En el Centro de Marfino, la parte operativa de la Cheka se subdividía en el comandante Mishin, oper de la cárcel, y el comandante Shikin, oper de la producción. Al moverse en diferentes organismos y cobrar su salario de diferentes cajas, no rivalizaban entre ellos. Pero algo así como una especie de pereza les impedía colaborar: sus despachos estaban en diferentes edificios y en diferentes pisos; no hablaban por teléfono de asuntos de trabajo; al tener el mismo grado militar, cada uno consideraba humillante ser el primero de ir a visitar, y en cierto modo saludar, al otro. Así pues, uno trabajaba sobre las almas nocturnas y el otro sobre las diurnas, y pasaban meses sin verse, aunque en los informes y planes trimestrales cada uno hablaba de la necesidad indispensable de una estrecha relación en el trabajo operativo del Centro de Marfino.
En cierta ocasión, leyendo el Pravda, el comandante Shikin se quedó meditabundo ante el título de un artículo; «uno que ama su profesión». (El artículo era de un propagandista cuya mayor afición en este mundo era explicar cosas a los demás: a los obreros la importancia de elevar la productividad; a los soldados la necesidad del sacrificio; a los electores la perfección del bloque de los comunistas y los no suscritos al partido). A Shikin le gustó la expresión. Concluyó que tampoco él, al parecer, se había equivocado en la vida: nunca se sintió inclinado por ninguna otra profesión; amaba la suya y esta le correspondía.
En su época, Shikin había terminado la carrera en la Academia de la GPU. Después había seguido unos cursos de perfeccionamiento para jueces, pero había estado poco tiempo en el trabajo específico de jurista, por lo que no podía darse el nombre de juez. Había hecho un trabajo operativo en la sección de transporte de la GPU; había sido observador especial del NKVD en el asunto de unos votos hostiles en los sufragios secretos para el Soviet Supremo; durante la guerra fue jefe del Departamento de Censura Militar; luego estuvo en la comisión de repatriaciones, después en un campo de control de filtraciones; más tarde de instructor especial en la expulsión de griegos del Kubán y del Kazajstán, y finalmente, oper en el Instituto de Investigación de Marfino. Todas estas ocupaciones se encerraban en una sola palabra: operchekista.
El operchekismo era auténticamente la profesión preferida de Shikin. ¡A qué camarada colega no le habría gustado!
La profesión no era peligrosa. En toda operación se aseguraba la supremacía en las fuerzas: dos o tres chekistas armados contra un solo enemigo desarmado, desprevenido y a veces medio dormido.
En cambio, se pagaba muy bien, daba derecho a comprar en las mejores tiendas reservadas, a los mejores apartamentos confiscados a los condenados, a pensiones más elevadas que las de los militares y a balnearios de primera clase.
No agotaba las energías: la profesión no tenía una norma que cumplir. Cierto que los amigos habían contado a Shikin que en 1937 y en 1945 los jueces habían trabajado como mulas, pero el propio Shikin no se había encontrado en ese torbellino y no acababa de creérselo. En las épocas buenas se podía dormitar durante meses tras el escritorio. El estilo general de trabajo en el MVD-MGB era la lentitud. A la lentitud natural de toda persona bien cebada se añadía la lentitud impuesta por las normas para influir mejor sobre la mente del detenido y conseguir sus confesiones: proceder lentamente al afilar el lápiz, al elegir la pluma, los papeles, al anotar pacientemente en el acta una serie de cosas inútiles y de datos establecidos. Esta contagiosa lentitud en el trabajo repercutía magníficamente sobre los nervios de los chekistas y daba lugar a la longevidad de dichos trabajadores.
No menos apreciado por Shikin era el método de trabajo del chekista. Todo consistía, en esencia, en una información en su aspecto puro, una información absoluta (que expresaba el rasgo característico del socialismo). Ninguna conversación terminaba simplemente como una conversación: de modo necesario se culminaba con la redacción de una denuncia, con la firma de un acta, o con la promesa firmada de no dar declaraciones falsas, de mantener el secreto, de no abandonar la ciudad, de informar, de entregar. Era necesaria la atención paciente y la puntualidad, que destacaban en el carácter de Shikin, para no armarse un caos con aquellos papeles, sino distribuirlos, graparlos y encontrar siempre cualquiera de ellos. (Como oficial, el propio Shikin no podía realizar el trabajo físico de grapar papeles, lo hacía una solterona del secretariado general, larguirucha y cegata, que había prestado el correspondiente juramento).
Pero lo que más le gustaba a Shikin del trabajo de oper era que confería autoridad sobre las personas, conciencia de omnipotencia, y a los ojos de la gente envolvía en un aire de misterio a sus colaboradores.
Shikin encontraba halagador el respeto, e incluso la timidez, que encontraba en sus colegas, también chekistas pero no oper. Todos ellos, incluso el ingeniero coronel Yákonov, debían rendirle cuentas de sus actividades a la primera indicación de su parte, mientras que él no las rendía ante ninguno de ellos. Cuando Shikin, con su cara morena y sus cabellos canos cortados a cepillo, subía por la amplia escalera alfombrada, con la gran cartera bajo el brazo, incluso los tenientes femeninos del MGB se apartaban tímidamente, aun siendo espaciosa dicha escalera, y se apresuraban a ser las primeras en saludar. Shikin sentía entonces orgullosamente su valía y su carácter especial.
Si le hubieran dicho —nadie se lo dijo nunca— que era merecedor de odio, que era un verdugo para otras personas, habría mostrado una indignación nada fingida. Atormentar a los hombres nunca había sido para él un placer ni un objetivo. Ciertamente, existían personas así, las había visto en el teatro, en el cine, eran sádicos, apasionados amantes de los suplicios, no tenían nada de humano, pero siempre se trataba de miembros de la Guardia Blanca o de fascistas. Por su parte, Shikin sólo cumplía con su deber, y su único objetivo era que nadie hiciera ni pensara nada nocivo.
Un día, en la escalera principal de la sharashka, por la que pasaban reclusos y externos, encontraron un sobre que contenía ciento cincuenta rublos. Los dos técnicos-tenientes que lo habían hallado no pudieron guardárselo ni buscar secretamente a su dueño precisamente porque eran dos. Por esta razón entregaron el hallazgo al comandante Shikin.
Dinero en una escalera por la que pasaban presos, dinero caído a los pies de quienes tenían rigurosamente prohibido poseerlo, ¡equivalía a una cuestión de Estado extraordinaria! Pero Shikin no hinchó el caso, se limitó a colgar un anuncio en la escalera:
Quien haya perdido 150 rublos en la escalera
puede recuperarlos acudiendo al comandante
Shikin a cualquier hora.
No era poco dinero. Pero era tanto el respeto que inspiraba Shikin, y tanta la timidez que sentían ante él, que pasaron días y semanas sin que nadie se presentara a reclamar la maldita pérdida. El anuncio se tornó amarillento, se cubrió de polvo, se desenganchó una de las esquinas, y finalmente alguien añadió con lápiz azul en letras de molde:
¡ENGULLETELOS TÚ, PERRO!
El oficial de servicio arrancó el anuncio y lo llevó al comandante. Después de esto, Shikin estuvo mucho tiempo recorriendo los laboratorios y comparando los matices de los lápices azules. La grosera palabrota había ofendido inmerecidamente a Shikin. No se disponía en absoluto a apropiarse del dinero ajeno. Deseaba muchísimo más que se presentara la persona y se pudiera abrir contra él un expediente aleccionador, someterlo a crítica en todas las reuniones sobre la necesidad de estar alerta, pero el dinero, por favor, el dinero había que entregarlo.
Sin embargo, como es natural, tampoco había que tirarlo. Dos meses después, el comandante se lo regaló a la solterona larguirucha del ojo con cataratas que le grapaba los papeles una vez por semana.
El diablo lio y encadenó a Shikin, modelo de marido hasta entonces, a esta secretaria de treinta y ocho años muy desatendidos, de bastas y gruesas piernas, a la que llegaba sólo hasta el hombro. Descubrió en ella algo todavía no experimentado. Esperaba con impaciencia el día de su llegada, y olvidó la prudencia hasta tal punto que durante unas obras de reparación, en un local provisional, fue sorprendido: dos presos, un carpintero y un yesero los oyeron e incluso los vieron por una rendija. Se divulgó el caso, y los presos se burlaban entre sí de su pastor espiritual. Querían enviar una carta a la esposa de Shikin, pero no sabían la dirección. En su lugar, lo denunciaron a sus jefes.
Pero no consiguieron derribar al oper. El teniente general Oskolupov amonestó a Shikin, pero no por sus relaciones con la secretaria (esto pertenecía al campo de los principios morales de la secretaria), ni porque estas relaciones tuvieran lugar en horas de trabajo (ya que la jornada del comandante Shikin no estaba sujeta a horario), sino sólo porque se habían enterado los reclusos.
El lunes 26 de diciembre, el comandante Shikin llegó al trabajo poco después de las nueve de la mañana, aunque si hubiera llegado a la hora de comer nadie, tampoco, le habría podido amonestar.
En el segundo piso, frente al despacho de Yákonov, había una cavidad o espacio cilíndrico nunca iluminado por bombilla eléctrica alguna. En este espacio se abrían dos puertas: una daba al despacho de Shikin, la otra al Comité del Partido. Ambas puertas estaban forradas de piel negra y no ostentaban ningún letrero. La vecindad de las puertas en el oscuro espacio era muy cómoda para Shikin: desde fuera no se podía espiar en qué puerta se metía la gente.
Al llegar a la puerta, Shikin se encontró con el secretario del Comité del Partido, Stepánov, hombre flaco y enfermo con gafas de reflejos plúmbeos. Se estrecharon la mano. Stepánov propuso en voz baja:
—¡Camarada Shikin! —a nadie llamaba por su nombre y patronímico—. ¡Pasa, haremos correr las bolas!
La invitación se refería al billar de sobremesa del Comité. Shikin había ido alguna vez a darle a las bolas, pero hoy lo esperaban muchos asuntos importantes, y meneó con dignidad su cabeza plateada.
Stepánov suspiró y fue a empujar bolas en solitario.
Al entrar en el despacho, Shikin depositó cuidadosamente la cartera sobre la mesa. (Todos los papeles de Shikin eran confidenciales o secretos de Estado, se guardaban en la caja fuerte y nunca se sacaban del despacho, pero andar sin cartera no impresionaba a las mentes. Por eso se llevaba la cartera, y en ella, para leer en casa, las revistas Ogoniok, Cocodrilo y Alrededor del Mundo, a las que habría podido suscribirse personalmente por cuatro cuartos). Luego paseó por la alfombra, se detuvo ante la ventana y volvió a la puerta. Parecía como si los pensamientos lo esperaran escondidos por allí, en el despacho, tras la caja fuerte, tras el sofá, tras el armario, y ahora lo rodearan todos a la vez requiriendo su atención.
¡Cuántos asuntos! ¡Cuántos asuntos!
Se frotó el corto y cano cepillo de su pelo con las palmas de las manos.
En primer lugar, debía comprobar una importante iniciativa madurada por él en el curso de muchos meses, aprobada recientemente por Yákonov, puesta ya en práctica, explicada en los laboratorios, pero que todavía no funcionaba bien. Era una nueva normativa para los diarios de trabajo secretos. Después de analizar con suma atención el planteamiento de la vigilancia de secretos en el Instituto de Marfino, el comandante Shikin determinó, y estaba muy orgulloso de ello, que en esencia no se había establecido aún un auténtico secretismo. Cierto que en cada sala había armarios incombustibles de acero, de la altura de un hombre, en número de cincuenta, procedentes del botín de guerra de la firma Lorenz; cierto también que todos los documentos secretos, semisecretos o adyacentes a los secretos, se encerraban en estos armarios en presencia de los oficiales de turno durante el descanso del almuerzo, el descanso de la cena y durante la noche. El trágico fallo consistía en que sólo se encerraban los trabajos terminados y por terminar. Sin embargo, todavía no se encerraban en los armarios de acero los destellos del pensamiento, las primeras suposiciones, las vagas hipótesis, todo aquello de donde nacerían los trabajos del próximo año, es decir, las perspectivas en sí. Un espía hábil que entendiera de técnica sólo necesitaría penetrar en la sharashka a través del alambre de espino, encontrar en el contenedor de basuras un pedazo de papel secante con un croquis o un esquema, salir luego de allí, y ya el espionaje norteamericano se habría apoderado de la orientación de nuestros trabajos. Hombre concienzudo, el comandante Shikin obligó un día al portero Yegorov a extender en su presencia toda la basura del contenedor por el patio. Se encontraron dos papeles húmedos, helados, con nieve y ceniza, en los cuales se habían trazado unos esquemas. Shikin no tuvo reparo en coger aquella porquería por una de sus esquinas y ponerla sobre la mesa del coronel Yákonov. ¡Y Yákonov no tuvo otra salida! Se aceptó el proyecto de Shikin: se establecerían diarios de trabajo secretos, individuales, con el nombre de su propietario. Se adquirieron inmediatamente los cuadernos adecuados en los almacenes de papelería del MGB: contenían doscientas grandes páginas cada uno, y fueron numerados, atados y lacrados. El propósito era distribuir los diarios entre todos, excepto los cerrajeros, los torneros y el portero. Se impuso la obligación de no escribir en ningún otro papel que el de las páginas del diario de cada uno. Además de abolir los perniciosos borradores, este punto representaba una segunda iniciativa importante: ¡el control del pensamiento! Como quiera que cada día era preciso escribir la fecha, el comandante Shikin podría controlar a cualquier preso, saber si había pensado mucho el miércoles y qué novedades se había inventado el viernes. Los doscientos cincuenta diarios serían otros tantos doscientos cincuenta Shikines colgando incesantemente sobre la cabeza de cada recluso. Los presos siempre son astutos y holgazanes, siempre procuran no trabajar, si es posible. Al obrero se le controla por su producción. ¡Pero el invento del comandante Shikin consistía en controlar a un ingeniero, a un científico! (¡Qué lástima que a los oper no les dieran el Premio Stalin!). Hoy, precisamente, debía controlar si se habían distribuido los diarios y si había empezado la tarea de llenarlos.
Otra preocupación de Shikin en el día de hoy era completar la lista de los presos que formarían parte de un traslado señalado para aquellos días por las autoridades penitenciarias, y precisar para cuándo, exactamente, le prometían los medios de transporte.
También absorbía la atención de Shikin el grandioso «Expediente por la Rotura de un Torno», que él había abierto pero que de momento no avanzaba como debiera. Se trataba de que diez presos habían trasladado un tomo desde el Laboratorio 3 a los talleres mecánicos, y se había producido una fisura en la pata del torno. En una semana de investigación se habían llenado ochenta páginas del acta, pero la verdad no se ponía en claro de ninguna manera: los interfectos reclusos no eran novatos.
También era preciso abrir una investigación para averiguar de dónde había salido el libro de Dickens que Doronin había denunciado diciendo que lo leían en la sala semicircular, en particular Abramson. Llamar a interrogatorio al propio Abramson, que era reincidente, sería perder el tiempo. Por lo tanto habría que llamar a los externos de su entorno y asustarlos de inmediato diciéndoles que se había descubierto todo, que Abramson había confesado.
¡Shikin tenía hoy tantos asuntos! (¡Y aún no sabía qué novedades le contarían sus informadores! ¡No sabía que iba a tener que estudiar la burla de los tribunales bajo la forma del espectáculo El juicio del príncipe Igor!). Desesperado, Shikin se frotó las sienes y la frente para que toda esta multitud de pensamientos cupieran de algún modo en su cabeza, se depositaran en ella.
Tras una vacilación, no sabiendo por dónde empezar, Shikin decidió ir a las masas, es decir, pasearse un poco por el pasillo con la esperanza de tropezar con algún informador que con un movimiento de cejas le diera a entender que su delación era urgente, que no podía esperar la llamada regular prevista por la gráfica.
Pero apenas salió y se encontró junto a la mesa del ordenanza externo, oyó que este hablaba por teléfono de la creación de un nuevo grupo de trabajo.
¿Cómo? ¿Era posible tanto ímpetu? ¿Se había formado un nuevo grupo en el centro, en domingo, en ausencia de Shikin?
El ordenanza se lo contó todo.
¡El golpe fue muy fuerte! ¡Había venido el viceministro, habían venido unos generales, y Shikin no estaba en el centro! El disgusto se apoderó del comandante. ¡Dar motivo al viceministro para que pensara que Shikin no se molestaba en la vigilancia política! Y no prevenirle a él, no consultárselo antes: en un grupo de tanta responsabilidad no se podía incluir a ese maldito Rubin, hombre de dos caras, falso de pies a cabeza, un hombre que juraba creer en la victoria del comunismo pero se negaba a ser informador. ¡Y encima llevaba aquella barba provocativa, el muy canalla! ¡Que se la afeitaran!
El cabezudo Shikin se dirigió a la sala 21 con presurosa lentitud, moviendo cautelosamente sus piececillos calzados con zapatos de niño.
Por lo demás, tenía la manera de hacérselas pagar a Rubin: hacía unos días había entregado la petición de turno al Tribunal Supremo pidiendo la revisión de su caso. Dependía de Shikin acompañar la petición con un documento que podía ser laudatorio o repugnantemente negativo (como en las pasadas veces).
La puerta número 21 era compacta, sin paneles acristalados. El comandante la empujó y resultó estar cerrada. Llamó. No se oyeron pasos pero la puerta se entreabrió de repente. En el umbral estaba Smolosidov con su tupé negro de mal agüero. Al ver a Shikin no se movió ni acabó de abrir la puerta.
—Buenos días —dijo Shikin de un modo vago, poco acostumbrado a semejante recibimiento. Smolosidov era aún más oper que el propio Shikin.
El moreno Smolosidov permanecía inmóvil con sus torcidos brazos ligeramente separados, arqueado como un boxeador. Y guardaba silencio.
—Yo… A mí… —se desconcertó Shikin—. Déjeme pasar, necesito conocer este grupo.
Smolosidov retrocedió medio paso sin dejar libre el camino a la sala, y atrajo a Shikin con el dedo. Shikin se introdujo en la estrecha abertura y volvió la cabeza siguiendo el dedo de Smolosidov. En la segunda tabla de la puerta, por la parte de dentro, habían clavado un papel:
«Lista de personas que tienen acceso a la sala 21:
1. El viceministro del MGB, Selivanovski
2. El jefe de departamento, teniente general Bulbaniuk
3. El jefe de departamento, teniente general Oskolupov
4. El jefe de grupo, ingeniero comandante Reutmann
5. El teniente Smolosidov
6. El preso Rubin
V.º B.º,
el Ministro de Seguridad del Estado,
Abakumov».
Shikin retrocedió hasta el pasillo lleno de piadoso temblor.
—Necesitaría… llamar a Rubin… —dijo en un murmullo.
—¡Imposible! —rechazó Smolosidov, también en un murmullo.
Y cerró la puerta.