90

Con las ideas confusas, impresionado por la noticia del arresto de Ruska (el rumor había empezado hacía dos horas, después de que su mesa fuera descerrajada por Shikin, y se confirmó en el control nocturno con la ausencia de Ruska, que el oficial de servicio pareció no advertir), a punto estuvo Nerzhin de olvidar la cita convenida con Guerásimovich.

Quince minutos después, el reglamento lo condujo de nuevo, implacablemente, a las dos mesas, a las revistas abiertas y al amplificador puesto patas arriba y húmedo aún por las lágrimas de Símochka. Gleb y Símochka estaban condenados a permanecer sentados dos horas uno frente a otro (y mañana, y pasado, y cada día y todos los días), y a esconder los ojos en los papeles evitando que se encontraran.

Pero el minutero del gran reloj eléctrico dio un salto alcanzando las nueve y cuarto, y Nerzhin lo recordó. No estaba de muy buen humor para conversar sobre la sociedad sensata, aunque quizá fuera mejor así. Cerró la parte izquierda de la mesa, donde guardaba sus principales anotaciones, y sin ordenar nada ni apagar la lámpara de sobremesa, salió al pasillo con un cigarrillo entre los dientes. Con paso lento y balanceante llegó a la puerta vidriera que daba a la escalera trasera y la empujó. Como esperaba, estaba abierta.

Nerzhin volvió la cabeza como a desgana. En toda la longitud del pasillo no había una sola persona. Entonces, atravesó el dintel con movimiento brusco, pasó del suelo de madera al de cemento y desapareció de la recta del pasillo no sin cerrar silenciosamente la puerta. Y empezó a subir por la escalera adentrándose en una oscuridad cada vez más densa, chupando levemente el cigarrillo e iluminando con él su persona.

La ventana de la Máscara de Hierro no estaba iluminada. Una franja de luz débil y difusa caía sobre el descansillo superior a través de una de las ventanas exteriores.

Después de engancharse un par de veces en la chatarra apilada en la escalera, Nerzhin llamó con voz ahogada desde los peldaños superiores:

—¿Hay alguien aquí?

—¿Quién va? —respondió desde la oscuridad una voz también ahogada que tanto podía ser la de Guerásimovich como no serlo.

—Soy yo —dijo Nerzhin alargando las palabras para que fuera posible reconocerlo, y chupó con más fuerza el cigarrillo para iluminarse a sí mismo.

Guerásimovich encendió el aguzado rayo de su pequeña lámpara de bolsillo, le indicó con él el mismo tajón en el que ayer se sentara largo rato, de día, después de la entrevista, y apagó la luz. Él mismo se instaló en otro tajón semejante.

Los invisibles cuadros del siervo pintor se ocultaban en densa formación por todas las paredes.

—Ya ve lo pipiolos que somos en eso de la clandestinidad después de tantos años de cárcel —dijo Guerásimovich—. No hemos previsto lo más sencillo: el que llega no se compromete en nada, pero el que espera en la oscuridad no puede llamarlo. Hay que pensar una contraseña para el que sube por la escalera.

—Sííí —se sentó Nerzhin—, cada uno de nosotros ha de saber tocar todas las teclas. Tener tiempo para ganarse el pan, formar su espíritu, y además tener la capacidad necesaria para luchar con el bien alimentado aparato de la Seguridad del Estado. ¿Cuántos son ellos? ¿Un par de millones? ¡Hay que vivir unas cuantas vidas en una sola! ¿Puede extrañar que no estemos a la altura? ¿Qué le parece: cree que Mamurin podría estar acostado en su cama a oscuras? En este caso podríamos conversar con igual éxito en el despacho de Shikin.

—Antes de venir aquí me he informado: está en el Número Siete. Si volviera lo descubriríamos nosotros primero. Así que voy a pasar al asunto.

Lo dijo con aire profesional, pero su voz aparecía cansada y abstraída.

—En realidad, me disponía a pedirle que aplazáramos la conversación… Pero el caso es que me marcho de aquí dentro de unos días.

—¿Lo sabe con tanta exactitud?

—Sí.

—Por lo demás, yo también me marcharé, aunque no tan pronto. No les satisfice…

—Si supiéramos que íbamos a encontrarnos en un mismo grupo de traslado, lo dejaríamos para entonces, tendríamos tiempo. Pero la historia de las prisiones nos enseña a no aplazar ninguna conversación.

—Sí. También he sacado esta conclusión.

—O sea, ¿que usted duda de que se pueda organizar sensatamente la sociedad?

—Lo dudo muchísimo. Hasta la total incredulidad.

—Y sin embargo no es complicado en absoluto. Sólo que organizaría es cosa de una élite, no de un conjunto de asnos. De una élite intelectual y técnica. Y lo que hay que organizar no es una sociedad «democrática» ni «socialista», eso son características inadecuadas. Hay que organizar una sociedad intelectual. Y necesariamente será sensata.

—Ah, ya —alargó Nerzhin desilusionado—. Ha echado tres frases que ni en tres veladas podríamos entender. En primer lugar, ¿en qué se diferencia «intelectual» de «racional»? Conocemos ya esta canción, los racionalistas franceses hicieron ya una gran revolución, líbrenos de ello.

—Aquellos eran charlatanes y no racionalistas. Los intelectuales no han hecho todavía su revolución.

—Ni la harán. Son cabezas de huevo… ¿Cómo sería, según usted, una sociedad intelectual? Evidentemente, estaría fuera de la ética y de la religión, ¿verdad?

—No necesariamente. Eso podría preverse.

—¡Preverse! Pero usted no lo ha previsto. ¿Cómo imaginar una sociedad intelectual? Ingenieros sin sacerdotes. Todo funcionaría muy bien, una sabia economía, cada uno en el lugar correcto, y una rápida acumulación de bienes. ¡Pero esto es poco, compréndalo! ¡Los objetivos de la sociedad no deben ser materiales!

—Este es ya el último ajuste. De momento, para la mayoría de países del mundo…

—¡De ese «de momento» no quiero ni hablar! ¡Y después será tarde! ¡Y me habla de una organización sensata! Sigamos. «No socialista», esto a mí me da igual, la forma de propiedad tiene una importancia muy secundaria, no se sabe cuál es mejor. Pero el «no democrática» me asusta. ¿Qué significa? ¿Por qué?

Desde las profundas tinieblas, Guerásimovich respondió con las palabras precisas y necesarias, sin poner paja, como se escriben los buenos libros, como suele suceder cuando se piensan primero las cosas antes de decirlas.

—Estamos hambrientos de libertad y nos parece que es necesaria una libertad ilimitada. Pero lo razonable es que la libertad tenga sus límites, de otro modo no se conseguirá una sociedad bien organizada. Que sea limitada, pero no en los aspectos que ahora nos oprimen.

Y avisarlo con antelación, no engañar. Nos parece que la democracia es un sol que nunca se pone. ¿Y qué es la democracia? Servir a la burda mayoría. Servir a la mayoría significa: la igualdad en la mediocridad, la igualdad al nivel más bajo, segar los tallos más finos y altos. Cien o mil memos indican con sus votos el camino que debe seguir una cabeza clara.

—Hum —mugió desconcertado Nerzhin—. Esto es nuevo para mí… Esto no lo comprendo… no lo sé… Tengo que meditarlo… Estoy acostumbrado a que la democracia… ¿Y qué puede sustituir a la democracia?

—¡La desigualdad justa! Una desigualdad basada en los verdaderos talentos naturales y desarrollados. Si queréis, un Estado autoritario, o si queréis, el poder de una élite espiritual. El poder de unas personas abnegadas, absolutamente desinteresadas y luminosas.

—¡Señor! Esto está bien como ideal. Pero ¿cómo se seleccionaría la élite? Y sobre todo, ¿cómo convencer a los retrasados de que esos son una élite? Porque la inteligencia no se lleva escrita en la frente, la honestidad no brilla como una llama… Esto ya nos lo prometían con el socialismo, decían que sólo revestidos de ángeles gobernarían, ¿y qué caraduras nos han salido? Hay mu-u-uchos interrogantes… ¿Y qué pasa con los partidos? Lo más seguro es que sea una sociedad sin partidos, ni de los de tipo antiguo, ni los (Dios nos libre) de Nuevo Cuño. ¡La humanidad espera a un profeta que le enseñe cómo vivir sin partidos! Ser de un partido representa también pasar el cepillo para quedar a nivel de la mayoría, de la disciplina, y decir lo que no se piensa. Cada partido moldea tanto la personalidad como la justicia. El líder de la oposición critica al gobierno, no porque este se haya equivocado realmente, sino porque, entonces, ¿para qué sirve la oposición?

—Ya lo ve, usted mismo va de la democracia a mi sistema.

—¡No voy todavía! Sólo un poco… ¿Y qué decir del autoritarismo? Naturalmente, en un Estado tiene que haber autoridad, ¿pero cuál? ¡Una autoridad ética! No el poder de las bayonetas, sino una autoridad que la gente ame y respete. Que diga: «¡Compatriotas, esto no conviene, es malo!». Y todos lo asimilen inmediatamente: «¡Es cierto, es malo! ¡Lo rechazamos! ¡No lo haremos!». ¿Y de dónde sacará una autoridad así? Porque a veces se dice «autoritarismo» y lo que sale es el totalitarismo. A mi entender debería ser algo así como en Suiza, ¿recuerda a Herzen? El poder es tanto más fuerte cuanto más bajo: el más grande es la asamblea rural, el hombre que menos derechos tiene en el Estado es el presidente… Bueno, pero me río yo de… Por lo demás, ¿no nos ocupamos prematuramente de ello? ¡Una organización sensata! ¿No sería más sensato hablar de cómo salir de lo insensato? Ni siquiera somos capaces de esto, aunque lo tenemos más cerca.

—Este es precisamente el tema principal de nuestra conversación —sonó la voz tranquila en la oscuridad. Y con tanta sencillez como si se tratara de cambiar la lámpara fundida de un circuito—: Creo que ha llegado el momento de que nosotros, los intelectuales técnicos, cambiemos el modo de gobernar en Rusia.

Nerzhin se estremeció. Aunque no por incredulidad: aunque no habían tenido ocasión de hablar a sus anchas hasta entonces, por su aspecto externo presentía ya un parentesco espiritual con Guerásimovich.

La calmosa y uniforme voz de la oscuridad hablaba gravemente, un poco solemnemente, lo que hizo que Nerzhin sintiera escalofríos a lo largo de su espina dorsal.

—Ay, una revolución espontánea en nuestro país es imposible. Incluso en la Rusia anterior, donde existía una libertad casi sin obstáculos para corromper al pueblo, se necesitaron tres años de guerra. ¡Y qué guerra! Y aquí contar un chiste tomando el té le cuesta a uno la cabeza. ¿Qué revolución puede haber?

—¡Pero no diga «ay»! —replicó Nerzhin—. Al diablo la revolución: lo primero que haría sería degollar a su élite. Extirparían todo lo culto y maravilloso, destruirían todo lo bueno.

—Está bien, no digo «ay». Pero por culpa de esto, muchos han comenzado a poner sus esperanzas en la ayuda exterior. Y me parece un error profundo y nocivo. La Internacional no es tan tonta cuando dice: «¡Nadie nos dará la libertad! ¡Consigámosla con nuestras propias manos!». Hay que comprender que cuanto más acomodados y libres vivan en Occidente, menos deseará el hombre occidental luchar por unos imbéciles que se dejan montar sobre el cuello. Y tienen razón, no han abierto sus puertas a los bandidos. Nos hemos merecido nuestro régimen y nuestros líderes, por lo tanto hemos de apechugar con ellos.

—Ya les llegará su hora a los occidentales.

—Naturalmente, les llegará. El bienestar es una fuerza de perdición. Para prolongarlo un año, un día, el hombre sacrificaría no sólo todo lo ajeno sino lo sagrado, incluso la simple prudencia. Así alimentaron a Hitler, así alimentaron a Stalin, les entregaron media Europa a cada uno, y ahora China. Darían con gusto Turquía si con ello pudieran aplazar por una semana la movilización general en sus países. Naturalmente, perecerán. Pero antes nosotros.

—Antes.

—Ahí está la desgracia, poner la esperanza en los norteamericanos libera nuestra conciencia y debilita nuestra voluntad: adquirimos el derecho de no luchar, de someternos, de vivir siguiendo la corriente y degenerarnos paulatinamente. No estoy de acuerdo con la tesis de que a nuestro pueblo se le abrirán los ojos con los años, de que madurará algo en él… Dicen: «No es posible oprimir a todo un pueblo para siempre». ¡Mentira! ¡Sí es posible! Estamos viendo cómo nuestro pueblo se vacía espiritualmente, cómo se vuelve salvaje, cómo cae sobre él la indiferencia no sólo ante los destinos del país, no sólo ante el destino de su vecino, sino ante su propio destino y el de sus hijos. La indiferencia, la última reacción salvadora del organismo, se ha convertido en nuestro rasgo característico. De ahí la popularidad del vodka, inaudita incluso a escala rusa. Es esa terrible indiferencia en la que el hombre no ve su vida rajada, o con un canto roto, sino tan irremisiblemente despedazada, tan ensuciada de uno y otro lado, que sólo gracias al olvido del alcohol vale la pena continuar viviendo. Si prohibieran el vodka, al instante estallaría una revolución. Pero cobrando a cuarenta y cuatro rublos lo que le cuesta diez cópeks, el Shylock comunista no se dejará tentar por la ley seca.

Nerzhin no replicó ni se movió. Guerásimovich apenas podía ver su cara bajo el reflejo vago y débil de los faroles de la zona, y luego, seguramente, también del techo. Sin conocer en absoluto a aquel hombre, Illarión se había decidido a decirle cosas que en este país ni siquiera los amigos íntimos osan susurrarse al oído.

—Han bastado treinta años para estropear al pueblo. ¿Se conseguirá corregirlo en trescientos? Por eso hay que darse prisa. Dada la imposibilidad de una revolución popular general, y dado lo perjudicial que es esperar ayuda exterior, sólo queda una salida: la clásica revolución de palacio. Como decía Lenin: «¡Dadnos una organización de revolucionarios y pondremos a Rusia patas arriba!». ¡Formaron una organización y pusieron a Rusia patas arriba!

—¡Oh, Dios no lo quiera!

—Con el conocimiento de los hombres que nos ha dado la cárcel, y con la capacidad que tenemos de detectar a los traidores con sólo verlos, creo que no hay dificultad para crear semejante organización. Por eso ahora nos sinceramos usted y yo, uno a otro, siendo la primera conversación. No necesitamos más que tres mil o cinco mil hombres valerosos, con iniciativa, capaces de manejar las armas, y además, alguien de la intelectualidad técnica…

—¿De los que están fabricando la bomba atómica?

—… y establecer contacto con la cúpula militar…

—… es decir, con esas pieles de tambor…

—… para conseguir su benévola neutralidad. Además, sólo habría que eliminar a Stalin, Molotov, Beria y a algunos más. Y anunciar inmediatamente por la radio que las capas altas, medias y bajas continúan en su sitio.

—¿Continúan? ¿Y esa es su élite?

—¡De momento! De momento. Esta es la peculiaridad de los países totalitarios: en ellos es difícil dar un golpe de Estado, pero no cuesta nada gobernar después del golpe. Maquiavelo dijo que echando al sultán se podría glorificar a Cristo en todas las mezquitas al día siguiente.

—¡Oh, no vaya a equivocarse! Todavía no sabemos quién manda a quién: el sultán a ellos o ellos al sultán, aunque no sean conscientes de ello. Además, esa neutralidad de los generales-jabalíes que enviaron a divisiones enteras a los campos de minas para evitar el batallón de castigo… ¡Harán pedazos a cualquiera para defender su pocilga! ¡Y además, Stalin se os escapará por el paso subterráneo! Y si sus cinco mil hombres con iniciativa propia no son detenidos por la policía secreta, lo serán por las ametralladoras de las tropas secretas… Además —dijo Nerzhin muy inquieto—, ¡en Rusia no hay cinco mil hombres como usted! ¡Y luego, sólo en la cárcel, y no en la libertad doméstica, el hombre es tan libre en sus pensamientos, tan poco constreñido en sus actos, tan presto al sacrificio! ¡Y desde la cárcel, precisamente, no se puede hacer nada! ¿Quería que yo buscara los fallos de su proyecto? ¡Pues bien, sólo de fallos está compuesto! Es una lección para nuestra arrogancia físico-matemática: la actividad social es también una especialidad, ¡y qué especialidad! ¡No se puede definir con la función de Bessel! ¡Pero no es siquiera esto! ¡No es siquiera esto! —dijo con voz demasiado fuerte para la negra y silenciosa escalera—. ¡Ha tenido la desgracia de buscarme a mí como consejero! Yo no creo que se pueda organizar en la Tierra nada bueno y sólido. ¿Cómo podría aconsejarle, si yo mismo no puedo arrancar los pies del suelo de la duda?

Con fría monotonía, Guerásimovich le recordó:

—Antes de que se inventara el análisis espectral, Auguste Comte afirmaba que la humanidad nunca conocería la composición química de las estrellas. ¡Y poco después se conocía! Cuando usted se pasea con el capote militar ondeando al viento parece otro hombre.

A Nerzhin se le trabó la lengua. Recordó la víspera, la sentencia «El perro lobo tiene razón, el caníbal no» de Spiridón, y cómo pedía este que el avión descargara la bomba atómica sobre él. Esta sencillez se apoderaba cautivadoramente del corazón, pero Nerzhin se defendió como pudo:

—Sí, a veces me dejo arrastrar por la pasión. Pero el proyecto de usted es demasiado serio para permitir que hable el corazón. ¿Recuerda a la anciana de Siracusa, la de Anatole France? Rezaba para que los dioses dieran larga vida al odioso tirano de la isla, pues su larga experiencia le había enseñado que cada tirano solía ser más cruel que el anterior. Sí, nuestro régimen es abominable, ¿pero cómo sabe que el proyectado por usted resultaría mejor? ¿Y si fuera peor? Porque usted quiere el bien, ¿no es posible que antes de usted hubiera quien quisiera también el bien? Sembraron cebada y salió cizaña. ¡A qué hablar de nuestra revolución! Eche una mirada atrás, a los… ¡veintisiete siglos! ¡A todos estos virajes de un camino absurdo, desde la colina en la que una loba amamantaba a unos mellizos, desde el valle de olivos que un prodigioso soñador atravesó en un asno, hasta nuestras impresionantes alturas, hasta nuestros sombríos desfiladeros, donde sólo crujen las orugas de los cañones, hasta nuestros pasos de montaña helados en los que el viento de Oimiakon, a setenta grados bajo cero, atraviesa los impermeables de los presos! ¡No veo por qué hemos tenido que trepar tan alto! ¡No veo por qué nos hemos empujado unos a otros al abismo! ¡Durante cientos de años, los poetas y los profetas nos han cantado las brillantes cimas del Futuro! ¡Fanáticos! ¿Han olvidado que en las cimas rugen los huracanes, la vegetación es escasa, no hay agua, y que en las alturas es más fácil romperse la cabeza? Aquí, ilumínelo, hay un castillo del Santo Grial…

—Lo he visto.

—Y parece que un jinete ha llegado al galope y lo ha descubierto. ¡Tonterías! ¡Nadie llega al galope, nadie lo descubre! A mí dejadme también en un modesto y pequeño valle, con hierba y agua.

—¿Vol-ver a-trás? —machacó diferenciadamente Guerásimovich sin expresión.

—¡Ah, si estuviera seguro de que la historia humana tiene un delante y un detrás! Pero este pulpo no tiene ni trasero ni delantera. Para mí no hay palabra más vacía de sentido que «progreso». ¿Qué progreso, Illarión Pálych? ¿De qué? ¿Adónde? ¿Ha mejorado la gente en veintisiete siglos? ¿Es más buena? ¿Es más feliz, por lo menos? ¡No, es peor, más maligna, más desgraciada! ¡Y todo esto se ha conseguido sólo con ideas maravillosas!

—¿Que no hay progreso? ¿Que no hay progreso? —discutió Guerásimovich, saltándose también la prudencia, con voz rejuvenecida—. Esto no se le puede perdonar a un hombre relacionado con la física. ¿No ve diferencia entre la velocidad mecánica y la electromagnética?

—¿Para qué necesito la aviación? ¡No hay nada más sano que ir a pie y a caballo! ¿Para qué necesito vuestra radio? ¿Para cazar al vuelo a los grandes pianistas? ¿Para transmitir más rápidamente a Siberia la orden de mi detención? Mejor hacerlo con caballos de posta.

—Es imposible no comprender que estamos en vísperas de conseguir energía gratuita, es decir, la abundancia de bienes materiales. Calentaremos el Ártico, calentaremos Siberia, fertilizaremos los desiertos. Dentro de veinte o treinta años podremos caminar sobre víveres, serán gratuitos como el aire. ¿Esto no es progreso?

—¡La abundancia no es el progreso! ¡No admitiría como progreso la abundancia material sino la voluntad universal de compartir la escasez! ¡Pero nada conseguiréis! ¡No calentaréis Siberia! ¡No fertilizaréis el desierto! ¡Todo lo enviarán a la mierda, perdone la expresión, con bombas atómicas! ¡Todo irá a la mierda surcado por los aviones a reacción!

—¡Observe con imparcialidad esos virajes de la historia! No sólo hemos estado equivocándonos, también hemos trepado hacia lo alto. Nos hemos arañado nuestros tiernos morros contra pedazos de roca, mas pese a todo ya estamos en el desfiladero…

—¡En Oimiakon!

—Sin embargo, ya no nos echamos unos a otros a la hoguera…

—¡Para qué andar con leña si hay cámaras de gas!

—¡De todos modos, el antiguo Consejo Rural, donde se argumentaba a palos, ha sido sustituido por los parlamentos, donde triunfan los argumentos! ¡Pese a todo, en los pueblos primitivos se ha conseguido el habeas corpus act! Y ya no le ordenarán a nadie que en su noche de bodas envíe su esposa al señor feudal. Hay que estar ciego para no ver que las costumbres se han dulcificado, que la sensatez predomina pese a todo sobre la locura…

—¡No lo veo!

—¡Que pese a todo madura el concepto de personalidad humana!

Un prolongado timbrazo se extendió por todo el edificio. Significaba que eran las once menos cuarto y había que entregar todo el material secreto a la caja de caudales y sellar los laboratorios.

Ambos se levantaron, y sus cabezas quedaron bajo la débil luz de los faroles de la zona.

Los quevedos de Guerásimovich aparecían irisados como dos diamantes.

—Entonces, ¿qué? ¿Cuál es la conclusión? ¿Entregar todo el planeta a la depravación? ¿No es una lástima?

—Es una lástima —aceptó Nerzhin en un murmullo innecesario, de abatimiento—. Da lástima el planeta. Prefiero morir que vivir para verlo.

—¡Mejor no permitirlo que morir! —replicó Guerásimovich con dignidad—. Pero en estos años extremos de perdición universal o de corrección universal de los errores, ¿qué otra salida propone usted? ¡Usted, un oficial del frente! ¡Un presidiario veterano!

—No lo sé… no lo sé… —con aquella cuarta parte de luz podía verse la congoja de Nerzhin—. Mientras no había bombas atómicas, el sistema soviético, mal organizado y poco flexible, roído por los parásitos, estaba condenado a perecer ante las pruebas del tiempo. Pero ahora, si «los nuestros» tienen la bomba será una desgracia. Actualmente, quizá sólo…

—¿Qué? —le apremió Guerásimovich.

—Quizás… un nuevo siglo… con la información filtrándose por todas partes…

—¡Pero usted no ha necesitado la radio!

—La interfieren… Digo que quizás en un nuevo siglo se descubra el procedimiento siguiente: La palabra destruye el cemento.

—Es demasiado contrario a la resistencia de materiales.

—¡Y al materialismo dialéctico! Aunque, ¿por qué no? Recuerde si no: «En el principio era el Verbo». O sea, ¿que la Palabra es más antigua que el cemento? ¿O sea que la Palabra no es una bagatela? En cuanto al golpe de Estado militar… es imposible…

—Pero ¿cómo se imagina, concretamente, eso que dice?

—No lo sé. Lo repito, no lo sé. Es un misterio. Es como las setas, que no salen con la primera lluvia, ni con la segunda, pero de pronto llega cualquier otra lluvia y crecen por todas partes. ¡Ayer hubiera sido imposible creer que tales monstruos pudieran existir! ¡y hoy están por todas partes! Así crecerán también las personas nobles, y su palabra destruirá el cemento.

—Antes se llevarán a vuestras personas nobles, en camiones y cestas: arrancadas, cortadas, segadas…