Al caer el día, un largo y negro automóvil Zim atravesó las puertas del puesto de guardia, abiertas para él, aceleró sobre el sinuoso camino asfaltado del patio de Marfino, limpiado por la ancha pala de Spiridón y deshelado hasta el color negro, dejó atrás el Pobeda de Yákonov, estacionado ante el edificio y se detuvo en plena marcha, como clavado, ante la entrada principal de piedra.
El ayudante del teniente general saltó de la portezuela delantera y abrió prestamente la trasera. Bajó el obeso Fomá Oskolupov con su guerrera azulada, demasiado estrecha para él, y su gorra de general, de astracán. Enderezó el cuerpo —el ayudante abrió ante él la primera y la segunda puerta del edificio— y se dirigió hacia arriba con aire preocupado. En el primer descansillo se había habilitado un espacio como guardarropa, junto a unas lámparas antiguas. La muchacha de servicio corrió a hacerse cargo del capote del general (aun sabiendo que no se lo daría). El general no le dio el capote ni se quitó la gorra de piel, continuó subiendo por uno de los tramos de la escalera bifurcada. Varios presos, y algunos externos de poca categoría, que pasaban en aquel momento por diversos lugares de la escalera, se apresuraron a desaparecer. El general, con su gorra de astracán, iba subiendo majestuosamente, haciendo un esfuerzo para ir tan deprisa como lo requerían las circunstancias. El ayudante, que había dejado el abrigo en el guardarropa, lo alcanzó.
—Ve y encuéntrame a Reutmann —le dijo por encima del hombro Oskolupov—. Avísale: dentro de media hora iré a visitar el nuevo grupo en busca de resultados.
Al llegar al descansillo del segundo piso no torció hacia el despacho de Yákonov, sino que se dirigió hacia el lado opuesto, hacia el Número 7. El oficial de servicio, que vio sus espaldas, «se echó» sobre el teléfono para buscar y prevenir a Yákonov.
El Número 7 estaba hecho un desastre. No era preciso ser especialista (y Oskolupov no lo era) para comprender que no había nada en marcha. Después de largos meses de ajustes, todos los circuitos aparecían ahora desoldados, desgarrados y rotos. El casamiento entre el Clipper y el Vocoder empezó separando a los recién casados por paneles, por bloques y poco menos que por condensadores. Por todas partes se levantaba el humo de la colofonia y de los cigarrillos, se oía el zumbido del taladro manual, se escuchaban los tacos intercambiados en el trabajo y el estridente grito de Mamurin por teléfono.
Sin embargo, en medio de semejante humo y ruido hubo dos hombres que advirtieron inmediatamente la entrada del teniente general: Liubimichev y Siromaja (la puerta de entrada figuraba continuamente en el campo de observación de su vigilancia, siempre alerta). No eran dos hombres por separado, sino un incansable y sacrificado tiro de caballos, una continua fidelidad, rapidez y buena disposición para trabajar veinticuatro horas al día con la oreja atenta a todas las ideas de sus jefes. Cuando los ingenieros del Número 7 se reunían para conferenciar, Liubimichev y Siromaja tomaban parte en el consejo en plan de igualdad. Ciertamente, la agitación reinante en el Número 7 les proporcionaba muchos informes.
Al observar la presencia de Oskolupov, ambos dejaron los soldadores en sus soportes. Siromaja se precipitó a prevenir a Mamurin, que gritaba de pie por teléfono, mientras Liubimichev, de puntillas pero impetuosamente, agarró con aire ingenuo el sillón semiblando de este y lo llevó al general captando la indicación de dónde debía ponerlo. En otra persona, aquello habría podido parecer adulación rastrera, pero en Liubimichev —alto, ancho de hombros, de rostro atractivo y sincero— era el noble servicio de la juventud a un hombre maduro que merecía respeto. Colocado el sillón, Liubimichev cerró el paso con su cuerpo a todo el mundo excepto a Oskolupov, y sin que lo advirtiera nadie salvo el teniente general, quitó del asiento un polvo invisible pasando la mano con gesto de dependiente de comercio. Luego se retiró, y se quedó inmóvil junto a Siromaja en la gozosa espera de preguntas e indicaciones.
Fomá Guriánovich se sentó sin quitarse la gorra, sólo se desabrochó ligeramente el capote.
Se sosegó todo el laboratorio, el taladro ya no perforaba, las voces se habían calmado, y sólo Bobynin daba instrucciones con voz grave a los montadores eléctricos sin salir de su reducto. También Prianchikov continuaba rondando irresponsablemente, con el soldador ardiente, alrededor del banco de su desmontado Vocoder. Los demás miraban y escuchaban lo que iba a decir la autoridad.
Mamurin se acercó enjugándose el sudor después de una dura conversación telefónica (discutía con el jefe de los talleres mecánicos, que habían echado a perder los chasis de los paneles) y saludó, agotado, a su antiguo compañero de trabajo, actualmente un jefe de altos e inalcanzables vuelos (Fomá le tendió tres dedos). Mamurin había llegado a ese extremo de palidez y agotamiento en el que parece un crimen permitir que un hombre abandone la cama. Había soportado más dolorosamente que sus colegas funcionarios los golpes de los días pasados: la ira del ministro y la demolición de su clipado. Si era posible que sus ligamentos musculares se afinaran aún más bajo la cubierta de piel, se afinaron. Si los huesos humanos son capaces de perder peso, peso perdieron. Mamurin vivía de su clipado desde hacía más de un año, y creía que el clipado, como un caballo mágico, los sacaría de apuros. Ningún dorado de la píldora —la llegada de Prianchikov con su Vocoder bajo el techo del Número 7— podía ocultarle la catástrofe.
Fomá Guriánovich sabía mandar aunque no poseyera conocimientos sobre el asunto que dirigía. Había asimilado de antiguo que para mandar había que enfrentar las opiniones de los expertos subalternos, y dirigirlos a través de este procedimiento. Así lo hacía también ahora. Mostró el ceño y preguntó:
—¿Y bien? ¿Cómo van las cosas?
Y con ello forzó a sus subordinados a manifestarse.
Empezó una conversación innecesaria y fastidiosa que sólo los apartaba del trabajo. Hablaban a disgusto, suspirando, y si dos de ellos empezaban a hablar al mismo tiempo, ambos cedían la palabra.
En esta conversación había dos tonos: «es preciso» y «es difícil». «Es preciso» lo proclamaba el frenético Markushev secundado por Liubimichev-Siromaja. El pequeño, granujiento y activo Markushev, rumiaba ardorosamente, día y noche, cómo hacer méritos y liberarse antes de plazo. Había propuesto la unión del Clipper con el Vocoder no porque estuviera seguro del éxito desde el punto de vista técnico, sino porque al realizar tal unión desaparecía la importancia individual de Bobynin y de Prianchikov, y crecía por el contrario la de Markushev.
Aunque personalmente no le gustaba demasiado trabajar «para el rey de Prusia» cuando no esperaba aprovecharse de los frutos de su trabajo, ahora estaba indignado al ver a sus camaradas del Número 7 tan desmoralizados. En presencia de Oskolupov, se quejaba indirectamente de la apatía de los ingenieros.
Era humano en la medida en que pertenecía a esa naturaleza de seres de donde salen los opresores de sus semejantes.
En la cara de Liubimichev y de Siromaja se retrataba el sufrimiento y la fe.
Mamurin se sostenía el rostro, transparente con tintes de limón, abatido entre las imponderables palmas de la mano, y guardaba silencio por primera vez desde que estaba al frente del Número 7.
Jorobrov apenas disimulaba el rencoroso brillo de sus ojos. Le proporcionaba gran alegría ser testigo del entierro de dos años de esfuerzo del Ministerio de Seguridad del Estado. Replicaba a Markushev más que los demás, y ponía de relieve las dificultades.
Por alguna razón, Oskolupov dirigía sus reproches a Dyrsin, principalmente, culpándolo de falta de entusiasmo. Dyrsin casi perdía la voz cuando estaba inquieto o sufría una injusticia. Debido a este rasgo desfavorable, siempre resultaba ser el culpable.
En mitad de la conversación llegó Yákonov, que por cortesía empezó a alimentar aquella charla absurda en presencia de Oskolupov. Luego llamó a Markushev, y los dos, con un pedazo de papel sobre las rodillas, empezaron a dibujar una variante del esquema.
Fomá Guriánovich habría emprendido de buen grado el camino que tan bien conocía, el de la amonestación y el aniquilamiento, que en sus años de mando había perfeccionado hasta en los detalles del tono a emplear. Era lo que le salía mejor. Pero vio que en aquel momento amonestar no serviría de nada.
Fuera que Fomá Guriánovich advirtiera lo inútil de la conversación, fuera que quisiera respirar otros aires antes de que terminara la concesión del plazo fatal de un mes, el caso es que en mitad de la conversación, sin terminar de escuchar a Bulatov, se levantó y se dirigió malhumorado a la salida dejando que el equipo entero del Número 7 se consumiera de angustia al ver hasta qué punto su apatía había afectado al jefe del Departamento de Técnicas Especiales.
Fiel a la normativa, Yákonov se vio obligado también a levantarse y a llevar su cuerpo gordo y voluminoso tras una gorra de pieles que le llegaba a los hombros.
En silencio, pero ya uno al lado de otro, recorrieron el pasillo. Al jefe de la sección no le gustaba que su ingeniero principal caminara a su lado: Yákonov era una cabeza más alto, y esta era además grande y alargada.
En ese momento, el deber de Yákonov, y no sólo su deber sirio también una oportunidad provechosa, habría sido contarle al teniente general el sorprendente e imprevisto éxito conseguido con el codificador. Habría disipado inmediatamente la hostilidad bovina con que Fomá lo miraba después de la audiencia nocturna de Abakumov.
Pero el croquis no estaba en sus manos. La considerable capacidad de Sologdin para dominarse, su demostrada disposición a partir hacia la muerte antes que entregar el croquis a cambio de nada, habían convencido a Yákonov de la necesidad de cumplir la palabra dada y de informar por la noche a Selivanovski pasando por encima de Fomá. Naturalmente, esto provocaría las iras de Fomá, pero pronto debería calmarse.
No era sólo eso. Yákonov veía a Fomá preocupado y asustado por su destino, y con mucho gusto lo dejaría sufrir unos días más. Antón Nikoláyevich sentía incluso cierta susceptibilidad profesional respecto al proyecto. Como si él mismo lo hubiera creado. Como había previsto muy acertadamente Sologdin, Fomá se habría arrogado sin falta la coautoría. Y si ahora se enterara, sin echar siquiera una mirada al croquis del circuito principal, mandaría poner inmediatamente a Sologdin en una habitación aparte y dificultaría el acceso de quienes debían ayudarle; llamaría a Sologdin y empezaría a meterle miedo y a ponerle plazos durísimos; luego llamaría cada dos horas desde el Ministerio y metería prisa a Yákonov; y al final se jactaría de que sólo gracias a su control se había dado al codificador la dirección requerida.
Y todo esto era tan conocido y nauseabundo que Yákonov, de momento, guardaba silencio con suma satisfacción.
Sin embargo, al llegar al despacho, ayudó a Oskolupov a quitarse el capote, cosa que nunca habría hecho ante terceras personas.
—¿Qué está haciendo tu Guerásimovich? —preguntó Fomá Guriánovich, y se sentó en el sillón de Antón sin quitarse tampoco la gorra.
Yákonov se dejó caer en una silla apartada.
—¿Guerásimovich? ¿Cuándo llegó de Spiridonovka? Seguramente en octubre. Bueno, desde entonces ha hecho el televisor para el camarada Stalin.
Era el de la placa de bronce «Al gran Stalin de parte de los chekistas».
—Anda, llámalo.
Spiridonovka era otra de las sharashkas de Moscú. Últimamente, en Spiridonovka, bajo la dirección del ingeniero Bobior, se había elaborado un aparato muy ingenioso y útil: un complemento para el teléfono urbano. Su principal curiosidad consistía en que funcionaba precisamente cuando el teléfono estaba inactivo, cuando el auricular descansaba tranquilamente sobre la palanca: todo cuanto se decía en la habitación era escuchado en el puesto de control de la Seguridad del Estado. El aparato gustó mucho y se procedió a su fabricación. Cuando se vigilaba a un abonado, se le cortaba la línea, y la propia víctima pedía que le enviaran un reparador. Este se presentaba, hacía como que lo reparaba, y colocaba en el teléfono el aparatito espía.
Las ideas vanguardistas de la autoridad (las ideas de la autoridad siempre deben anticiparse a las demás) apuntaban ahora a otros aparatos.
El oficial de guardia se asomó por la puerta:
—El preso Guerásimovich.
—Que entre —asintió Yákonov con la cabeza. Estaba sentado fuera de su mesa, en una silla pequeña, postrado y casi deslizándose a derecha e izquierda.
Entró Guerásimovich arreglándose los quevedos sobre la nariz, y tropezó con la alfombra. En comparación con los dos obesos oficiales parecía muy pequeño y estrecho de hombros.
—A sus órdenes —dijo secamente, acercándose y mirando a la pared entre Oskolupov y Yákonov.
—Hum —respondió Oskolupov—. Siéntese.
Guerásimovich se sentó. Ocupaba la mitad del asiento.
—Usted… sí… —hizo memoria Fomá Guriánovich—. ¿Es usted… óptico, Guerásimovich? En general, especialista del ojo, no de la oreja, ¿no es así?
—Sí.
—Y a usted… —Fomá revolvía la lengua como si se frotara los dientes—. A usted lo elogian mucho. Sí.
Hizo una pausa. Entornando uno de los ojos empezó a mirar a Guerásimovich con el otro.
—¿Conoce el último trabajo de Bobior?
—He oído hablar de ello.
—Hum. ¿Y que hemos pedido para Bobior una rebaja de su condena?
—No lo sabía.
—Pues entérese. ¿Cuánto le queda a usted de condena?
—Tres años.
—¡Mu-u-cho! —se sorprendió Oskolupov como si tuviera allí a reclusos con condenas de meses—. ¡Oh, es mucho! —(Recientemente, para animar a un novato, había dicho: «¿Diez años? ¡Una bagatela! ¡Hay quien pasa en la cárcel veinticinco años!»)—. No le iría mal ganarse una rebaja de la condena, ¿verdad?
¡Cómo coincidía curiosamente con la súplica que ayer le hiciera Natasha!
Haciendo un esfuerzo (pues no se permitía ninguna sonrisa ni condescendencia cuando hablaba con los jefes), Guerásimovich soltó una risita con la boca torcida:
—¿Y dónde se encuentran las rebajas? No andan tiradas por el pasillo.
Fomá Guriánovich se balanceó:
—¡Hum! ¡Con los televisores, naturalmente, no se consiguen rebajas! Pero dentro de unos días le trasladaré a Spiridonovka y le nombraré jefe de un proyecto. Lo realizará en unos seis meses, y en otoño ya estará en casa.
—¿Qué clase de trabajo, si me permite saberlo?
—Hay muchos trabajos encargados, basta coger uno. Hay, por ejemplo, la siguiente idea: incrustar micrófonos en los bancos de los jardines, en los parques, allí la gente habla libremente, ¡la de cosas que pueden oírse! Pero esto no es de su especialidad, ¿verdad?
—No, no es de mi especialidad.
—También tenemos trabajos para usted. Hay dos. Si uno es importante el otro está que arde. Y ambos de su especialidad, ¿no es así, Antón Nikoláich? —Yákonov lo confirmó con la cabeza—. Uno es una máquina de fotografiar nocturna basada en esos… cómo se llama… rayos infrarrojos. Para poder fotografiar de noche a un hombre por la calle, comprobar con quién anda, sin que él se entere en toda su vida. En el extranjero ya hay bosquejos de dicha máquina, sólo es preciso… imitarlo creativamente. Bueno, y que el aparato sea lo más fácil posible de manejar. Nuestros agentes no son tan sabios como ustedes. Y el segundo trabajo es el siguiente. El segundo, seguramente, es un juego de niños para usted, pero lo necesitamos en extremo. Un simple aparato fotográfico, pero tan pequeñito que se pueda adaptar a la jamba de una puerta. Y que, apenas se abra la puerta, fotografíe automáticamente a la persona que la atraviesa. Aunque sólo sea de día, bueno, o con luz eléctrica. En la oscuridad no es preciso, bueno. Este aparatito también vamos a producirlo en serie. ¿Qué le parece? ¿Se encargará de ello?
La cara flaca y estrecha de Guerásimovich estaba vuelta hacia las ventanas y no miraba al teniente general.
En el vocabulario de Fomá Guriánovich no existía la palabra «afligido». Por esto no pudo dar nombre a la expresión que apareció en el rostro de Guerásimovich.
Tampoco tenía intención de darle ningún nombre. Esperaba una respuesta.
¡Era cumplir la súplica de Natasha!
El rostro reseco de la mujer, con sus lágrimas vidriosas e inmóviles, apareció ante Illarión.
Por primera vez en muchos años, la posibilidad de volver a casa, la proximidad del plazo, y el enternecimiento por este supuesto, acariciaron el corazón de Guerásimovich.
Y sólo tenía que hacer lo mismo que Bobior: dar ocasión a que ocuparan su lugar tras las rejas dos o tres centenares de bobos incautos que ahora estaban libres.
Turbado y vacilante, Guerásimovich preguntó:
—¿Y no podría quedarme… con los televisores?
—¿Rehúsa usted? —se asombró Oskolupov frunciendo el ceño. Su cara pasó con suma facilidad a una expresión de enfado—. ¿Por qué motivo?
Todas las leyes del cruel mundo de los presos le decían a Guerásimovich que compadecerse de hombres libres, prósperos, miopes, sin experiencia, no fogueados, sería tan raro como no degollar a un cerdo para sacarle la manteca. Los hombres libres no tienen un alma inmortal como la que consiguen los reclusos tras sus interminables condenas, los hombres libres utilizan con afán y torpeza la libertad que se les concede, se ensucian en pequeños proyectos, en actos de vanidad.
Y Natasha era la compañera de toda su vida. Natasha esperaba el fin de su segunda condena. Una personita indefensa en el umbral de la extinción, y con ella se extinguiría también la vida de Illarión.
—¿Por qué? ¿Los motivos? No puedo. No sabría hacerlo —respondió Guerásimovich en voz muy baja y muy débil.
Yákonov, distraído hasta entonces, miró a Guerásimovich con curiosidad y atención. Al parecer era el único caso que tendía a la irracionalidad. Pero la ley universal de «la caridad bien entendida empieza por uno mismo» no podía dejar de funcionar también en este caso.
—Usted, simplemente, ha perdido la costumbre de recibir grandes encargos, por eso se siente inseguro —trató de convencerlo Oskolupov—. ¿Quién podría hacerlo sino usted? Está bien, dejaré que lo piense.
Guerásimovich apoyó la frente en su pequeña mano y guardó silencio.
Naturalmente, no se trataba de hacer una bomba atómica. En la vida del mundo era una migaja imperceptible.
—Pero ¿por qué ha de pensarlo? ¡Es netamente de su especialidad!
¡Ah, podía haberse callado! Podía salir con ambigüedades. O, como suelen hacer los presos, podía aceptar el encargo y luego «dar largas», no hacerlo. Pero Guerásimovich se levantó y miró con desprecio al degenerado panzudo, de mejillas fláccidas y morros chatos, con gorro de general, personaje que no forma parte, por desgracia, de los que desaparecieron por la carretera general del centro de Rusia.
—¡No! ¡No es mi especialidad! —pio con voz chillona—. ¡No es mi especialidad meter a la gente en la cárcel! ¡No soy un cazador de hombres! Es suficiente con que nos hayan encerrado a nosotros…