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El lunes era el día de la instrucción política no sólo en la sharashka de Marfino, sino en toda la Unión Soviética, según había establecido el Comité Central del Partido. En este día, los alumnos de las clases superiores, las amas de casa en sus asociaciones de vecinos, los veteranos de la revolución, los académicos de pelo cano, se sentaban en sus pupitres de seis a ocho de la tarde y abrían los resúmenes que habían preparado el domingo (por irrevocable deseo del Jefe, no sólo se exigía que los ciudadanos respondieran oralmente, sino que debían llevar resúmenes escritos de propia mano).

Profundizaban en la historia del Partido de Nuevo Tipo. Cada año, empezando el 1 de octubre, se estudiaban los errores del partido Naródnaya Volia, los errores de Plejánov y la lucha de Lenin y Stalin contra el economicismo, el marxismo legalista, el oportunismo, el jvostismo, el revisionismo, el anarquismo, el otzovismo, el liquidacionismo, la búsqueda de Dios, los intelectuales invertebrados. Sin tener en cuenta el tiempo, se comentaban párrafos del reglamento del partido aprobados cincuenta años atrás (y muy cambiados desde entonces), se comentaba la diferencia entre el antiguo periódico Iskra y el nuevo Iskra, sobre el «un paso adelante y dos atrás», sobre el Domingo Sangriento… Pero entonces se llegaba al célebre Capítulo 4 del Curso abreviado, que exponía las bases filosóficas de la ideología comunista y, sin que se supiera por qué, todos los círculos de estudios se empantanaban ignominiosamente en dicho capítulo. Y como esto no podía atribuirse a defectos y confusiones del materialismo dialéctico, ni a la vaguedad de la exposición por parte del autor (el capítulo lo había escrito el Mejor Alumno y Amigo de Lenin), las únicas causas posibles eran: la dificultad del pensamiento dialéctico para las masas atrasadas e ignorantes, y la indesviable llegada de la primavera. En mayo, en el momento álgido del estudio del Capítulo 4, los trabajadores se redimían suscribiéndose al empréstito nacional, y la instrucción política se suspendía.

En octubre se reunían de nuevo los círculos de estudios, pero entonces, pese al deseo intrépido, claramente expresado por el Gran Timonel, de que pasaran cuanto antes a la candente actualidad, a sus defectos y a sus contradicciones dinámicas, no había más remedio que reconocer que durante el verano los trabajadores habían olvidado por completo todo el material y que el Capítulo 4 no se había terminado. Entonces se indicaba a los propagandistas que volvieran a empezar por los errores de Naródnaya Volia, los errores de Plejánov, la lucha contra el economicismo y contra el marxismo legalista.

Así ocurría en todas partes cada año, y año tras año. Y la importancia y el interés de la conferencia de hoy en Marfino sobre el tema «El materialismo dialéctico: una concepción vanguardista del mundo» radicaba precisamente en que debía agotar hasta el fin el Capítulo 4, referirse a la obra deslumbrante y genial de Lenin Materialismo y empiriocriticismo y, una vez roto el círculo vicioso, poner por fin a los grupos del partido y del komsomol de Marfino en el camino real de la actualidad: el trabajo y la lucha de nuestro partido en el período de la primera guerra imperialista y en la preparación de la Revolución de Febrero.

Otra cosa que atraía a los externos de Marfino era que, en aquella conferencia, no era necesario llevar resúmenes (quienes los habían hecho los tendrían para el próximo lunes, y quienes andaban retrasados dispondrían de más tiempo). Y otra cosa que cautivaba de aquella conferencia era que no la daba un propagandista del montón, sino el conferenciante del Comité Regional del Partido, Rajmankul Schamsetdinov. Stepánov había recorrido los laboratorios antes de comer previniendo a la gente de que el conferenciante, según decían, tenía una elocuencia arrebatadora. (Había otra circunstancia de este orador que ni el mismo Stepánov conocía: Schamsetdinov era un buen amigo de Mamulov, no del Mamulov del secretariado de Beria, sino de un hermano de este, jefe del campo de concentración de Jobrinski en la fábrica de material de guerra. Este Mamulov mantenía, sólo para él, un teatro de presos formado de actores moscovitas ahora arrestados. El teatro divertía a Mamulov y a sus comensales, lo mismo que unas muchachas bien seleccionadas en la prisión de tránsito de Krasnaya Presnaya. La amistad con los dos Mamulov era la causa del respeto que el Comité Regional del Partido en Moscú sentía por Schamsetdinov, que se permitía la osadía de no leer las conferencias siguiendo palabra por palabra un texto preparado de antemano, sino que se entregaba a la inspiración de la elocuencia).

No obstante, pese a la cuidadosa publicidad, y pese a todo el atractivo de la conferencia, los externos de Marfino acudían a ella con cierta desgana y procuraban demorarse en los laboratorios valiéndose de diversos pretextos. Como quiera que en todo lugar debía haber un externo —¡no iban a abandonar a los presos sin vigilancia!—, el jefe del Laboratorio del Vacío, que nunca hacía nada, declaró de pronto que asuntos urgentes requerían su presencia en el laboratorio, y envió a la conferencia a sus muchachas, Tamara y Clara. Lo mismo hizo el sustituto de Reutmann en el laboratorio de acústica: se quedó allí y ordenó a la muchacha de servicio, Símochka, que fuera a escuchar la conferencia. El comandante Shikin tampoco acudió, pero sus actividades, envueltas en el misterio, no podían ser controladas ni siquiera por el partido.

Los que acudieron no fueron puntuales y procuraron ocupar las últimas filas llevados de un falso instinto de conservación.

En el Instituto había una sala especial destinada a reuniones y conferencias. Se habían llevado muchas sillas a esta sala para que se quedaran allí definitivamente, y las habían empalmado de ocho en ocho con unos listones clavados. (El gerente de la casa se había visto obligado a adoptar esta medida para que no se llevaran las sillas a otros lugares del centro). Las hileras de sillas estaban poco separadas unas de otras debido a las pequeñas proporciones de la sala, de modo que las rodillas de los que se sentaban detrás se apoyaban dolorosamente en el listón de la hilera de delante. Por eso, los que llegaban primero procuraban retirar su hilera hacia atrás, para que sus piernas estuvieran más libres. Entre los jóvenes que se sentaban en distintas hileras esto provocaba resistencias, bromas, risas. Gracias a los esfuerzos de Stepánov, y de los mensajeros enviados por él, a las seis y cuarto se llenaron finalmente todas las filas, desde la posterior a la anterior, pero nadie se pudo sentar en las filas segunda y tercera, adosadas completamente a la primera.

—¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Es un hecho vergonzoso! —dijo Stepánov mostrando el brillo plúmbeo de sus gafas y acuciando a los retrasados—. ¡Obligáis a esperar al conferenciante del Comité Regional del Partido! (Para no aguantar el tipo, el conferenciante esperaba en el despacho de Stepánov).

Reutmann entró penúltimo en la salita. A falta de otro lugar —todo estaba estrechamente ocupado por guerreras verdes con algunos pañuelos femeninos como nota de color entre ellos—, pasó a primera fila y se sentó en el extremo izquierdo casi tocando con las rodillas la mesa del presidium. Luego, Stepánov fue en busca de Yákonov. Aunque este no era miembro del partido, le correspondía acudir a una conferencia de tanta responsabilidad, y además la encontraría interesante. Yákonov avanzó a pequeños pasos a lo largo de la pared, encorvándose un poco para trasladar su corpulento cuerpo entre los asistentes, que en aquel momento no eran sus subordinados sino la colectividad del partido y del komsomol No encontrando detrás un puesto libre, Yákonov llegó a la primera fila y se sentó en el extremo de la derecha, como si también allí estuviera enfrentado a Reutmann.

Hecho todo esto, Stepánov introdujo al conferenciante. Este era un hombre corpulento, de anchos hombros, cabeza grande, con una revuelta mata de pelo oscuro tocada de alguna cana color ceniza. Se comportaba con extrema desenvoltura, como si hubiera entrado en la sala, simplemente, a tomarse una jarra de cerveza con Stepánov. Llevaba con extraordinaria sencillez un traje claro de lana de primera calidad, algo arrugado, y una corbata de colores chillones con un nudo del tamaño de un puño. No había ningún cuaderno ni guión en sus manos. Entró en materia directamente:

—¡Camaradas! A cada uno de vosotros le interesa saber cómo es el mundo que nos rodea.

Inclinándose pesadamente hacia los oyentes por encima de la mesa del presidium, cubierta con la tela roja de algodón de las pancartas, guardó silencio y todos prestaron atención. Daba la sensación de que ahora iba a explicarles en dos palabras cómo era el mundo circundante. Pero el conferenciante se echó bruscamente para atrás como si le hubieran dado a oler amoníaco, y exclamó indignado:

—¡Muchos filósofos han intentado responder a esta pregunta! ¡Pero nadie fue capaz de hacerlo antes de Marx! ¡Pues la metafísica no admite los cambios cualitativos! Naturalmente, no será fácil —extrajo del bolsillo, con dos dedos, un reloj de oro—, no será fácil aclararos todo esto en hora y media, pero —se guardó el reloj— lo intentaré.

Stepánov, que se había reservado un sitio en la cabecera de la mesa del conferenciante, de cara al público, interrumpió:

—Aunque sea más. Nos satisface mucho.

Algunas de las muchachas se descorazonaron (aquel día tenían prisa por ir al cine).

Pero el conferenciante, separando digna y ampliamente las manos, puso de manifiesto que también él tenía sus superiores.

—¡Es el reglamento! —paró los pies a Stepánov—. ¿Qué ayudó a Marx y a Engels a ofrecer un cuadro correcto de la naturaleza y de la sociedad?: el sistema filosófico genialmente elaborado por ellos, y continuado por Lenin y Stalin, que recibe el nombre de materialismo dialéctico. La primera gran sección del materialismo dialéctico es la dialéctica del materialismo. Voy a caracterizarla brevemente en base a sus proposiciones fundamentales. A menudo se menciona al filósofo prusiano Hegel como si él hubiera formulado los rasgos fundamentales de la dialéctica. ¡Y eso es radicalmente incorrecto, radicalísimamente incorrecto, camaradas! ¡Hegel tenía la dialéctica en la cabeza, eso es indiscutible! ¡Marx y Engels la pusieron en pie, tomaron de ella su semilla racional, y tiraron la cáscara idealista! ¡El método dialéctico marxista es un enemigo! ¡Es enemigo de todo inmovilismo, de toda metafísica y de todo prejuicio religioso! En total, cuatro son los rasgos que encontramos en la dialéctica. El primer rasgo es lo que… es la interrelación. Una interrelación y no un conjunto de objetos aislados. La naturaleza y la sociedad son (¿cómo lo diría para que fuera más claro?), no son un almacén de muebles donde todo está instalado aquí y allá sin ninguna relación. ¡En la naturaleza todo está relacionado, todo relacionado, debéis recordar esto y os ayudará mucho en vuestras investigaciones científicas!

Aquellos que, despreciando diez minutos, habían llegado antes y se habían instalado detrás, se encontraban en una situación especialmente favorable. Stepánov, con sus gafas de severo brillo, no dominaba hasta ellos, hasta las últimas filas. Y allí, un esbelto teniente de la Guardia escribía una nota y se la pasaba a Tonia, una tártara del laboratorio de acústica, también teniente, pero con una blusa de punto importada, de color carmesí, cubriendo el vestido oscuro. Para desdoblar la nota sobre sus rodillas, Tonia se escondió tras el que se sentaba delante. Un negro mechón de pelo negro se derrumbó y se quedó colgando, haciendo a la muchacha muy atractiva. Después de leer la nota, Tonia se ruborizó levemente y empezó a pedir a sus vecinos un lápiz o una pluma.

—… y el número de ejemplos podría aumentarse… El segundo rasgo de la dialéctica es el de que todo se mueve. ¡Todo se mueve, no hay reposo ni nunca lo hubo, es un hecho! Y la ciencia debe estudiar todas las cosas en movimiento, en su desarrollo, pero metiéndose firmemente en la cabeza que el movimiento no es en círculo cerrado, de otro modo no habría aparecido nuestra vida moderna superior. El movimiento sigue una escalera de caracol, no hay necesidad de demostrarlo, y siempre hacia arriba, hacia arriba, así…

Agitando la mano, demostró cómo. El conferenciante no encontraba dificultad ni en la elección de las palabras ni en los movimientos de su cuerpo. Había dispersado las sillas que sobraban dejando libres unos tres metros cuadrados alrededor de la mesa, y paseaba por ellos, movía los pies, se balanceaba apoyado en el respaldo de una silla demasiado frágil bajo su macizo corpachón. Pronunciaba las palabras «indiscutible» y «no hay necesidad de demostrarlo» de una manera especialmente sonora y categórica, como reprimiendo un motín desde el puente del capitán, y no las pronunciaba en lugares casuales, sino donde era especialmente necesario reforzar unas pruebas ya sólidas de por sí.

—El tercer rasgo de la dialéctica es el paso de la cantidad a la calidad. Este rasgo tan importante nos ayuda a comprender lo que es el desarrollo. No creáis que el desarrollo sea simplemente aumento. Aquí conviene ante todo fijarnos en Darwin. Engels nos explica este rasgo con ejemplos científicos. Tomad agua, aunque sea el agua de esta jarra, está a dieciocho grados y es simplemente agua. Calentadla, por favor. Calentadla hasta los treinta grados y continuará siendo agua. Calentadla hasta los ochenta grados y seguirá siendo agua. ¿Pero y si la calentamos hasta los cien grados? ¿Qué será entonces? ¡VAPOR!

Al conferenciante se le escapó este grito de triunfo, y algunos incluso tuvieron un sobresalto.

—¡VAPOR! ¡Y podríamos hacer también hielo! ¿Qué? ¡Este es el paso de la cantidad a la calidad! Leed La dialéctica de la naturaleza de Engels, está llena de otros aleccionadores ejemplos que arrojarán una luz sobre vuestras dificultades cotidianas. Dicen ahora, por ejemplo, que nuestra ciencia soviética ha conseguido también licuar el aire. ¡Por algo, hace cien años, no se les ocurrió pensar en esto! ¡Porque no conocían la ley del paso de la cantidad a la calidad! ¡Y así en todo lo demás, camaradas! Voy a presentar unos ejemplos del desarrollo de la sociedad…

Antes de oír a ningún conferenciante y sin necesidad de ningún conferenciante, Adam Reutmann sabía que un científico necesita el materialismo dialéctico como el aire, que sin el materialismo dialéctico no se pueden comprender los fenómenos de la vida. Pero cuando estaba en reuniones, seminarios o conferencias como la de hoy, Reutmann sentía casi físicamente que su cerebro empezaba a girar lentamente atornillándose y retorciéndose. Pese a toda su resistencia mental, cedía a aquella absorbente rotación como el hombre agotado cede al sueño. Quería sacudírsela. Habría podido presentar asombrosos ejemplos sacados de la estructura del átomo o de la mecánica ondulatoria. Pero no se habría atrevido a interrumpir o dar lecciones a un camarada del Comité Regional. Se limitaba a fijar la mirada de reproche de sus ojos avellanados, a través de las gafas para el astigmatismo, en el conferenciante que agitaba los brazos no lejos de su cabeza.

La voz del conferenciante retumbaba:

—Así pues, el paso de la cantidad a la calidad puede producirse con ruptura o e-vo-lu-ti-va-men-te, ¡es un hecho! La ruptura, en el desarrollo, no ocurre necesariamente en todas partes. Nuestra sociedad socialista se desarrolla y continuará desarrollándose sin ninguna clase de rupturas, ¡es indiscutible! Pero los renegados sociales, los traidores sociales, los socialistas de derechas de todo pelaje, engañan desvergonzadamente al pueblo diciendo que se puede pasar también del capitalismo al socialismo sin ruptura alguna. ¿Sin ruptura? ¿Sin una revolución? ¿Sin romper la máquina estatal? ¿Por el camino parlamentario? ¡Que les cuenten esas fábulas a los niños pequeños, pero no a los marxistas adultos! ¡Lenin nos enseñó, y ahora nos enseña nuestro genial teórico el camarada Stalin, que la burguesía nunca renunciará al poder sin una lucha armada!

Las greñas del orador se estremecían cuando echaba la cabeza hacia atrás. El conferenciante se sonó con un gran pañuelo ribeteado de azul y consultó su reloj, pero no con la mirada suplicante de un informador a quien el tiempo se le echa encima, sino de reojo, con desconcierto. Luego se aplicó el reloj al oído.

—El cuarto rasgo de la dialéctica —gritó de tal manera que de nuevo algunos se sobresaltaron—, es, son… ¡las contradicciones! ¡Los contrarios! ¡Lo que perece y lo que se renueva, lo positivo y lo negativo! ¡Está en todas partes, camaradas, no es ningún secreto! Se pueden poner ejemplos científicos, por ejemplo, ¡la electricidad! ¡Si se frota un cristal con seda, será el positivo, si resina con pieles, será el negativo! Pero sólo su unidad, su síntesis, dará energía a nuestra industria. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos, camaradas, están aquí y en todas partes: el calor es el más, el frío el menos, y en la vida social vemos este mismo irreconciliable conjunto que forman lo positivo y lo negativo. Como veis, el materialismo dialéctico impregna lo mejor que se ha conseguido en las ramas de la ciencia. Las contradicciones internas descubiertas por los fundadores del marxismo aparecen no sólo en la naturaleza muerta, sino que son la fuerza motora fundamental de todas las formaciones, desde el régimen primitivo-comunitario hasta el imperialismo, que se pudre ante nuestros ojos. Sólo en nuestra sociedad sin clases las fuerzas motoras ya no son indiscutiblemente las contradicciones internas, sino la crítica y la autocrítica sin tener en cuenta de quién se trate.

El conferenciante bostezó y no llegó a tiempo de taparse la boca. Se puso sombrío, en su cara aparecieron unas arrugas verticales, la mandíbula inferior tembló en una convulsión contenida. En un tono completamente distinto, en un tono de gran cansancio, intentó aún hablar de pie:

—Los oposicionistas y los derrotistas por el estilo de Bujarin nos han calumniado insolentemente diciendo que tenemos aquí contradicciones de clase, pero…

El cansancio pudo con él. Parpadeó, se dejó caer en la silla y terminó la frase con indolencia y suavidad:

—… pero nuestro Comité Central les dio una réplica demoledora.

Y dio la parte central de la conferencia de esta manera. Parecía como si un achaque interior lo hubiera dejado de repente sin fuerzas, o como si hubiera perdido la esperanza de que la maldita hora y media de conferencia terminara alguna vez.

Hablaba con voz fúnebre, bajando hasta el murmullo, como si todo se volviera contra él y contra los oyentes. Parecía abrirse paso por un laberinto del que no previera encontrar la salida.

—Sólo la materia es absoluta, pero todas las leyes de la ciencia son relativas… Sólo la materia es absoluta, pero cada variedad particular de materia es relativa… No hay nada absoluto fuera de la materia, y el movimiento es su eterno atributo… El movimiento es absoluto, el reposo es relativo… No hay verdades absolutas, toda verdad es relativa… El concepto de belleza es relativo… Los conceptos del bien y del mal son relativos…

Tanto si Stepánov escuchaba la conferencia como si no, todo su aspecto —erguido en la silla, lanzando destellos sobre el auditorio— expresaba la conciencia de la importancia de la medida política puesta en práctica, así como la contenida alegría de pensar que un acontecimiento cultural tan grande tenía lugar entre las paredes de Marfino.

Yákonov y Reutmann escuchaban al conferenciante a la fuerza, por estar sentados tan cerca. En la cuarta fila, también escuchaba una muchacha con un vestido esponjoso, inclinada hacia adelante, con un leve rubor en la cara. Se le había ocurrido el vanidoso deseo de formular alguna pregunta al conferenciante, pero no podía inventar ninguna.

Klykachov miraba atentamente al conferenciante, y su estrecha y alargada cabeza se asomaba entre la densidad de uniformes. Pero no escuchaba: él también hacía de instructor político, y habría podido dar la conferencia mejor. Sabía muy bien con qué materiales de instrucción se había preparado la intervención de hoy. Klykachov estudiaba al conferenciante, simplemente, por aburrimiento: primero hizo cabalas sobre lo que aquel hombre podía cobrar cada mes, luego intentó determinar su edad y su género de vida. Podría tener unos cuarenta años, pero la ceniza de su pelo, la nariz congestionada y purpúrea y el corte de su cara lo llevaban más allá de los cincuenta, o bien delataban que tomaba mucho de la vida y esta se desquitaba.

Los demás, abiertamente, no escuchaban. Tonia y el teniente alto habían llenado ya de notas la cuarta hoja del bloc. Otro teniente y Tamara jugaban a un divertido juego: él le cogía primero un dedo, luego otro, y así hasta la muñeca, ella le daba una palmada con la otra mano y liberaba su muñeca. Y todo volvía a empezar. El juego los abstraía, y sólo en el rostro, visible para Stepánov, intentaban mantener una expresión severa con la astucia de unos colegiales. El jefe del cuarto grupo le dibujaba al jefe del primer grupo (también sobre las rodillas, a escondidas de Stepánov) el complemento que pensaba añadir a su esquema ya en funcionamiento.

Pero a todos ellos, aunque a fragmentos, llegaba la voz del conferenciante. Sólo Clara Makaryguin, con su vestido monocolor azul vivo, se había acodado abiertamente en el respaldo de la silla que tenía delante y escondía la cara entre los brazos cruzados. Estaba sorda y ciega a cuanto sucedía en aquella sala, vagaba por esa niebla rosada que suelen producir los párpados cerrados y apretados. Una mezcla de gozo, turbación y tristeza no la abandonaba desde el beso que Ruska le diera ayer. Todo se enmarañaba de una forma insoluble. ¿Por qué Erik había entrado en su vida? ¿Podía acaso dejarlo al margen? ¿Cómo podría ahora no esperar a Ruska? ¿Y cómo podría esperarlo? ¿Cómo podría ahora continuar con él en el mismo grupo, encontrar su mirada, charlar con él en adelante? ¿Y si se trasladara a otro grupo? ¿Y si el ingeniero coronel había decidido ya trasladar a Rostislav? Lo había llamado hacía dos horas y todavía no había vuelto. Clara se había sentido aliviada de que no hubiera regresado antes de la instrucción política, y se marchó de buen grado a la conferencia para aplazar su encuentro con él. De todos modos era inevitable que aquella noche le diera una explicación. Al marcharse, en la puerta, había vuelto la cabeza y había transmitido a la muchacha un reproche insoportable. En efecto, debía de parecer muy ruin eso de hacerle promesas ayer y en cambio hoy…

(No sabía que no iban a encontrarse nunca más en la vida: Ruska había sido arrestado y encerrado en un pequeño y estrecho calabozo de Dirección. Y en el Laboratorio del Vacío, en aquel mismo momento, el comandante Shikin, en presencia del jefe del laboratorio, descerrajaba y registraba la mesa de Ruska).

Las fuerzas volvieron a afluir al conferenciante. Se reanimó, se puso en pie, y blandiendo su gran puño demolió con ironía la mísera lógica formal engendrada por Aristóteles, así como la escolástica de la Edad Media que cayera bajo el empuje de la dialéctica marxista.

A Marfino llegaban las revistas americanas más recientes. Pocos días antes, Rubin había traducido para todo el laboratorio de acústica un artículo sobre la nueva ciencia de la cibernética. Reutmann y algunos otros oficiales habían leído dicho artículo. La cibernética descansaba precisamente sobre la tan maltratada lógica formal: «sí» es sí, «no» es no, y no se da una tercera posición. El Algebra lógica binaria de John Boole apareció el mismo año que el Manifiesto comunista, pero nadie se fijó en ese libro.

—La segunda gran sección del materialismo dialéctico es el materialismo filosófico —tronó el conferenciante—. El materialismo creció en lucha con el idealismo filosófico reaccionario, cuyo fundador es Platón, y cuyos posteriores representantes más característicos son el obispo Berkeley, Mach, Avenarius, Yúshkevich y Valentinov.

Yákonov lanzó tal exclamación que se volvieron a mirarle. Entonces puso una mueca en su cara y se llevó las manos al costado. Sólo habría podido cambiar impresiones con Reutmann, y sin embargo precisamente con él era imposible. Y permaneció sentado con cara sumisa y atenta. ¡En eso debía emplear el último mes que le había sido concedido!…

—¡No hay necesidad de demostrar que la materia es la sustancia de todo lo existente! —vociferó el conferenciante—. La materia es indestructible, ¡eso es indiscutible! Y también puede demostrarse científicamente. Por ejemplo, si enterramos una semilla, ¿desaparece? ¡No! Se ha convertido en una planta, en una decena de semillas como ella. Había agua, y el sol la ha evaporado. ¿Ha desaparecido el agua? ¡Naturalmente que no! ¡El agua se ha convertido en nube, en vapor! ¡Así es! Sólo un abyecto criado de la burguesía, un lacayo diplomado de los prejuicios religiosos, el físico Ostwald, ha tenido la insolencia de declarar que «la materia desaparece». ¡Pero es ridículo, dígase a quien se diga! El genial Lenin, en su obra inmortal Materialismo y empiriocriticismo, basándose en concepciones de vanguardia, refutó a Ostwald y lo metió en un callejón sin salida del que no sabe cómo librarse.

Yákonov pensó: «Habría que meter a unos cien conferenciantes como este en esas sillas tan estrechas, darles una conferencia sobre la fórmula de Einstein y tenerlos sin comer hasta que sus cabezas perezosas y obtusas percibieran, por lo menos, dónde van a parar cada segundo los cuatro millones de toneladas de sustancia solar».

Pero a él lo tenían también sin comer. Sentía tirones en todas sus venas. Mantenía su ánimo con una simple esperanza: ¿los dejarían pronto libres?

Todos aguantaban con esta esperanza, pues habían salido de casa en tranvías, autobuses o trenes eléctricos, unos a las ocho de la mañana, otros a las siete, y no pensaban poder volver a casa antes de las nueve y media.

Pero Símochka esperaba el fin de la conferencia más nerviosa que ellos, aunque se quedaba de guardia y no tenía que apresurarse por volver a casa. El temor y la espera ascendían y descendían en ella en ardientes oleadas, y las piernas no la obedecían, como si hubiera tomado champagne. Porque hoy era la noche del lunes que había indicado a Gleb para su cita. No podía admitir que este grande y solemne momento de su vida ocurriera de improviso, de pasada, por ello anteayer no se sentía aún preparada. Había pasado todo el día de ayer y la mitad del de hoy como en vísperas de una gran fiesta. Estuvo con una modista a la que dio prisa para que terminara un vestido nuevo que le caía muy bien. Se había bañado en casa con concentrada atención, colocando la bañera de zinc en la estrechez de su habitación moscovita. Antes de retirarse a descansar, se había rizado el pelo mucho rato, y por la mañana se lo había cepillado largamente, mirándose continuamente en el espejo, buscando convencerse de que, dando determinados giros a su cabeza, podía muy bien gustar.

Tenía que haber visto a Nerzhin a las tres, inmediatamente después del descanso, pero Gleb, despreciando abiertamente las reglas de los presos (¡no se le podía condenar hoy por esto! ¡Tenía que ser prudente!), llegó tarde para comer. Al propio tiempo, enviaron a Símochka, durante bastante rato, a otro grupo donde debía llevar a cabo un inventario y la recepción de unos aparatos y unas piezas. Volvió al laboratorio de acústica antes de las seis, pero tampoco encontró a Gleb, aunque su mesa estaba cubierta de revistas y carpetas, y la lámpara encendida. Así pues, se fue a la conferencia sin haberlo visto y sin sospechar la terrible noticia: que ayer, inesperadamente, después de un año de interrupción, había ido a una entrevista con su esposa.

Ahora, con las mejillas ardientes y el nuevo vestido, permanecía sentada en la conferencia y observaba con terror las agujas del gran reloj eléctrico. Pasadas las ocho tenía que quedarse a solas con Gleb… Pequeña como era, cabía fácilmente entre las estrechas filas y no era visible gracias a sus vecinos, de manera que desde lejos su silla parecía vacía.

El ritmo del discurso del conferenciante se aceleró notablemente del mismo modo que en una orquesta se acelera un vals o una polca en los últimos compases. Todos lo advirtieron y se animaron. Sucediéndose unas a otras, levemente mezcladas con las espumosas salpicaduras que la prisa arrancaba de su boca, volaban sobre las cabezas de los oyentes unas ideas aladas:

—La teoría se convierte en una fuerza material… Los tres rasgos del materialismo… Las dos peculiaridades de la producción… Los cinco tipos de relaciones productivas… El paso al socialismo es imposible sin la dictadura del proletariado… El salto al reino de la libertad… Los sociólogos burgueses comprenden muy bien todo esto… La fuerza y la vitalidad del marxismo-leninismo… ¡El camarada Stalin ha elevado el materialismo dialéctico a un nuevo peldaño aún más alto! ¡Lo que Lenin no tuvo tiempo de hacer, en cuestiones teóricas, lo ha hecho el camarada Stalin! La victoria en la Gran Guerra Patria… Unas conclusiones estimulantes… Unas perspectivas inabarcables… Nuestro genial y sabio… nuestro gran… nuestro querido…

Ya bajo los aplausos consultó su reloj de bolsillo. Eran las ocho menos cuarto. Quedaba aún un pequeño espacio de tiempo según el reglamento.

—¿Hay quizá preguntas? —inquirió el conferenciante con un tono en cierto modo amenazador.

—Sí, si es posible… —se ruborizó intensamente la muchacha del vestido esponjoso desde la cuarta fila. Se levantó, y muy nerviosa de que todos la miraran y escucharan, dijo—: Usted dice que los sociólogos burgueses comprenden todo esto. Y efectivamente, es tan claro, tan convincente… ¿Por qué, pues, escriben en sus libros de lo contrario? ¿Engañan adrede a la gente?

—¡Porque no sería provechoso para ellos hablar de otra manera! ¡Les pagan grandes sumas por ello! ¡Los sobornan con la plusvalía exprimida en las colonias! Su doctrina se llama pragmatismo, lo que traducido al ruso significa: lo que es provechoso es legal. ¡Todos ellos son unos mentirosos, unas rameras políticas!

—¿Todos? ¿Todos? —se horrorizó con su fina vocecita la muchacha.

—¡Del primero al último! —terminó el conferenciante con aplomo, sacudiendo su greñuda cabeza color ceniza.