79

El comandante Shikin estaba en el despacho del ingeniero coronel Yákonov.

Estaban sentados conversando de igual a igual, de una manera totalmente amistosa, aunque cada uno de ellos despreciaba y no podía sufrir al otro.

A Yákonov le gustaba decir en las asambleas: «Nosotros, los chekistas…». Para Shikin, sin embargo, Yákonov continuaba siendo el mismo de siempre: un enemigo del pueblo que había estado en el extranjero, que había cumplido condena, que había sido perdonado e incluso aceptado en el seno de la Seguridad del Estado, ¡pero que no era inocente! De manera inevitable, de manera inevitable, sí, debía llegar el día en que los órganos de la Seguridad del Estado desenmascararan a Yákonov y lo arrestaran de nuevo. ¡Con qué gusto le arrancaría entonces Shikin los galones! Al meticuloso comandante de gran cabeza y cortas extremidades le molestaba la pomposa condescendencia del ingeniero coronel, el aplomo señorial con que llevaba la carga del poder. Por esta razón, Shikin siempre procuraba subrayar la importancia de su trabajo operativo, infravalorado por el ingeniero coronel.

En este momento, proponía que Yákonov presentara en la próxima asamblea un amplio informé sobre el estado de la vigilancia en el instituto, y que el informe contuviera una dura crítica de todos los defectos. Esta asamblea se podría muy bien combinar con el inminente traslado de presos y con la implantación de la nueva forma de diarios secretos.

El ingeniero coronel Yákonov, agotado después de la crisis de la víspera, con bolsas azules bajo los ojos, aunque conservando de todos modos la agradable redondez de los rasgos faciales, asentía con la cabeza a las palabras del comandante, pero en el fondo, tras muros y zanjas, en un lugar donde no penetraba la mirada de nadie como no fuera, quizá, la de la esposa, pensaba en ese abyecto piojo que era el tal comandante Shikin, cuyo pelo ralo se había vuelto gris de tanto leer delaciones, en lo idiotas e insignificantes que eran sus ocupaciones, en el cretinismo de todas sus proposiciones.

A Yákonov le habían dado un solo mes. Al cabo de un mes su cabeza podía estar en el tajo. Tenía que escapar de la coraza del mando, de la concha de su elevada posición, y sentarse a examinar personalmente los esquemas, sentarse a reflexionar en calma.

Pero el sillón de cuero donde se sentaba el ingeniero coronel, con capacidad para persona y media, encarnaba la negación de todo esto: el coronel no podía tocar personalmente nada de gran responsabilidad, sólo levantar el auricular del teléfono. Y también firmar papeles.

Existía además esa guerra al estilo femenino con el grupo de Reutmann que absorbía sus fuerzas morales. Era una guerra que sostenía por necesidad. No estaba en condiciones de expulsarlos del Instituto y sólo quería obligarlos a una sumisión incondicional. Ellos querían echarlo, y eran capaces de perderle.

Shikin seguía hablando. La mirada de Yákonov se desviaba ligeramente de Shikin. Físicamente, no cerraba los ojos, pero mentalmente los había cerrado y había abandonado su cuerpo fofo, envuelto en la guerrera, para trasladarse a su casa.

¡Mi casa! ¡Mi casa es mi castillo! Qué sabios eran los ingleses, los primeros en comprender esta verdad. En tu pequeño territorio sólo rigen tus propias leyes. Cuatro paredes y un techo te separan sólidamente de tu querida patria. Los ojos atentos de tu esposa, de suave brillo, te acogen en el umbral de tu casa. Piando alegremente, las niñas (ay, ya se las tragaba la escuela, que era como un trabajo estatal embrutecedor) te divierten y te refrescan, cansado como estás de acosos y empujones. La esposa ya les ha enseñado a parlotear en inglés. Sentada al piano, toca un agradable vals de Waldteufel. Breves son las horas de la comida, y las que siguen hasta avanzada la tarde, hasta el umbral de la noche, pero no hay en tu casa ni personajes arrogantes e imbéciles ni pegajosos y rencorosos jóvenes.

El trabajo del ingeniero coronel implicaba tantos sinsabores, situaciones humillantes, coacciones y caos administrativo, que Yákonov, no sintiéndose ya joven, habría sacrificado con gusto este trabajo, de haber podido, y se habría quedado solamente en su pequeño y confortable mundo, en su casa.

No, eso no significaba que el mundo exterior no le interesara. Le interesaba y mucho. Incluso habría sido difícil encontrar en la historia del mundo una época más atractiva que la nuestra. La política mundial era para él como una especie de ajedrez, el Ajedrez elevado a la centésima potencia. Sólo que Yákonov no pretendía jugar, ni, lo que era peor, ser un peón, la cabeza de un peón o la base de un peón. Pretendía contemplar el juego desde la barrera, paladearlo en pacífico pijama, en una vieja mecedora, entre muchos estantes llenos de libros.

Tenía todas las condiciones para dedicarse a esta ocupación. Dominaba dos idiomas, y las radios extranjeras le ofrecían información a porfía. En toda la Unión, el MGB era la primera en recibir las revistas extranjeras, y distribuía las de carácter técnico o militar por sus institutos sin censura alguna. Y a estas revistas les gustaba siempre introducir algún pequeño artículo sobre política, sobre la futura guerra global o sobre la futura organización política del planeta. Yákonov se movía entre destacados miembros del Ministerio del Interior, y, lo quisiera o no, oía detalles a los que la prensa no tenía acceso. Tampoco desdeñaba leer libros traducidos sobre la diplomacia o el espionaje. Y además tenía su propia cabeza con ideas muy precisas. Su juego de ajedrez consistía en contemplar desde la mecedora la partida Oriente-Occidente, e intentaba adivinar el futuro a tenor de las tiradas efectuadas.

¿A favor de quién estaba? Espiritualmente estaba con Occidente. Pero sabía con certeza quién sería el vencedor, y no movería una ficha contra él: el vencedor sería la Unión Soviética. Yákonov lo comprendió cuando su viaje a Europa en 1927. Occidente estaba condenado precisamente porque vivía bien y no tenía la voluntad de arriesgar la vida para defender esa vida. Y los más preclaros pensadores y políticos de Occidente, al justificar ante sí mismos esta indecisión, esta ansia de aplazar el combate, se engañaban dando fe a las vacías promesas de Oriente, a la automejora de Oriente, a su brillante ideologismo. Todo lo que no encajaba en este esquema lo rechazaban considerándolo una calumnia o unos incidentes pasajeros.

Había en este punto una ley universal: vence el más cruel. De esto nos hablan, por desgracia, toda la historia y todos los profetas.

En su primera juventud, Antón percibió y asimiló una frase en boga: «Todos los hombres son unos canallas». Y, a medida que avanzaba su vida, esta verdad no hizo más que confirmarse una y otra vez. Y cuanto más sólidamente se enraizaba en ella, más demostraciones encontraba de la misma y más fácil le resultaba vivir. Porque si todos los hombres eran unos canallas, nunca hay que hacer nada «para la gente», sólo para uno mismo. Y no existe ningún «altar de la sociedad», y nadie se atreverá a pedirnos un sacrificio. Desde hace tiempo, el propio pueblo lo ha expresado con mucha sencillez: «La caridad bien entendida empieza por uno mismo».

Por ello, los ángeles custodios de las almas y los cuestionarios temían en vano por el pasado de Yákonov. Reflexionando sobre la vida, Yákonov comprendió que sólo van a la cárcel los que en un determinado momento no fueron suficientemente inteligentes. Los que son auténticamente listos lo prevén, se escabullen, y siempre quedan indemnes en libertad. ¿Por qué pasar tras las rejas nuestra existencia, que sólo se nos ha dado por el tiempo que respiremos? ¡No! Yákonov renunció al mundo de los presidiarios no sólo en apariencia, sino también en su interior. Cuatro espaciosas habitaciones con balcón y siete mil rublos al mes no los habría conseguido de otras manos, o bien habría tardado en conseguirlos. El régimen le había causado daño, era caprichoso, falto de talento, cruel, pero en su crueldad disponía de fuerza, ¡su más fiel manifestación!

No teniendo la posibilidad de abandonar por completo el servicio, Yákonov se dispuso a entrar en el partido comunista en cuanto (si) lo aceptaran.

Mientras, Shikin le tendió una lista de los presos condenados al traslado por etapas que salía mañana. Las candidaturas consensuadas previamente eran dieciséis, y Shikin aprobó e incluyó otros dos nombres sacados del bloc de sobremesa de Yákonov. Lo concertado con la administración penitenciaria era veinte. Los dos que faltaban debían «fabricarse» urgentemente y comunicar sus nombres al teniente coronel Klimentiev no más tarde de las cinco de la tarde.

Sin embargo, las candidaturas no acudían a la mente en un instante. En cierto modo resultaba siempre que los mejores especialistas y obreros eran de poco fiar, y los preferidos del oper unos bribones y unos holgazanes. Por ello era difícil ponerse de acuerdo sobre la lista de traslados.

Yákonov abrió los dedos.

—Déjeme la lista. Lo pensaré un poco más. Piénselo también usted. Nos telefonearemos.

Shikin se levantó lentamente y (tenía que contenerse pero no se contuvo) se lamentó ante aquel hombre indigno, se quejó de los actos de un ministro: en la sala número 21 habían permitido la entrada del preso Rubin, de Reutmann, y no se la permitían a él, Shikin, ni al coronel Yákonov en su propio centro. ¿Qué le parece?

Yákonov levantó las cejas y bajó por complejo los párpados, de modo que su cara se convirtió por un momento en la de un ciego. Expresaba sin palabras:

«Sí, comandante, sí, amigo mío, me duele, me duele mucho, pero no me atrevo a levantar los ojos hacia el sol».

Realmente, la actitud de Yákonov hacia la sala número 21 era compleja. La noche del sábado al domingo, cuando en el despacho de Abakumov oyó a Riumin hablar de aquella llamada telefónica, Yákonov sintió gran interés por esas dos nuevas tiradas en el ajedrez mundial. Luego, su propia tempestad le obligó a olvidarse de todo. Ayer por la mañana, al salir de su crisis cardíaca, apoyó de buen grado a Selivanovski cuando este manifestó su intención de encargárselo todo a Reutmann (era un asunto frágil, el muchacho era impetuoso, quizá se desnucara). Pero Yákonov conservaba toda su curiosidad por aquella descarada llamada telefónica, y se sentía ofendido de que no le dejaran entrar en la sala número 21.

Shikin se marchó. Yákonov, por su parte, se puso a rememorar el más agradable de los asuntos que le esperaban hoy y que no había tenido tiempo de resolver ayer. Y lo cierto era que, si conseguía tirar adelante el codificador absoluto con rapidez, esto lo salvaría ante Abakumov en el plazo de un mes.

Y llamó a la sala de diseños ordenando que se presentara Sologdin con su nuevo proyecto.

Dos minutos después, Sologdin, esbelto, con su barbita rizada y su grasiento mono, llamaba a la puerta y entraba con las manos vacías.

Yákonov y Sologdin casi nunca habían hablado antes: nunca hubo necesidad de llamar a Sologdin a este despacho, y en la sala de diseños, o al encontrarse por los pasillos, el ingeniero coronel no había advertido aquella personalidad tan insignificante. Pero ahora, con toda la cordialidad de un gran señor hospitalario, Yákonov (mirando de reojo la lista de nombres y patronímicos que tenía bajo el cristal), observó con aprobación al que acababa de entrar y lo invitó con amplio gesto:

—Siéntese, Dmitri Alexándrovich, mucho gusto en verle.

Con las manos pegadas al cuerpo, Sologdin se acercó un poco más, se inclinó en silencio y se quedó de pie, inmóvil y tieso.

—O sea, ¿que usted nos ha preparado en secreto un regalo inesperado? —dijo con voz ronca Yákonov—. Hace unos días, quizá no más lejos del sábado, vi en la habitación de Vladímir Erástovich su croquis del núcleo principal de un codificador absoluto… Pero ¿por qué no se sienta? Lo examiné por encima y ardo en deseos de hablar de él con más detalle.

Sin bajar la vista ante la mirada de Yákonov, llena de simpatía, y algo ladeado con respecto a él, inmóvil como el duelista que espera que el otro dispare, Sologdin respondió separando las palabras:

—Se equivoca usted, Antón Nikoláyevich. Efectivamente, he trabajado en un codificador hasta donde han alcanzado mis fuerzas. Pero lo que he conseguido, lo que vio usted, es algo monstruosamente imperfecto, a la medida de mis muy mediocres facultades.

Yákonov se recostó en el respaldo del sillón y protestó benévolamente:

—¡Vamos, vamos, amigo mío, sin falsas modestias! Aunque examiné fugazmente su elaboración, me inspiró mucho respeto. Y Vladímir Erástovich, que para usted y yo es nuestro árbitro supremo, hizo unas manifestaciones claramente laudatorias. Mandaré que no se reciba a nadie, traiga su hoja de papel, traiga sus ideas, y reflexionaremos sobre ellas. ¿Quiere que llamemos a Vladímir Erástovich?

Yákonov no era un jefe de cortos alcances al que sólo interesa el resultado y la salida de la producción. Era un ingeniero, en otro tiempo incluso entusiasta, y ahora gustaba con antelación del refinado placer que puede proporcionar un pensamiento humano largo tiempo alimentado. El único placer que aún sacaba de su trabajo. Miraba casi suplicante, con una sonrisa exquisita.

También Sologdin era ingeniero, hacía ya catorce años. Y llevaba doce años preso.

—Y no obstante, Antón Nikoláyevich —pronunció con precisión, sintiendo el agradable frío de su visera cerrada—, se equivoca. Aquello era un bosquejo indigno de su atención.

Yákonov frunció el ceño, y ya un poco irritado, dijo:

—Está bien, veremos, veremos, traiga la hoja.

En sus galones dorados con ribete azul celeste había tres estrellas. Tres grandes y gruesas estrellas dispuestas en triángulo. En los meses en que el teniente Kamyshan, oper de Gornaya Sakrytka, apalizaba a Sologdin, también sustituyó los cubitos por galones como aquellos, dorados, con ribete azul celeste y tres estrellas en triángulo, aunque las estrellas eran más pequeñas.

—Aquel croquis ya no existe —tembló la voz de Sologdin—. Al encontrar en él errores profundos e irremediables, lo… quemé.

(Clavó la espada y la revolvió en la herida por dos veces).

El coronel palideció. Su dificultosa respiración podía oírse en medio de aquel silencio de mal agüero. Sologdin procuraba respirar silenciosamente.

—Es decir que… ¿Cómo? ¿Con sus propias manos?

—No, ¿por qué? Lo entregué para que lo quemaran. De forma legal. Hoy lo han quemado —hablaba sordamente, con poca claridad. No quedaba ni rastro de su sonoro aplomo habitual.

—¿Hoy? ¿No podría ser que estuviera aún intacto? —avanzó Yákonov el cuerpo con viva esperanza.

—Se ha quemado. Lo observé por la ventana —respondió Sologdin como si asestara un golpe.

Con una mano agarrada al brazo del sillón y la otra en el pisapapeles de mármol, como si se dispusiera a destrozar con él la cabeza de Sologdin, el coronel levantó con dificultad su corpachón y lo inclinó hacia adelante por encima de la mesa.

Sologdin permaneció de pie, más azul que la estatua, con la cabeza ligeramente echada para atrás.

Entre los dos ingenieros no había necesidad de más preguntas ni más aclaraciones. Por la conexión de sus miradas discurrían cargas de alocada frecuencia.

«¡Te aniquilaré!», se inyectaron los ojos del coronel.

«¡Engánchame una tercera condena!», gritaron los ojos del preso.

Algo debía estallar con estruendo.

Pero Yákonov se llevó la mano a la frente y a los ojos como si le hiriera la luz, dio media vuelta y se alejó hacia la ventana.

Fuertemente agarrado al respaldo de una silla próxima, Sologdin bajó los ojos dolorosamente.

«Un mes. Un solo mes. ¿Estaré perdido?», el coronel percibía claramente hasta el mínimo detalle.

«Una tercera condena. No, no sobreviviré a ella», pensaba Sologdin, pasmado.

Yákonov se volvió de nuevo hacia Sologdin.

«¡Ingeniero, ingeniero! ¿Cómo has podido?», inquirió su mirada.

Pero también el brillo cegaba los ojos de Sologdin:

«¡Presidiario, presidiario! ¡Te olvidaste de todo!».

Se lanzaban uno a otro miradas de odio y de fascinación, miradas que les permitían verse a sí mismos, ver lo que no habían llegado a ser. Y no podían desengancharse.

Y el fantasma de Agnia, de alas amarillas, pasó volando ante Antón por segunda vez en esos días.

Yákonov podía ahora gritar, dar puñetazos sobre la mesa, llamar, meterle en el calabozo. Sologdin estaba también preparado para esto.

Sin embargo, Yákonov sacó un pañuelo blanco, suave y limpio, y se enjugó los ojos.

Y miró a Sologdin con mirada clara.

Sologdin procuró mantenerse impasible incluso en estos momentos.

El ingeniero coronel se apoyó con una mano en el alféizar de la ventana, y con la otra llamó al preso para que se acercara.

Sologdin dio tres pasos firmes para acercarse a él.

Encorvándose un poco, al estilo de los ancianos, Yákonov preguntó:

—¿Es usted moscovita, Sologdin?

—Sí.

—Pues mire —le dijo Yákonov—. ¿Ve la parada del autobús en la carretera?

Desde aquella ventana era muy visible.

Sologdin miró hacia allí.

—Desde aquí hay media hora de viaje hasta el centro de Moscú —explicó en voz baja Yákonov—. Usted habría podido tomar este autobús en junio o julio de este año. Y no ha querido. Admito también que en agosto habría tenido las primeras vacaciones y habría ido al mar Negro. ¡A bañarse! ¿Cuántos años hace que no ha entrado en el agua, Sologdin? ¡A los presos nunca se les permite, ya sabe!

—¿Cómo que no? En la conducción de troncos por el río —replicó Sologdin.

—¡Buen baño ese! Y en cambio irá a parar a un norte donde los ríos nunca se deshielan…

¿Sería así? No bastaba con sacrificar tu futuro, con sacrificar tu nombre. Había que darles tu pan, abandonar tu techo, arrancarte la piel y descender al campo de concentración de los presidiarios…

—¡Sologdi-in! —exclamó Yákonov con canturreo y doloroso gemido, y puso ambas manos sobre los hombros del recluso como si fuera a caerse—. ¡Seguramente podría rehacerlo todo de nuevo! Escuche, no puedo creer que exista en el mundo un hombre que no desee el bien para sí mismo. ¿Por qué perecer? Explíqueme una cosa: ¿por qué quemó el croquis?

En los ojos de Sologdin había aquel mismo azul indoloro, insobornable, inmaculado. Y en la negra pupila veía Yákonov reflejada su maciza cabeza. Un aro azul celeste con un agujerito negro en el centro, y tras ellos todo el mundo inesperado de aquel hombre único.

Bueno es tener una cabeza fuerte. Eres dueño del resultado hasta el último minuto. Se te someten todos los caminos de los acontecimientos. ¿Por qué perecer? ¿Para quién? ¿Para un pueblo ateo, perdido y corrompido?

—¿Y a usted qué le parece? —respondió Sologdin con esta pregunta. Sus labios rosados se arquearon ligeramente entre los bigotes y la barbita como en un rictus de ironía.

—No lo comprendo —Yákonov retiró las manos y se apartó—. No comprendo a los suicidas.

Y oyó a sus espaldas una voz sonora y segura de sí misma:

—¡Ciudadano coronel! Soy demasiado insignificante, nadie me conoce. No quería vender mi libertad por nada.

Yákonov se volvió bruscamente.

—… De no haber quemado el esquema, de haberlo puesto ante usted una vez listo, nuestro teniente coronel, usted, Fomá Guriánovich o quien quiera que sea, habrían podido meterme mañana entre los presos trasladados y poner bajo el esquema cualquier nombre. Ha habido casos así. Y le aseguro a usted que es muy incómodo presentar una queja cuando te trasladan: te quitan los lápices, no te dan papel, las instancias no llegan donde deben… Un preso al que trasladan no puede tener razón en nada.

Yákonov escuchó a Sologdin hasta el final casi con admiración. (¡Aquel hombre le había gustado desde el momento que entró!).

—O sea, ¿que usted… se encargaría de rehacer el esquema? —no fue el ingeniero coronel quien lo preguntó sino un hombre desesperado, atormentado, impotente.

—Lo que había en la hoja, ¡en tres días! —afirmó Sologdin con ojos resplandecientes—. Y en cinco semanas le haré un boceto completo del proyecto con los cálculos del conjunto técnico. ¿Le satisface?

—¡Un mes! ¡Un mes! ¡Necesitamos tenerlo en un mes! —avanzó Yákonov hacia aquel endiablado ingeniero apoyándose con las manos en la mesa más que pisando el suelo con los pies.

—Muy bien, lo tendrá en un mes —confirmó fríamente Sologdin.

Pero entonces Yákonov entró en sospechas.

—Espere —le detuvo—. Hace un momento ha declarado que se trataba de un esbozo impresentable, que había encontrado en él profundos e irremediables errores…

—¡Oooh! —se rio abiertamente Sologdin—. A veces la falta de fósforo, de oxígeno y de impresiones vitales me juega bromas pesadas, me cubre no sé qué franja tenebrosa. ¡Ahora me uno a la opinión del profesor Chelnov: todo lo que había allí era cierto!

Yákonov sonrió también, bostezó aliviado y se sentó en el sillón. Le gustaba el dominio que mostraba Sologdin de sí mismo, la forma en que había llevado la conversación.

—Ha desarrollado un juego arriesgado. Francamente, podía haber terminado de otra manera.

Sologdin abrió ligeramente los dedos.

—Lo dudo, Antón Nikoláyevich. Creo que valoré claramente la situación del Instituto y… la suya. Domina usted el francés, ¿verdad? Le hasard est roi! ¡Su Majestad la Ocasión! Aparece fugazmente raras veces en la vida, y hay que saltar sobre ella a tiempo, ¡y agarrarla exactamente por la mitad del espinazo!

Sologdin hablaba y se comportaba con tanta sencillez como si estuviera partiendo leña con Nerzhin.

Ahora se sentó también sin dejar de mirar alegremente a Yákonov.

—En fin, ¿qué vamos a hacer? —preguntó amistosamente el ingeniero coronel.

Sologdin respondió como si leyera, como si hablara de algo decidido tiempo ha:

—En los primeros pasos quisiera dejar al margen a Fomá Guriánovich. Es precisamente una de esas personas a las que gusta ser coautor. Supongo que no cabe pensar semejante cosa de usted. No me equivoco, ¿verdad?

Yákonov meneó la cabeza alegremente. ¡Oh, se sentía tan aliviado incluso sin más ventajas!

—Además, le recuerdo que de momento la hoja está quemada. Ahora, si tiene en alguna estima mi proyecto, encuentre la manera de informar de mí directamente al ministro. O en caso extremo al viceministro. Y que mi nombramiento de diseñador jefe lo firme precisamente él. Será una garantía para mí. Y me pondré manos a la obra. Formaremos un grupo especial.

De pronto, la puerta se abrió de par en par. El calvo y flaco Stepánov entró sin llamar. Los cristales de sus gafas brillaban lívidamente.

—Verás, Antón Nikoláyevich —dijo muy serio—. He de hablarte de algo importante.

¡Stepánov se dirigía a una persona por su nombre y patronímico! Era increíble.

—O sea, ¿que esperaré el nombramiento? —se levantó Sologdin.

El ingeniero coronel asintió con la cabeza. Sologdin salió con paso ligero y firme.

Yákonov necesitó tiempo para penetrar en el sentido de lo que tan animadamente le decía el secretario del partido.

—¡Camarada Yákonov! Acaban de estar conmigo unos camaradas de la Dirección Política y me han convencido de cabo a rabo. He cometido grandes y serios errores. He consentido que en nuestra organización del partido anidara un grupo que vamos a llamar cosmopolitas apátridas. He dado muestras de miopía política, no le he apoyado a usted cuando ellos le acosaban. ¡Pero debemos ser desapasionados al reconocer nuestros errores! Ahora mismo, usted y yo, elaboraremos una resolución, convocaremos después una asamblea abierta del partido, y descargaremos fuertes golpes contra el servilismo ante el extranjero.

Los asuntos de Yákonov, tan desesperados la víspera, habían mejorado radicalmente.