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Comparado con el trabajo del comandante Shikin, el del comandante Mishin tenía sus características propias, sus más y sus menos. El principal «más» era la lectura de cartas, su envío o su retención. Los «menos» eran que no dependían de él los traslados, suprimir la paga por el trabajo, establecer los plazos de las entrevistas con los parientes y otras diversas triquiñuelas del servicio. Envidiando en muchos aspectos la organización rival del comandante Shikin, que incluso se enteraba primero de las novedades habidas en el interior de la cárcel, el comandante Mishin acentuaba su acción vigilando a través de una cortina transparente lo que pasaba en el patio de paseo. (Debido a la desafortunada situación de su ventana en el segundo piso, Shikin se veía privado de esta posibilidad). Observar a los presos en su vida habitual proporcionaba también a Mishin algún que otro material. Desde su emboscada, complementaba las noticias que recibía de los informadores, veía quién paseaba con quién, si hablaban animadamente o con indiferencia. Luego, al entregar o recibir una carta, gustaba de espetar inesperadamente:

—Por cierto, ¿de qué hablaba ayer con Petrov durante el descanso de la comida?

Y a veces recibía de este modo informes nada desdeñables del desconcertado preso.

Hoy, durante el descanso de la comida, Mishin ordenó al preso de turno que esperara unos minutos y espió también lo que pasaba en el patio. (Pero no vio la caza de chivatos, que tenía lugar en el otro extremo del edificio).

A las tres, cuando el descanso para comer ya había terminado, y el brigada «Escarabajo» había dispersado a los que no habían tenido tiempo de ser recibidos, ordenó que hicieran entrar a Dyrsin.

Iván Feofánovich Dyrsin había sido agraciado por la naturaleza con un rostro hundido de pómulos angulosos, un habla ininteligible, e incluso el apellido parecía puesto por burla. En otro tiempo había ingresado en el instituto procedente del taller y de la Facultad Obrera Nocturna, donde estudió modesta pero aplicadamente. Tenía aptitudes pero no sabía hacerlas brillar, y toda la vida le habían puesto trabas y humillado. Actualmente, en el Número 7, el único que no lo explotaba era el que no quería hacerlo. Precisamente por eso, ahora que habían terminado sus diez años de condena, algo disminuida por las reducciones, se sentía especialmente intimidado ante los jefes. Lo que más temía era recibir una segunda condena, y de esas había no pocas en los años de guerra.

La primera condena se la habían impuesto también de un modo absurdo. Al principio de la guerra lo habían encerrado por «propaganda antisoviética» atendiendo la denuncia de unos vecinos que codiciaban su vivienda (y que más tarde recibieron). Se puso en claro, ciertamente, que no había hecho tal propaganda, pero pudo haberla hecho porque escuchaba la radio alemana. Realmente, no escuchaba la radio alemana, pero pudo haberla escuchado, pues tenía en casa un aparato prohibido. En realidad no contaba con tal aparato, pero podía contar con él, ya que su especialidad era la de ingeniero en radiotecnia, y al ser denunciado le encontraron dos válvulas de radio en una cajita.

Dyrsin tuvo que soportar largamente los campos de concentración de los años de guerra, tanto aquellos en los que los hombres comían grano crudo robado a los caballos, como aquellos otros en los que mezclaban la harina con nieve bajo un letrero de «Campo de concentración» clavado en el primer pino de la taiga que venía a mano. En los ocho años que Dyrsin pasó en el país del Gulag, murieron sus dos hijos, y su esposa se convirtió en una anciana huesuda. Por esta época recordaron que era ingeniero, lo trajeron aquí y empezaron a darle mantequilla y cien rublos al mes, que él enviaba a su esposa.

Y ahora, inexplicablemente, no había cartas de su esposa. Podía haber muerto.

El comandante Mishin estaba sentado con las manos cruzadas sobre la mesa. Esta aparecía libre de papeles, el tintero cerrado, la pluma seca, y no había ninguna expresión (nunca la había) en la gruesa cara entre roja y liliácea del comandante. Su frente estaba tan congestionada que ni las arrugas de la vejez ni las de la reflexión podían marcarse sobre su piel. También estaban congestionadas sus mejillas. La cara de Mishin era como un ídolo de arcilla cocida con la añadidura de unos colores rosados y violáceos. Sus ojos eran profesionalmente inexpresivos, privados de vida, vacíos de aquella vaciedad burlona especial que se conserva en esa clase de gente al jubilarse.

¡Nunca había sucedido nada semejante! Mishin lo invitó a sentarse (Dyrsin empezó a pasar revista de los males que podían caerle encima, y a pensar de qué trataría el acta). El comandante guardó silencio unos instantes (era la normativa) y finalmente dijo:

—Usted siempre está quejándose. Siempre viene a quejarse. De que lleva dos meses sin recibir cartas.

—¡Más de tres, ciudadano jefe! —le recordó tímidamente Dyrsin.

—Está bien, tres, ¿qué diferencia hay? Pero ¿ha pensado usted en qué clase de persona es su esposa? —Mishin hablaba sin prisa, pronunciando claramente las palabras y haciendo unas pausas correctas entre las frases—. Qué clase de persona es su esposa. ¿Eh?

—Yo… no comprendo… —balbuceó Dyrsin.

—¿Y qué hay que comprender? ¿Cuál es el perfil político de su esposa?

Dyrsin palideció. Resultaba que no estaba preparado para todo ni lo había sufrido aún todo. Algo habría escrito la mujer en la carta, y ahora, a ella, en vísperas de la liberación del marido, la iban a…

Rezó secretamente en su interior. (Había aprendido a rezar en el campo de concentración).

—Es una quejica, y no necesitamos quejicas —aclaró con firmeza el comandante—. Y tiene una ceguera verdaderamente rara: no advierte nada bueno en nuestra vida, sólo manifiesta lo malo.

—¡Por Dios! ¿Qué le ha sucedido? —exclamó suplicante Dyrsin con la cabeza bamboleante.

—¿A ella? —dijo Mishin haciendo las pausas más grandes—. ¿A ella? Nada. —Dyrsin suspiró—. De momento.

Sin apresurarse en absoluto, sacó la carta del cajón y la entregó a Dyrsin.

—¡Muchas gracias! —dijo Dyrsin jadeando—. ¿Puedo retirarme?

—No, léala aquí. Una carta como esta no puedo dársela para que se la lleve al dormitorio. ¿Qué pensarían los presos sobre su próxima liberación si leyeran esta carta? Léala.

Y se quedó inmóvil como un ídolo violáceo dispuesto a sufrir todas las incomodidades del servicio.

Dyrsin sacó la hoja del sobre. Él no lo advirtió, pero aquella carta habría impresionado desagradablemente a un ojo ajeno como síntesis de la imagen de la mujer que la había escrito: el papel era nudoso, casi de embalaje, y no había línea que llegara uniformemente de extremo a extremo de la hoja, todas se torcían, y en la parte derecha caían todas para abajo faltas de voluntad. La carta estaba fechada a 18 de septiembre:

«¡Querido Vania! Me pongo a escribirte y lo que quisiera es dormir, no puedo más. Apenas llego del trabajo ya voy al huerto donde cultivo patatas con Maniushka. Ha salido muy pequeña. Nunca he ido de vacaciones, no tenía qué ponerme, voy harapienta. Quería ahorrar dinero para venir a verte, pero no he conseguido nada. Nika fue a visitarte y le dijeron que no había nadie de tus señas, y su padre y su madre la riñeron: “¿Por qué has ido?”, dijeron, “ahora se han fijado en ti y te van a vigilar”. Por lo demás, nuestras relaciones con ellos son tensas, y con L. V. ni siquiera se hablan.

»Vivimos mal. La abuela, ya sabes, lleva tres años en cama sin levantarse, está reseca toda ella, morir no se muere pero sanar tampoco, es un tormento para todos. La abuela despide un hedor horrible, y continuamente hay disputas. Con L. V. no me hablo, Maniushka se ha separado definitivamente de su marido, tiene mala salud, sus hijos no la obedecen, y al llegar del trabajo todo son maldiciones. ¿Adónde ir? ¿Cuándo terminará todo esto?

»Bueno, un beso muy fuerte. Salud».

Y ni siquiera había firma, o la palabra «tuya».

El comandante Mishin esperó pacientemente a que Dyrsin hubiera leído y releído la carta, y luego dijo meneando sus blancas cejas y sus labios violáceos:

—No quise entregarle esta carta cuando llegó. Comprendí que era el estado de ánimo de un momento determinado y usted necesitaba trabajar con brío. Esperé a que enviara una carta mejor. Y he aquí la que envió el mes pasado.

Dyrsin se inclinó en silencio hacia el comandante, pero su cara poco agraciada ni siquiera tenía una expresión de reproche, sólo de dolor. Tomó el sobre con dedos temblorosos, lo abrió y sacó una carta que contenía las mismas líneas arqueadas y errantes, pero esta vez en una hoja de cuaderno.

«30 de octubre

»¡Querido Vania! Te enfadas porque te escribo poco, pero vuelvo tarde del trabajo y casi cada día voy al bosque a por leña, y por la noche estoy tan cansada que me caigo de pie, duermo mal por las noches, la abuela no me deja dormir. Me levanto temprano, a las cinco de la mañana, y a las ocho debo estar en el trabajo. ¡Gracias a Dios el otoño es templado, pero el invierno está al caer! En el almacén no se puede conseguir carbón, es sólo para los jefes o lo venden de estraperlo. No hace mucho se me cayó el hatillo de la espalda y lo arrastré por el suelo sin fuerzas para levantarlo. Y pensé: “¡Soy la vieja del cuento con su carga de leña!”. Y me ha salido una hernia en la ingle por levantar cosas pesadas. Nika ha venido de vacaciones, está muy maja, pero ni siquiera ha pasado por casa. No puedo recordarte sin dolor. Nada puedo esperar de nadie. Mientras tenga fuerzas trabajaré, sólo temo acabar en cama como la abuela. La abuela tiene las piernas completamente paralizadas, está hinchada, no puede ni levantarse ni acostarse por sí sola. Y en el hospital no admiten a enfermos tan graves, no es provechoso para ellos. L. V. y yo debemos levantarla cada día, ella se lo hace todo encima y en casa el hedor es horrible, esto no es vida, son trabajos forzados. Naturalmente, ella no tiene la culpa, pero me faltan fuerzas para aguantarlo más. Pese a tus consejos de que no nos peleemos, nos peleamos cada día, a L. V. sólo se le oye decir canalla y carroña. Y Maniushka les chilla a sus hijos. ¿También los nuestros habrían sido así? Sabes, a menudo me satisface que ya no existan. Valerik ha ingresado este año en la escuela, necesita muchas cosas y no hay dinero. Cierto que, a través del tribunal, Pável le paga los alimentos a Maniushka. Bueno, de momento no hay más que escribir. Salud. Un beso.

»Si por lo menos pudiera dormir los días festivos, pero te arrastran a la manifestación…».

Dyrsin se quedó inmóvil ante esta carta. Se aplicó la palma de la mano a la cara como si quisiera lavarse y no se lavara.

—¿Y bien? ¿La ha leído o qué? No parece que la lea. Usted es un hombre adulto. Culto. Ha estado en la cárcel y comprende lo que representa esta carta. Por cartas así le condenaban a uno durante la guerra. Las manifestaciones son una alegría para todos, ¿y a ella «la arrastran»? ¡El carbón! El carbón no es para los jefes, sino para todos los ciudadanos, pero por turno, naturalmente. Por lo demás, tampoco sabía si entregarle o no esta carta, pero llegó una tercera por el mismo estilo. Lo he pensado mucho, muchísimo, y hay que terminar con este asunto. Debe acabarlo usted mismo. Escríbale algo, ¿sabe usted?, en tono optimista, animado, ayude a esa mujer. Explíquele que no hay que quejarse, que todo se arreglará. Ya ve, se harán ricos, van a heredar. Lea.

Las cartas seguían un sistema, el cronológico. La tercera era del 8 de diciembre.

«¡Querido Vania! Debo comunicarte una triste noticia: la abuela falleció el 26 de noviembre de 1949, a las doce y cinco minutos del mediodía. Al morir, no teníamos en casa ni un cópek, menos mal que Misha nos dio 200 rublos y todo salió barato, aunque, naturalmente, el entierro fue pobre: ni pope, ni música, se llevaron el féretro en un carro hasta el cementerio y allí lo echaron a la fosa. Ahora hay un poco más de calma en casa, pero también cierto vacío. Yo me encuentro enferma, por la noche tengo terribles sudores, e incluso mojo la sábana y la almohada. Una gitana me ha vaticinado que moriré este invierno, y estoy muy contenta de librarme de semejante vida. L. V. seguramente está tuberculosa, tose e incluso escupe sangre, y cuando llega del trabajo, venga palabrotas, iracunda como una bruja. Ella y Maniushka me sacan de quicio. Soy muy desgraciada: ahora se me han estropeado cuatro dientes y se me han caído dos, habría que reponerlos, pero tampoco tengo dinero, y además hay que esperar turno.

»Tu salario de tres meses, 300 rublos, llegó muy oportunamente, pues nos helábamos. Había llegado mi turno en el almacén (tenía el número 4576), pero ya no daban sino polvo de carbón, ¿para qué tomarlo? A tus 300 rublos Maniushka añadió sus 200, pagamos al chófer de nuestro bolsillo y nos trajo carbón del gordo. Pero las patatas no nos llegarán hasta la primavera: en los dos huertos, figúrate, no hemos arrancado nada, no ha llovido, no hay cosecha.

»Con los niños, los escándalos son continuos. A Valeri le ponen doses y unos, y después de la escuela vagabundea no se sabe por dónde. El director llamó a Maniushka, le dijo qué clase de madre era que no podía con sus hijos. Zhenka tiene seis años, y los dos se insultan con palabrotas. Resumiendo, son gentuza. Continuamente doy dinero para ellos, y Valeri no hace mucho me insultó llamándome perra, qué cosas hay que oír de un chiquillo malcriado, ¿qué pasará cuando sea mayor? El mes de mayo tendremos que entrar en posesión de la herencia, dicen que costará 2000 rublos. ¿De dónde los sacaremos? Yelena y Misha tienen intención de acudir a los tribunales, quieren quitarle una habitación a L. V. Por más veces que se lo dijimos en vida, la abuela no quiso distribuir nada ni decir qué cosa era para cada uno. Misha y Yelena también están enfermos.

»Te escribí en otoño, creo incluso que dos veces, ¿será que no recibes las cartas? ¿Por dónde se pierden?

»Te envío un sello de 40 cópeks. Bueno, ¿qué se dice por ahí? ¿Te ponen en libertad o no?

»En la tienda venden una batería de cocina muy bonita, de aluminio, cacerolas, escudillas.

»Un fuerte beso. Salud».

Una manchita de humedad se extendió por el papel absorbiendo la tinta en su interior.

De nuevo era imposible saber si Dyrsin continuaba leyendo o ya había acabado.

—Bien —preguntó Mishin—. ¿Está claro?

Dyrsin no se movió.

—Mándele una respuesta. Una respuesta animosa. Le permito que supere las cuatro páginas. En cierta ocasión escribió usted que ella creía en Dios. Pero será mejor que eso de Dios, verá… Porque, ¿eso qué es? ¿Adónde conduce? Tranquilícela diciendo que pronto volverá. Que cobrará un salario muy grande.

—¿Me dejarán volver a casa? ¿O me deportarán?

—Será lo que la superioridad juzgue necesario. Pero apoyar a su esposa es obligación de usted. Pese a todo es la compañera de su vida —el comandante hizo una pausa—. ¿O tal vez ahora siente deseos de una jovencita? —supuso compasivo.

No habría estado tan tranquilo de haber sabido que en el pasillo, martirizado por la impaciencia, pateaba inquieto Siromaja, su informador predilecto.