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Después de una semana de investigar para el «Expediente del Tomo», la esencia de lo sucedido continuaba siendo un misterio para el comandante. Sólo se había establecido que esa máquina, de cabeza escalonada, de mandril posterior con entrada manual, y de soporte con entrada tanto manual como por la transmisión principal, fabricada por la industria nacional en los momentos álgidos de la primera guerra mundial, en 1916, había sido separada del motor eléctrico por orden de Yákonov y trasladada de esta manera desde el Laboratorio número 3 hasta los talleres mecánicos. A todo esto, como las partes no pudieron ponerse de acuerdo sobre el traslado, se ordenó que el laboratorio bajara la máquina por sus propios medios hasta el pasillo subterráneo, y que desde allí la arrastraran manualmente los de los talleres, también por sus propios medios, la subieran por la rampa y la llevaran a través del patio al edificio de los talleres (había un camino más corto que eliminaba la necesidad de bajar la máquina al subsuelo, pero habría sido necesario permitir que los presos accedieran a la entrada principal, visible desde la carretera y desde el parque, lo que, naturalmente, era inadmisible desde el punto de vista de la vigilancia).

Como es natural, ahora que había sucedido lo irreparable, Shikin podía reprochárselo en su fuero interno: no había concedido todo su valor a esta importantísima operación y no la había vigilado personalmente. En una perspectiva histórica, los errores de los hombres de acción son siempre más visibles, pero ¿cómo no cometerlos?

Resultó que el Laboratorio número 3, compuesto por un jefe, un hombre, un inválido y una muchacha, no pudo arrastrar el torno con sus propias fuerzas. Y por ello, de forma muy irresponsable, se sacó de diferentes salas a unos cuantos hombres al azar, en número de diez (¡ni siquiera hubo quién compusiera una lista! Al comandante Shikin le costó mucho trabajo, con medio mes de retraso, confrontar las declaraciones y restablecer la lista completa de los sospechosos), y estos diez presos bajaron el pesado torno por la escalera desde el primer piso al sótano. Sin embargo, los talleres (debido a ciertas consideraciones técnicas, su jefe no perseguía ese torno) no sólo no enviaron a tiempo la mano de obra al lugar de reunión, sino que ni siquiera enviaron a un receptor-controlador al lugar del encuentro. Los diez presos movilizados, una vez arrastrada la máquina hasta el subterráneo, faltos de mando, se dispersaron. Y el torno estuvo varios días en el pasillo subterráneo obstaculizando el paso (el propio Shikin tropezaba con él). Finalmente fueron a buscarlo unos hombres de los talleres mecánicos, pero al ver la grieta en una de las patas pusieron objeciones y estuvieron tres días sin retirar la máquina, hasta que los obligaron a hacerlo.

Esta grieta fatal en la pata fue la base para abrir el «Expediente». Tal vez la grieta no tuviera la culpa de que el torno todavía no funcionara (Shikin había oído también esta opinión), pero la importancia de la grieta era más amplia que la propia grieta. La grieta significaba que en el instituto actuaban fuerzas hostiles aún no descubiertas. La grieta significaba igualmente que el mando del instituto era confiadamente ciego y criminalmente descuidado. Si la investigación del caso se hubiera llevado con acierto, y se hubiera descubierto el culpable y los verdaderos motivos del crimen, no sólo se habría podido castigar a alguien y utilizarlo como aviso para algún otro, sino que alrededor de la grieta se habría podido montar un gran trabajo educativo en toda la colectividad. ¡Finalmente, el honor profesional del comandante Shikin requería desenmarañar aquel maligno ovillo!

Pero no era fácil. Se había perdido mucho tiempo. Los presos que habían acarreado el torno tuvieron tiempo de crear una canción solidaria, un consenso criminal. Ningún externo (¡horrible fallo!) había estado presente en el traslado. Entre los diez porteadores había únicamente un informador, y este era un chivato acobardado cuya mayor gesta había sido delatar lo de la sábana cortada para hacer pecheras. En lo único que sirvió de ayuda fue para restablecer la lista completa de los diez presos. En lo demás, los diez presos, apoyándose cínicamente en su impunidad, afirmaron haber llevado el torno intacto hasta el subterráneo, no haber dejado resbalar la pata por la escalera ni haber golpeado los peldaños. En cierta forma, resultaba de sus declaraciones que nadie había agarrado la pata de la grieta, es decir la pata bajo el mandril posterior, sino que todos agarraban la pata situada bajo el mandril anterior y el árbol. En busca de la verdad, el comandante incluso dibujó varias veces el torno y la distribución de los porteadores a su alrededor. Pero habría sido más fácil llegar a ser un maestro del torno en el curso de los interrogatorios que descubrir al culpable de la grieta. Al único que habría sido posible acusar, no de sabotaje pero sí de intención de sabotear, era al ingeniero Potapov. Irritado después de tres horas de interrogatorio, se fue de la lengua:

—Si hubiera querido estropearle a usted esa caldera me habría bastado con echar un puñado de arena en los cojinetes, ¡y listos! ¿Qué sentido tiene romper una pata?

Shikin anotó inmediatamente en el acta esta frase del saboteador empedernido, pero Potapov se negó a firmar.

La dificultad de la investigación radicaba precisamente en que Shikin, para obtener la verdad, no disponía de los habituales recursos: la incomunicación, el calabozo, la paliza, el cambio a ración de calabozo, los interrogatorios nocturnos. No disponía siquiera de la medida elemental de distribuir a los investigados en diferentes celdas. Aquí era preciso que los presos continuaran su trabajo a pleno rendimiento, para lo cual era normal que se alimentaran y durmieran.

Pese a todo, el sábado, finalmente, Shikin consiguió arrancarle a un preso una confesión: cuando bajaban los últimos peldaños, y obstruían el paso por la estrecha puerta, tropezaron con el portero Spiridón, que venía en dirección contraria, y que al grito de «¡Alto, amigo, llevamos peso!», también se agarró a la máquina como undécimo porteador y la acarreó hasta su sitio. Según el esquema, sólo podía haberse agarrado a la pata de debajo del mandril posterior.

Shikin decidió devanar este nuevo y rico hilo precisamente hoy, lunes, despreciando las dos denuncias llegadas por la mañana acerca del Juicio del príncipe Igor. Llamó antes de comer al pelirrojo portero, y este se presentó tal como iba en el patio, con el chubasquero ceñido con un maltrecho cinturón de lona. Spiridón se quitó la gorra de grandes orejeras y empezó a estrujarla con las manos con aire culpable, como el campesino clásico que va a pedir una parcela de tierra a su señor. Además, no se movió de la alfombrilla de goma para no dejar manchas en el suelo. Shikin lo miró de reojo, con desaprobación, miró sus zapatos húmedos, y lo miró también a él severamente, dejó que permaneciera de pie y él se quedó sentado en su sillón examinando diversos papeles en silencio. De vez en cuando, como impresionado por lo que leía de la acción criminal de Spiridón, levantaba hacia él su mirada de asombro como quien mira a una fiera sedienta de sangre a la que al final se ha podido enjaular (correspondía hacer todo esto, según la ciencia, para actuar demoledoramente sobre la mente del preso). Así pasó media hora de inquebrantable silencio en el despacho cerrado, sonó claramente el timbre anunciando la comida, a cuya llamada esperaba Spiridón recibir la carta de su casa, pero Shikin ni siquiera oyó esa llamada: cambiaba de sitio gruesas carpetas en silencio, sacaba algo de unos cajones para ponerlo en otros, releía enfurruñado diversos papeles, y de nuevo, con asombro, examinaba brevemente al oprimido, abatido y culpable Spiridón.

La última gota de agua de los zapatos de Spiridón se desplazó finalmente a la alfombrilla, los zapatos se secaron, y Shikin dijo:

—¡Anda, acércate un poco más! —Spiridón se acercó—. Alto. ¿Lo conoces, verdad? —y le tendió, sin soltarla, la fotografía de un joven en uniforme alemán sin gorra.

Spiridón se inclinó, entornó los ojos para fijarlos en la fotografía y se excusó:

—¿Sabe?, ciudadano comandante, soy un poco cegato. Déjemela, la estudiaré.

Shikin se lo permitió. Manteniendo como antes la peluda gorra en una mano, Spiridón abarcó con la otra toda la cartulina, con los cinco dedos en el borde de la misma, e inclinándola de diversas maneras a la luz de la ventana empezó a moverla ante su ojo izquierdo como si la estudiara por partes.

—No —suspiró aliviado—. No lo he visto.

Shikin recuperó la fotografía.

—Mala cosa, Yegorov —dijo compungido—. La obstinación sólo será peor para usted. Está bien, siéntese —y le indicó una silla más alejada—. Nuestra conversación será larga, no la soportaría de pie.

Y de nuevo guardó silencio, absorto en sus papeles.

Spiridón retrocedió de espaldas hasta la silla y se sentó. Puso primero la gorra sobre la silla vecina, pero viendo de soslayo la pulcritud de aquella silla blanda, tapizada de piel, trasladó la gorra a sus rodillas. Hundió luego su cabeza redonda entre los hombros, y se inclinó hacia adelante dando a su aspecto una expresión de arrepentimiento y sumisión.

En su fuero interno pensaba con mucha tranquilidad:

«¡Ah, víbora! ¡Ah, perro! ¿Cuándo voy a recibir mi carta? La tienes tú, ¿verdad?».

Para Spiridón, que había visto en su vida dos investigaciones y una preinvestigación, así como a miles de presos pasando por el mismo trance, el juego de Shikin era más transparente que un cristal. Sin embargo sabía que era necesario fingir que se lo creía.

—En realidad, han llegado nuevos materiales sobre usted —suspiró profundamente Shikin—. ¡La de cosas que hizo usted en Alemania, según se ve!

—¡Puede que no fuera yo! —lo tranquilizó Spiridón—. Puede creerme, ciudadano comandante, en Alemania había tantos Yegorov como moscas. ¡Incluso dicen que había un general llamado Yegorov!

—¡Pero cómo que no era usted! ¡Cómo que no era usted! Spiridón Danílovych, por favor —clavó Shikin el dedo en una carpeta—. Y la fecha de nacimiento, todo.

—¿La fecha de nacimiento? ¡Entonces no era yo! —dijo convencido Spiridón—. Mentí a los alemanes para que me dejaran tranquilo y me añadí tres años.

—¡Sí! —recordó Shikin. Su rostro se aclaró, y su voz perdió el tono de fastidio por tener que llevar adelante la investigación y se relajó. El comandante apartó de sí todos los papeles—. Antes de que se me olvide. ¿Recuerdas, Yegorov, que hace diez días ayudaste a trasladar un torno, de la escalera al sótano?

—Cierto —dijo Spiridón.

—¿Y dónde lo golpeasteis, en la escalera o en el pasillo?

—¿A quién? —se asombró Spiridón—. No hubo ninguna pelea.

—¡A la máquina! ¡He aquí a quién!

—Dios lo guarde, ciudadano comandante. ¿A qué golpear un tomo? ¿Acaso ese torno ha metido a alguien en la cárcel o qué?

—Yo mismo estoy asombrado: ¿por qué? ¡A lo mejor se os cayó!

—¡Qué dice, caérsenos! Lo llevábamos en la palma de las manos, con cuidado, como si fuera un bebé.

—Y tú, ¿por dónde lo agarrabas?

—¿Yo? Por aquí, claro.

—¿Por dónde?

—Bueno, desde mi lado.

—Está bien, ¿lo cogiste por debajo del mandril posterior o por debajo del árbol?

—Ciudadano comandante, yo no entiendo de mandriles, ¡se lo mostraré! —arrojó la gorra sobre la silla vecina, se levantó y se volvió de espaldas como si arrastrara una máquina entrándola en el despacho por la puerta—. Yo, ya ve, inclinado, ¿así? De espaldas. Ellos, ya sabe, hubo dos que se engancharon en la puerta. ¿Y bien?

—¿Qué dos?

—El diablo sabrá, yo no he comido en su mismo plato. Y a mí el aliento me ardía. ¡Alto! —grité—. ¡Dejadme respirar! Y el arenque, ¡qué arenque!

—¿De qué arenque hablas?

—¿No lo entiende? —preguntó Spiridón por encima del hombro, ya irritado—. Pues el que llevábamos.

—¿El torno?

—¡Bueno, el torno! ¡Lo agarro de golpe! Así —mostró cómo, y se puso tenso, en cuclillas—. Entonces uno se introdujo por un lado, otro se embutió, y, siendo tres, ¿qué no habíamos de sostener? ¡U-u-uf! —se enderezó—. En la época del koljós arrastrábamos no pocos pesos así. Seis mujeres en tu máquina, y todo habría ido de perlas, la habrían arrastrado un kilómetro. ¿Dónde está tu máquina? ¡Vamos, y enseguida la levantamos por diversión!

—O sea, ¿que no la dejasteis caer? —preguntó el comandante con voz amenazadora.

—¡Claro que no!

—¿Entonces quién la rompió?

—O sea, ¿que a fin de cuentas la rompieron? —se sorprendió incluso Spiridón—. Sííí… —dejó de mostrar cómo la llevaba, se sentó de nuevo en su silla y fue todo oídos.

—Cuando la sacasteis de donde estaba, ¿se encontraba intacta?

—Eso no lo vi, no puedo decirlo, puede que ya estuviera rota.

—Bien, y cuando la dejasteis, ¿cómo estaba?

—¡Entonces estaba entera!

—¿Había una grieta en la pata?

—No había ninguna grieta —respondió convencido Spiridón.

—¿Y cómo lo viste tú, diablo ciego? Porque eres ciego, ¿verdad?

—Ciudadano comandante, soy ciego para las cosas del papel, es cierto, pero para las cosas de la hacienda lo veo todo. Por ejemplo, usted y los demás ciudadanos oficiales arrojan las colillas al pasar por el patio, y yo las barro pulcramente, aunque haya nieve blanca, las barro todas. Pregúntele al gerente.

—¿Qué quiere decir? ¿Que dejaron el torno en el suelo y lo examinaron especialmente?

—¡Cómo no! Después del trabajo encendimos un cigarrillo, nunca se hace de otra manera. Y le dimos unos golpecitos a la maquinita.

—¿Unos golpes? ¿Con qué?

—Bueno, con la palma de la mano, así, en el costado, como a un caballo enardecido. Un ingeniero dijo además: «¡Buena máquina! Mi abuelo era tornero y trabajaba en una máquina como esta».

Shikin suspiró y tomó una hoja de papel limpio.

—Está mal, muy mal, Yegorov, que ni en esto confieses. Vamos a redactar el acta. Está claro que el torno lo rompiste tú. De no haber sido tú, me habrías indicado el culpable.

Lo dijo con voz convencida, pero había perdido su convicción interna. Aunque el amo de la situación era él, y el interrogatorio lo llevaba él, el portero respondía con muy buena disposición y con grandes detalles, y se habían perdido en vano las primeras horas de la investigación, el largo silencio, lo de la fotografía, los cambios de voz y la animada conversación sobre el torno: aquel preso pelirrojo, de cuya cara no se borraba una obsequiosa sonrisa, y cuyos hombros continuaban arqueados, si no había cedido en el primer momento, ahora, con mayor razón, no cedería.

En su fuero interno, Spiridón, incluso cuando hablaba del general Yegorov, adivinaba perfectamente que no lo habían llamado por no sé qué de Alemania, que la fotografía era un «camelo», que el oper divagaba, y que lo había llamado precisamente para hablar del tomo. Habría sido sorprendente que no lo llamaran cuando a los otros diez hacía una semana entera que los sacudían como a peras en el árbol. Acostumbrado toda su vida a engañar a las autoridades, no le costó nada incorporarse a esta amarga diversión. Pero todas aquellas conversaciones vacías eran como pasarle un rallador por la piel. Lo que le fastidiaba era que lo de su carta se aplazaba de nuevo. Y otra cosa más: aunque en el despacho de Shikin estaba sentado, caliente y seco, nadie hacía por Spiridón el trabajo del patio, que iba acumulándose para mañana.

Así fue pasando el tiempo. Hacía rato ya que había sonado el timbre poniendo fin al descanso cuando Shikin ordenó a Spiridón que firmara su responsabilidad por el Artículo 95, por dar declaraciones falsas, anotó las preguntas y tergiversó como pudo las respuestas de Spiridón.

Sonó entonces un golpe preciso en la puerta.

Al despedir a Yegorov, que le fastidiaba con sus estupideces, Shikin recibió al viperino y activo Siromajov, capaz siempre de expresar en dos palabras lo principal.

Siromaja entró con paso rápido y suave. La noticia impresionante que traía, y la posición especial que gozaba entre los chivatos de la sharashka, le ponían al mismo nivel del comandante. Cerró la puerta, y con un gesto dramático de la mano impidió que Shikin se hiciera con la llave. Estaba representando. Con voz clara, pero tan baja que fuera absolutamente imposible oírles a través de la puerta, comunicó:

—Doronin va por ahí enseñando la transferencia de ciento cuarenta y siete rublos. Han caído Liubimichev, Kagan y otros cinco. Se ha formado un grupo que los caza por el patio. ¿Doronin depende de usted?

Shikin se agarró la solapa del uniforme y tiró de ella para liberar el cuello. Sus ojos parecían salírsele de las profundidades. Su grueso cuello tomó un color pardo. Se precipitó al teléfono. Su rostro, siempre con aires de superioridad satisfecha, ahora expresaba locura.

Siromaja se adelantó a Shikin con suaves saltitos, más que con pasos, y no le dejó levantar el auricular del teléfono.

—¡Camarada comandante! —le recordó (¡como preso no se habría atrevido a decir «camarada», pero debía decirlo como amigo!)—. ¡No sea tan impulsivo! ¡No le dé tiempo a prepararse!

¡En la cárcel, esa era una verdad elemental! ¡Pero tuvo que recordársela!

Siromaja retrocedió hacia la puerta, de espaldas, sorteando un mueble como si lo viera. No apartaba los ojos del comandante.

Shikin bebió agua.

—¿Puedo retirarme, camarada comandante? —casi no preguntó Siromaja—. Si me entero de algo más, vendré por la noche o por la mañana.

El juicio volvía lentamente a los desorbitados ojos de Shikin.

—¡Que le den un balazo a ese canalla! —escaparon con un silbido sus primeras palabras—. ¡Formalizaré la orden!

Siromaja salió silenciosamente como si abandonara la habitación de un enfermo. Había hecho lo debido según sus convicciones, y no tenía prisa en pedir la recompensa.

No estaba muy seguro de que Shikin continuara siendo comandante del MGB.

Era un caso extraordinario, no sólo en la sharashka de Marfino sino en toda la historia de los órganos de Seguridad del Estado. Los conejos tenían derecho a morir, pero no a luchar.

Shikin no telefoneó personalmente, fue el ordenanza del Instituto, el que tenía la mesa en el pasillo, quien llamó al jefe del Laboratorio del Vacío y ordenó a Doronin que se presentara inmediatamente al ingeniero coronel Yákonov.

Aunque eran las cuatro de la tarde, el Laboratorio del Vacío siempre estaba oscuro y hacía rato que ardía la luz del techo. El jefe del laboratorio estaba ausente y fue Clara la que levantó el auricular. Había llegado al turno de noche más tarde de lo habitual, sólo en esta ocasión, y estaba hablando con Tamara. No había mirado a Ruska ni una sola vez, aunque este no apartaba de ella su encendida mirada. Cogió el teléfono con una mano que todavía no se había quitado el guante carmesí, y respondió con la cabeza baja. Ruska estaba de pie ante su bomba de vacío, a tres pasos de ella, con la mirada fija en el rostro de la muchacha. Pensaba que aquella noche, cuando todos se marcharan a cenar, abrazaría aquella cabeza y la besaría. La proximidad de Clara le hacía perder la sensación de cuanto le rodeaba.

Ella levantó los ojos (¡no lo buscaba, percibía que estaba allí!), y dijo:

—¡Rostislav Vadímovich! Antón Nikoláyevich lo llama con urgencia.

Los estaban viendo y escuchando, y aquello no se podía decir de otra manera, ¡pero los ojos de la joven ya no eran los de antes! ¡Se los habían cambiado! Un vaho inanimado los empañaba…

Ruska se sometió mecánicamente a la orden sin pensar qué podía significar la inesperada llamada del ingeniero coronel, y se puso en marcha pensando tan sólo en la expresión de Clara. Se volvió hacia ella desde la puerta y vio que le miraba y que inmediatamente desviaba los ojos.

Eran unos ojos infieles. Los había desviado muy asustada.

¿Qué podía haberle sucedido?

Pensando sólo en ella, subió hasta el ordenanza. Había abandonado por completo su habitual estado de alerta, había olvidado totalmente que debía prepararse para preguntas inesperadas, para un ataque, como requería la astucia propia del preso, pero el ordenanza le cerró el paso a la puerta de Yákonov y señaló, en la negra hendidura del nicho, la puerta del comandante Shikin.

De no ser por el consejo de Siromaja, de haber Shikin llamado personalmente al Laboratorio del Vacío, Ruska habría supuesto inmediatamente lo peor, habría hablado con decenas de amigos, los habría prevenido, y finalmente, habría conseguido hablar con Clara, saber qué le pasaba, y llevarse una entusiasta fe en ella o bien liberarse de la fidelidad que le debía. Pero ahora, ante la puerta del oper, sus suposiciones llegaban tarde. Ante el ordenanza del instituto no podía vacilar ni volverse, habría despertado sospechas, si es que no las tenían. Y, pese a todo, Ruska se volvió para correr hacia la escalera, pero ya subía por ella, llamado por teléfono, el oficial de turno de la cárcel, el teniente Zhvakun, el exverdugo.

Y Ruska entró en el despacho de Shikin.

Entró y se dominó a los pocos pasos, cambió la expresión de su cara. El entrenamiento de dos años de vida bajo persecución, y la especial genialidad aventurera de su naturaleza, le permitieron, sin inercia alguna, romper toda la tempestad que llevaba dentro y trasladarse impetuosamente al nuevo círculo de pensamientos y peligros. Con expresión de pueril claridad, de despreocupada buena disposición, anunció al entrar:

—¿Da usted su permiso? A sus órdenes, ciudadano comandante.

Shikin estaba sentado de un modo extraño, con el pecho sobre la mesa y el brazo colgando y balanceándose como un látigo. Se levantó al encuentro de Doronin, y con aquel brazo-látigo le largó desde abajo una bofetada.

¡E hizo ademán de largarle otra! Pero Doronin huyó hacia la puerta y se puso a la defensiva. La sangre manaba de su boca, un rizo de cabello rubio caía sobre su ojo.

Shikin, de poca estatura, enseñaba los dientes y ya no intentaba llegarle a la cara, estaba frente a él salpicándolo de saliva y amenazándolo:

—¡Ah, canalla! ¿Conque nos has vendido? ¡Despídete de la vida, Judas! ¡Te pegaremos un tiro como a un perro! Te fusilaremos en el sótano.

Hacía ya dos años y medio que el más humano de los países había abolido para siempre la pena de muerte. Pero ni el comandante ni su desenmascarado informador se hacían ilusiones: ¿qué hacer con un indeseable sino fusilarlo?

Ruska tenía un aspecto horrible, desgreñado, con la sangre corriendo por su barbilla desde unos labios que se hinchaban a ojos vistas.

Sin embargo, se puso tieso y respondió con insolencia:

—En cuanto a fusilar, ya lo veremos, ciudadano comandante. Yo también le meteré en la cárcel a usted. Hace cuatro meses que se ríe de usted todo el gallinero, ¿y encima le pagan por ello? ¡Le arrancarán los galones! Y en cuanto a fusilar, ya lo veremos…