Por la mañana, Rubin se encontraba bajo el peso de la discusión de la víspera. Se le ocurrían cada vez más argumentos que no terminó de expresar por la noche. Pero el desarrollo del día le dio la feliz oportunidad de desquitarse de aquella disputa.
Fue en la silenciosa habitación secreta del segundo piso, con sus pesadas cortinas en los lados donde estaban las ventanas y la puerta, su sofá gastado y su mala alfombrilla. Lo blando ahogaba los sonidos, pero sonidos casi no los había, pues Rubin escuchaba las cintas magnetofónicas con auriculares, y Smolosidov se estuvo callado todo el día, con el rostro grosero y granujiento mirando hoscamente a Rubin como a un enemigo y no como a un compañero de trabajo. A su vez, Rubin no consideraba a Smolosidov más que como un robot que cambiaba las bobinas de las cintas.
Con los auriculares puestos, Rubin escuchaba una y otra vez aquella conversación fatal con la embajada, y luego las cinco cintas que le había proporcionado con sendas conversaciones de las personas de quienes se sospechaba. Ora daba fe a sus oídos, ora se desesperaba de fiarse de ellos y pasaba a las ondulaciones violetas de las fonografías, impresas en todas las cintas. Las largas cintas de papel, de muchos metros, ni siquiera cabían en la gran mesa y se derramaban en blancos rizos hasta el suelo por la derecha y por la izquierda. Rubin acudió impetuosamente a su álbum de modelos de fonografías clasificados por fonemas o por el «tono básico» de diferentes voces masculinas. Con un lápiz de colores rojo y azul, gastado ya en sus redondeadas y romas extremidades (afilar lápices era para Rubin un trabajo que requería grandes preparativos), señalaba los puntos más interesantes de las cintas.
Rubin estaba cautivado. Sus ojos, de un castaño oscuro, parecían de fuego. Su gran barba, desgreñada y negra, colgaba a mechones. La ceniza gris de los cigarrillos y las pipas, que fumaba continuamente, espolvoreaba dicha barba, las mangas de su grasiento mono falto de un botón en la bocamanga, la mesa, las lentes, el sillón y el álbum de muestras.
Rubin vivía en aquel momento esa enigmática exaltación espiritual que los fisiólogos no han explicado todavía: olvidándose de su hígado, de los dolores de la hipertensión, había emergido muy fresco de una noche agotadora, sin experimentar apetito pese a que lo último que había comido eran unos pastelillos en la mesa de cumpleaños de la víspera. Se encontraba en ese estado en que uno se cierne espiritualmente en las alturas, y la aguda visión percibe los granitos de arena, y la memoria devuelve de buen grado lo que se ha ido depositando en ella durante los años.
Ni una sola vez preguntó qué hora era. Al llegar, quiso abrir el postigo de la ventana para resarcirse de la falta de aire fresco, pero Smolosidov dijo sombrío: «¡No lo haga! ¡Estoy resfriado!». Y Rubin obedeció. Luego no se levantó más en todo el día, no se acercó a la ventana para ver cómo se esponjaba y agrisaba la nieve bajo el viento húmedo del oeste. No oyó nada cuando Shikin llamó y Smolosidov no lo dejó entrar. Como en una neblina, vio entrar y salir a Reutmann, y le dijo algo entre dientes sin volver la cabeza. En su conciencia no entró la idea de que llamaban para comer, y luego llamaban otra vez para ir al trabajo. El instinto del preso, que respeta fervorosamente el ritual de la comida, apenas despertó en él al ser sacudido por los hombros por Reutmann, que le mostró, en una mesa aparte, una tortilla, pastel de queso con crema agria y compota. Las ventanas nasales de Rubin palpitaron. La sorpresa alargó su rostro, pero la conciencia tampoco se manifestó en eso. Echó una mirada a aquel manjar de dioses, como si intentara comprender a qué estaba destinado, se sentó en la otra mesa y empezó a comer apresuradamente, sin percibir el gusto de los alimentos, procurando volver al trabajo cuanto antes.
Rubin no dio valor a la comida, pero a Reutmann le costó más cara que si la hubiera pagado con su dinero: estuvo dos horas «sentado al teléfono» llamando y consensuando esa ración primero con el Departamento de Técnicas Especiales, luego con el general Bulbaniuk, después con la Dirección Penitenciaria, más tarde con el departamento de intendencia y finalmente con el teniente coronel Klimentiev. Aquellos a los que llamaba consensuaban la cuestión, a su vez, con sus contables y con otros personajes. La dificultad estaba en que Rubin recibía una comida de preso de «tercera» categoría, y Reutmann intentaba conseguir para él una comida de «primera» clase durante varios días, y además dietética, en vista de su misión estatal de gran importancia. Una vez aceptado por todos, la cárcel presentó sus objeciones en el plano organizativo: la falta de los productos requeridos en la despensa de la cárcel, la falta de honorarios para el cocinero, por preparar un menú individual.
Ahora, Reutmann estaba sentado frente a Rubin y le observaba, no como empresario que espera los frutos del trabajo del esclavo, sino con una sonrisa afectuosa, como se mira a un niño grande, admirándolo y envidiándole su exaltación, buscando la ocasión de penetrar en el sentido de su trabajo de medio día y de incorporarse a él.
Por su parte, Rubin continuaba comiendo, y la reflexión volvía a su dulcificado rostro. Sonrió por primera vez en toda la mañana:
—Hace mal en alimentarme, Adam Veniamínovich. Satur venter non studet libenter§ El caminante realiza la parte principal de su camino antes del descanso para comer.
—¡Consulte su reloj, Lev Grigórich! ¡Son las tres y cuarto!
—¿Quééé? Pensé que no eran ni las doce.
—¡Lev Grigórich! Ardo de curiosidad, ¿qué ha descubierto?
No era la exigencia de un jefe, había sido dicho en tono de ruego, como si Reutmann temiera que Rubin se negara a confiárselo. En los momentos en que el alma de Reutmann se abría, el hombre era muy agradable pese a su feo aspecto externo, a sus labios gruesos nunca cerrados por culpa de los pólipos de la nariz.
—¡Sólo es el principio! ¡Sólo son las primeras conclusiones, Adam Veniamínovich!
—¿Y cuáles son esas?
—Se puede dudar de muchas cosas, pero hay una indudable: ¡La ciencia de la fonoscopia, que nace hoy, tiene un fundamento racional!
—¿No se estará apasionando usted, Lev Grigórich? —le previno Reutmann. Deseaba tanto como él que sus palabras resultaran ciertas, pero como discípulo de las ciencias exactas, sabía que el entusiasmo del humanista Rubin podía pesar más que su honestidad científica.
—¿Cuándo ha visto que yo me apasionara? —casi se ofendió Rubin, y se alisó la desgreñada barba—. Casi dos años de labor recogiendo datos, y todos esos análisis sonoros y silábicos del idioma ruso, el estudio de las fonografías, la clasificación de las voces, la doctrina sobre los modos idiomáticos nacionales, de grupo e individuales, todo esto que Antón Nikoláyevich consideraba un pasatiempo inútil (¿por qué no confesarlo? ¡A veces la duda germinaba también en usted!), todo esto da ahora unos resultados sólidos. Deberíamos incluir a Nerzhin en esto, ¿qué opina?
—Si la «empresa» va creciendo, ¿por qué no? Pero de momento hemos de demostrar nuestra vitalidad y ejecutar el primer encargo.
—¡El primer encargo! ¡El primer encargo es la mitad de toda la ciencia! No será pronto.
—Pero… es decir… Lev Grigórich. ¿No comprende la urgencia del asunto?
¡Sólo faltaría que no lo comprendiera! El komsomol Liovka Rubin había crecido con estas palabras: «es preciso» y «urgente». Eran los principales eslóganes de los años treinta. No había acero, no había corriente eléctrica, no había pan, no había ropa, pero había «es preciso» y había «urgente», y se levantaron los altos hornos y se pusieron en funcionamiento los trenes de desbaste. Luego, antes de la guerra, Rubin se echó a perder, se envolvió en el pausado siglo XVIII, en plácidas investigaciones científicas. Pero el grito de «¡es preciso urgentemente!», quedó naturalmente muy marcado en su alma, perjudicando su costumbre de perfeccionar el trabajo hasta el final.
Realmente, ¿cómo no había de ser urgente el trabajo si un grandísimo traidor de lesa patria podía escurrírseles de las manos?
Por la ventana entraba ya poca luz diurna. Encendieron la lámpara del techo, se sentaron ante la mesa de trabajo y examinaron los modelos de fonografías, destacados en las cintas con lápiz rojo y azul, los sonidos característicos, los puntos de unión de las consonantes, las líneas de tono. Trabajaban ambos en ello sin prestar atención a Smolosidov, el cual, sin abandonar la habitación ni un momento en todo el día, estaba sentado junto a la cinta magnética, vigilándola como un adusto perro negro y mirándoles a ellos en la nuca. Esta indesviable y dura mirada les oprimía el cráneo y el cerebro. Smolosidov les privaba de un elemento pequeño pero capital: la desenvoltura. Era testigo de sus vacilaciones y sería testigo de su animoso informe a la superioridad…
Y ellos caían alternativamente, uno en dudas y el otro en seguridad, y viceversa. A Reutmann lo embridaba su matematicismo, pero lo empujaba hacia adelante su posición en el servicio. A Rubin lo moderaba su deseo de crear una auténtica ciencia nueva, pero lo espoleaba el conocimiento adquirido en los planes quinquenales y la conciencia de su deber de partido.
Ambos consideraron suficiente la lista de los cinco sospechosos. No manifestaron suposiciones superfluas en el sentido de registrar magnetofónicamente a los cuatro hombres que habían sido detenidos en la estación de metro Sokolniki (además, los habían detenido demasiado tarde), ni a otros tres del MGB que, en caso extremo, les había prometido Bulbaniuk. Por razones psicológicas desecharon la suposición de que quizá no hubiera llamado el propio informador, sino alguien por encargo de este.
¡No era fácil, de todos modos, abarcar a los cinco! Compararon de oído al criminal con las cinco voces. Compararon con la del criminal las cinco cintas de fonografías.
—¡Fíjese lo mucho que nos da el análisis de las fonografías! —mostró Rubin entusiasmado—. Verá que, al principio, el criminal no hablaba con su propia voz, que intentaba alterarla. ¿Pero qué cambia, en este caso, en el sonido visible? Sólo se desplaza la intensidad de las frecuencias, ¡pero el modo idiomático individual no cambia en absoluto! ¡Este es nuestro descubrimiento principal: el modo idiomático! ¡Aun en el caso de que el criminal hubiera hablado hasta el fin con la voz alterada no habría disimulado sus características!
—Pero ni usted ni yo conocemos bien todavía los márgenes de variabilidad de las voces —se empeñó Reutmann—. Puede que en los microtonos estos límites sean muy amplios.
Si de oído se podía poner en duda dónde era parecida la voz y dónde diferente, en las fonografías la variación del dibujo amplitud-frecuencia parecía poner de manifiesto la diferencia con más precisión. (Ciertamente era una desgracia que su aparato de lenguaje visible fuera tan primitivo: destacaba pocos canales de frecuencia y transmitía la magnitud de las amplitudes con manchas ininteligibles. Pero estaba la excusa de que el aparato no estaba destinado a un trabajo de tanta responsabilidad).
De los cinco sospechosos se podía eliminar a Zavarzin y a Siagoviti con toda seguridad (si es que, en general, esta futura ciencia permitía sacar conclusiones de una sola conversación). Con ciertas dudas, se podía también eliminar a Petrov (el enardecido Rubin eliminaba a Petrov con toda seguridad). Por el contrario, las voces de Volodin y de Schevronok se parecían a la voz del criminal por la frecuencia del tono fundamental, tenían idénticos fonemas: «o», «r», «1», «sh», y su modo idiomático individual era similar.
Así pues, sobre la base de estas voces parecidas debía ahora desarrollarse la ciencia de la fonoscopia y elaborar sus procedimientos. Sólo sobre tan sutiles diferencias podría elaborarse su futuro y sensible aparato. Rubin y Reutmann se recostaron en los respaldos de sus sillas con la solemnidad de unos creadores. Su mirada mental veía ya el organismo —parecido al de la dactiloscopia— que un día sería adoptado: una fonoteca única para toda la Unión en la que habría registradas las fonografías de las voces de todas las personas que un día hubieran resultado sospechosas. Cualquier conversación criminal, una vez registrada, se cotejaría con el archivo, y el malhechor sería cazado irremisiblemente, como el ladrón que deja sus huellas digitales en la puerta de una caja de caudales.
En ese momento, el ordenanza de Oskolupov les previno, a través de la rendija de la puerta, de la pronta llegada del jefe.
Y ambos volvieron a la realidad. La ciencia era la ciencia, pero de momento debían elaborar una conclusión común y defenderla unánimemente ante el jefe del Departamento.
Propiamente, Reutmann consideraba que lo alcanzado era mucho. Sabiendo que a los jefes no les gustan las hipótesis, sino las conclusiones determinantes, Reutmann cedió ante Rubin y aceptó considerar la voz de Petrov fuera de toda sospecha, e informar con firmeza al teniente general que sólo quedaban como sospechosos Schevronok y Volodin, y que en los próximos dos días se llevaría a cabo una investigación complementaria sobre ellos.
Por el contrario, una circunstancia que embrollaba el asunto era que, según los datos recibidos, dos de los tres eliminados —Siagoviti y Petrov— no conocían en absoluto las lenguas extranjeras; Schevronok, en cambio, hablaba inglés y holandés, y Volodin el francés como un nativo, el inglés de carrerilla y un poco de italiano. Era poco probable que en un momento tan importante, cuando la conversación se reducía a la nada por culpa de la incomprensión del americano, no se le hubiera escapado al criminal ni una exclamación en aquel idioma que conocía.
—Por lo demás, Lev Grigórich —dijo Reutmann, soñador—, no debemos despreciar la psicología. Hemos de imaginar cómo debe de ser el hombre que se decide a hacer esta llamada telefónica. ¿Qué motivos pueden impulsarle? Y luego compararlo con los perfiles concretos de los sospechosos. Hay que plantear otra cuestión: deberían dar a los fonoscopistas no sólo la voz y el apellido del sospechoso sino unas breves noticias sobre su posición, ocupaciones, género de vida, y quizá también una biografía. Creo que podría crear enseguida un bosquejo psicológico de nuestro criminal…
Pero Rubin, que ayer por la tarde replicaba al pintor diciendo que el conocimiento objetivo está libre de toda pintura previa emocional, ya se había encariñado con uno de los sospechosos, y su réplica fue la siguiente:
—Como es natural, Adam Veniamínovich, ya he analizado las consideraciones psicológicas, y estas habrían inclinado el plato de la balanza del lado de Volodin: en la conversación con su esposa —(esta conversación con la esposa había despistado a Rubin sin que él se diera cuenta. La voz de la esposa de Volodin era tan armoniosa por teléfono que resultaba inquietante, y si algo debiera adjuntarse a la cinta, Lev habría pedido una fotografía de la esposa de Volodin)— se muestra en cierto modo indolente, abatido, incluso apático, lo que es muy propio de un criminal que teme ser perseguido, y nada semejante aparece en el alegre parloteo dominguero de Schevronok, en esto estoy de acuerdo. Pero estamos apañados si desde los primeros pasos no nos apoyamos en los datos objetivos de nuestra ciencia sino en consideraciones colaterales. Tengo no poca experiencia en fonografías y debe usted creerme: por muchos detalles imperceptibles estoy absolutamente convencido de que el criminal es Schevronok. Por falta de tiempo no he podido medir todos estos detalles a partir de un coeficiente y traducirlos al lenguaje de las cifras —(¡para esto el filólogo nunca tenía tiempo!)—, pero si ahora me cogieran por la garganta y me dijeran: dinos solamente un nombre y certifica que él es el criminal, ¡casi sin vacilar diría el de Schevronok!
—Pero no vamos a hacerlo así, Lev Grigórich —repuso suavemente Reutmann—. Vamos a trabajar con una norma, vamos a traducirlo al lenguaje de las cifras, y entonces hablaremos.
—Pero ¿cuánto tiempo nos llevará eso? ¡Ya sabe que es preciso hacerlo con urgencia!
—¿Y si la verdad requiere tiempo?
—¡Pero mire, mírelo usted! —y repasando de nuevo las cintas de las fonografías, y sacudiendo sobre ellas más y más ceniza, Rubin empezó a demostrar apasionadamente la culpabilidad de Schevronok.
En esta ocupación los encontró el teniente general Oskolupov, que entró con el paso lento y autoritario de sus cortas piernas. Todos le conocían bien y, por la gorra encasquetada, y por el torcido labio superior, vieron que llegaba vivamente descontento.
Rubin y Reutmann se levantaron de un salto, y él se sentó en un extremo del sofá, se metió las manos en los bolsillos y farfulló imperativamente:
—¿Y bien?
Rubin calló delicadamente, dejando que informara Reutmann.
Durante el informe de Reutmann, la sombra de profundos pensamientos pasó por la cara de Oskolupov y por sus fláccidas mejillas. Sus párpados bajaron soñolientos, y el general ni siquiera contempló los modelos de cinta que le ofrecían.
Mientras Reutmann informaba, Rubin se consumía: incluso en las palabras precisas de aquel hombre inteligente, veía perderse el contenido, el hallazgo, que había guiado su investigación. Reutmann terminó con la conclusión de que se sospechaba de Schevronok y de Volodin; sin embargo, para dar una opinión definitiva se necesitarían nuevas grabaciones de sus conversaciones. Después de esto, miró a Rubin y dijo:
—Al parecer Lev Grigórich desea añadir o rectificar algo, ¿no?
Para Rubin, Fomá Oskolupov era un mentecato, un mentecato declarado hacía tiempo. Pero era también el ojo del Estado, el representante del régimen soviético, y el involuntario representante de todas aquellas fuerzas progresistas a las que Rubin se entregaba. Por eso Rubin se puso muy nervioso, y habló agitando las cintas y los álbumes de fonografías. Pidió al general que comprendiera que, aunque la conclusión dada era doble, esta duplicidad no era de ninguna manera inherente a la ciencia de la fonoscopia, sino que sencillamente era producto del plazo demasiado corto que les habían concedido para entregar una opinión definitiva, que se necesitaban más grabaciones magnéticas, pero que si se podía hablar de la intuición personal de Rubin, entonces…
El jefe ya no escuchaba soñoliento sino frunciendo desdeñosamente el ceño. Y sin esperar el final de las explicaciones, le interrumpió:
—¡La buenaventura que dice una mujer echando cartas! ¿Qué me importa vuestra «ciencia»? Lo que necesito es detener al criminal. Dadme una información responsable: ¿es exacto que el criminal está aquí, sobre vuestra mesa? ¿No estará paseando en libertad? ¿Es uno de esos cinco?
Y les miró de reojo. Ellos estaban de pie, ante él, sin apoyarse en ninguna parte. Las cintas de papel rodaban por el suelo desde las manos caídas de Rubin. Como un dragón negro, Smolosidov se pegó al magnetófono, detrás de Rubin.
Rubin se amilanó. No esperaba hablar del tema bajo este aspecto.
Reutmann, más acostumbrado a los modos de los jefes, dijo con toda la osadía que permitía la situación:
—Sí, Fomá Guriánovich. Yo, propiamente… Nosotros, propiamente… Estamos seguros de que el criminal se encuentra entre estos cinco.
(¿Qué otra cosa podía decir?).
Fomá entornó más firmemente los ojos.
—¿Responde de sus palabras?
—Sí, nosotros… Sí… respondemos…
Oskolupov se levantó pesadamente del sofá:
—Tened en cuenta que no os he tirado de la lengua. Ahora voy a informar al ministro. ¡Arrestaremos a los dos hijos de perra!
(Lo dijo mirándolos con tanta hostilidad que podía parecer que iba a arrestarlos a ellos).
—Espere —replicó Rubin—. ¡Espere por lo menos veinticuatro horas! ¡Dénos la posibilidad de fundamentar una prueba completa!
—Cuando empiece la investigación, de acuerdo, pondremos un micrófono en la mesa del juez y podréis grabar aunque sea durante tres horas.
—¡Pero uno de ellos es inocente! —exclamó Rubin.
—¿Cómo que inocente? —se sorprendió Oskolupov, y abrió por completo sus ojos verdes—. ¿No es culpable de nada? Los órganos de la Seguridad del Estado lo descubrirán, lo averiguarán.
Y salió sin dirigir una palabra amable a los adeptos a la nueva ciencia.
Oskolupov tenía este modo de mandar: no alabar nunca a ninguno de sus subordinados para que así se esforzaran más. No era ni siquiera su estilo personal, ese estilo le venía del de Arriba.
Y de todos modos era ofensivo.
Rubin y Reutmann se sentaron en las mismas sillas donde hacía poco soñaran con el gran futuro de la ciencia que estaba naciendo.
Y guardaron silencio.
Era como si les hubieran pisoteado todo lo que tan cuidadosa y frágilmente habían construido. Como si la fonoscopia fuera completamente inútil.
Si en lugar de uno podían arrestar a dos, ¿por qué no arrestar a los cinco para mayor seguridad?
Reutmann advertía claramente hasta qué punto era inestable el nuevo grupo formado, recordaba que el laboratorio de acústica estaba desmontado a medias, y de nuevo se apoderó de él la sensación de aquella noche, la sensación de lo incómodo que era el mundo y de la soledad que había en él.
Y se apagó la abnegada chispa de Rubin, incesante durante muchas horas. Recordó que le dolía el hígado, que le dolía la cabeza, que se le caía el pelo, que su esposa envejecía, que él todavía tendría que estar encerrado más de cinco años, y que año tras año los miembros del aparato del partido iban metiendo la revolución en un pantano, por eso ahora difamaban a Yugoslavia.
Pero no manifestaban nada de lo que pensaban, simplemente permanecían sentados en silencio.
Smolosidov callaba también tras sus nucas.
En la pared, Rubin había clavado un mapa de China mostrando el territorio comunista pintado con lápiz rojo.
Este mapa era lo único que daba calor a su corazón. Pese a todo, pese a todo, venceremos…
Llamaron a la puerta requiriendo la presencia de Reutmann. Empezaba la instrucción política conjunta para el partido y el komsomol, y era preciso que Reutmann enviara allí a sus subordinados y estuviera también presente.