En los raros momentos en que Artur Siromaja no se dedicaba a luchar por la vida, o no hacía esfuerzos por gustar a los jefes o para trabajar, cuando relajaba su continua tensión de leopardo, se convertía en un joven indolente aunque de armoniosa figura, con la cara de un artista fatigado por los contratos, con ojos indeterminados gris turbio y azul celeste que parecían húmedos de melancolía.
Dos hombres, en un momento de arrebato, le habían llamado chivato en la cara, y ambos habían sido trasladados sin tardanza. Nadie más lo repitió en voz alta. Lo temían. Ya se sabe que nunca hay un careo con el delator. Tal vez el recluso esté acusado de preparar una fuga. O de terrorismo. O de amotinarse. El preso no lo sabe, le ordenan que recoja sus cosas. ¿Se limitan a enviarlo simplemente a un campo de concentración? ¿O lo llevan a una prisión judicial?
Hay una característica de la naturaleza humana de la que se aprovechan muy bien los tiranos y los carceleros: mientras un hombre puede aún desenmascarar traidores, o amotinar a la gente, o conseguir la salvación de otros a costa de su propia muerte, no se ha matado aún la esperanza que hay en él, todavía cree en un final feliz, todavía se agarra a los míseros restos de bienes materiales, y por eso es taciturno y sumiso. Pero cuando lo agarran y derriban, cuando ya no tiene nada que perder, entonces es capaz de realizar una gesta y sólo la caja de piedra del calabozo de incomunicados es capaz de contener su tardío furor. O bien el hálito de la ejecución anunciada le hace indiferente ante las cosas de la Tierra.
Sin desenmascararlo abiertamente ni pescarlo en una delación, pero sin dudar de que era un chivato, unos evitaban a Siromaja pero otros consideraban más seguro tener amistad con él, jugar al boleivol o hablar «de mujeres». Así se comportaban también con los demás chivatos. De este modo, la vida de la sharashka tenía un aspecto pacífico cuando en realidad se libraba bajo mano una guerra a muerte.
Pero Artur podía hablar no sólo de mujeres. La saga de los Forsythe era uno de sus libros preferidos, y lo comentaba con bastante inteligencia. (La verdad era, no obstante, que no tenía dificultad en alternar Galsworthy con novelas policíacas muy ajadas). Artur tenía también oído musical, y le gustaban los temas españoles e italianos, podía silbar sin desafinar pasajes de Verdi, de Rossini; y, cuando estaba en libertad, la sensación de que había un vacío en la vida le llevaba a visitar el conservatorio una vez al año.
Los Siromaja eran de estirpe noble, aunque de la baja nobleza. A principios de siglo, un Siromaja era compositor, y otro fue a presidio por un delito penal. Hubo también otro Siromaja que se puso decididamente del lado de la revolución y sirvió en la Cheka.
Cuando Artur alcanzó la mayoría de edad, consideró indispensable, por sus inclinaciones y necesidades, disponer continuamente de recursos independientes. Una vida monótona teñida de hollín, trabajando afanosamente cada día «desde las» y «hasta las», cobrando dos veces al mes un salario gravado por los impuestos y los bonos del Estado, no era vida para él. Cuando iba al cine se emparejaba muy en serio con todas las actrices, y se imaginaba perfectamente cómo se marcharía con Diana Durbin a la Argentina.
Naturalmente, ni el instituto ni la formación eran el camino para conseguir semejante vida. Artur tanteó otro trabajo que permitía alargar más fácilmente la mano, batir sus alas, y este trabajo también lo tanteó a él. Así se encontraron. Este servicio, aunque no le ofrecía todos los recursos que deseaba, le libró de la movilización durante la guerra, es decir, le salvó la vida. Y mientras los tontos se pudrían en las trincheras de arcilla, Artur entraba con toda naturalidad en el restaurante Savoy con su rostro alargado de mejillas color crema agradablemente rasuradas. (¡Oh, el momento de atravesar el umbral de un restaurante, cuando te envuelve un aire cálido con aromas de cocina y te pones a elegir la mesa!).
Todo le anunciaba que estaba en el buen camino. Le indignaba que la gente considerara ruin su trabajo. ¡Se debía a la incomprensión o a la envidia! Era un trabajo para gente de talento, requería observación, memoria, ingenio, capacidad de fingir, de representar: era un trabajo de artistas. Además, había que ocultarlo, no existía sin el secreto, pero únicamente como instrumento tecnológico, bueno, como la visera de protección del soldador. De otro modo, Artur no se habría ocultado por nada del mundo. ¡Eticamente, aquel trabajo no tenía nada de deshonroso!
Un día en que su presupuesto le venía estrecho, Artur se unió a un grupo que atentaba contra los bienes del Estado. Lo metieron en la cárcel. Artur no se ofendió lo más mínimo: la culpa era suya por haberse dejado prender. Desde los primeros días, se encontró ejerciendo su anterior servicio tras el alambre de espino, y de modo natural: su estancia en aquel lugar no era más que una nueva forma de ese servicio.
Tampoco le abandonaron los oper: no lo enviaron ni a la tala de árboles, ni a las minas, sino que lo colocaron en la sección cultural-educativa. Era el único rincón del campo, el único hogar, donde un recluso podía permanecer media hora antes del toque de queda y sentirse una persona: hojear un periódico, coger una guitarra, recordar versos o su vida anterior, tan inverosímil. Los «Aneldos Tomatovich» (así llamaban los ladrones a los intelectuales irreductibles) del campo tenían tendencia a acudir allí, y Artur estaba en un sitio muy a propósito, con su alma de artista, sus ojos comprensivos, sus recuerdos de la capital y su capacidad para hablar de cualquier tema pasando de una cosa a otra.
De esta manera, Artur «registró» a varios «agitadores» individuales; a un «grupo» de tendencias antisoviéticas; dos fugas que aún no se habían preparado pero que al parecer ya estaban planeadas; y un asunto local del campo, el «caso de los médicos», que al parecer alargaban el tratamiento de los presos con fines de sabotaje, es decir, les dejaban descansar en el hospital. A todos estos conejitos les cayeron nuevas condenas, y a Artur, por la Tercera Sección, le rebajaron dos años.
Cuando fue a parar a Marfino, Artur tampoco desdeñó su seguro servicio en ese lugar. Era el predilecto, el alma, de ambos comandantes y oper, y el más peligroso delator de la sharashka.
Sin embargo, los comandantes, que se aprovechaban de sus delaciones, no le confiaban sus secretos, y ahora Siromaja no sabía para quién de los dos era más importante conocer la noticia sobre Doronin, ni de quién era informador Doronin.
Se ha escrito mucho sobre la sorpresa que causa la gente, en general, por su ingratitud e infidelidad. ¡Pero también se da lo contrario! Ruska Doronin, con insensata imprudencia, con pródiga irreflexión, había confiado sus intenciones de ser agente doble a muchas personas, no a una sola, ni a tres, sino a veinte y pico de presos. Cada uno de los enterados lo había contado a otros varios, y el secreto de Doronin era del dominio de casi la mitad de los habitantes de la sharashka, poco faltaba para que se hablara de ello en voz alta, y aunque en la sharashka uno de cada cinco o seis presos era un chivato, ¡no se enteró ninguno de ellos! O quizás, habiéndose enterado, no lo denunció. ¡Y el más observador, el de más fino olfato, el rey de los chivatos, Siromaja, tampoco había sabido nada hasta el día de hoy!
Ahora sentía herido su honor de informador. Que los oper, en sus despachos, lo hubieran pasado por alto, bien, ¿pero él? Estaba también su seguridad personal: habrían podido pescarle a él con la transferencia de la misma manera que a los demás. La traición de Doronin era para Siromaja una bala que había pasado rozándole la cabeza. Doronin había resultado ser un enemigo expedito, ¡y había que golpearle también de un modo expedito! (Por lo demás, Artur, que aún no era consciente de la magnitud de la catástrofe, pensó que Doronin no se había descubierto hasta el día de hoy, todo lo más ayer).
¡Pero Siromaja no podía penetrar en los despachos! No podía perder la cabeza, golpearla contra la puerta cerrada de Shikin. Ni siquiera podía acudir con demasiada frecuencia a esa puerta. ¡Y ante la de Mishin había cola! Habían dispersado esta al sonar el timbre de las tres, pero cuando Dyrsin fue llamado al despacho de Mishin los presos más inoportunos y tozudos discutían aún con el oficial de servicio en el pasillo de Dirección (Siromaja acudió al practicante con cara de sufrimiento, con las manos en el vientre, esperando que el grupo se dispersara). Siromaja calculaba que Dyrsin no tenía por qué demorarse en el despacho de Mishin, pero permanecía allí tiempo y más tiempo. Arriesgándose a ganarse el disgusto de Mamurin por la hora entera que llevaba ausente del Número 7, donde reinaba el tufo de los soldadores, la colofonia y los proyectos, Siromaja esperaba vanamente que Mishin dejara salir a Dyrsin.
¡Y no podía desenmascararse ni ante el simple vigilante que echaba ojeadas al pasillo! Perdida la paciencia, Siromaja volvió de nuevo al segundo piso, al despacho de Shikin, regresó de nuevo al pasillo de Dirección, donde estaba Mishin, y otra vez subió al despacho de Shikin. Esta última vez tuvo suerte: desde el oscuro nicho de Shikin oyó a través de la puerta la voz del portero, ronca y singular, única en la sharashka.
Entonces llamó con la señal convenida. Se abrió la puerta y apareció Shikin en la estrecha abertura.
—¡Muy urgente! —dijo Siromaja en un murmullo.
—Un minuto —respondió Shikin.
Y con paso ligero para no encontrarse con el portero que salía, Siromaja se alejó por el largo pasillo, volvió diligentemente y empujó la puerta de Shikin sin llamar.