Pese a sus presentimientos y terrores, el lunes discurrió felizmente. La inquietud no abandonaba a Innokenti, pero el equilibrio alcanzado después de mediodía permanecía aún. Ahora necesitaba esconderse de noche en el teatro para dejar de temer cada llamada a la puerta.
Pero sonó el teléfono. Era poco antes de ir al teatro, cuando Dotty salía del baño.
Innokenti estaba de pie contemplando el teléfono como miraría un perro a un erizo.
—¡Coge el teléfono, Dotty! No estoy ni sabes cuándo vendré. Que se vayan al diablo, nos estropearían la noche.
Dotty estaba más guapa desde el día anterior. Cuando gustaba a los demás, siempre estaba más bella, y por ello gustaba más y se ponía aún más hermosa.
Se acercó con paso suave al teléfono, sujetándose los faldones de la bata, y descolgó el auricular con un ademán autoritario-afectuoso.
—Sí… No está en casa… ¿Quién, quién? —y de pronto se transfiguró acogedoramente y movió los hombros, era su gesto para complacer a alguien—. ¡Muy buenas, camarada general! Sí, ahora lo averiguaré… —tapó rápidamente el micrófono con la mano y musitó—: ¡El jefe! Muy amable.
Innokenti vaciló. Un jefe amable que llama personalmente por la noche… La esposa observó esta vacilación:
—Un minuto, oigo que se abre la puerta, puede ser él. ¡Exacto! ¡Ini! ¡No te quites el abrigo, ven rápidamente, el general al teléfono!
Por más sospechas que acecharan al hombre que estaba al otro lado del teléfono, el tono de Dotty hizo que casi pudiera ver cómo Innokenti se limpiaba los pies apresuradamente en la puerta, cruzaba la alfombra y cogía el teléfono.
El jefe se mostró benigno. Le comunicó que su nombramiento había sido definitivamente confirmado. El miércoles saldría en avión con transbordo en París, mañana debía entregar los últimos asuntos pendientes y ahora era necesario que se presentara media horita para ponerse de acuerdo sobre ciertos detalles. Se había enviado un coche a buscarlo.
Innokenti se incorporó del teléfono convertido en otro hombre. Inspiró con tan feliz profundidad que el aire pareció tener tiempo para extenderse por todo su cuerpo. Espiró lentamente, y con el aire expulsó sus dudas y temores.
Imposible creer que hubiera sido posible caminar más y más por la cuerda floja con viento transversal sin caerse.
—¡Imagínate!, Dotik, ¡el miércoles tomo el avión! Pero ahora…
Pero Dotik, que había aplicado la oreja al auricular, ya lo había oído por sí misma. Sólo que ella no se incorporó con alegría alguna: la partida individual de Innokenti, explicable y tolerable anteayer, era hoy una humillación y una herida.
—¿Qué te parece —hinchó los labios—, esos «ciertos detalles» podrían referirse a mí?
—Sí… pu-pue-de ser…
—Pero tú, ¿qué les dijiste de mí?
Sí, algo había dicho. Había dicho algo que no podría repetirle ahora a ella, y era ya tarde para cambiar el juego.
Pero el aplomo adquirido el día anterior permitió a Dotty decir con libertad:
—¡Todo lo hemos descubierto juntos, Ini! ¡Hemos visto juntos todas las cosas nuevas! ¿Y quieres ir sin mí al Diablo Amarillo? ¡No, decididamente no estoy de acuerdo, debes pensar en los dos!
Y esto era aún mejor de lo que diría después. Luego repetiría ante los extranjeros las estúpidas opiniones de la Administración, tan estúpidas que hacían arder las orejas de Innokenti. Denigraría a América pero compraría allí tanto como pudiera. Pero no, lo había olvidado, sería de otra manera: él descubriría su juego y, ¿cómo podría entrar esto en la cabeza de Dotty?
—Todo se arreglará, Dotty, aunque no enseguida. De momento iré a presentarme, a entregar la documentación, a conocer el estado de cosas…
—¡Pues yo quiero que sea enseguida! ¡Quiero ir precisamente ahora! ¿Cómo voy a quedarme aquí?
No sabía lo que pedía… No sabía lo que era una cuerda trenzada y redonda bajo unas suelas resbaladizas. Y ahora era preciso separarse del cable y volar un poco, y quizá no había una red de seguridad. Un segundo cuerpo, lleno, blando, nada heroico, no podía volar a su lado.
Innokenti sonrió agradablemente y dio unas palmaditas en el hombro de su mujer:
—Está bien, lo intentaré. Antes, la conversación fue distinta, veremos lo que sale. En todo caso, no te preocupes, muy pronto te…
Besó una mejilla ajena. Dotty no estaba convencida en absoluto. El acuerdo de la víspera no parecía haber existido.
—Ahora vístete, sin prisa. No llegaremos a tiempo para el primer acto, pero no por ello la calidad de Akulina… Y en el segundo acto… Además, te llamaré desde el Ministerio…
Apenas había tenido tiempo de ponerse el uniforme cuando el chófer llamó a la puerta de la vivienda. No era Víktor, el que solía llevarle, ni tampoco Kostia. El chófer era delgado, inquieto, de rostro inteligente y agradable. Bajó alegremente por la escalera, casi al lado de Innokenti, haciendo voltear la llave de contacto atada a un bramante.
—No creo recordarle a usted —dijo Innokenti abrochándose el abrigo por el camino.
—Pues yo recuerdo incluso su escalera, he venido a buscarle dos veces —el chófer tenía una mirada franca y al mismo tiempo picara. No estaría mal disponer de un chico tan desenvuelto en su coche particular.
Partieron. Innokenti iba detrás. No escuchaba, pero el chófer intentó bromear un par de veces por encima del hombro durante el camino. Luego se desvió bruscamente hacia la acera y se detuvo arrimado a ella. Un joven con sombrero blando y abrigo ceñido estaba de pie en el borde de la acera con un dedo levantado.
—Es nuestro mecánico, del garaje —explicó el chófer simpático, e intentó abrirle la puerta delantera derecha. Pero la portezuela no cedía, la cerradura se había atascado.
El chófer soltó un taco dentro de los límites de la corrección urbana y pidió:
—¡Camarada consejero! ¿No podría viajar a su lado? Es mi jefe, y me resulta incómodo.
—Claro, tenga la bondad —aceptó de buen grado Innokenti haciéndole sitio. Estaba sumido en la embriaguez, en el entusiasmo, asimilando mentalmente el nombramiento y el visado, imaginando que pasado mañana subiría al avión en Vnúkovo, aunque no se tranquilizaría hasta pasar Varsovia, pues allí podía alcanzarlo todavía un telegrama que lo retuviera.
Mordiendo con la parte lateral de la boca un humeante cigarrillo, el mecánico se inclinó, subió al coche y preguntó en un tono entre discreto y desenvuelto:
—¿No tiene usted… inconveniente? —y se dejó caer al lado de Innokenti.
El automóvil arrancó y siguió adelante.
Por un instante, Innokenti se crispó de desdén («¡qué insolente!»), pero de nuevo se hundió en sus pensamientos sin fijarse demasiado en el camino.
Chupando el cigarrillo, el mecánico había llenado de humo la mitad del coche.
—¿Podría bajar el cristal? —le paró los pies Innokenti levantando únicamente la ceja derecha.
Pero el mecánico no comprendió la ironía ni bajó el cristal, sino que, arrellanado en el asiento, sacó una hojita de un bolsillo interior, la desplegó y la tendió a Innokenti:
—¡Camarada jefe! ¿Quiere leérmela? Le daré luz.
El automóvil torció hacia una empinada y oscura calle que parecía ser la Pushechnaya. El mecánico encendió una lamparilla de bolsillo e iluminó con su pequeño haz de luz la hojita color carmesí. Encogiéndose de hombros, Innokenti tomó desdeñosamente la hoja y empezó a leer negligentemente, como para sí:
«Visto bueno. El ayudante del fiscal general de la URSS…».
Como antes, continuaba dentro del círculo de sus propios pensamientos y no podía bajar de ahí, comprender qué quería el mecánico: ¿Era analfabeto por ventura, no comprendía el sentido del documento, o bien estaba borracho y quería hacerle confidencias?
«Orden de arresto…», leyó sin penetrar todavía en el sentido de lo que leía, «… de Innokenti Artémievich Volodin, nacido en 1919…».
Y sólo entonces sintió como si una gran aguja le traspasara todo el cuerpo longitudinalmente y un chorro inesperado de agua hirviente se derramara por toda su persona. Innokenti abrió la boca pero antes de que emitiera sonido alguno, antes de que cayera sobre su rodilla la mano que sostenía la hoja carmesí, el «mecánico» le clavó los dedos en el hombro zumbando amenazador:
—¡A ver, tranquilo, tranquilo, no te muevas o te estrangulo aquí mismo!
Vigilaba a Volodin con la lamparilla y le golpeaba la cara con el humo del cigarrillo.
Le quitó la hojita.
Y aunque Innokenti leyó que estaba arrestado, y esto significaba la ruina y el fin de su vida, durante unos cortos instantes sólo le resultaron insoportables la insolencia, los dedos clavados y el humo y la luz en la cara.
—Suélteme —gritó intentando liberarse con sus débiles dedos. Había llegado finalmente a su conciencia que se trataba efectivamente de una orden, que esta era realmente la de su arresto, pero lo imaginaba como una desafortunada concatenación de circunstancias, como el resultado de haber subido a aquel coche y haber permitido que subiera el «mecánico». Imaginaba que debía escapar hacia el Ministerio, hacia su jefe, y la orden sería anulada.
Empezó a tirar convulsivamente de la manilla de la portezuela izquierda, pero esta tampoco cedía, también se había atascado.
—¡Chófer! ¡Le haré responsable! ¿Qué provocación es esta? —gritó airado Innokenti.
—¡Sirvo a la Unión Soviética, consejero! —machacó el chófer por encima del hombro con picardía.
Sometiéndose a las reglas del tráfico urbano, el automóvil rodeó la brillante plaza Lubianskaya como si diera la vuelta de despedida ofreciendo a Innokenti la posibilidad de ver ese mundo por última vez, así como la mole de cuatro pisos formada por la unión de la Antigua y la Nueva Lubianka, donde le tocaba terminar su vida.
Grupos de automóviles se acumulaban y se deslizaban bajo los semáforos, los trolebuses se bamboleaban suavemente, zumbaban los autobuses, pasaba la gente en masas compactas, y nadie veía ni conocía a la víctima que llevaban ante sus ojos al castigo.
La bandera roja, iluminada por un reflector desde el fondo del techo, ondeaba en una hendidura de la columnata de la torre que coronaba el edificio de la Antigua Gran Lubianka. Era como la flor roja del novelista Garshin, que absorbía todo el mal del mundo. Dos insensibles y pétreas náyades recostadas contemplaban con desprecio, desde arriba, el deambular de los pequeños ciudadanos.
El automóvil pasó a lo largo de la fachada del edificio universalmente conocido y que recaudaba un tributo de almas de todos los continentes, y torció hacia la calle Gran Lubianka.
—¡Pero suélteme ya! —continuaba Innokenti, sacudiéndose los dedos del «mecánico» que se clavaban en su hombro y en su cuello.
Las negras puertas de hierro se abrieron inmediatamente apenas el coche dirigió hacia ellas su radiador, y se cerraron enseguida apenas las hubo atravesado. El automóvil se introdujo en el patio por el negro umbral.
Una vez en el patio, la mano del «mecánico» se aflojó y se retiró del cuello de Innokenti. El «mecánico» salió del coche por su portezuela y dijo apremiante:
—¡Abajo!
Estaba muy claro que se encontraba perfectamente sereno. El chófer bajó también por su portezuela, que no estaba bloqueada.
—¡Salga! ¡Las manos atrás! —ordenó. ¿Quién habría podido reconocer al bromista de antes en esta fría orden?
Innokenti bajó del coche-trampa, se enderezó y, aunque era incomprensible por qué debía someterse, se sometió: puso las manos en la espalda.
El arresto había tenido lugar con mucha grosería, pero no era tan terrible, ni mucho menos, de cómo uno se lo pintaba cuando estaba a la espera del mismo. Innokenti incluso se tranquilizó: ya no tenía que temer, ya no tenía que luchar, ya no tenía que inventar nada. Era el mudo y agradable sosiego que se apodera de todo el cuerpo de un herido.
Innokenti volvió la cabeza para mirar el pequeño patio iluminado por uno o dos faroles y por las dispersas ventanas de los pisos. El patio era el fondo de un pozo formado por las cuatro paredes del edificio que desaparecían hacia arriba.
—¡No vuelvas la cabeza! —le gritó el chófer—. ¡Adelante!
Así, en fila india, con Innokenti en el centro, pasaron junto a unos hombres indiferentes que vestían el uniforme del KGB, atravesaron un arco de mediana altura, bajaron unos peldaños hasta otro patinillo, bajo, cubierto, oscuro, y allí torcieron a la izquierda y abrieron una pulcra y suntuosa puerta parecida a la de la antesala de un médico famoso. Tras la puerta había un pequeño pasillo muy aseado, un espacio inundado de luz eléctrica. Sus suelos, repintados recientemente, parecían recién fregados y estaban cubiertos por un sendero de alfombra.
El «chófer» empezó a soltar chasquidos con la lengua de un modo raro, como si llamara a un perro. Pero allí no había ningún perro.
Más adelante, cerraba el pasillo una puerta vidriada con descoloridas cortinas en su parte interna. La puerta estaba reforzada con una reja adicional de varillas inclinadas, como las que suele haber en las vallas de los jardincillos de las estaciones. En lugar de la placa de un doctor, un letrero colgaba de la puerta:
«RECEPCION DE DETENIDOS».
Pero no había cola.
Accionaron un timbre antiguo, de los que funcionan dándole vueltas. Poco después, un vigilante impasible, de cara alargada, con galones azul celeste atravesados por blancas tiras de sargento, miró por las cortinas y abrió la puerta. El «chófer» tomó la hoja carmesí de manos del «mecánico» y la mostró al vigilante. Este la examinó con aire aburrido, como leería una receta el farmacéutico soñoliento a quien acaban de despertar, y los dos desaparecieron en el interior.
Innokenti y el «mecánico» permanecieron de pie en profundo silencio ante la puerta cerrada.
«RECEPCION DE DETENIDOS» les recordaba el letrero, pero su sentido era el mismo que «depósito de cadáveres». Innokenti no estaba con ánimos ni para examinar al insolente del abrigo estrecho, al hombre que había representado con él una comedia. Quizá debía protestar, gritar, pedir justicia, pero había olvidado incluso que tenía las manos en la espalda y que continuaba manteniéndolas en esta posición. Todos sus pensamientos estaban frenados, miraba como hipnotizado el letrero: «RECEPCION DE DETENIDOS».
Se oyó en la puerta el suave giro de la cerradura inglesa. El vigilante de la cara alargada les hizo seña con la cabeza para que entraran, y pasó delante haciendo con la lengua aquel chasquido como para llamar a un perro. Pero tampoco allí había perros. El pasillo disponía también de una viva iluminación y estaba, igualmente, tan limpio como un hospital. Había en la pared dos puertas pintadas de color verde oliva. El sargento empujó una de ellas y dijo:
—Entrad.
Innokenti entró. Apenas había tenido tiempo de observar que se trataba de una estancia vacía, sin ventanas, con una mesa grande y tosca y un par de taburetes, cuando el «chófer» por un costado y el «mecánico» por detrás se echaron sobre él, lo agarraron con las cuatro manos y le registraron ágilmente los bolsillos.
—¿Qué piratería es esta? —gritó débilmente Innokenti—. ¿Quién les ha dado derecho? —se resistió un poco, pero el convencimiento interno de que no se trataba en absoluto de piratería, y que aquellos hombres se limitaban a cumplir con su trabajo, privó de energía a sus movimientos y de seguridad a su voz.
Le quitaron el reloj de pulsera y sacaron de sus bolsillos dos agendas, una pluma estilográfica y un pañuelo. También vio en sus manos unos estrechos galones plateados, y le sorprendió la coincidencia de que también fueran diplomáticos, y que el número de estrellitas que contenían fuera igual al suyo. El grosero abrazo se abrió. El «mecánico» le tendió el pañuelo:
—Tome.
—¿Después de tocarlo sus sucias manos? —gritó Innokenti con voz chillona, y se estremeció.
El pañuelo cayó al suelo.
—Se le dará un recibo por las cosas de valor —dijo el «chófer», y los dos hombres salieron apresuradamente.
El sargento de la cara alargada, por el contrario, no tenía prisa. Mirando de reojo al suelo, aconsejó:
—Recoja el pañuelo.
Pero Innokenti no se inclinó.
—¿Qué han hecho? ¿Me han arrancado los galones? —sólo entonces lo adivinó, y se encendió de ira al palpar las hombreras del uniforme, debajo del abrigo, y comprobar que no estaban los galones.
—¡Las manos atrás! —dijo entonces el sargento con indiferencia—. ¡Pase!
E hizo chasquear la lengua.
Pero no había perros.
El pasillo giraba bruscamente, y después seguía otro pasillo, y a ambos lados de este había una serie de pequeñas puertas color verde oliva, unas muy cerca de otras, señalizadas con pequeños y brillantes óvalos numerados. Ante aquellas puertas iba y venía una mujer madura y ajada, con falda y guerrera militar, y con los mismos galones azul celeste y las mismas rayitas blancas de sargento. Esa mujer, al aparecer ellos por la esquina, atisbo por la mirilla de una de las puertas. Al acercarse los dos hombres, dejó caer tranquilamente la tapadera colgante que cubría la mirilla y miró a Innokenti como si este hubiera pasado por allí cientos de veces y no fuera nada sorprendente que pasara una vez más. Los rasgos de la mujer eran siniestros. Puso una larga llave en la caja de acero de la cerradura que aseguraba la puerta número 8, la abrió con estrépito y le hizo una seña con la cabeza:
—Pase.
Innokenti atravesó el umbral, y antes de que tuviera tiempo de volverse para pedir explicaciones, la puerta se cerró a sus espaldas, y la sonora cerradura también.
¡He aquí dónde debería vivir! ¿Un día? ¿Un mes? ¿Muchos años? Aquella estancia no merecía el nombre de habitación, ni siquiera el de celda, pues según nos enseña la literatura, en una celda debe haber por lo menos un ventanuco, por pequeño que sea, y cierto espacio para pasear. Allí no era posible, no ya pasear, no ya tenderse, sino ni siquiera sentarse desahogadamente. Había una mesita y un taburete que ocupaban casi toda la superficie del suelo. Sentado en el taburete resultaba imposible extender libremente las piernas.
En aquel cuchitril no había nada más. Hasta la altura del pecho había un arrimadero verde oliva pintado al óleo; por encima, las paredes y el techo estaban vivamente blanqueados y deslumbrantemente iluminados por una gran bombilla de unos doscientos vatios adosada al techo dentro de una jaula de alambre.
Innokenti se sentó. Veinte minutos antes pensaba todavía en llegar a América y, evidentemente, sacar a colación su llamada a la embajada. Veinte minutos antes, toda su vida pasada le parecía un conjunto armónico, cada acontecimiento de la misma quedaba iluminado por la luz uniforme de las cosas bien meditadas, y la llamarada blanca del éxito lo soldaba con otros acontecimientos. Pero habían pasado estos veinte minutos, y con el mismo convencimiento, toda su vida pasada le parecía una acumulación de errores, un montón de negra chatarra.
No llegaban sonidos del pasillo, sólo un par de veces se abrió y cerró una puerta en algún lugar cercano. Cada minuto se separaba la pequeña cubierta de la mirilla y un ojo solitario e inquisitivo miraba a Innokenti a través del cristal. La puerta debía de tener unos cuatro dedos de grueso, y el cono del agujero de observación iba agrandándose, a partir de la mirilla, en todo su espesor. Innokenti adivinó que había sido practicado de esta manera para que el preso no pudiera ocultarse en ninguna parte de la mirada del vigilante.
Sintió agobio y calor. Se quitó el tibio abrigo de invierno y miró tristemente, de reojo, los «restos» de los galones arrancados del uniforme. Al no encontrar en las paredes un solo clavo, ni el más pequeño saliente, dejó el abrigo y la gorra sobre la mesita.
Es curioso, pero ahora que el rayo del arresto había caído ya sobre su vida, Innokenti no experimentaba terror. Al contrario, su mente frenada volvía a funcionar, e imaginaba los errores cometidos.
¿Por qué no había leído la orden hasta el final? ¿Estaba extendida correctamente? ¿Tenía un sello? ¿El visto bueno del fiscal? Sí, empezaba con el visto bueno del fiscal. ¿En qué fecha había sido firmada la orden? ¿Qué acusación indicaba? ¿Lo sabía ya su jefe cuando lo había llamado? Naturalmente, lo sabía. ¿Había sido un engaño, por lo tanto, la llamada? ¿Por qué, entonces, aquel extraño procedimiento, aquel espectáculo con el «chófer» y el «mecánico»?
En uno de los bolsillos palpó algo pequeño y duro. Lo sacó. Era un fino y elegante lápiz que se había caído de su enganche en la agenda. Innokenti se alegró mucho de encontrar el lápiz: ¡podía serle muy útil! ¡Chapuceros! ¡También allí, en la Lubianka, eran unos chapuceros! ¡Ni siquiera sabían cachear! Pensando dónde mejor esconder el lápiz, Innokenti lo rompió por la mitad y metió un trozo en cada zapato depositándolo bajo la planta del pie.
¡Ah, qué fallo! ¡Qué fallo no haber leído de qué lo acusaban! Quizás el arresto no tenía relación alguna con aquella conversación telefónica. Quizás era un error, una coincidencia. ¿Cuál sería ahora la conducta correcta?
¿O quizás el papel no decía en absoluto de qué lo acusaban? Probablemente, no lo decía. Que lo arresten, y nada más.
Pasó un rato. Al otro lado de la pared opuesta del pasillo se oyó varias veces el zumbido uniforme de una máquina. El zumbido, ora crecía, ora se apagaba. Innokenti se sintió de pronto muy inquieto ante una idea muy simple: ¿qué máquina podía haber allí? Aquello era una cárcel, no una fábrica, ¿para qué sería la máquina? Acudió a su mente algo maligno que oyera en los años cuarenta sobre medios de exterminio mecánicos. En la mente de Innokenti fulguró una idea absurda y al propio tiempo completamente verosímil: la máquina sería para moler los huesos de los presos asesinados. Sintió terror.
Y al mismo tiempo le traspasó con dolor un pensamiento: ¡qué error no haber leído la orden hasta el final, no haber protestado inmediatamente de su inocencia! ¡Había aceptado el arresto con tanta sumisión que se habían convencido de su culpabilidad! ¿Cómo había podido no protestar? ¿Por qué no había protestado? ¡Quedaba muy claro que esperaba el arresto y estaba preparado!
¡Este error fatal lo hería de parte a parte! Su primer pensamiento fue levantarse de un salto, dar puñetazos, patadas, gritar a pleno pulmón que era inocente, que le abrieran. Pero sobre este pensamiento se alzó inmediatamente otro más maduro: con ello no les causaría ninguna sorpresa, allí a menudo golpeaban y gritaban, su silencio de los primeros minutos, de todos modos, lo había enmarañado todo.
Ah, ¿cómo había podido ponerse tan fácilmente en sus manos? Siendo un alto diplomático, había permitido sin ninguna resistencia, sin ruido, que lo sacaran de las calles moscovitas y lo metieran y encerraran en aquel calabozo.
¡De aquí no escaparás! ¡De aquí no escaparás!
¿Y si su jefe, pese a todo, lo estuviera esperando? ¿Cómo podría llegar hasta él, aunque fuera escoltado? ¿Cómo explicárselo?
No, su cabeza no estaba más clara, sino más complicada y enmarañada.
Tras la pared, la máquina ora zumbaba ora se callaba.
Los ojos de Innokenti, deslumbrados por la luz, excesivamente viva para aquella estancia alta pero estrecha, de unos tres metros cúbicos, hacía rato que buscaban el descanso en el único cuadradito negro que animaba el techo. El cuadrado, protegido por dos barrotes en cruz, era por lo visto un respiradero, aunque váyase a saber adonde conducía o de dónde venía.
Y de pronto imaginó con toda precisión que aquel respiradero no era ni mucho menos un respiradero, que por él echaban lentamente un gas venenoso que probablemente fabricaría aquella máquina zumbadora, que estaban echando gas desde el preciso momento que lo encerraron, pues aquel calabozo cerrado con una puerta tan compactamente pegada a su marco no podía destinarse a otra cosa.
Por eso lo espiaban por la mirilla, para saber si aún no había perdido el conocimiento, si ya estaba envenenado.
Por eso se liaban sus pensamientos: ¡estaba perdiendo el conocimiento! ¡Por eso hacía rato que se ahogaba! ¡Por eso le latía la cabeza de aquella manera!
¡Entraba un gas! ¡Incoloro! ¡Inodoro!
¡Horror! ¡El eterno horror animal! El mismo que une en un mismo grupo a depredadores y víctimas que huyen de un incendio forestal. El horror envolvió a Innokenti, y este, abandonando cualquier otro cálculo o pensamiento, empezó a dar puñetazos y patadas a la puerta llamando a una persona viva:
—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Me ahogo! ¡Aire!
He aquí por qué la mirilla estaba practicada en forma de cono: ¡de ninguna manera llegaría el puño a romper el cristal!
Un ojo desorbitado, que no parpadeaba, se pegó al cristal por la otra parte de la puerta y contempló malignamente el fin de Innokenti.
¡Oh, era algo digno de verse! Un ojo arrancado, un ojo sin rostro, ¡un ojo que resume en sí mismo toda expresión! ¡Y que está contemplando tu muerte!
¡No había salida!
Innokenti cayó sobre el taburete.
El gas lo asfixiaba.