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Por la mañana, mientras partía leña al aire libre, fresco, Sologdin comprobó en su fuero interno la resolución que tomara por la noche. Con frecuencia los pensamientos que parecen indiscutibles de noche, cuando uno está medio dormido, resultan insostenibles a la luz de la mañana.

No recordaría ningún tronco, ningún hachazo, estaba pensando.

Pero la discusión, terminada a medias, le impedía reflexionar con claridad. Acudían con retraso a su cabeza muchos nuevos argumentos cáusticos que el día anterior no había manifestado a Lev.

El principal disgusto y amargura que le quedaba de la disputa de la víspera era el absurdo giro de la discusión, en el que Rubin parecía haber adquirido el derecho a ser juez de los actos de Sologdin, y de la resolución que hoy debería tomar. Podía borrar a Liovka Rubin de la tabla de sus amigos, pero no podía borrar el reto que le había lanzado. Este permanecía y le hería. Quitaba a Sologdin los derechos de su invento.

Por lo demás, la discusión había sido muy útil, como lo es toda lucha. La alabanza es una válvula de seguridad que vacía nuestra presión interna y que por ello siempre nos es perjudicial. Por el contrario, la injuria, incluso la más injusta, no es más que combustible para nuestra caldera, y muy necesario.

Naturalmente, todo cuanto florece quiere vivir. Dmitri Sologdin, con unas facultades mentales y físicas fuera de lo común, tenía derecho a su cosecha, al sedimento de sus dulces riquezas.

Pero él mismo había dicho la víspera: a un objetivo elevado sólo se llega a través de medios elevados.

Mientras tomaba el té, Sologdin acogió con una sonrisa luminosa la comunicación de la dirección de la cárcel. Era una prueba más de su previsión. Él mismo había cortado a tiempo la correspondencia, y la esposa no se inquietaría por la falta de noticias.

En general, el endurecimiento del régimen penitenciario era un aviso más de que todo el estado de cosas iba a ser más riguroso, y que no habría salida de la cárcel por el llamado «fin de condena».

Sólo saldría alguien que consiguiera una disminución de la pena.

O el invento y la disminución de la pena, o nunca tendría ocasión de vivir.

A las nueve, Sologdin, gallardo, lleno de juventud, con su barbita rubia ensortijada («¡Mira, pasa el conde Sologdin!»), fue uno de los primeros que entró en la escalera con un grupo de reclusos y subió al despacho de diseños.

Sus ojos resplandecientes de victoria se encontraron con la mirada perceptiva de Larisa.

¡Qué deseo había sentido toda la noche de acercarse a él! ¡Cómo se alegraba ahora de tener derecho a sentarse a su lado y recrearse mirándolo! Y quizá también de intercambiar una nota.

Pero no era ese el momento. Sologdin cerró los ojos en una inclinación amable e inmediatamente dio trabajo a Yemina: debía ir al taller mecánico y averiguar cuántos remaches se habían torneado ya del pedido número 114. Y además le pidió encarecidamente que se diera prisa.

Larisa le miró inquieta y desconcertada. Se fue.

La mañana gris daba tan poca luz que ardían las lámparas del techo y había que encender las de los tableros de dibujo.

Sologdin desclavó la hoja de papel sucio que cubría su tablero y apareció ante él el núcleo central del codificador.

Dos años de su vida habían volado en aquel trabajo. Dos años de rigurosa ordenación mental. Dos años de las mejores horas matinales, pues en mitad del día el hombre no crea nada grande.

¿Y ahora no serviría para nada?

Una tontería reveladora: ¿era posible amar a un país tan malo? ¿Aquel pueblo sin Dios, aquel pueblo de esclavos, que había cometido tantos crímenes sin el menor arrepentimiento, era digno de los sacrificios de las mentes preclaras que habían puesto anónimamente el cuello en el tajo? Durante cien o doscientos años, aquel pueblo se consideraría satisfecho con su ración de comida. ¿En nombre de quién debía sacrificarse la antorcha del pensamiento?

¿No sería más importante conservar la antorcha? Después se podría descargar un golpe más demoledor.

De pie, devoraba la sustancia de su creación.

Le faltaban unas cuantas horas o minutos para resolver, sin lugar a error, el problema de toda su vida.

Desclavó la hoja principal. El papel produjo ruido de chapoteo, como la vela de una fragata.

Como estaba establecido, como todos los lunes, una de las delineantes recorrió las mesas de los diseñadores pidiendo las hojas viejas e inútiles que debían ser destruidas. Las hojas no se podían rasgar ni tirar a la papelera: se levantaba acta y eran quemadas en el patio.

(Por lo demás, era un fallo del comandante Shikin poner tanta confianza en el fuego. ¿Por qué no habrían creado junto al despacho de los diseñadores un despacho para un oper de diseños que examinara todos los croquis enviados a destruir?).

Sologdin tomó un lápiz grueso y blando, tachó varias veces su esquema, negligentemente, y lo ensució.

Luego lo desclavó, lo desgarró por un lado, puso encima el papel cobertor sucio y metió debajo otro papel inútil, estrujó todo el conjunto y lo entregó a la delineante.

—Tres hojas, por favor.

Luego se sentó, abrió un vademécum para disimular y fue observando lo que pasaba con su hoja. Miraba si alguno de los diseñadores se acercaba a examinar las hojas.

Pero entonces los convocaron a una reunión. Todos se concentraron y se sentaron.

El teniente coronel, jefe de la oficina, sin levantarse de la silla ni hacer mucho hincapié, empezó a hablar del cumplimiento de los planes, de los nuevos planes y de los deberes sociales voluntarios. Puso en el plan el proyecto técnico del codificador absoluto, pero ni él mismo creía que al final del año próximo se consiguiera dicho codificador. Presentaba las cosas de manera que a los diseñadores les quedaran salidas de repuesto para impugnar los plazos.

Sologdin estaba sentado en la última fila, con su mirada clara fijada en la pared por encima de las cabezas de los demás. La piel de su rostro era lisa, fresca, no se podía pensar que en aquel momento estuviera pensando en algo o preocupado por algo, sino que aprovechaba la reunión como una oportunidad para descansar.

Sin embargo, era todo lo contrario: estaba reflexionando con una tensión intensísima. Como aquellos aparatos ópticos cuyos espejos plurifacetados reciben y reflejan rayos de luz alternativamente gracias a sus diversos lados, también sus pensamientos giraban y arrojaban destellos sobre ejes que no se cortaban ni eran paralelos.

Y de pronto, de la manera más sencilla, sencilla a no poder más, cayó sobre él la sospecha como un vuelo de piedra: ¿no le estarían vigilando desde anteayer, desde que Antón vio aquella hoja? Apenas las muchachas sacaran los papeles por la puerta le quitarían su codificador.

Empezó a revolverse como si le pincharan. A duras penas esperó el final de la reunión para acercarse rápidamente a las delineantes. Estaban levantando acta.

—Les he entregado una hoja por error… Perdonen… Es esta. Esta.

La llevó a su mesa. La depositó en ella con la parte posterior para arriba. Miró a su alrededor. Larisa no estaba, nadie la había visto. Con unas tijeras grandes, cortó rápida e irregularmente la hoja por la mitad, otra vez por la mitad, y cada cuarta parte en cuatro partes más.

Así sería más seguro. Era otro fallo del comandante Shikin: ¡no les había obligado a dibujar sus esquemas en libros numerados y lacrados!

En un rincón, de espaldas a la sala, Sologdin metió el fajo de dieciséis hojitas en su seno, bajo el mono deforme.

La caja de cerillas estaba siempre en su mesa, para pequeñas incineraciones.

Salió de la oficina de diseñadores con paso preocupado. Dejó el pasillo principal y tomó otro lateral, hacia los retretes.

En el vestíbulo de estos, el preso Tiuniukin, conocido chivato, estaba lavándose las manos bajo el grifo. En los retretes, además de los urinarios, había cuatro cabinas cerradas seguidas. La primera estaba cerrada (Sologdin lo comprobó tirando de la puerta), las dos centrales aparecían entreabiertas y por lo tanto vacías, la cuarta estaba cerrada también, pero cedió a la presión de su mano. En ella había un buen cerrojo. Sologdin entró, cerró y se mantuvo quedo.

Sacó dos hojas del pecho, sacó las cerillas Victoria, y esperó. No encendió la cerilla temiendo que la llama pudiera ser vista por su reflejo en el techo, y que el olor a chamusquina se extendiera rápidamente por el lavabo.

Llegó alguien más. Luego se marcharon tanto este como el que estaba en la primera cabina. Sologdin frotó la cerilla. La cabeza llameó y cayó sobre su pecho. La cabeza del segundo fósforo no se soltó, pero su fuego fue impotente para abarcar el cuerpo retorcido y marrón de la cerilla.

Sologdin soltó mentalmente un taco de uso corriente en el campo de concentración. ¡Cerillas que no se encienden ni arden! ¿En qué país hay algo semejante? ¡Ni fabricadas adrede! ¡Victoria! ¿Cómo pudieron conseguir la victoria?

La tercera cerilla se rompió al presionarla. La cuarta ya la sacó rota de la caja. A la quinta le faltaba fósforo en tres lados de la cabeza.

Furioso, Sologdin retorció varias cerillas y rascó el conjunto. Se encendieron. Aplicó el papel. El papel Whatman ardía a disgusto. Sologdin lo inclinó para dejar el fuego debajo. Al inflamarse, el fuego empezó a quemarle los dedos. Con mucho cuidado, Sologdin puso las hojas encendidas en posición vertical dentro de la taza del retrete, al lado del agua. Sacó otro fajo y empezó a encender las hojas con el fuego de las primeras, corrigiendo la posición para que dichas primeras ardieran hasta el fin. La negra ceniza se contraía y flotaba por el agua como un barquito.

Se encendió el segundo fajo. Sologdin lo dejó caer y fue poniendo hojas encima del mismo. El nuevo papel añadía llama, y el humo acre de la combustión se deslizaba hacia arriba.

En aquel momento entró alguien que se encerró en la cabina siguiente a la contigua. ¡Y el humo iba saliendo!

Podía ser un amigo.

Podía ser también un enemigo.

Tal vez el humo no llegara hasta allí. O quizás aquella persona ya había advertido el olor a chamusquina e iba a dar la alarma.

Cosquilleó la tos en la garganta de Sologdin, pero supo contenerla.

Y de pronto se encendió todo el papel, y una columna de luz amarilla golpeó el techo. La llama ardía vivamente, secando las paredes de la taza del retrete. Era de temer que el fuego la rompiera.

Quedaban todavía dos hojitas, pero Sologdin no las añadió al fuego. Se terminaba la combustión. Hizo caer estrepitosamente el agua, que estrujó todo el revoltillo de ceniza negra y se lo llevó.

Y esperó inmóvil.

Llegaron dos reclusos a hacer aguas menores, iban charlando:

—Sólo procura entrar en el paraíso… sobre espaldas ajenas.

—Tú compruébalo en el oscilógrafo, ¡y nada de cooperar!

Se marcharon. Pero enseguida llegó otro y se encerró en una cabina.

Sologdin permanecía de pie, humillantemente oculto. Se le ocurrió de pronto mirar lo que había en las hojas que habían quedado. Una de ellas era una esquina y sólo abarcaba un extremo del esquema. Después de separar la parte importante, Sologdin echó el resto en la papelera. Pero la segunda hoja contenía la parte central del esquema, por lo que empezó a romperla con mucha paciencia en pequeñísimos trozos que apenas se sostenían en sus uñas.

Hizo correr el agua y salió impetuosamente al pasillo amparado en su bramido.

Nadie advirtió su presencia.

En el pasillo principal empezó a caminar lentamente. Y entonces pensó: «Quemas la fragata de la esperanza y sólo temes que se rompa la taza del retrete o que adviertan la chamusquina».

Volvió a la oficina y escuchó distraído lo que Yemina le decía acerca de los remaches. Le pidió que se apresurara con las copias.

Ella no comprendía nada.

No habría podido comprender.

Tampoco él lo comprendía todavía. Había en todo aquello muchas cosas que no estaban claras. Sin preocuparse de adoptar el aspecto de «hombre que trabaja», sin abrir el estuche de bolígrafos, ni los libros, ni los esquemas, Sologdin apoyó la cabeza y permaneció sentado mirando con ojos que nada veían.

De un momento a otro se acercarían a él y le dirían que el ingeniero coronel le llamaba.

Y, efectivamente, lo llamaron, pero quien quería verlo era el teniente coronel.

Se habían quejado los del laboratorio de filtros porque hasta el presente no había entregado el esquema de dos soportes que habían encargado. El teniente coronel no era un hombre grosero. Frunciendo el ceño, se limitó a decir:

—¿Tan difícil es, Dmitri Alexánych? Lo encargaron el jueves. Sologdin se puso firme:

—Perdone. Los estoy terminando. Dentro de una hora estarán listos. Todavía no los había empezado, pero no podía confesar que aquel trabajo requería sólo una hora.