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Al principio, los sindicatos tenían una enorme importancia moral en la vida de los externos de Marfino.

¿Quién no conoce esta palanca de la producción socialista? ¿Quién, con mayor dignidad, podría proponer al gobierno la prolongación de la jornada laboral y de la semana laboral, la elevación de las normas de producción o la rebaja del salario? Cuando los ciudadanos no tenían alimentos o carecían de vivienda, ¿quién les echaba una mano, sino los sindicatos? ¿Quién permitía a sus miembros que los días festivos cultivaran las huertas colectivas y en horas de ocio construyeran casas estatales? Todas las conquistas de la revolución, y todas las posiciones cada vez más sólidas de los jefes, se basaban también en los sindicatos. Nadie mejor que una asamblea general de los sindicatos para exigir a la Administración que se expulsara a un compañero quejica, a un buscador de justicia que la Administración no se atrevía a despedir de otra manera. En las actas que daban de baja bienes del Estado, inservibles para uso estatal pero útiles todavía para el tren de vida doméstico del director, no había firma tan ingenuamente cristalina como la del presidente del comité local. Y los sindicatos vivían de sus propios recursos: de este 30 por ciento del salario de los trabajadores, un porcentaje que el Estado no podía retener por encima del 29 por ciento de las retenciones en concepto de impuestos y bonos del Estado obligatorios.

En lo grande y en lo pequeño, los sindicatos se habían convertido verdaderamente en la escuela diaria del comunismo.

Y sin embargo, en Marfino se abolieron los sindicatos. Sucedió de la siguiente manera. Un influyente camarada del comité local de Moscú se enteró de lo que sucedía en Marfino y puso el grito en el cielo: «Pero ¿qué hacéis?», e incluso no añadió «camaradas», «¡Esto huele a trotskismo! Marfino es un centro militar. ¿De qué sindicatos habláis?».

Y ese mismo día se suprimieron los sindicatos en Marfino.

¡Pero esto no sacudió en absoluto los cimientos de la vida en el instituto! Sólo continuó creciendo cada vez más la importancia de la organización del partido, que ya antes no era poca. Y el Comité Regional del Partido consideró indispensable tener en Marfino un secretario liberado. Después de examinar varias biografías presentadas por el departamento de personal, el buró del comité regional dispuso recomendar para el cargo a:

Borís Serguéyevich Stepánov, nacido en 1900, natural de la aldea de Lupachi, del distrito de Bobrov, origen social jornalero, policía rural después de la revolución, sin profesión, posición social empleado, estudios: cuatro cursos y dos años de escuela del partido, miembro del partido desde 1921, trabajador del partido desde 1923, sigue la línea del partido sin vacilaciones, no ha participado en ninguna de las oposiciones al régimen, no ha servido en las tropas ni en la administración de los Blancos, no ha tomado parte en el movimiento revolucionario ni guerrillero, no ha estado en zona ocupada ni en el extranjero, no conoce idiomas extranjeros, no conoce los idiomas de los pueblos de la URSS, tiene una contusión en la cabeza, la condecoración Estrella Roja y la medalla «Por la victoria en la guerra patria contra Alemania».

En aquellos mismos días en que el comité regional recomendaba a Stepánov, este se encontraba en el distrito de Volokolamsk, de propagandista en las recolecciones agrícolas. Stepánov aprovechaba cada minuto de descanso de los koljosianos —cuando se sentaban a comer o simplemente a fumar— para reunirlos (a veces también los convocaba por las noches en la dirección del koljós) y explicarles incansablemente, a la luz de la invicta doctrina de Marx-Engels-Lenin-Stalin, la importancia de que la tierra se sembrara cada año y además con semillas de alta calidad; que el grano sembrado se cosechara preferiblemente en cantidad mayor de la que se había sembrado; y que después de recogido sin mermas ni hurtos fuera entregado al Estado lo más rápidamente posible. Infatigable, pasaba acto seguido a los tractoristas y les explicaba, siempre a la luz de la mencionada doctrina inmortal, la importancia de economizar combustible, de tratar cuidadosamente la maquinaria, de lo intolerables que eran los patrones en el trabajo, y además respondía, aunque a disgusto, a sus preguntas sobre la mala calidad de las reparaciones y la falta de ropa de trabajo.

No obstante, en Marfino, la asamblea de la organización del partido se solidarizó entusiásticamente con la recomendación del Comité Regional y eligió por unanimidad a Stepánov para el cargo de secretario liberado sin ni siquiera haberlo visto. En esos mismos días fue enviado a Volokolamsk, de propagandista, cierto empleado de cooperativa despedido por hurto en el distrito de Yegoriev, mientras en Marfino instalaban un despacho para Stepánov junto al del oper. Y Stepánov se puso a dirigir.

Empezó su actividad con la recepción de los asuntos del secretario saliente, un secretario no liberado. El anterior secretario era el teniente Klykachov. Klykachov era flaco como un galgo, muy inquieto y no conocía el descanso. Tenía tiempo para dirigir el laboratorio de descifrado, controlar los grupos de criptografía y estadística, moderar el seminario del komsomol ser el alma del «grupo de jóvenes», y además ejercer de secretario del comité del partido. Y aunque los jefes lo definían como exigente, y los subordinados como meticuloso, el nuevo secretario sospechó inmediatamente que en el Instituto de Marfino los asuntos del partido estaban abandonados. Porque el trabajo del partido requiere a un hombre por entero, sin reservas.

Así resultó ser. Comenzó el traspaso de los asuntos. Duró una semana. Sin salir una sola vez de su despacho, Stepánov examinó todos los documentos, del primero al último, y conoció a cada miembro del partido, primero por su expediente personal, y sólo más tarde en persona. Klykachov sintió sobre sí la mano nada ligera del nuevo secretario.

Se descubrió un fallo tras otro. Sin hablar ya de los datos de los cuestionarios, que eran incompletos, de la selección de informes en los expedientes personales, también incompleta, sin hablar de la ausencia de las características personales de cada miembro y de cada candidato del partido, se observaba una orientación viciosa en relación con todas las medidas adoptadas: se tomaban las medidas pero no se registraban documentalmente, con lo que dichas medidas se convertían en algo fantasmagórico.

—¿Y quién se lo va a creer? ¿Quién se va a creer ahora que estas medidas se aplicaron realmente? —exclamó Stepánov manteniendo la mano, con el humeante cigarrillo, por encima de su cabeza calva.

Y explicó pacientemente a Klykachov que todo aquello se había hecho sobre el papel (pues sólo se basaba en afirmaciones verbales) y no en la práctica (es decir, sobre el papel, en forma de actas).

Por ejemplo, ¿qué sentido tenía que los deportistas del instituto (no se trataba, como es natural, de reclusos) jugaran al boleivol cada día durante el descanso de la comida (teniendo incluso la costumbre de apropiarse de una parte del tiempo laboral)? Quizá fuera así. Quizás, efectivamente, jugasen al boleivol. Pero ni usted ni yo, ni aquellos que se lo crean, se asomarán al patio para ver si hay un balón rebotando por allí. ¿Y por qué estos jugadores, que han jugado tantos partidos y han adquirido tanta práctica, no comparten su experiencia colaborando en el periódico deportivo mural El Balón Rojo o, por ejemplo, en el El Honor del Hincha del Dinamo? De este modo, si más tarde Klykachov hubiera despegado cuidadosamente el periódico de la pared y lo hubiera incluido en la documentación del partido, ninguna inspección habría podido tener dudas de que la medida «jugar al boleivol» se había puesto realmente en práctica y era dirigida por el partido. Pero ¿quién creería, en la actualidad, en la sola palabra de Klykachov?

Y así en esto y en todo lo demás. «Las palabras no se pueden grapar en el expediente»: con esta sentencia profunda, Stepánov empezó a ejercer su cargo.

Del mismo modo que un sacerdote no cree que se pueda mentir en la confesión, a Stepánov no se le habría pasado por la cabeza que se pudiera mentir en la documentación escrita.

Sin embargo, el flaco Klykachov, con su continuo jadear, se guardó de discutir con Stepánov, antes bien, con sincero agradecimiento mostró estar de acuerdo con él y aprender de él. Y Stepánov dulcificó rápidamente su actitud hacia Klykachov, demostrando con ello que no era una mala persona. Escuchó con atención los temores de Klykachov en el sentido de que un instituto secreto de tanta importancia estuviera al mando del ingeniero coronel Yákonov, un hombre que no sólo tenía unos antecedentes personales tambaleantes, sino que, sencillamente, no era de los «nuestros». También Stepánov se puso extremadamente en guardia. Hizo de Klykachov su mano derecha, le ordenó que pasara por el comité del partido más a menudo y lo aleccionó generosamente con el tesoro de su experiencia de partido.

De este modo, Klykachov fue el que conoció más pronto y más íntimamente al nuevo secretario del partido. A través de su lengua mordaz los «jóvenes» empezaron a llamar al secretario del partido «el Pastor». Pero también gracias a Klykachov, las relaciones entre «el Pastop» y los «jóvenes» no fueron malas. Estos comprendieron rápidamente que para ellos era muchísimo más cómodo tener de secretario del partido a un hombre que no fuera abiertamente de los suyos, a un legalista ajeno e imparcial.

¡Y Stepánov era un legalista! Si le decían que alguien merecía lástima, que no debían aplicarle toda la severidad de la ley sino mostrar condescendencia, un surco doloroso cruzaba la frente de Stepánov, perjudicada por la falta de pelos en las sienes, y sus hombros se encorvaban como bajo una nueva carga. Pero encendido de flameante convicción, encontraba fuerzas para enderezarse y volverse bruscamente hacia uno y otro de sus interlocutores, con lo que unos pequeños cuadritos blancos —el reflejo de las ventanas— bailoteaban en los plomizos cristales de sus gafas:

—¡Camaradas! ¡Camaradas! ¿Qué es lo que oigo? ¿Cómo no tenéis vergüenza para decirlo? Recordadlo: ¡hay que respetar siempre la ley! ¡Respetad la ley por más duro que sea para vosotros! ¡Respetad la ley hasta vuestras últimas fuerzas! Y sólo así, sólo de esta manera, ayudaréis a aquel por quien estabais dispuestos a infringir la ley. La ley está precisamente para servir a la sociedad y al hombre, y a menudo no lo comprendemos y en nuestra ceguera queremos esquivarla.

Por su parte, también Stepánov estaba contento de los «jóvenes», de su inclinación por las reuniones de partido y por la crítica de partido. Veía en ellos el núcleo de aquella colectividad sana que procuraba crear en cada nuevo puesto de trabajo. Si la colectividad no descubría a los infractores de la ley que había en su ambiente, si la colectividad se callaba en las reuniones, Stepánov consideraba con pleno fundamento que tal colectividad estaba enferma. Pero si la colectividad se arrojaba en masa contra uno de sus miembros, precisamente contra aquel que le indicaba el comité del partido, esta colectividad, a juicio de personas que incluso ocupaban puestos más elevados que Stepánov, era una colectividad sana.

Stepánov tenía muchas de estas ideas fijas de las que le era imposible desviarse. Por ejemplo, no concebía una reunión sin que al final se adoptara una estruendosa resolución que fustigara a miembros aislados de la colectividad y que movilizara a esta para conseguir nuevas victorias en la producción. Por ello sentía especial predilección por las asambleas del partido «abiertas», a las que asistían también —voluntariamente, pero obligados— todos los que no pertenecían al partido, y en las que era posible reprenderlos hasta hacerlos pedazos, ya que no tenían derecho a defenderse ni a votar. Y si antes de la votación sonaban voces ofendidas, e incluso indignadas, diciendo: «¿Qué es esto? ¿Una asamblea? ¿O un tribunal?», las cortaba:

—¡Permitidme, camaradas, permitidme! —gritaba autoritariamente Stepánov a cualquiera de los que intervenían, o incluso al presidente de la reunión. Se echaba precipitadamente en la boca unos polvos con mano temblorosa (desde la contusión, le dolía cruelmente la cabeza cada vez que se excitaba, y se excitaba siempre que atacaban la verdad del partido), y se colocaba en el centro de la estancia, debajo de la luz de las lámparas del techo, de manera que quedaban visibles las gruesas gotas de sudor en sus altas y calvas sienes—. Así, pues, ¿estáis en contra de la crítica y de la autocrítica? —y blandiendo con decisión el puño, como clavando sus ideas en la cabeza de los oyentes, aclaraba—: ¡La autocrítica es la más alta ley impulsora de la sociedad soviética, el principal motor de su progreso! ¡Ya es hora de comprender que, cuando criticamos a los miembros de nuestra colectividad, no es para llevarlos a los tribunales, sino para mantener en continua tensión creativa a cada trabajador! ¡En eso no puede haber dos pareceres, camaradas! ¡Naturalmente, no toda crítica es útil, ciertamente! ¡Necesitamos una crítica práctica, es decir, una crítica que no apunte a nuestro experimentado personal de mando! ¡No vamos a confundir la libertad de crítica con la libertad del anarquismo pequeñoburgués!

Y retirándose hasta la jarrita de agua, engullía unos polvos más.

Así triunfaba la línea general del partido. Y siempre ocurría que toda la colectividad sana, incluyendo a quienes la resolución fustigaba y aniquilaba («actitud criminal y negligente hacia el trabajo», «incumplimiento de plazos que roza con el sabotaje»), votaba a favor de la resolución.

A veces llegaba a darse el caso de que Stepánov, amante de las resoluciones bien elaboradas y bien desarrolladas, conocedor siempre del sentido de las intervenciones que se esperaban, así como de la opinión definitiva de la asamblea, no había tenido tiempo, sin embargo, de pergeñar por entero la resolución antes de la reunión. Entonces, cuando la presidencia anunciaba:

—¡El camarada Stepánov tiene la palabra para exponer el proyecto de resolución! —el secretario liberado se enjugaba el sudor de la frente y de la calva, y decía así:

—¡Camaradas! He estado muy ocupado, y por esto no he tenido tiempo de precisar algunas circunstancias, apellidos y hechos del proyecto de resolución, o bien:

—¡Camaradas! Me han llamado a Dirección, y hoy todavía no he redactado el proyecto de resolución, y en ambos casos:

—Por ello pido que se vote la resolución en su conjunto, y mañana, en un momento libre, ya la perfilaré.

Y la colectividad de Marfino era tan sana que levantaba la mano sin murmurar, sin saber (ni saberlo después), a quién iba a denostar aquella resolución y a quién encomiar.

Fortalecía también la posición del nuevo secretario el hecho de que no conocía debilidades en las relaciones íntimas. Todos le llamaban respetuosamente «Borís Segueich». Él lo aceptaba como algo natural, y sin embargo no llamaba por el nombre y patronímico a nadie del centro, e incluso con el apasionamiento del billar de sobremesa, cuyo paño mostraba invariablemente su color verde en el despacho del partido, exclamaba:

—¡Pon las bolas, camarada Shikin!

—¡Desde la banda, camarada Klykachov!

En general, a Stepánov no le gustaba que se apelara a sus mejores y más elevados impulsos. Al mismo tiempo, tampoco él apelaba a parecidos impulsos de la gente. Por ello, en cuanto percibía en la colectividad alguna insatisfacción por sus medidas o alguna resistencia a ellas, no intentaba persuadir, tomaba una gran hoja de papel limpio y escribía arriba con letras gordas: «Se propone a los camaradas abajo nombrados que en el plazo tal y tal ejecuten esto y aquello», y luego lo regularizaba como un formulario: número de orden, apellido, acuse de recibo, y se lo daba a la secretaria para que hablara con dichos camaradas de uno en uno. Los aludidos lo leían, despachaban a gusto su furia contra la indiferente hoja blanca, pero no podían negarse a firmarla, y una vez habían firmado no podían dejar de ejecutarlo.

Stepánov era un secretario «liberado» también de dudas y de peregrinajes en la oscuridad. Bastaba que dijeran por radio que ya no existía la heroica Yugoslavia sino la pandilla de Tito para que cinco minutos después explicara la resolución del Kominform con tanta insistencia y con tanto convencimiento como si durante años la hubiera llevado dentro de sí. Y si alguien llamaba tímidamente la atención de Stepánov sobre esa contradicción entre las instrucciones de hoy y las de ayer, sobre el mal abastecimiento del instituto, sobre la baja calidad de los equipos técnicos nacionales, o sobre las dificultades para encontrar una vivienda, el secretario liberado sonreía y sus gafas se aclaraban, pues sabían la palabrita que diría en ese momento:

—Qué le vamos a hacer, camaradas. Es el desorden de la Administración. ¡Pero no me negaréis que en esta cuestión se observa un indudable progreso!

Pese a todo, algunas debilidades humanas hacían mella también en Stepánov, aunque a escala muy limitada. Así, le gustaba que las autoridades superiores lo alabaran y que los miembros de base del partido admiraran su experiencia. Le gustaba porque era justo.

Además, bebía vodka, pero sólo si lo invitaban o la ponían sobre la mesa, y cada vez se quejaba, al beber, de que el vodka era mortalmente nocivo para su salud. Por este motivo, nunca lo compraba ni invitaba a nadie. Estos eran, quizá, todos sus defectos.

A veces, los «jóvenes» discutían entre ellos cómo era «el Pastor». Reutmann dijo una vez:

—¡Amigos míos! Es el profeta del tintero profundo. Es el alma del papel impreso. Hombres como él son inevitables en períodos de transición.

Pero Klykachov sonrió mostrando los dientes:

—¡Papanatas! ¡Hemos ido a parar a sus dientes, nos devorará con huesos y todo! No creáis que es tonto. En cincuenta años también ha aprendido a vivir. Os parecerá inútil que apruebe en cada asamblea una resolución condenatoria. ¡Pues bien, de esta manera escribe la historia de Marfino! Pre-vi-so-ra-men-te, acumula materiales: en cualquier giro de la situación, cualquier inspección se convencerá de que el secretario liberado había dado la señal de alerta, había llamado la atención de la sociedad.

En la mala interpretación de Klykachov, Stepánov aparecía como un hombre trapacero, reservado, que con mentiras y verdades aseguraba el porvenir de sus tres hijos.

Stepánov tenía efectivamente tres hijos que exigían continuamente dinero a su padre. Había hecho que los tres ingresaran en la facultad de historia sabiendo que la historia no es una ciencia difícil para un marxista. Su cálculo parecía acertado, pero no tuvo en cuenta (como tampoco lo tuvo el plan estatal de educación, el único que había) que no tardaría en llegar una completa saturación de historia marxista en todas las escuelas, institutos técnicos y cursillos, primero en Moscú, luego en la región moscovita, y finalmente incluso los Urales. El primer hijo terminó la carrera, pero no se quedó en Moscú para ayudar a sus padres, sino que se marchó a Janty-Mansiisk. Al distribuir los puestos de trabajo, al segundo le propusieron Ulan-Ude, y para cuando terminara el tercero era dudoso que pudiera encontrar algo más cercano que la isla de Borneo.

Por ello, el padre se mantenía más aferrado si cabe a su trabajo y a la pequeña casita que poseía en los arrabales de Moscú, con doce áreas de huerta, barriles de col fermentada y dos o tres cerdos a engordar. La esposa de Stepánov, una mujer despierta y tal vez un poco retrógrada, veía en la cría de cerdos el interés fundamental de su vida y el sostén del presupuesto familiar. Ella fue la que tuvo el propósito inquebrantable de ir con su marido al campo, el pasado domingo, a comprar un cochinillo. Debido a esta (afortunada) operación, Stepánov no había acudido la víspera —el domingo— a su trabajo, aunque —después de una conversación sostenida el sábado— su corazón estaba ausente y ardía en deseos de volver a Marfino.

El sábado, en la Dirección Política, Stepánov había recibido un golpe. Un funcionario muy responsable que, pese a las inquietudes de la responsabilidad, andaba muy bien cebado y pesaría sus noventa o cien kilos, miró la flaca nariz de Stepánov, con sus gafas caídas, y preguntó con perezosa voz de barítono:

—¿Qué, Stepánov, cómo consideras tú a los hebreos?

—¿A los he…? ¿A quién? —aguzó el oído Stepánov para oír el final de la palabra.

—A los hebreos —y, viendo la incomprensión de su interlocutor, aclaró—: Sí, hombre, a los judíos.

Cogido desprevenido y temiendo repetir aquella palabra de dos filos por la que recientemente te condenaban a diez años acusado de propaganda antisoviética y en otro tiempo te mandaban al paredón, Stepánov murmuró vagamente:

—Pues…

—Bueno, y qué piensas…

Pero sonó el teléfono, y el responsable camarada tomó el auricular y no volvió a hablar con Stepánov.

Lleno de confusión, Stepánov se releyó en Dirección todo el fajo de normativas, instrucciones e indicaciones, pero las letras negras sobre papel blanco evitaban astutamente la cuestión judía.

Todo el domingo, de viaje en busca del cochinillo, estuvo pensando y pensando, y rascándose el pecho con desesperación. ¡Por lo visto los años habían embotado su perspicacia! ¡Y, ahora, la vergüenza! El experimentado funcionario Stepánov había pasado por alto alguna nueva campaña e incluso indirectamente se veía mezclado en las intrigas de los enemigos, pues todo el grupo Reutmann-Klykachov…

Stepánov llegó el lunes por la mañana al trabajo muy desconcertado. Después de que Shikin se negara a jugar al billar (Stepánov tenía la intención de averiguar algo a través de Shikin), ahogado por la falta de instrucciones, el secretario liberado se encerró en el local del Comité del Partido y estuvo dos horas seguidas empujando las bolas de metal y echándolas a veces por encima de las bandas. En la pared, el enorme bajorrelieve de bronce, con las cuatro caras de los Fundadores una sobre otra, fue testigo de algunos golpes brillantes que mandaron a la tronera dos y hasta tres bolas de una tacada. Pero las siluetas del bajorrelieve se mantuvieron en su impasibilidad de bronce. Los genios contemplaban cada uno el cogote del otro y no le sugerían a Stepánov qué debía hacer para no destruir la sana colectividad, para consolidarla incluso en la nueva situación.

Agotado, oyó finalmente el timbre del teléfono y se pegó al auricular.

En primer lugar, lo llamaban para decirle que no llevara a cabo, por la tarde, la habitual instrucción política del komsomol y del partido. En cambio, debía reunir a toda la gente para que escuchara la conferencia «El materialismo dialéctico, una concepción vanguardista del mundo». En segundo lugar, le llamaban para informarle de que ya había salido hacia Marfino un coche con dos camaradas que le darían las correspondientes instrucciones respecto a la lucha contra el servilismo ante el extranjero.

El secretario liberado se levantó de un salto, se puso muy contento, envió un doble a la tronera y guardó el billar tras el armario.

Otra circunstancia que elevaba su estado de ánimo era que el cochinillo de rosadas orejas, que comprara la víspera, comía pienso día y noche con mucho gusto, sin remilgos. Esto permitía esperar que podrían engordarlo bien y sin mucho gasto.