Antes del descanso de mediodía, el vigilante de servicio, Zhvakun, colgó en el pasillo de la cárcel una lista de las personas a las que el comandante Mishin convocaba durante el descanso. Se consideraba oficialmente que tal lista era para los reclusos que debían recibir una carta o la notificación de una transferencia de fondos a su cuenta personal.
En esta cárcel, el procedimiento de entrega de una carta estaba rodeado de misterio. No se podía encargar a cualquier cartero-vagabundo, como abyectamente sucede en libertad. Tras una puerta compacta, cara a cara, el padre espiritual, el oper, después de leer la carta y de convencerse de que no contenía pensamientos turbios o pecaminosos, la entregaba al preso acompañada de un sano aleccionamiento. La carta se entregaba abierta sin cumplidos: se había matado la última intimidad de un pensamiento que volaba de un ser querido a otro. La carta, después de pasar por varias manos, de ser despedazada en frases que pasaban al expediente y de haber recibido en su interior el grasiento sello de la censura, perdía el insignificante sentido personal y adquiría la alta importancia de un documento de Estado. (En algunas sharashkas comprendían tan bien el tema que no entregaban la carta al preso, le permitían solamente leerla en el despacho del oper, pero raramente dos veces, y recogían al pie de la carta la firma del preso como acuse de haberla leído; si, al leer la carta de la esposa o de la madre, el preso intentaba sacar unas notas para el recuerdo, esto provocaba sospechas como si hubiera cometido el crimen de copiar documentos del Estado Mayor General. El preso firmaba también las fotografías que le enviaban de su casa certificando que las había visto, pero eran grapadas a su expediente penitenciario).
Así pues, la lista estaba colgada y se formaba una cola para recibir las cartas. También hacían cola los que no esperaban carta, pero deseaban enviar la suya de diciembre, pues también estas debían entregarse personalmente, de propia mano, al oper. Aparentando una de estas operaciones, el comandante Mishin tenía la posibilidad de conversar sin problemas con los chivatos y llamarlos fuera de los horarios establecidos. Para que no se advirtiera con quiénes conversaba más largamente, el oper de la cárcel retenía a veces en su despacho a presos honrados, desconcertando de este modo a los demás.
Por ello, en la cola, unos sospechaban de otros, aunque a veces también sabían exactamente quién registraba su vida, y le sonreían servilmente para no irritarlo.
Aunque el sistema penitenciario soviético no se basaba directamente en la experiencia de Catón el Viejo, seguía fielmente su consejo: no permitir que los esclavos vivieran demasiado amistosamente entre ellos.
Al sonar el timbre de la comida, los presos salieron corriendo del sótano, entraron en el patio sin ropas de abrigo ni gorras, bajo el viento húmedo, poco frío, y entraron por la puerta de la Dirección de la cárcel. Debido a la declaración de la mañana, que establecía una nueva normativa para la correspondencia, la cola formada era especialmente grande, unos cuarenta hombres que no cabían en el pasillo. El ayudante del oficial de servicio, el brigada «Escarabajo», tomó celosamente las disposiciones pertinentes con toda la fuerza de su floreciente salud. Contó veinticinco hombres y mandó a los restantes que fueran a pasear y que volvieran durante el descanso de la cena. A los que habían sido admitidos en el pasillo los colocó a lo largo de la pared, lo más lejos posible de los despachos de los jefes, y se dedicó a pasear por el corredor manteniendo el orden. El recluso de turno atravesaba varias puertas, llamaba al despacho del comandante Mishin, y una vez recibido el permiso, entraba. Cuando volvía, se mandaba a otro. El brigada «Escarabajo» dirigió el movimiento durante todo el descanso del mediodía.
Por más que Spiridón insistió en recibir la carta por la mañana, Mishin le dijo con firmeza que se la daría durante el descanso, como a todos los demás. Sin embargo, media hora antes de la comida, el comandante Shikin llamó a Spiridón a su despacho para interrogarlo. De haber dado Spiridón los informes que le pedían y haberlo confesado todo, habría conseguido obtener la carta. Pero se empeñó, se obstinó, y el comandante Shikin no podía dejarlo marchar en este estado impenitente. Por ello, sacrificando su hora de descanso (de todos modos, no acudía al comedor de los externos durante el descanso para evitar las apreturas), Shikin continuó interrogando a Spiridón.
El primero de la cola era Dyrsin, un depauperado ingeniero del Número 7, uno de sus colaboradores fundamentales. Hacía más de tres meses que no recibía carta. En vano preguntaba a Mishin. Las respuestas eran: «No», «No escriben». En vano rogó a Mamurin que hicieran averiguaciones. No las hicieron. Y he aquí que hoy había visto su apellido en la lista, y superando el dolor que sentía en el pecho había conseguido llegar el primero. De toda su familia sólo quedaba la esposa, agotada como él en una espera de diez años.
El brigada indicó con un gesto a Dyrsin que entrara, y el primero de la cola fue ahora el travieso y radiante Ruska Doronin, con su ondulado y tembloroso tupé de pelo claro. Al ver a su lado al letón Judo, de su confianza, sacudió los cabellos y murmuró con un guiño:
—Voy a cobrar. Lo ganado.
—¡Pase! —ordenó el brigada.
Doronin arrancó hacia adelante al encuentro del abatido Dyrsin, que regresaba.
—¿Qué tal? —preguntó a Dyrsin, ya en el patio, su compañero de trabajo Amantai Bulatov.
La cara de Dyrsin, siempre sin afeitar, siempre abatida, se alargó.
—No lo sé. Dice que hay carta, pero que pase después del descanso, que hablaremos.
—¡Son unas putas! —concluyó Bulatov muy seguro, y hubo una llamarada tras sus gafas de concha—. Te lo dije hace tiempo: se guardan las cartas. ¡Niégate a trabajar!
—Me echarían una segunda condena —suspiró Dyrsin. Siempre andaba encorvado, con la cabeza entre los hombros, como si le hubieran dado un buen golpe por detrás con algo grande.
Suspiró también Bulatov. Era tan combativo porque le quedaba mucho tiempo, muchísimo, de estar en prisión. La decisión de un preso decae cada vez más cuanto menor es el tiempo que falta para su liberación. Y Dyrsin contaba por meses su último año.
El cielo era uniformemente gris, sin tintes negros y sin claros. No tenía ni altura ni forma de cúpula, era un sucio techo de lona echado sobre la Tierra. Bajo el brusco viento húmedo, la nieve se aplanaba y se llenaba de poros, su blancura matinal tomaba matices pardos a disgusto. Bajo los pies de los paseantes se formaban resbaladizas ondulaciones parduzcas.
El paseo seguía como de costumbre. Era imposible imaginar un tiempo lo bastante malo para que los presos de la sharashka, que se marchitaban sin aire, renunciaran al paseo. Cansados de permanecer en las salas, llegaban a encontrar agradables aquellas bruscas ráfagas de viento húmedo: limpiaban a la persona del aire viciado, de los pensamientos viciados.
Entre los paseantes se agitaba el grabador. Tomaba del brazo ora a un recluso ora a otro, completaba con él una o dos vueltas y le pedía consejo. Su situación era especialmente horrible, así lo consideraba él: estando en prisión no podía casarse con su primera esposa, que ahora era considerada ilegítima; no tenía derecho a escribirle más; ni siquiera podía escribirle que ya no habría más cartas, pues había agotado el cupo para diciembre. Se le compadecía. En realidad, su situación era absurda. Pero el dolor de cada uno es más fuerte que el de los demás.
Aficionado a las sensaciones extremas, Kondrashov-Ivánov, alto y recto como un palo clavado en el suelo, caminaba lentamente mirando por encima de las cabezas de los paseantes. Con lúgubre embriaguez manifestaba al profesor Chelnov que la dignidad humana había sido tan violada que seguir viviendo significaba rebajarse. Toda persona valerosa tenía un remedio fácil para salir de esta cadena de humillaciones.
El profesor Chelnov, con su invariable gorro de punto y con la capa envolviéndole los hombros, recitaba gravemente al pintor la Consolación de Boecio.
En la puerta de Dirección se había formado un grupo de cazadores voluntarios de chivatos: Bulatov, cuya voz se extendía por todo el patio; Jorobrov; Zemeliá, plácido obrero de la bomba de vacío; Dvoyetiosov, jefe de las bombas de vacío, que llevaba por principio el chubasquero del campo de concentración; el inquieto Prianchikov, que se metía en todas partes; el líder de los alemanes, Max; y uno de los letones.
—¡El país debe conocer a sus chivatos! —repitió Bulatov, apoyando la intención de no dispersarse.
—Básicamente ya los conocemos —respondió Jorobrov, que estaba en el umbral y seguía con la mirada la fila de los que hacían cola. Habría podido decir de algunos, con mucha probabilidad, que estaban allí para cobrar el dinero de Judas. Pero se sospechaba, como es natural, de los menos hábiles.
Ruska volvió al grupo muy alegre, conteniéndose casi para no agitar sobre su cabeza la transferencia monetaria. Todos arquearon la cabeza y miraron rápidamente la transferencia: venía de la mítica Klavdia Kudriavtseva, para Rostislav Doronin, por valor de 147 rublos.
Al volver de comer, el grupo se había colocado al final de la cola y era observado con mirada turbia por el premier, por el rey de los chivatos, Artur Siromaja. Este examinaba el grupo siguiendo su costumbre de observarlo todo, pero aún no le había concedido importancia.
Ruska recogió su transferencia y se apartó del grupo por haberlo así convenido.
El tercero en visitar al oper fue un ingeniero cuarentón, especializado en energía, que la víspera por la tarde había propuesto, en el arca cerrada, igualar a los ministros con los basureros, y después, como un niño, había organizado una contienda de almohadas en las literas superiores.
Con paso rápido y ligero pasó el cuarto, Víktor Liubimichev, un joven «de los nuestros». Al sonreír dejaba al descubierto sus fuertes y uniformes dientes, y llamaba de un modo encantador «hermanos» a todos los presos, fueran jóvenes o viejos. Este trato cordial dejaba trasparentar su alma pura.
El ingeniero salió al umbral con una carta abierta. Absorto en ella, le costaba tentar con el pie el borde de los peldaños. Y así, sin ver nada, se fue con ella a otra parte, y ninguno del grupo de los «cazadores» lo molestó. Sin abrigo ni gorra, bajo el viento que agitaba sus cabellos —jóvenes aún a pesar de cuanto había sufrido—, leía la primera carta, después de ocho años, de su hija Ariadna, de la niña rubia de seis años que se agarraba a su cuello cuando la dejó al partir para el frente en 1941 (y de allí al cautiverio y del cautiverio a la cárcel). Y cuando en el barracón de los prisioneros de guerra hacía crujir bajo sus pies una capa de piojos tíficos, y cuando hacía cuatro horas de cola por un cucharón de un bodrio turbio y apestoso, aquel ovillo rubio querido tiraba de él con el hilo de Ariadna, instándole a sobrevivir de alguna manera y a volver. Pero al regresar a la patria fue a parar directamente a la cárcel sin ver siquiera a su hija: ella y su madre se habían quedado en Cheliabinsk, donde fueron evacuadas. Y durante largo tiempo, la madre de Ariadna, que por lo visto se había juntado con alguien, no quiso descubrir a la hija la existencia de su padre.
Con una caligrafía de colegial, inclinada y cuidada, sin borrones, la hija le escribía ahora:
«¡Saludos, querido papá!
»No te respondía porque no sabía cómo empezar ni qué escribir. Es disculpable porque hace mucho tiempo que no te he visto y me había acostumbrado a pensar que mi padre había muerto. Me resulta incluso extraño que ahora, de repente, tenga un padre.
»Me preguntabas cómo vivía. Vivo como todos. Puedes felicitarme, he ingresado en el komsomol Me pides que te escriba qué necesito. Deseo, naturalmente, muchas cosas. Estoy ahorrando dinero para unas botas y para la confección de un abrigo de entretiempo. Me pides que venga a una entrevista contigo. ¿Es tan urgente? Eso de ir no se sabe dónde, tan lejos, y buscarte, reconoce que no es muy agradable. Cuando puedas, ya vendrás tú. Te deseo éxito en tu trabajo. De momento, hasta la vista.
»Te besa,
»Ariadna
»¿Has visto la película Los primeros guantes? ¡Es estupenda! No me pierdo ni una película».
—¿Vamos a comprobar a Liubimichev? —preguntó Jorobrov, a la espera de la salida de este.
—¿Pero qué dices, Teréntich? ¡Liubimichev es nuestro hombre! —le respondieron.
Con su profundo instinto, sin embargo, Jorobrov advertía algo en aquel hombre. Y ahora, precisamente, se demoraba en el despacho del oper.
Víktor Liubimichev tenía unos ojos grandes y sinceros. La naturaleza lo había agraciado con un cuerpo flexible de deportista, de soldado o de amante. La vida lo arrancó de las pistas de carreras del estadio juvenil para llevarlo a un campo de concentración en Baviera. En este estrecho espacio de muerte, donde el enemigo encerró a los soldados rusos y donde el régimen soviético no admitió a la Cruz Roja Internacional, en este pequeño y compacto espacio de horror, sólo sobrevivieron los que más renunciaron a las limitaciones que imponen los conceptos clasistas del bien y de la conciencia; los que, convertidos en intérpretes, pudieron vender a los suyos; los que, convertidos en vigilantes del campo, podían pegar a la cara de un compatriota con un palo; los que, convertidos en repartidores de pan o en cocineros, podían comerse el pan de los que pasaban hambre. Y había aún otras dos posibilidades de sobrevivir: como enterrador o como vaciador de letrinas. Por cavar fosas y limpiar los retretes, los nazis añadían un cucharón más de rancho. Sin embargo, dos hombres bastaban para limpiar los retretes. A las tumbas se dedicaban cada día medio centenar. No había día sin que una decena de carretas no transportaran cadáveres al vertedero. En el verano de 1942 les llegó el turno a los propios enterradores. Víktor Liubimichev quería vivir con toda el ansia de un cuerpo que aún no había vivido. Decidió que, si debía morir, moriría el último, e hizo gestiones para ser vigilante. Pero surgió una feliz posibilidad: llegó al campo un gangoso exinstructor soviético a persuadirles de luchar contra los comunistas. Se apuntaron. Entre ellos, algunos del komsomol… Ante las puertas del campo había una cocina de campaña alemana, y a los voluntarios los alimentaron acto seguido con gachas a satisfacción. Después, formando parte de la legión, Liubimichev combatió en Francia: cazaban, en los Vosgos, a los guerrilleros del «movimiento de la resistencia»; más tarde resistió a los aliados en la Muralla del Atlántico. En 1945, en la época de la gran repesca, pareció filtrarse a través de la criba, llegó a casa, se casó con una muchacha de ojos tan claros como los suyos y cuerpo joven tan flexible como el suyo, y la dejó al cabo de un mes al ser arrestado por su pasado. En aquellos tiempos, precisamente, pasaban por las cárceles los rusos que habían participado en aquel «movimiento de la resistencia» que él perseguía por los Vosgos. Y en Butyrki jugaban al dominó, recordaban los combates y los días pasados en Francia y esperaban paquetes de los familiares. Luego, les impusieron a todos la misma condena: diez años. Así, la vida entera había enseñado e inculcado a Liubimichev que nadie, desde el joven de base hasta el miembro del Politburó, tuvo ni podía tener «convicciones» de ninguna clase, y los que les habían juzgado, tampoco podían tenerlas.
Víktor, con sus ojos ingenuos, salió sin sospechar nada. Llevaba en la mano una hojita muy parecida al recibo de transferencias postales de dinero, y no sólo no intentó evitar el grupo de «cazadores», sino que se acercó a ellos por propia iniciativa y les preguntó:
—¡Hermanos! ¿Quién ha comido ya? ¿Qué hay de segundo plato? ¿Vale la pena ir?
Jorobrov señaló con la cabeza la hoja de la transferencia que sostenía la mano caída de Víktor, y preguntó:
—¿Qué, has recibido mucho dinero? ¿Ya no necesitas la comida?
—¡Qué va! —esquivó Liubimichev, y quiso guardar la hoja en el bolsillo. Si no había considerado necesario esconderla antes era porque sabía que todos temían su fuerza y nadie se habría atrevido a pedirle cuentas. Pero mientras charlaba con Jorobrov, Bulatov se inclinó como en broma, se torció a un lado, y leyó:
—¡Caramba! ¡Mil cuatrocientos setenta rublos! ¡Ahora sí que puedes despreciar el rancho de Klimentiadis!
De haber sido cualquier otro preso, Víktor le habría dado una amistosa palmada en la frente y no le habría enseñado la hoja. Pero no le convenía hacer tal cosa con Amantai, no fuera a suponer que su subordinado nadaba en oro. Era una regla general en el campo de concentración. Y Liubimichev se justificó:
—¡Qué van a ser mil, mira!
Y todos lo vieron: 147 rublos y 0 cópeks.
—¡Qué extravagancia! ¡Podían haber enviado ciento cincuenta! —observó Amantai imperturbablemente—. En este caso, ve, de segundo plato hay escalopa.
Pero antes de que Liubimichev tuviera tiempo de ponerse en marcha, antes de que dejara de sonar la voz de Bulatov, Jorobrov sintió una sacudida. Jorobrov perdió sus papeles. Olvidó que era preciso contenerse, sonreír y cazarlo después. Olvidó que lo principal era conocer a los chivatos, pues destruirlos era imposible. Había sufrido mucho por culpa de los chivatos, había visto cómo muchos perecían por su culpa, y odiaba más a esos traidores disimulados que a los verdugos declarados. ¡Aquel hombre, que por la edad habría podido ser hijo de Jorobrov, aquel joven digno de que le hicieran una estatua, resultaba ser uno de esos reptiles voluntarios!
—¡Eres un canalla! —dijo Jorobrov con labios temblorosos—. ¿Buscas una disminución de la condena a costa de nuestra sangre? ¿Qué necesidad tenías?
Luchador siempre dispuesto al combate, Liubimichev se contrajo y separó la mano preparándola para un corto puñetazo de boxeador.
—¡Cuidado, carroña de Viatka!
—¡Qué haces, Teréntich! —se había precipitado ya Bulatov a apartar a Jorobrov.
El enorme y torpe Dvoyetiosov, con su impermeable de presidiario, cogió con la mano izquierda el puño derecho levantado de Liubimichev y clavó los dedos en él.
—¡Niño, niño! —dijo desdeñoso y burlón, con aquella calma casi afectuosa que aparece al tensar todo el cuerpo—. ¿Hablamos de comunista a comunista?
Liubimichev se volvió en redondo hacia Dvoyetiosov y sus sinceros y claros ojos casi se juntaron con los ojos desorbitados y miopes de Dvoyetiosov.
Y Liubimichev no levantó la otra mano para golpear. Por los ojos de lechuza de Dvoyetiosov, y por la mano viril que agarraba la suya, comprendió que no sólo caería uno de los dos, sino que se derrumbaría muerto.
—Niño, niño —repitió machaconamente Dvoyetiosov—. Hay escalo-pa de segundo plato. Ve y cómete la escalopa.
Liubimichev se liberó y se dirigió a la rampa con la cabeza orgullosamente alta. Sus mejillas de raso ardían. Buscaba cómo desquitarse de Jorobrov. No sabía aún que la acusación lo había traspasado de parte a parte. Aunque siempre estaba dispuesto a defender y discutir con cualquiera que él comprendía la vida, resultaba que aún no la comprendía.
¿Cómo habían podido adivinarlo? ¿De dónde habría salido?
Bulatov lo siguió con la mirada y se llevó las manos a la cabeza:
—¡Madre mía de mi vida! ¿En quién podemos confiar ahora?
Toda esta escena se había desarrollado a través de movimientos insignificantes, y en el patio no la habían advertido ni los presos que paseaban ni los dos vigilantes inmóviles apostados en los extremos del patio de paseo. Sólo Siromaja, que estaba en la cola, había visto toda la escena a través de la puerta entornando sus ojos inmóviles de aspecto cansado. ¡Y, acordándose de Ruska, lo comprendió todo!
Se sintió inquieto.
—¡Muchachos! —se dirigió a los que tenía delante—. He dejado un circuito conectado. ¿Me dejaríais pasar? Tengo prisa.
—¡Todos tenemos un circuito conectado!
—¡Todos tenemos un bebé! —le respondieron con risas.
No le dejaron pasar.
—¡Iré a desconectarlo! —anunció preocupado Siromaja, y rodeando el grupo de «cazadores» desapareció en el edificio principal. Sin recuperar el aliento, voló al segundo piso. Pero el despacho del comandante Shikin estaba cerrado por dentro, y el agujero de la cerradura tapado con la llave. Podía tratarse de un interrogatorio. Podía tratarse también de una entrevista con la secretaria larguirucha. Siromaja retrocedió impotente.
¡Sus cuadros de personal iban cayendo minuto a minuto y no había nada que hacer!
Procedía ponerse de nuevo a la cola, pero el instinto de fiera acorralada era más fuerte que el deseo de distinguirse en el servicio: daba miedo pasar otra vez junto al grupo enardecido e iracundo. Podían agarrar a Siromaja sin motivo alguno. Lo conocían demasiado bien en la sharashka.
En aquel momento, el doctor en ciencias químicas Orobintsev, pequeño, con gafas, vistiendo una pelliza y una gorra de calidad —el atuendo que llevaba en libertad, pues no había pasado siquiera por los traslados y aún no habían tenido tiempo de desplumarla— acababa de salir del despacho de Mishin, y había reunido a su alrededor a otros simplones como él, entre ellos el constructor calvo. Les estaba dando una conferencia. Sabido es que el hombre cree principalmente lo que desea creer. Los que deseaban creer que entregar la lista de los parientes no era una delación, sino una sensata medida normalizadora, se habían congregado ahora alrededor de Orobintsev. Este había traído una lista cuidadosamente dividida en capítulos, la había entregado, había hablado con el comandante Mishin y repetía ahora con autoridad las aclaraciones de este: dónde había que escribir a los menores de edad, qué hacer si el padre era ilegítimo. En una sola cosa el comandante Shikin había insultado la buena educación de Orobintsev. Orobintsev lamentó no recordar el lugar exacto del nacimiento de su esposa. Mishin abrió su bocaza y se rio: «Y, entonces, ¿la sacó de un burdel?».
Los confiados conejitos escuchaban a Orobintsev sin unirse al otro grupo que rodeaba a Abramson, al abrigo del viento, junto a los troncos de tres tilos.
Después de una comida abundante, Abramson fumaba perezosamente y contaba a sus oyentes que todas aquellas prohibiciones de correspondencia no eran nuevas, las había habido incluso peores, y que esta prohibición no era para siempre, duraría hasta que sustituyeran a algún ministro o a algún general, y por ello no debían desmoralizarse, era preciso abstenerse en lo posible de entregar la lista, luego ya pasaría todo. Los ojos de Abramson tenían, de nacimiento, un corte largo y estrecho, y cuando se quitaba las gafas aumentaba la impresión de que contemplaba aburrido el mundo de los presos: todo se repetía, nada nuevo podía impresionar al Archipiélago Gulag. Abramson había estado tanto tiempo en la cárcel que incluso había perdido la costumbre de tener sentimientos, y lo que para otros era una tragedia, él lo acogía como una de las pequeñas novedades cotidianas.
Entretanto, los «cazadores», que habían aumentado en número, descubrieron a otro chivato: en medio de bromas, extrajeron del bolsillo de Isaak Kagan un impreso postal de 147 rublos. Antes de que le sacaran la transferencia, al ser preguntado sobre lo que había recibido del oper, respondió que no había recibido nada y que le sorprendía que lo hubieran llamado. Cuando le arrancaron por la fuerza la transferencia y empezaron a avergonzarlo, Kagan no sólo no se ruborizó, no sólo no se apresuró a escapar, sino que se agarró por turno a la ropa de sus acusadores jurando machacona e importunamente que aquello era un puro malentendido, que les mostraría la carta de su esposa en la que decía que le habían faltado tres rublos en Correos y que por eso se vio obligada a enviar 147. Incluso les instaba a ir con él inmediatamente al laboratorio de acumuladores donde les sacaría la carta y la enseñaría. Además, sacudiendo su greñuda cabeza, sin observar que la bufanda se deslizaba por su cuello bamboleándose hasta casi tocar el suelo, explicaba de manera muy creíble por qué les había ocultado al principio que había recibido la transferencia. Kagan tenía la especial cualidad innata de la tenacidad. Cuando se empezaba a hablar con él no había manera de quitárselo de encima como no fuera reconociendo plenamente que tenía razón y dejando que dijera la última palabra. Su vecino de litera, Jorobrov, conociendo la historia de su encarcelamiento (por no haber querido delatar a otros), y falto ya de fuerzas para irritarse contra él, se limitó a decir:
—¡Ay Isaak, Isaak, qué canalla eres, qué canalla! ¡En libertad no lo hiciste por miles de rublos y aquí te has dejado tentar por unos cientos!
¿Tanto le habrían asustado con la amenaza del campo de concentración?
Pero Isaak, sin turbarse, continuó justificándose, y habría acabado por convencerlos de no haber cazado en aquel momento a otro chivato, esta vez un letón. La atención se desvió de él, y Kagan se marchó.
Llamaron a comer al segundo turno, y el primero salió a pasear. Nerzhin subió por la rampa con el capote puesto. Vio enseguida a Ruska Doronin, que estaba de pie en el límite del patio de paseo. Con mirada brillante de triunfo, Ruska contemplaba la caza que había montado, o quizá vigilaba el sendero que conducía al patio de los externos y el espacio que daba a la carretera, donde pronto debía llegar el autobús de Clara, que acudía a su servicio nocturno.
—¿Y bien? —sonrió a Nerzhin, e indicó con la cabeza el lugar donde se realizaba la caza—. ¿Has oído lo de Liubimichev?
Nerzhin se detuvo cerca de él y lo abrazó ligeramente.
—¡Deberíamos llevarte en hombros, vaya que sí! Pero temo por ti.
—¡Jo! No hago más que tomar impulso, espera, ¡esto son minucias!
Nerzhin meneó la cabeza, se rio y siguió adelante. Encontró al radiante Prianchikov, que se apresuraba a ganar el comedor, cansado de gritar a placer alrededor de los chivatos con su voz aguda.
—¡Ja, ja, muchacho! —lo saludó—. ¡Te has perdido todo el espectáculo! ¿Dónde está Lev?
—Tiene un trabajo urgente. No ha salido a la hora del descanso.
—¿Qué? ¿Más urgente que el Número Siete? ¡Ja, ja! No lo hay.
Salió corriendo.
El corpulento Bobynin, de cabeza rapada, sin gorra hiciera el tiempo que hiciese, y el menudo Guerásimovich, con el manchado gorro encasquetado y el cuello de su corto abriguito levantado, reseguían sus círculos sin mezclarse con nadie, absortos en la conversación. Parecía que Bobynin podría tragarse a Guerásimovich por entero y darle cabida dentro de sí.
Guerásimovich iba acurrucado bajo el viento, con las manos en los bolsillos laterales, tan escuchimizado que parecía un gorrión.
Uno de aquellos gorriones del dicho popular que dice que tienen corazón de gato.