Nuestra capacidad de gesta, es decir, de llevar a cabo un acto que sea extraordinario para las fuerzas de un solo hombre, la crea en parte nuestra voluntad, pero en parte, por lo visto, es una cualidad que puede ser o no ser innata. La gesta resulta más dura para nosotros cuando se obtiene a través de un esfuerzo de voluntad carente de toda preparación. Y más fácil cuando es la consecuencia de un esfuerzo de muchos años uniformemente orientado. Y con bendita facilidad si la gesta es innata en nosotros: entonces tiene lugar de una manera muy sencilla, como inspirar y espirar.
Ruska Doronin vivía así bajo la persecución policial por toda la Unión: con sencillez y con una sonrisa infantil. Seguramente al nacer le habían inyectado en la sangre el pulso del riesgo, el ardor de la aventura.
Pero esconderse bajo un nombre falso y vagar por todo el país estaba fuera del alcance del pulcro y afortunado Innokenti. Ni siquiera se le habría ocurrido que fuera posible oponer algo a su arresto si este estaba decidido.
Había llamado a una embajada cediendo a un impulso poco meditado. Se había enterado súbitamente, y habría sido tarde aplazarlo unos cuantos días, hasta que viajara personalmente a Nueva York. Telefoneó obsesionado, aunque sabía que todos los teléfonos estaban pinchados, y que en el Ministerio sólo algunas personas conocían el secreto de Gueorgui Koval.
Se había lanzado sencillamente al abismo porque había visto claramente lo insoportable que era que robaran tan desvergonzadamente la bomba y que amenazaran con ella al cabo de un año. Se había lanzado al abismo bajo el rápido impulso de sus sentimientos, pero con todo no se imaginaba lo doloroso que sería el golpe contra el fondo de piedra. Posiblemente abrigaba en alguna parte de su ser la loca esperanza de remontar el vuelo, de escapar a la responsabilidad, de atravesar volando el océano, recuperar el aliento y contárselo a los corresponsales de prensa.
Pero antes de alcanzar el fondo cayó en el vacío, en el agotamiento anímico. Se rompió la cuerda de su breve resolución, y el terror lo destruyó y lo quemó todo.
Esto se manifestó especialmente la mañana del lunes, cuando debía volver a vivir por encima de sus fuerzas, ir al trabajo, acechar con angustia si habían cambiado las miradas y las voces a su alrededor, si escondían estas una amenaza.
Innokenti se comportaba aún con dignidad, tanto como era posible, pero estaba destruido por dentro, había perdido toda su capacidad de resistencia, de buscar una salida, de salvarse.
No eran todavía las once de la mañana cuando la secretaria, que no había dejado pasar a Innokenti al despacho del jefe, dijo haber oído que el nombramiento de Volodin había sido congelado por el viceministro.
Esta noticia, aunque no enteramente comprobada, afectó tanto a Innokenti que le faltaron fuerzas para conseguir la audiencia y convencerse de la verdad. ¡Ninguna otra cosa habría podido bloquear su viaje, ya autorizado! Su nombramiento en la ONU tenía el visto bueno de Vyshinski, su sitio estaba reservado a nombre de la Unión Soviética… Entonces, lo habían descubierto…
Viéndolo todo negro y sintiendo los hombros pesados como si cargaran con dos cubos llenos, volvió a su despacho y sólo pudo hacer una cosa: cerrar la puerta con llave y sacar esta de la cerradura (para que pensaran que había salido). Pudo hacerlo porque su vecino, el que ocupaba la segunda mesa, no había vuelto de una misión oficial.
En el interior de Innokenti todo se había ablandado repulsivamente. Esperaba una llamada en la puerta. Era terrible, desgarradoramente terrible, pensar que ahora entrarían y lo arrestarían. Apareció fugazmente la idea de no abrir la puerta. Que la echaran abajo.
O ahorcarse antes de que entraran.
O saltar por la ventana. Desde el segundo piso. Directamente a la calle. Dos segundos de vuelo y todo estallaría. Y se apagaría la conciencia.
Sobre la mesa había un abultado informe de los especialistas: el trabajo pendiente de Innokenti. Antes de partir debía entregar aquel informe debidamente fiscalizado. Pero le entraban náuseas sólo con mirarlo.
El despacho, con su buena calefacción, parecía helado, daba escalofríos.
¡La repulsiva impotencia interna! Esperar así, inactivo, su perdición…
Innokenti se tendió boca abajo en el sofá de cuero. Sólo de esta manera recibía del sofá una especie de apoyo o de sosiego en toda la longitud de su cuerpo.
Los pensamientos se mezclaban.
¿Había sido él? ¡Sí, él! ¿Había osado telefonear a la embajada? ¿Y para qué? Llame of Canada… ¿Y quién es usted? ¿Cómo sé que usted decir verdad? ¡Oh, americanos engreídos! ¡Llegarán a ver la total colectivización de las granjas! Se lo tienen merecido…
No debió haber telefoneado. Sentía lástima de sí mismo. Terminar la vida a los treinta años. Y puede que en medio de tormentos.
No, no lamentaba haber llamado. Era evidente que debía hacerlo. Fue como si alguien lo condujera de la mano, y no tuvo miedo.
Más que no lamentarlo, no le quedaba voluntad para lamentarlo o no lamentarlo. Yacía sin aliento bajo la desmoralizadora amenaza, aplastado contra el sofá, y sólo quería que todo terminara cuanto antes, para que se lo llevaran cuanto antes, vaya.
Pero felizmente nadie llamaba a la puerta, nadie intentaba tirar de ella. El teléfono no había sonado ni una sola vez.
Quedó aletargado. Una tras otra aparecían opresivas y absurdas visiones hinchándole la cabeza para que despertara. Y cuando despertó no se sintió aliviado, sino en un estado aún más destrozado y abúlico del que tenía antes de dormir, martirizado porque en sueños lo habían arrestado o habían intentado arrestarlo varias veces. Pero no tenía fuerzas para levantarse del sofá, para sacudirse las pesadillas, ni siquiera para moverse. Y de nuevo le arrastraba la repulsiva impotencia del sueño. Finalmente se durmió por última vez, profundamente, como una piedra, y despertó oyendo la animación del descanso en el pasillo, y advirtió que de su boca, insensiblemente abierta, había rezumado saliva sobre el sofá.
Se levantó, abrió y fue a lavarse. Distribuyeron el té con bocadillos.
Nadie fue a arrestarlo. En el pasillo y en la oficina común, sus colaboradores lo recibieron con naturalidad, nadie había cambiado su actitud hacia él.
Por lo demás, esto no demostraba nada. Nadie podía saberlo.
Pero las miradas y el sonido de las voces de las demás personas consiguieron animarlo. Pidió a la muchacha que le trajera el té lo más caliente posible, y se bebió dos vasos con satisfacción. Con esto aún se animó más.
Y sin embargo carecía de fuerzas para pedir una audiencia al jefe y enterarse…
Matarse habría sido una medida de pura sensatez, el simple instinto de conservación, de piedad por sí mismo. Pero eso, sabiendo con toda certeza que lo iban a arrestar.
¿Y si no lo arrestaban?
De pronto sonó el teléfono. Innokenti se sobresaltó, su corazón, con algún retraso, empezó a latir de forma muy audible.
Resultó ser Dotty, su voz era sorprendentemente musical por teléfono. Hablaba desde la altura de los recobrados derechos conyugales. Preguntaba cómo iba todo y le proponía salir por la noche.
Y de nuevo Innokenti sintió afecto y agradecimiento por ella. ¡Una esposa, buena o mala, es lo más íntimo!
No le habló de la anulación de su nombramiento. Pero imaginó que por la noche, en el teatro, su seguridad sería completa: ¡no se arresta a la gente ante todo el mundo en la sala de un espectáculo!
—Está bien, saca entradas para algo que sea alegre —dijo Innokenti.
—¿Una opereta, quizá? —preguntó Dotty—. Akulina no sé qué. En ninguna parte hay nada. En el Teatro Central del Ejército Rojo, en el escenario pequeño, ponen un estreno, La ley de Licurgo, y en el grande, La voz de América. Y en el Teatro Artístico de Moscú, Inolvidable.
—La ley de Licurgo suena demasiado atractivo. Siempre ponen títulos hermosos a las obras peores. Sácalas para Akulina, de acuerdo. Luego iremos al restaurante.
—¡O. K.! ¡O. K.! —se rio muy contenta Dotty por teléfono.
(¡Si pudiera pasar allí toda la noche para que no lo encontraran en casa! ¡Porque siempre iban por la noche!).
Las cargas de voluntad volvían gradualmente a Innokenti. Está bien, admitamos que se sospechaba de él. Pero Schevronok y Zavarzin estaban directamente relacionados con todos los detalles del asunto, las sospechas deberían caer antes sobre ellos. ¡Una sospecha no es aún una prueba!
Está bien, admitamos que hay amenaza de arresto. Pero no hay medio de impedirlo. ¿Esconderse? No. Entonces, ¿por qué preocuparse?
Tenía fuerzas ya para pasear de arriba abajo y reflexionar.
Y qué, si lo arrestaran. Quizá no sería hoy, ni siquiera esta misma semana. ¿Debía por ello dejar de vivir? ¿O, por el contrario, entregarse encarnizadamente a los placeres durante los últimos días?
¿Por qué se había asustado tanto? Qué diablos, habiendo defendido tan ingeniosamente a Epicuro ayer por la tarde, ¿por qué no aplicárselo a sí mismo? La doctrina esa, al parecer, tenía ideas nada despreciables.
Al mismo tiempo pensaba que era preciso examinar las agendas, por si había en ellas algo que destruir. Recordó que, al parecer, hacía tiempo había anotado algo sobre Epicuro en una antigua libreta, y empezó a ojearla apartando a un lado el informe de los expertos. Y lo encontró: «Las sensaciones internas de satisfacción o de insatisfacción son los criterios superiores del bien y del mal».
Este pensamiento no penetró en la mente confusa de Innokenti. Continuó leyendo:
«Conviene saber que la inmortalidad no existe. No existe la inmortalidad, y por ello la muerte para nosotros no es un mal, es algo que sencillamente nada tiene que ver con nosotros: mientras existimos, no hay muerte; cuando llega la muerte, nosotros no existimos».
«Esto está muy bien», se recostó Innokenti. «¿Y quién fue, quién, el que recientemente dijo lo mismo? Ah sí, aquel joven soldado, ayer en la velada».
Innokenti se imaginó el Jardín de Atenas, imaginó al moreno Epicuro de setenta años, con su túnica, impartiendo su saber desde unos peldaños de mármol, y a él mismo ante Epicuro con su traje moderno, sentado con cierta desenvoltura norteamericana en un pedestal.
«La fe en la inmortalidad nació del afán de personas insaciables que utilizan insensatamente el tiempo que la naturaleza nos ha concedido. Pero el hombre prudente encontrará este tiempo suficiente para recorrer todo el círculo de placeres alcanzables, y cuando llegue la hora de la muerte se separará ahíto de la mesa de la vida dejando libre su sitio a otros invitados. Al hombre prudente le basta una sola vida, mientras que el estúpido no sabría qué hacer ni siquiera con la eternidad».
¡Brillantemente expresado! Pero hay una pega: ¿y cuando la naturaleza no te saca de la mesa a los setenta años y es el MGB el que te saca a los treinta?
«No hay que temer el sufrimiento físico. Quien conoce los límites del sufrimiento está a salvo del terror. Un sufrimiento prolongado es siempre insignificante; si es fuerte, es de corta duración. El hombre sensato no perderá su tranquilidad espiritual ni siquiera durante el suplicio. La memoria le devolverá sus antiguos placeres espirituales y sensitivos, y restaurará el equilibrio del alma a despecho del sufrimiento corporal del momento».
Innokenti empezó a pasear lúgubremente por el despacho.
Esto era lo que temía, pero no la muerte, en absoluto. Temía que lo arrestaran, que atormentaran su cuerpo.
¿No dice Epicuro que es posible vencer el tormento? ¡Ah, si tuviera esta firmeza!
Pero no la encontraba en su persona.
¿Y morir? No lamentaría morir si la gente se enterara de que hubo un ciudadano del mundo que los había salvado de la bomba atómica.
Con la bomba atómica en manos de los comunistas, el planeta perecería.
Lo matarían en un sótano como a un perro, y encerrarían el «expediente» bajo mil cerraduras.
Innokenti echó la cabeza hacia atrás como hace el pájaro para que el agua entre en su pecho a través de la tensa garganta.
Pero no, si hablaran de él no sería un alivio, sería aún más espantoso: estamos en tales tinieblas que ya no distinguimos a los traidores de los amigos. ¿Quién fue el príncipe Kurbski? Un traidor. ¿Quién fue Iván el Terrible? Su propio padre.
La diferencia estaba en que aquel Kurbski había huido de su «Terrible», mientras que Innokenti no había tenido tiempo de huir.
¡Si divulgaran el caso, sus compatriotas lo lapidarían con gran satisfacción! ¿Quién le comprendería? Y menos mal si le comprendiera un millar de personas entre doscientos millones. ¿Quién recordaría que habían rechazado el sensato plan Baruch?: si renunciaban a la bomba atómica, los norteamericanos serían sometidos a control internacional. Y, sobre todo, ¿cómo había osado decidir por su patria? Este derecho sólo lo tenía el Jefe Supremo y nadie más.
¿No has permitido que el Transformador del Mundo, el Forjador de la Felicidad, robara la bomba atómica? ¡Entonces, no se la has dado a tu patria!
¿Para qué la necesita mi patria? ¿Para qué la necesita la aldea de Rozhdestvo? ¿Para qué la necesita aquella enana cegata? ¿O aquella anciana del polluelo ahogado? ¿O aquel campesino de ropa remendada, falto de una pierna?
¿Quién, de toda la aldea, condenaría su llamada telefónica? Tomados individualmente, nadie lo comprendería siquiera. Pero, presentado el caso en una asamblea general, lo condenarían por unanimidad…
Necesitan carreteras, telas, tablas, cristales, necesitan que les devuelvan la leche y el pan, y quizá también el tañido de las campanas, pero ¿para qué necesitan una bomba atómica?
Lo más molesto era que con su llamada telefónica Innokenti quizá tampoco habría impedido el latrocinio.
En el reloj de bronce, las agujas de encaje señalaban las cuatro menos cinco.
Oscurecía.