El vestido nuevo, color castaño, de Símochka lo había confeccionado una costurera teniendo en cuenta las virtudes y defectos de la figura: la parte superior, una especie de chaqueta, envolvía ajustadamente su talle de avispa, pero en el pecho no se ajustaba, sino que se recogía formando unos pliegues indeterminados. Para ensanchar artificialmente la figura, al pasar a la falda terminaba con dos volantitos redondos, uno mate y el otro brillante, que se movían al caminar. Los brazos imponderablemente delgados de Símochka se cubrían con unas mangas que descendían de los hombros con ondulante libertad. En el pequeño cuello había un invento ingenuo y simpático: había sido confeccionado independientemente en forma de larga franja del mismo tejido, y sus extremos colgantes se anudaban sobre el pecho como unas cintas y tenían el aspecto de las dos alas de una mariposa de color castaño plateado.
Las amigas de Símochka examinaron y valoraron estos y otros detalles en la escalera y en el guardarropa, donde fue a despedirlas después de la conferencia. Había mucho vocerío y apreturas, los hombres se metían en sus capotes y abrigos a toda prisa, encendían cigarrillos por el camino, las muchachas se balanceaban junto a la pared al ponerse las botas de fieltro.
En aquel mundo de sospechas habría podido parecer extraño que Símochka estrenara un vestido en su servicio nocturno, un vestido que se había hecho para Año Nuevo. Símochka, sin embargo, explicó a las chicas que después del turno iría a la fiesta de cumpleaños de su tío y que allí habría jóvenes.
Las amigas aprobaron el vestido, dijeron que con él estaba «sencillamente, muy mona» y le preguntaron dónde había comprado la tela de raso.
La decisión había abandonado a Símochka, que se demoraba para no ir al laboratorio. No entró en acústica hasta las ocho menos dos minutos. El corazón le latía aceleradamente, aunque también se sentía animada por los elogios recibidos. Los presos ya estaban entregando los materiales secretos que debían guardarse en el armario de acero. Vio la mesa de Nerzhin desde el otro extremo de la sala, cuya parte central estaba ahora desnuda desde que se llevaron el Vocoder al Número 7.
Ya no estaba. (¿No habría podido esperar?). La lámpara de sobremesa estaba apagada, las persianas de la mesa, cerradas, y los materiales secretos, entregados. Pero había algo desusado: el centro de la mesa no estaba totalmente desocupado, como solía dejarlo Nerzhin después del descanso, sino que había una gran revista americana y un diccionario abierto. Podría tratarse de una señal secreta para ella: «¡Volveré pronto!».
El sustituto de Reutmann puso en manos de Símochka las llaves del armario secreto, las de la sala y el sello (los laboratorios se sellaban cada noche). Símochka temía que Reutmann fuera de nuevo a ver a Rubin. En este caso se podría esperar en cada momento que pasara por el laboratorio de acústica, pero no, Reutmann estaba allí con el capote y la gorra, poniéndose los guantes de piel y apremiando al sustituto para que se pusiera el abrigo. Estaba triste.
—Está bien, Serafima Vitalievna, tome el mando. Que lo pase bien —le deseó en último término.
El sonido del timbre eléctrico se extendió largo rato por los pasillos y salas del Instituto. Todos los presos iban a cenar. Símochka paseaba arriba y abajo por el laboratorio, sin sonreír, observando a los últimos que se marchaban. Cuando no sonreía, su cara parecía muy severa, especialmente por culpa de su larga nariz, de afilado cartílago, que la privaba de todo encanto.
Se quedó sola.
¡Ahora ya podía llegar!
Caminaba por el laboratorio retorciéndose los dedos.
¡Qué mala suerte! Las cortinas de seda, que colgaban siempre ante las ventanas, hoy habían sido llevadas a la lavandería. Las tres ventanas habían quedado indefensas y desnudas, un observador oculto podía espiar la sala desde la negrura del patio. Cierto que no verían el fondo de la sala: el laboratorio de acústica estaba en el piso principal. Pero no muy lejos estaba la cerca, y la torre de guardia quedaba frente a la ventana de Gleb y suya. Desde allí se veía la sala de parte a parte.
¿Y si entonces apagaban todas las luces? La puerta estaría cerrada, cualquiera pensaría que el oficial de servicio había salido.
Pero ¿y si empezaban a aporrear la puerta, a buscar las llaves?
Símochka pasó a la cabina acústica. Lo hizo sin darse cuenta, sin relacionarlo con el centinela, cuya mirada no podía penetrar allí. En el umbral de aquel estrecho cuchitril se apoyó en la gruesa hoja de la puerta y cerró los ojos. No quería entrar siquiera si no estaba él. Deseaba que él la trajera hacia allí, que la llevara.
Había oído contar a las amigas cómo sucedía aquello, pero se lo imaginaba vagamente, su agitación iba creciendo y las mejillas poniéndose más ardientes.
¡Lo que en la juventud hay que conservar más que ninguna otra cosa, se había convertido ya en una carga!
¡Sí! ¡Habría deseado mucho tener un hijo y educarlo mientras Gleb esperaba su liberación! ¡Sólo se trataba de cinco años!
Se acercó por detrás a su silla giratoria, arqueada, amarilla, y abrazó el respaldo como si de una persona viva se tratara.
Miró de reojo hacia la ventana. En las cercanas tinieblas se adivinaba la torre, y en ella un coágulo negro de lo más hostil para el amor: un centinela con un fusil.
Se oyeron en el corredor los pasos de Gleb, que hoy pisaba más silenciosamente de lo habitual. Símochka se precipitó hacia su mesa, se sentó, se acercó un amplificador de tres etapas colocado de costado con las válvulas al aire y empezó a examinarlo con un pequeño destornillador en la mano. Los latidos de su corazón repercutían en su cabeza.
Nerzhin cerró la puerta sin hacer ruido para que el sonido no se extendiera demasiado por el silencioso pasillo. A través del espacio que dejaron libre los bancos del Vocoder vio desde lejos a Símochka, que se ocultaba tras su mesa como una codorniz tras un gran terrón de tierra.
Así, «codorniz» era como él la llamaba.
Símochka lanzó al encuentro de Gleb una mirada y se quedó paralizada: la cara de Nerzhin no estaba emocionada, incluso parecía sombría.
Antes de que llegara, ella estaba segura de que lo primero que haría sería acercarse a besarla. Ella lo pararía: las ventanas están descubiertas, el centinela nos ve.
Pero él no se precipitó a cruzar entre las mesas. Se detuvo junto a la suya y fue el primero en explicar:
—Las ventanas están descubiertas, no me acercaré, Símochka. ¡Buenas noches! —apoyó sus brazos colgantes en la mesa, de pie, y la miró desde su altura—. Si no nos estorban, tenemos que… hablar.
¿Hablar?
Ha-blar…
Abrió su mesa. Una tras otra fueron cayendo las persianas con sonoro golpe. Sin mirar a Símochka, con movimientos mecánicos, Nerzhin fue sacando y abriendo diversos libros, revistas, carpetas: el camuflaje que la muchacha tan bien conocía.
Símochka se había quedado inmóvil con el destornillador en la mano mirando indesviablemente la cara impersonal de Gleb. El pensamiento de la joven era que la llamada de Yákonov requiriendo el sábado la presencia de Gleb estaba dando ahora sus venenosos frutos, lo estaban coaccionando o debían trasladarlo pronto. Pero ¿por qué no se acercaba, no la besaba?
—¿Ha sucedido algo? ¿Qué ha sucedido? —preguntó con un cambio en la voz, y tragó saliva con dificultad.
Él se sentó. Se abrazó la cabeza con los dedos extendidos de ambas manos, apretando con los codos las revistas abiertas, y miró a la muchacha con una mirada directa. Pero no había sinceridad en aquella mirada.
Reinó un silencio sordo. Los separaban dos mesas, dos mesas iluminadas por cuatro lámparas de techo y dos de sobremesa, y fusiladas por la mirada del centinela de la torre.
Y esta mirada del centinela era como un telón de alambre de espino que iba cayendo lentamente entre los dos.
Gleb dijo:
—¡Símochka! Me consideraría un canalla si hoy… si… no te confesara…
—¿…?
—Yo, en cierto modo… he obrado contigo a la ligera, sin reflexionar…
—¿¿…??
—Pero ayer… Me vi con mi esposa… Tuvimos una entrevista.
Símochka se hundió en la silla, empequeñeció aún más. Las alas de la cinta del cuello se desplomaron impotentes sobre el panel de aluminio del aparato. El destornillador tintineó sobre la mesa.
—¿Y por qué… el sábado… no me lo dijo? —apenas pudo articular ella con la voz cortada.
—¡Pero qué dices, Símochka! —se horrorizó Gleb—. ¿Te lo habría ocultado?
(¿Y por qué no?).
—Me enteré ayer por la mañana. Sucedió inesperadamente… Hacía un año que no nos veíamos, ya lo sabes… Así pues, nos vimos y…
Su voz estaba sufriendo. Comprendía lo que representaba para ella escuchar aquello, pero decirlo también… Había muchos matices que ella no necesitaba y que eran difíciles de transmitir. Incluso eran incomprensibles para él mismo. ¡Había soñado tanto en aquella noche, en aquel momento! ¡El sábado ardía revolviéndose en la cama! ¡Y había llegado el momento y no había ningún obstáculo! Las cortinas no eran nada, la sala era suya, ambos estaban allí, ¡lo tenían todo! Todo, excepto…
El alma perdida. Se había quedado en la entrevista. Su alma era como una cometa: había escapado, palpitaba en alguna parte, pero el hilo estaba en manos de su esposa.
Sin embargo, vamos a ver, ¿no sería el alma completamente innecesaria para aquello?
Es curioso: era necesaria.
No era preciso decirle todas esas cosas a Símochka, pero algo había que decir, ¿verdad? Y por la obligación de decir algo, Gleb hablaba buscando explicaciones decentes que no eran sino ambajes:
—Ya sabes… me espera pese a esta separación. Cinco años de prisión, ¿y cuántos más? La guerra. Otras no esperan. Además, en el campo de concentración me ayudó mucho… me traía comida… Tú querías esperarme, pero esto no… no… Yo no soportaría… causarle a ella…
¡A ella! ¿Y a esta? ¡Gleb habría podido detenerse a tiempo! El silencioso disparo de su voz ronca había dado en el blanco inmediatamente. La codorniz estaba muerta. Estaba desmadejada, con la cabeza metida en las densas hileras de válvulas y condensadores del amplificador de tres etapas.
Sus sollozos eran tan suaves como su respiración.
—¡No llores, Símochka! ¡No llores, no es preciso! —volvió Gleb a la realidad.
Pero lo dijo a dos mesas de distancia, sin acercarse.
Ella lloraba casi silenciosamente, abriendo ante él la raya recta de su dividida cabellera.
Su indefensión aumentaba el arrepentimiento de Gleb.
—¡Mi codorniz! —balbuceó inclinándose hacia adelante—. Anda, no llores. Anda, te lo ruego… La culpa es mía…
Era doloroso que llorara esta, ¿pero y aquella? ¡Absolutamente insoportable!
—Ni yo mismo comprendo qué sentimientos…
Nada le habría costado, al parecer, acercarse a ella, atraerla hacia sí, besarla, pero incluso esto era imposible, tan puros eran sus labios y sus manos después de la entrevista de ayer.
Era una salvación que hubieran quitado las cortinas de las ventanas.
Y así, sin dar un salto y pasar entre las mesas, iba repitiendo desde su sitio unas míseras súplicas pidiendo que no llorara.
Pero ella lloraba.
—¡Déjalo ya, mi codorniz! Aún puede ser que de alguna manera… Anda, deja que transcurra un poco de tiempo…
Ella levantó la cabeza en un intervalo entre lágrimas, y lo miró de un modo raro.
Él no comprendió su expresión, bajó la cabeza hasta el diccionario.
La cabeza de ella se cansó y de nuevo se depositó sobre el amplificador.
Resultaba extravagante. ¿Qué tenía que ver la entrevista con todo aquello? ¿Qué tenían que ver todas las mujeres que estaban en libertad si aquello era una cárcel? Hoy no era posible, pero pasarían unos días, el alma volvería a su sitio, y seguramente todo sería posible.
¿Cómo podía ser de otra manera? Sería de risa si se lo contara a alguien. ¡Era preciso despertar, sentir su piel de presidiario! ¿Quién le obligaría después a casarse con ella? ¿Quién le diría: «Te espera una muchacha, ve con ella»?
Además, aunque esto no se podía decir en voz alta: «¿La elegiste tú a esa? Tú elegiste este lugar, a dos mesas de distancia, y haya quien haya allí, ¡adelante!».
Pero hoy era imposible.
Gleb se volvió de espaldas y se dobló sobre el alféizar de la ventana. Miró en dirección al centinela aplastando la nariz y la frente contra el cristal. Los ojos, deslumbrados por las lámparas cercanas, no veían las profundidades de la torre, pero en la lejanía algunas luces aisladas se difuminaban convirtiéndose en vagas estrellas. Tras ellas, más arriba, el reflejo del resplandor blancuzco de la ciudad cercana abarcaba una tercera parte del cielo.
Bajo la ventana no se veía qué pasaba en el patio, qué se escondía por allí.
Símochka volvió a levantar la cabeza.
Gleb se volvió prestamente hacia ella.
Por las mejillas, descendían de sus ojos unos senderos brillantes y húmedos que ella no enjugaba. Debido al brillo de sus ojos, a la iluminación y a la variabilidad de las caras femeninas, la joven era ahora casi atractiva.
¿Y si a pesar de todo…?
Símochka miraba obstinadamente a Gleb.
Pero no decía palabra.
Era violento. Había que decir algo. Él dijo:
—También ahora, en esencia, me entrega su vida. ¿Quién podría hacer tanto? ¿Estás segura de que podrías?
Las lágrimas continuaban en sus insensibles mejillas sin secarse.
—¿No se divorció de usted? —preguntó Símochka en voz baja, separando las palabras.
¡Cómo había advertido lo principal! Había dado en el clavo. Pero no sentía deseos de confesarle la noticia que recibiera el día anterior. En realidad, era enormemente complicado.
—No.
Una pregunta demasiado precisa. De no ser tan precisa, de no ser tan imperiosa, de tener los bordes redondeados, de no decir nada más después, de mirar, mirar, mirar, tal vez se hubiera incorporado, tal vez hubiera ido al interruptor… Pero las preguntas demasiado precisas provocan respuestas lógicas.
—¿Es hermosa?
—Sí. Para mí, sí —se puso en guardia Gleb.
Símochka suspiró ruidosamente. Afirmó algo con la cabeza, se lo afirmó a sí misma, a los puntos brillantes de las superficies reflectantes de las lámparas de radio.
—Siendo así, no le esperará.
Símochka no podía admitir ninguna superioridad, como esposa legal, en aquella mujer invisible. La otra, en otro tiempo, había vivido una temporada con Gleb, pero de esto hacía ya ocho años. A partir de entonces, Gleb había hecho la guerra, había estado en la cárcel, y ella, si de verdad era hermosa, joven y sin ningún hijo, ¿habría llevado una vida de monja? En realidad, ni en esta entrevista, ni dentro de un año, ni dentro de dos, Gleb podría pertenecer a aquella mujer, en cambio sí podría pertenecer a Símochka. ¡Símochka habría podido ser su esposa hoy mismo! Aquella mujer, que resultaba no ser una visión ni un nombre vacío, ¿por qué luchaba por conseguir una entrevista en la cárcel? ¿Qué insaciable codicia le hacía tender la mano a un hombre que nunca le pertenecería?
—¡No le esperará! —repitió Símochka como si le dieran cuerda.
Pero cuanta más era la obstinación y el acierto de su ataque, más ultrajante resultaba.
—¡Ha esperado ocho años! —replicó Gleb. Su mente, dada al análisis, sin embargo, le hizo rectificar acto seguido—: Naturalmente, al final será más difícil.
—¡No le esperará! —repitió una vez más Símochka, en un murmullo.
Y se quitó las lágrimas casi secas con las muñecas de sus manos.
Nerzhin se encogió de hombros. Hablando honradamente, tenía razón, claro. En todo ese tiempo divergen los caracteres, diverge la experiencia de la vida. Él mismo le inculcaba continuamente a su mujer que se divorciara. Pero ¿por qué Símochka atacaba este punto con tanta obstinación y tanto acierto?
—Bien, de acuerdo, que no me espere. Pero por lo menos que no tenga nada que echarme en cara. —Aquí se abría la posibilidad de hacer unas reflexiones—. No me considero una buena persona, Símochka. Incluso me considero muy malo si recuerdo lo que hacía en el frente, en Alemania, lo que hacíamos todos. Y lo que hago ahora contigo… Pero créeme, todo esto lo adquirí en el mundo superficial y afortunado de la libertad. Me dejé influir por un mal permitido. Pero cuanto más bajo caía en esta dirección, más… es curioso… ¿No me esperará? Pues que no me espere. Con tal de que no me remuerda…
Había tropezado con uno de sus argumentos predilectos. Podía estar largo rato hablando de ello, especialmente porque no había otra cosa de qué hablar.
Pero Símochka casi no oía ese sermón. Al parecer, él sólo hablaba de sí mismo. ¿Y qué haría ella? Se imaginaba con horror que llegaría a casa, le diría algo entre dientes a su importuna madre y se arrojaría en la cama. En la misma cama en la que durante meses se había acostado pensando en él. ¡Qué humillante vergüenza! ¡Cuánto se había preparado para aquella noche! ¡Cómo se había friccionado, perfumado!
Pero ¿qué hacer si una sola hora de incómoda entrevista en prisión pesaba más que su trato cotidiano durante meses?
La conversación, como es natural, había terminado. Todo se había dicho sin preparación previa, sin dulcificar las palabras. Era preciso retirarse a la cabina, llorar un poco más y poner en orden su persona.
Pero carecía de fuerzas para echarle de allí o para marcharse. ¡En realidad, era la última vez que se tejía entre los dos cualquier telaraña!
Gleb calló al ver que no lo escuchaba, que no necesitaba en absoluto de sus elevadas conclusiones.
¡Encendió un cigarrillo! Un buen hallazgo. Y de nuevo miró por la ventana las dispersas luces amarillentas.
Permanecían sentados en silencio.
Ya no sentía tanta lástima por ella. ¿Qué significaba todo aquello para ella? ¿Toda una vida? Era sólo un episodio, algo superficial. Se le pasaría.
Encontraría…
Su esposa no era lo mismo.
Estaban sentados en silencio, y el silencio era ya opresivo. Gleb había vivido muchos años en un ambiente de hombres donde las explicaciones son cortas. Cuando todo está dicho, cuando todo se ha agotado, ¿a qué sentarse y callar? Era la absurda pegajosidad femenina.
Sin mover la cabeza para que Símochka no lo advirtiera, consultaba el reloj eléctrico de la pared sólo con los ojos, con la frente baja. Faltaban aún veinte minutos para el control, ¡veinte minutos de paseo nocturno! Pero habría sido agraviante levantarse y marcharse. Era preciso continuar sentado hasta el fin.
¿Quién entraría de guardia hoy por la noche? Al parecer, Schustermann. Y mañana por la mañana, el suboficial.
Arqueada sobre el amplificador, Símochka removía y sacaba sin razón aparente las válvulas de sus portalámparas, y volvía a enchufarlas.
Antes ya no entendía nada de ese amplificador. Y definitivamente no lo entendía ahora.
No obstante, la mente activa de Nerzhin requería alguna ocupación, algún movimiento de avance. En una estrecha tira de papel, sujeta bajo el tintero, Gleb anotaba a diario los programas de las transmisiones de radio. Leyó:
20.30 : C. r. y rom. (Obj)
Significaba: «Canciones rusas y romanzas interpretadas por Obujova».
¡Se puede escuchar tan raramente! Y a la hora encalmada del descanso. El concierto ya ha empezado. ¿Pero sería violento conectarlo?
En el alféizar de la ventana —bastaba con alargar la mano— estaba el receptor con el ajuste fijo de las tres estaciones moscovitas, regalo de Valentulia. Nerzhin miró de reojo a la inmóvil Símochka y con movimientos de ladrón puso la radio a su volumen mínimo.
Y apenas se encendieron las válvulas llegó el acompañamiento de cuerda y tras él se extendió por toda la silenciosa sala una voz grave, apagada y apasionada que en nada se parecía a la de Obujova.
Símochka se estremeció. Miró al radiorreceptor. Luego a Gleb.
Obujova cantaba algo que les tocaba muy de cerca, incluso demasiado dolorosamente cerca:
No, no es a ti a quien tan ardorosamente amo…
¡Lo que son las cosas, qué mala suerte! Gleb tanteó lateralmente para desconectar la radio con disimulo.
Símochka se abatió sobre el amplificador, con los brazos en jarras, y de nuevo rompió a llorar, a llorar.
Porque ni siquiera disponía él de amargas palabras en esos cortos minutos en común.
—¡Perdóname! —dijo Gleb en un impulso—. ¡Perdóname! ¡Perdóname!
No llegó a palpar el interruptor. Un cálido empuje lo arrebató: rodeó las mesas y despreciando la presencia del centinela la cogió por la cabeza y besó su pelo y su frente.
Símochka lloraba sin sollozos, sin temblores, abundantemente, libremente.