos de lápiz, que sacó de los zapatos, y empezó a doblar repetidas veces las suelas con cara atenta y concentrada, buscando en el interior algo duro. Cortó con el cuchillo la plantilla y extrajo un trozo de tira de acero que dejó sobre la mesa. Después cogió una lezna y atravesó de parte a parte uno de los tacones.

Innokenti contemplaba su trabajo con la mirada inmóvil, y con la suficiente fortaleza para pensar lo que debía fastidiarle a aquel hombre palpar año tras año la ropa ajena, agujerear el calzado y echar una mirada a los orificios traseros. Por eso la cara del hombre tenía una dura expresión desagradable.

Pero estos destellos de pensamientos irónicos se apagaron en Innokenti bajo el peso de tan triste espera y observación. Acto seguido, el hombre empezó a descoser del uniforme todos los bordados de oro, los botones de reglamento, las presillas. Descosió el forro y pasó la mano por debajo del mismo. No menos tiempo le ocuparon los pliegues y costuras de los pantalones. El abrigo de invierno le proporcionó aún más cuidados: en el fondo del acolchado el vigilante creyó oír, seguramente, algún roce impropio del algodón (¿una nota cosida? ¿Una dirección? ¿Una ampollita de veneno?), por lo que abrió el forro y estuvo largo rato buscando entre el algodón, conservando una expresión tan concentrada y preocupada como si estuviera operando un corazón humano.

El registro duró largo rato, quizá más de una hora. Al final, el vigilante empezó a recoger sus trofeos: los tirantes, los sujetadores de goma para los calcetines (antes ya le había comunicado a Innokenti que tanto una cosa como otra no estaban permitidas en la cárcel), la corbata, el pasador de corbata, los gemelos, el trozo de tira de acero, los dos pedazos de lápiz, los bordados de oro, todos los distintivos del uniforme y gran cantidad de botones. Sólo entonces acabó Innokenti de comprender y valorar aquel trabajo demoledor. De todas las mofas de aquella noche, lo que impresionó especialmente a Innokenti, sin que supiera por qué, no fueron los cortes en las suelas, ni el forro descosido, ni el algodón que asomaba por la sisa de los sobacos del abrigo, sino la ausencia de casi todos los botones en un momento en que le habían privado igualmente de los tirantes.

—¿Por qué ha cortado los botones? —exclamó.

—No están permitidos —masculló el vigilante.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo me las arreglaré?

—Póngase un cordel —respondió ceñudo el otro, ya en la puerta.

—¿Qué absurdo es ese? ¿De qué cordel habla? ¿De dónde lo voy a sacar?

Pero la puerta ya se había cerrado, y con llave.

Innokenti no empezó a golpearla ni a insistir: pensó que quedaban botones en el abrigo y en alguna otra parte, y había que alegrarse de ello.

Estaba aprendiendo rápidamente.

Apenas había tenido tiempo de pasear por el nuevo local sujetándose la ropa, que se le caía, disfrutando del espacio y desentumeciendo las piernas, cuando de nuevo retumbó la llave en la puerta y entró un nuevo vigilante con bata, blanca aunque no muy limpia. Miró a Innokenti como si mirara un objeto familiar que siempre estuviera en aquella habitación, y dijo bruscamente:

—¡Desnúdese completamente!

Innokenti quiso responder con indignación, quiso ser grosero, pero en realidad lo que escapó de su garganta, atenazada por los agravios, fue una protesta poco convincente, una voz de polluelo:

—¡Pero si acabo de desnudarme! ¿No podían haberlo previsto?

Era evidente que no, pues el vigilante recién llegado observaba con mirada aburrida si la orden se cumplía deprisa.

Lo que más impresionaba a Innokenti de las gentes de aquel lugar era su capacidad para callar cuando la gente normal suele responder.

Adaptado ya al ritmo de la sumisión incondicional, carente de voluntad, Innokenti se desnudó y descalzó.

—¡Siéntese! —el vigilante indicó el mismo taburete donde Innokenti había estado tan largo rato sentado.

El preso desnudo permanecía sumisamente sentado, sin reflexión alguna, ¿para qué? (La costumbre del hombre libre, que reflexiona sobre sus actos antes de llevarlos a cabo, iba muriendo rápidamente, pues los demás pensaban por él con mucho éxito). El vigilante abrazó ásperamente su cabeza poniéndole los dedos en la nuca. La fría y cortante superficie de la maquinilla de cortar el pelo se pegó con fuerza a sus sienes.

—¿Qué hace usted? —se estremeció Innokenti intentando con débil esfuerzo liberar la cabeza de los dedos que la agarraban—. ¿Quién le da derecho? ¡Todavía no estoy arrestado! (Quería decir: «No se ha demostrado la acusación»).

Pero el peluquero, que sostenía con la misma fuerza de siempre su cabeza, continuó cortando en silencio. Y la llamarada de resistencia que había estallado en Innokenti se apagó. Aquel joven y orgulloso diplomático que subía por la pasarela de los aviones transcontinentales con aire tan independiente y despreocupado, que miraba, entornando distraídamente los ojos, el brillo diurno de las capitales europeas que desfilaban ante él, era ahora un hombre desnudo, marchito, huesudo, con la mitad de la cabeza rapada.

El suave pelo castaño claro de Innokenti caía en forma de tristes y silenciosos mechones, como caen los copos de nieve. Atrapó uno de ellos y lo estrujó tiernamente entre los dedos. Sintió que se amaba a sí mismo, que amaba la vida que le abandonaba.

Recordaba aún sus conclusiones de antes: la sumisión sería interpretada como culpabilidad. Recordó su decisión de resistirse, protestar, discutir, exigir la presencia del fiscal, pero, a despecho de la razón, la dulce indiferencia del que se congela sobre la nieve aherrojaba su voluntad.

Terminado el rapado de la cabeza, el peluquero le ordenó que se pusiera de pie y que levantara por turno los brazos. Le pasó la maquinilla por los sobacos. Luego se puso en cuclillas y con la misma maquinilla empezó a pelar el pubis de Innokenti. Esto era inusual, daba muchas cosquillas. Innokenti se encogió involuntariamente, el peluquero le chistó.

—¿Puedo vestirme? —preguntó Innokenti cuando terminó todo aquel ceremonial.

Pero el peluquero no dijo ni palabra y cerró la puerta.

La astucia le sugirió a Innokenti que esta vez no se apresurara a vestirse. Experimentaba desagradables pinchazos en las zonas tiernas rapadas. Al pasarse la mano por su inusual cabeza (no recordaba haber estado rapado al cero desde la infancia) palpó un raro y corto pelo y unas desigualdades en el cráneo que no conocía.

Pese a todo, se puso la ropa interior, y cuando iba a meterse en los pantalones retronó la cerradura y entró un nuevo vigilante de nariz carnosa y violácea. Llevaba en la mano una gran tarjeta de cartón.

—¿Apellido?

—Volodin —respondió el preso sin ofrecer ya resistencia, aunque aquellas absurdas repeticiones le ponían enfermo.

—¿Nombre y patronímico?

—Innokenti Artémievich.

—¿Año de nacimiento?

—1919.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

Sin entender demasiado lo que ahora estaba pasando, Innokenti terminó de desnudarse. Al hacerlo, la camiseta, colocada en el borde de la mesa, se cayó al suelo, pero esto no provocó su fastidio ni se inclinó a recogerla.

El vigilante de la nariz violácea empezó a examinar quisquillosamente a Innokenti por todos lados, anotando continuamente sus observaciones en la tarjeta. Por la gran atención que ponía en los lunares y en los detalles del rostro, Innokenti comprendió que anotaban sus señas personales.

Se marchó también este vigilante.

Innokenti permaneció sentado en el taburete, indiferente, sin vestirse.

Volvió a retumbar la puerta. Entró una dama gruesa, de pelo negro, con una bata niveamente blanca. Tenía un rostro grosero y altivo, y unas maneras civilizadas.

Innokenti volvió a la realidad y se precipitó sobre sus calzoncillos para cubrir su desnudez. La mujer, sin embargo, lo envolvió en una mirada de desdén que nada tenía de femenina, y adelantando el labio inferior, ya prominente de por sí, preguntó:

—Dígame, ¿tiene piojos?

—Soy un diplomático —se ofendió Innokenti mirando con firmeza los negros ojos de la mujer y manteniendo siempre los calzoncillos ante él.

—Ah, ¿y qué más? ¿Qué le duele?

—¿Por qué me han arrestado? ¡Déjeme leer la orden! ¡Tráigame al fiscal! —dijo apresuradamente Innokenti, animándose.

—No es eso lo que le pregunto —frunció el ceño la mujer con aire de cansancio—. ¿Enfermedades venéreas?

—¿Qué?

—¿Ha estado enfermo de gonorrea, sífilis o chancros blandos? ¿De lepra? ¿De tuberculosis? ¿Otras dolencias?

Y se marchó sin esperar la respuesta.

Entró el primer vigilante, el de la cara alargada. Innokenti lo acogió hasta con simpatía, porque no se mofaba de él ni le causaba mal alguno.

—¿Por qué no se viste? —preguntó severamente el vigilante—. Vístase, deprisa.

¡No era tan fácil! Solo y encerrado de nuevo, Innokenti se las vio y se las deseó para obligar a los pantalones a sostenerse sin ayuda y sin demasiados botones. No pudiendo aprovechar la experiencia de las decenas de generaciones de presos precedentes, Innokenti frunció el ceño y resolvió el problema por sí mismo, del mismo modo que millones de predecesores lo habían resuelto también por sí mismos. Adivinó de dónde podía sacar los «cordeles»: debía atar la cintura y la bragueta de los pantalones con los cordones de los zapatos. (Sólo ahora se fijó en ello: habían arrancado los extremos metálicos de los cordones. No sabía por qué. La normativa de la Lubianka presuponía que con aquellos extremos metálicos el preso podía suicidarse).

No se ató los faldones del uniforme.

Cuando el sargento se convenció, a través de la mirilla, de que el preso estaba vestido, abrió la puerta, le ordenó que pusiera las manos atrás y lo llevó a otra habitación. Allí estaba ya un vigilante conocido de Innokenti, el de la nariz violácea.

—¡Quítese los zapatos! —ordenó a Innokenti a modo de bienvenida.

Esto no representaba ninguna dificultad. Los zapatos, sin cordeles, se caían con facilidad (al mismo tiempo, los calcetines, privados de su sostén de goma, también se derrumbaban hasta la planta de los pies).

En la pared había una báscula clínica con una escala blanca. La nariz violácea empujó a Innokenti por la espalda, bajó la tablilla hasta su coronilla y anotó la estatura.

—¡Puede calzarse! —dijo.

El de la cara larga le previno en la puerta:

—¡Las manos atrás!

¡Las manos atrás! Aunque hasta el box número 8 había dos pasos atravesando el pasillo.

Y de nuevo se encontró Innokenti encerrado en su box.

Tras la pared continuaba zumbando y parándose la misteriosa máquina.

Innokenti se dejó caer sin fuerzas en el taburete con el abrigo en la mano. Desde que había ido a parar a la Lubianka, sólo había visto deslumbrante luz eléctrica, estrechos espacios entre paredes cercanas y carceleros indiferentes y silenciosos. Las formalidades, a cuál más absurda, le parecían una burla. No veía que constituían una cadena lógica muy bien pensada: el cacheo previo por los agentes operativos que lo habían arrestado; la determinación de la personalidad del arrestado; la recepción del arrestado (en el despacho, en ausencia del acusado), firmado, en la Administración de la cárcel; el registro penitenciario básico al recibir al preso; primera elaboración sanitaria; anotación de señas personales; examen médico. Las formalidades lo mareaban, lo privaban del sentido común y de la voluntad de resistencia. Ahora, su único y doloroso deseo era dormir. Decidió que de momento lo dejarían en paz y, no viendo cómo instalarse de otra manera —en las tres primeras horas de estancia en la Lubianka había adquirido nuevos conceptos sobre la vida—, colocó el taburete sobre la mesa, arrojó al suelo su abrigo de fina tela con cuello de astracán y se tendió sobre él a lo largo de la diagonal del box. Su espalda descansaba así en el suelo, su cabeza se levantaba pronunciadamente sobre uno de los ángulos del box, y las piernas, dobladas por las rodillas, se retorcían en el otro ángulo. No obstante, en los primeros momentos sus miembros aún no estaban entumecidos, e Innokenti experimentó una satisfacción.

Por lo demás, antes de que tuviera tiempo de hundirse en el sueño que lo envolvía, se abrió la puerta con un estrépito provocado adrede.

—¡Levántese! —chistó la mujer.

Innokenti movió apenas los párpados.

—¡Levántese! ¡Levántese! —sonaron encima de él las exhortaciones.

—Pero ¿y si quiero dormir?

—¡Levántese! —gritó la mujer autoritariamente, con voz fuerte ya, inclinándose sobre él como una Medusa que viera en sueños.

Desde su quebrada posición, Innokenti se puso en pie con dificultad.

—Pues lléveme a un lugar donde pueda echarme a dormir —dijo con indolencia.

—¡No está permitido! —cortó la Medusa con galones celestes, y cerró de golpe la puerta.

Innokenti se apoyó en la pared, esperó a que lo observara largo rato por la mirilla, y otra vez, y otra más.

Y de nuevo se dejó caer sobre el abrigo aprovechando la ausencia de la Medusa.

Y cuando su conciencia iba ya a detenerse, retumbó de nuevo la puerta.

En ella había un hombre nuevo, en bata blanca, alto y fuerte. Habría sido un herrero o un picapedrero de primera.

—¿Apellido? —preguntó.

—Volodin.

—¡Recoja sus cosas!

Innokenti recogió de un manotazo su abrigo y su gorra y siguió al carcelero con los ojos apagados, tambaleándose. Estaba extremadamente agotado, sus pies no advertían muy bien si era uniforme el suelo que pisaban. Le faltaban fuerzas para moverse y habría estado dispuesto a tenderse allí mismo, en medio del pasillo.

A través de un estrecho paso practicado en una gruesa pared lo condujeron a otro pasillo, más sucio, donde abrieron una puerta que daba al vestuario de un baño. Allí le entregaron un trozo de jabón de lavar ropa no mayor que una caja de cerillas y le ordenaron que se lavara.

Innokenti tardó en decidirse. Estaba acostumbrado a la limpieza ante los espejos de los cuartos de baño alicatados, y esta pieza, que a cualquier persona del montón habría parecido perfectamente limpia, resultaba para él repulsivamente sucia. A duras penas encontró un sitio bastante seco en el banco, se desnudó, y pisó con repugnancia una húmeda rejilla ensuciada con marcas de zapatos y de pies descalzos. Con gusto no se habría desnudado ni se habría lavado, pero se abrió la puerta del vestuario y el herrero de la bata blanca le ordenó que se metiera en la ducha.

La ducha estaba tras una simple puerta, impropia de una prisión, delgada, con dos aberturas vacías, sin cristales. Cuatro piñas colgaban sobre cuatro rejillas, que Innokenti consideró también sucias, y proporcionaban una magnífica agua caliente y fría, que Innokenti tampoco valoró. ¡Aquellas cuatro piñas se destinaban a un solo hombre! Pero Innokenti no sintió alegría alguna (si hubiera sabido que en el mundo de los presidiarios a menudo se lavan cuatro hombres bajo una sola piña habría dado más valor a su superioridad dieciséis veces mayor). Tiró con repugnancia, en el vestuario, el asqueroso y apestoso jabón que le habían entregado (en los treinta años de su vida, nunca había tenido en la mano un jabón como aquel, ni siquiera sabía que existiera). Chapoteó como pudo durante un par de minutos, lavándose principalmente el pelo después del rapado y los lugares delicados que le pinchaban, y salió a vestirse con la sensación de haber adquirido suciedad en lugar de desprenderse de ella.

Salió en vano. Los bancos del vestuario estaban vacíos, y su magnífica —aunque despellejada— vestimenta había desaparecido, sólo los zapatos metían sus puntas bajo el banco. La puerta de salida estaba cerrada, la mirilla cubierta. A Innokenti no le quedó más remedio que sentarse en el banco desnudo como una escultura, algo así como El pensador de Rodin, y reflexionar mientras se secaba.

En cambio le entregaron una ropa burda que llevaba muchos lavados: la ropa interior penitenciaria con la negra estampilla «Prisión Interior» en la espalda y en el vientre, y otras tantas estampillas en un trapo velludo, cuadrado, doblado en cuatro partes, que Innokenti tardó en adivinar que se consideraba una toalla. Los botones de la ropa interior eran de cartón y tela, pero tampoco había los suficientes; lo que sí había era unas cintas, pero incluso estas aparecían arrancadas en algunos sitios. Los exiguos calzoncillos resultaban cortos para Innokenti, eran estrechos y le apretaban en la entrepierna. La camiseta, en cambio, era muy amplia, las mangas descendían hasta los dedos. Rehusaron cambiarle la ropa, pues Innokenti la había estropeado por el hecho de ponérsela.

Innokenti permaneció aún largo rato sentado en el vestuario con la mala ropa interior que había recibido. Le dijeron que la otra ropa estaba en «desinfección». Esta palabra era nueva para Innokenti. Incluso durante la guerra, cuando esos aparatos de desinfección cubrían todo el país, nunca ninguno se había cruzado en su camino. Pero la absurda mofa de la noche de hoy estaba perfectamente a la altura de la desinfección de las ropas (se imaginaba como una gran caldera del infierno).

Innokenti intentó reflexionar con lucidez acerca de su situación y de lo que debía hacer, pero los pensamientos se enmarañaban y aparecían y desaparecían fugazmente: ora pensaba en sus estrechos calzoncillos, ora en la caldera donde habían metido su guerrera, ora en el ojo atento y en la cubierta de la mirilla que se desplazaba a menudo para dejarle su puesto.

El baño había disipado su somnolencia, pero la debilidad se había apoderado de él. Deseaba echarse sobre algo seco, que no estuviera frío, y yacer de esta manera sin moverse, recuperando sus agotadas fuerzas. Sin embargo no se decidía a echarse con las costillas desnudas sobre los húmedos y angulosos listones del banco (y los listones estaban separados, no unos junto a otros).

Se abrió la puerta, pero no traían la ropa de la desinfección. Al lado del vigilante del baño había una sonrosada muchacha de cara redonda vestida de paisano. Cubriendo tímidamente la insuficiencia de su ropa interior, Innokenti se acercó al umbral. La muchacha entregó a Innokenti un recibo, ordenándole que firmara la copia, certificando que el 26 de diciembre la Prisión Interior del MGB de la URSS había recibido de I. A. Volodin para su custodia: un reloj de metal amarillo, número del reloj…, número del mecanismo…; una pluma estilográfica con remate y plumilla de metal amarillo; un pasador de corbata con una piedra roja en su montura; unos gemelos de piedra azul, un par.

Y de nuevo Innokenti se puso a esperar, muy abatido. Finalmente le trajeron la ropa. El abrigo volvió frío e intacto, la guerrera, los pantalones y la camisa, arrugados, descoloridos y aún calientes.

—¿No podíais tener cuidado con la guerrera como habéis hecho con el abrigo? —se indignó Innokenti.

—El abrigo tiene pieles. ¡Hay que comprenderlo! —respondió el herrero con aire aleccionador.

Después de la desinfección, hasta su propia ropa le resultaba repulsiva y extraña. Vestido con ropas ajenas e incómodas, Innokenti fue conducido de nuevo a su box número 8. Pidió y bebió afanosamente dos jarras de agua que llevaban aquel mismo dibujo del gato.

Se presentó entonces otra muchacha que le entregó, después de firmar la copia, un recibo atestiguando que el 27 de diciembre la Prisión Interior del MGB de la URSS había recibido de I. A. Volodin una camiseta de seda, unos calzoncillos, unos tirantes y una corbata.

La máquina misteriosa continuaba zumbando como antes.

Al quedar encerrado de nuevo, Innokenti cruzó los brazos sobre la mesa, puso la cabeza encima e hizo un intento de dormir sentado.

—¡Está prohibido! —dijo abriendo la puerta el nuevo vigilante de turno.

—¿Qué está prohibido?

—¡Está prohibido descansar la cabeza!

Innokenti continuó esperando con la cabeza llena de enmarañados pensamientos.

Le trajeron de nuevo un recibo, este en un papel blanco, certificando que la Prisión Interior del MGB de la URSS había recibido de I. A. Volodin 123 (ciento veintitrés) rublos.

Y se presentaron de nuevo: una cara otra vez desconocida, un hombre con una bata azul por encima de un traje marrón de buena calidad.

Cada vez que le traían un recibo le preguntaban su apellido. Y ahora se lo preguntaron todo de nuevo: ¿Apellido? ¿Nombre y patronímico? ¿Año de nacimiento? ¿Lugar de nacimiento? Después, el recién llegado ordenó:

—¡A cuerpo!

—¿Cómo a cuerpo? —quedó pasmado Innokenti.

—¡Claro, a cuerpo, sin sus cosas! ¡Las manos atrás! —en el pasillo todas las órdenes se daban a media voz, para que no se oyeran en los otros box.

Haciendo chasquear la lengua para aquel perro invisible, el hombre del vestido marrón condujo a Innokenti por la puerta principal, y por otro pasillo, a una habitación grande que no era de tipo penitenciario, con cortinas corridas en las ventanas, muebles mullidos, escritorios. Hicieron sentar a Innokenti en mitad de la habitación. Este comprendió que iban a interrogarlo.

¡Negar! ¡Negarlo todo de cabo a rabo! ¡Negar con todas sus fuerzas!

Pero en lugar de esto sacaron de detrás de una cortina la caja parda y pulimentada de una máquina fotográfica, concentraron en Innokenti una viva luz por ambos lados, y lo fotografiaron, una vez de frente y otra de perfil.

El jefe que había traído a Innokenti le cogió por tumo cada uno de los dedos de su mano derecha y fue poniendo la yema de los mismos sobre un rodillo pegajoso y negro que parecía untado con tinta de imprenta, con lo que los cinco dedos quedaron negros en sus extremos. Luego, separándolos uniformemente, el hombre de la bata azul los apretó con fuerza contra un formulario y los retiró bruscamente. Las cinco negras huellas, con blancas sinuosidades, quedaron en el formulario.

De la misma manera, también, le embadurnaron e imprimieron los dedos de la mano izquierda.

En el formulario, sobre las huellas, estaba escrito:

«Volodin, Innokenti Artémievich, 1919, Leningrado».

Y más arriba todavía, con gruesas letras negras de imprenta:

¡A PERPETUIDAD!

Al leer esta fórmula, Innokenti sintió un escalofrío. La fórmula tenía algo místico, algo que estaba por encima de la humanidad y de la Tierra.

Le dejaron que se limpiara los dedos en un lavabo con jabón, agua fría y un cepillo. La pegajosa tinta cedía mal ante estos medios, el agua fría resbalaba por encima. Innokenti se frotaba cuidadosamente las puntas de los dedos con el cepillo enjabonado, y no se preguntaba si era lógico que los llevaran al baño antes de tomarles las huellas digitales.

Su inestable y atormentado cerebro se encontraba bajo el peso de esta fórmula cósmica aplastante:

¡A PERPETUIDAD!