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Bobynin caminaba solo por el círculo principal del paseo, a grandes pasos, sin advertir o sin conceder importancia al barullo de los chivatos, cuando el pequeño Guerásimovich se acercó a él cortándole el camino, desviando y adaptando su curso como una lancha rápida a un buque de gran porte.

—¡Alexandr Evdoquímych!

Acercarse de esta manera e importunar durante el paseo no se consideraba muy cortés en los medios de la sharashka.

Además, se conocían poco, casi nada.

Pero Bobynin se paró:

—Le escucho.

—Quisiera hacerle una pregunta de investigación científica.

—Adelante.

Y caminaron juntos, a media máquina.

Sin embargo, Guerásimovich se mantuvo callado durante la mitad de una vuelta. Y sólo entonces formuló la pregunta:

—¿No le da vergüenza?

La sorpresa hizo girar la cabeza de hierro de Bobynin hasta mirar a su acompañante (estaban caminando). Luego miró hacia adelante, hacia el camino que seguían, hacia los tilos, el cobertizo, la gente, el edificio principal.

Estuvo reflexionando durante sus buenos tres cuartos de círculo, y respondió:

—¡Y mucha!

Un cuarto de círculo.

—Entonces, ¿por qué?

Medio círculo.

—Diablos, de todos modos uno quiere vivir…

Un cuarto de círculo.

—… Estoy confuso.

Otro cuarto.

—… Hay momentos de toda clase… Ayer le dije al ministro que a mí no me queda nada. Pero mentí: ¿y la salud? ¿Y la esperanza? Soy realmente el primer candidato a… salir en libertad sin ser demasiado viejo, y encontrar a aquella mujer que… Y unos hijos… Y después, esta maldición es interesante, es ahora muy interesante… Naturalmente, yo me desprecio por este sentimiento… Hay momentos… El ministro quería arrojarse sobre mí y lo rechacé. Pero es algo que por sí mismo te atrae… Es una vergüenza, naturalmente…

Guardaron silencio.

—No diga entonces que el sistema es malo. La culpa es nuestra.

Una vuelta entera.

—¡Alexandr Evdoquímych! ¿Y si a cambio de una pronta liberación le propusieran construir la bomba atómica?

—¿Y usted? —le lanzó Bobynin una rápida mirada llena de interés.

—Nunca.

—¿Está seguro?

—Nunca.

Otra vuelta. Pero en cierto modo diferente.

—Pues a veces uno piensa: ¿qué clase de gente será esa que les hace a ellos una bomba atómica? Y luego te fijas en nosotros y dices: una gente como nosotros, seguramente… Y quizás, además, asisten a la instrucción política…

—¡Qué va!

—¿Y por qué no? Eso les ayudaría mucho a tener seguridad.

Un octavo de vuelta.

—Pues yo pienso de la siguiente manera —desarrolló su pensamiento el pequeño—. El científico debe saberlo todo en política, los datos del espionaje, las intenciones secretas, e incluso estar seguro de tomar en sus manos las riendas de la política. Pero eso es imposible… O bien no opinar sobre ella en general, como si se tratara de un fango, de una caja negra. O reflexionar desde un punto de vista puramente ético: ¿puedo poner estas fuerzas de la naturaleza en manos de unas personas tan indignas e incluso insignificantes? Pero dan un paso ingenuo por el pantano: «América nos amenaza…». Esto es un lapsus pueril y no el razonamiento de un científico.

—Sin embargo —replicó el gigante—, ¿cómo deben de razonar al otro lado del océano? ¿Quiénes estarán a favor del presidente norteamericano?

—No lo sé, quizás ocurra lo mismo. Puede que nadie… Los científicos estamos privados de la posibilidad de reunimos en un foro internacional y ponernos de acuerdo. Pero la superioridad de nuestro intelecto sobre todos los políticos del mundo nos ofrece la posibilidad, incluso en la soledad de la cárcel, de encontrar la decisión correcta, totalmente general, y de actuar a tenor de la misma.

Una vuelta.

—Sí…

Una vuelta.

—Sí, es posible…

Un cuarto de vuelta.

—Continuemos este coloquio mañana, a la hora de comer. ¿Usted es… Illarión…?

—Pávlovich.

Un círculo sin cerrar. Una herradura.

—Y especialmente si se aplica a Rusia. Hoy me han hablado del cuadro La Rusia que se va. ¿No ha oído nada de él?

—No.

—Bueno, todavía no está pintado. Y puede que no sea así en absoluto. Tenemos el título, la idea. En Rusia había conservadores, reformadores, hombres de Estado, que ya no están. En Rusia había sacerdotes, predicadores, teólogos caseros aficionados, herejes, sectarios, que ya no están. En Rusia había escritores, filósofos, historiadores, sociólogos, economistas, que ya no están. Finalmente, había revolucionarios, conspiradores, terroristas, alborotadores, que tampoco están. Había artesanos con una cinta de cuero en el pelo, labradores con barba hasta la cintura, campesinos en su troika, bravos cosacos, vagabundos libres, ¡y no hay ninguno, ninguno de ellos! Una garra negra y velluda los barrió a todos en la primera década. Pero un manantial se ha filtrado por encima de la peste: nosotros, la élite técnica. Pese a todo, a los ingenieros y a los científicos nos han arrestado y fusilado menos que a los demás. Porque cualquier vividor puede montarles su ideología, mientras que la física sólo obedece a la voz de su amo. Nosotros nos ocupamos de la naturaleza y nuestros hermanos de la sociedad. Y he aquí que nosotros permanecemos mientras que nuestros hermanos ya no están. ¿Quién, sino nosotros, puede heredar el relevo inacabado de la élite humanista? Si nosotros no intervenimos, ¿quién lo hará? ¿No estaremos, acaso, a la altura? Sin tenerlo en nuestras manos, hemos pesado el Sirius-B y medido los saltos de los electrones, ¿y vamos ahora a extraviamos en la sociedad? ¿Pero qué estamos haciendo? ¡En estas sharashkas les proporcionamos motores a reacción! ¡Cohetes V! ¡Telefonía secreta! Y quizá la bomba atómica. Todo con tal de pasarlo bien. Y de que sea «interesante». ¿Qué élite somos nosotros si se nos puede comprar tan fácilmente?

—Esto es muy serio —suspiró Bobynin como el fuelle de un herrero—. Continuaremos mañana, ¿de acuerdo?

Sonaba ya el timbre llamando al trabajo.

Guerásimovich vio a Nerzhin y concertó con él que se encontrarían después de las nueve de la noche en la escalera trasera, en el taller del pintor.

Le había prometido, por cierto, hablarle de una sociedad sabiamente organizada.