Los reclusos se dispersaron, abatidos, para ir a trabajar. Incluso los que estaban presos desde hacía tiempo se sentían anonadados por la crueldad de la nueva medida. La crueldad, en este caso, era doble. Una, porque conservar el fino hilo vivificante de la relación con los parientes sólo era posible ahora al precio de una denuncia policial contra ellos. En realidad, muchos de los que estaban en libertad conseguían aún ocultar que tenían parientes tras las rejas, y únicamente eso les aseguraba trabajo y vivienda. La segunda crueldad era que se rechazaba a las esposas y a los hijos no legítimos, se rechazaba a los hermanos, a las hermanas y con mayor motivo a los primos. Sin embargo, después de la guerra, de sus bombardeos, evacuaciones y hambres, a muchos presos no les quedaban otros parientes. Y como un arresto no permite preparación alguna, ni confesarse, ni comulgar, ni saldar cuentas con la vida, muchos dejaron fuera a fieles compañeras sin la sucia estampilla del juzgado en el pasaporte. Y ahora estas compañeras eran declaradas personas ajenas…
En el interior del amplio Telón de Acero, que rodeaba todo el perímetro del país, había caído alrededor de Marfino otro telón, estrecho, compacto, de acero.
Incluso los más empedernidos entusiastas del trabajo forzado sintieron que se les paralizaron los brazos. Al sonar el timbre, fueron saliendo lentamente, y luego se congregaron en los pasillos fumando y charlando. Sentados ya en sus mesas de trabajo volvieron a fumar y a conversar, y la cuestión capital que les preocupaba era por qué el archivo central del MGB no había reunido y sistematizado ya los datos de todos los parientes de los presos. Los novatos y los ingenuos consideraban la Seguridad del Estado como algo todopoderoso y omnisciente que no necesitaba de estas listas-denuncia. Pero los viejos presos veteranos meneaban gravemente la cabeza y explicaban que la Seguridad del Estado era un mecanismo tan enorme y absurdo como toda nuestra máquina gubernamental; la Seguridad del Estado tenía en desorden el archivo de los parientes; tras las puertas forradas de piel negra de los despachos de personal y de los departamentos especiales «no cazaban ratones» (les bastaba el cocido de la Administración), no sacaban datos de las innumerables encuestas; las oficinas de las prisiones no hacían los necesarios y puntuales resúmenes de los libros de entrevistas y registro de paquetes; por lo tanto, la lista de parientes exigida por Klimentiev y Mishin era el más seguro golpe mortal que un preso podía descargar sobre sus parientes.
Así hablaban los presos, y ninguno tenía ganas de trabajar.
Pero aquella mañana, precisamente, empezaba la última semana del año, y durante aquella semana las autoridades del instituto tenían intención de dar un salto heroico que les permitiera cumplir el plan anual de 1949 y el plan de diciembre; elaborar y aprobar el plan anual para 1950, el plan del trimestre de enero-marzo, el plan para enero y finalmente el plan para la primera decena de enero. Todo lo referente al papeleo correspondía a las propias autoridades. Todo lo que era trabajo correspondía a los presos. Por ello, conseguir el entusiasmo de los presos era hoy especialmente importante.
Las autoridades del Instituto desconocían por completo el demoledor comunicado matinal de las autoridades de la cárcel, que estas habían llevado a cabo de acuerdo con su plan anual.
¡Nadie podía acusar al Ministerio del Interior de llevar una vida evangélica! Pero sí tenía un rasgo muy evangélico: la mano derecha no se enteraba de lo que hacía la izquierda.
El comandante Reutmann, en cuyo rostro, refrescado por el afeitado, no quedaban huellas de sus dudas nocturnas, convocó una reunión de productividad con el fin de informar sobre la planificación. Participaban en ella todos los presos y todos los externos del laboratorio de acústica. Reutmann tenía los labios abultados como un negro en una cara inteligente y alargada. Sobre el flaco pecho de Reutmann, sobre una guerrera que le venía ancha, colgaba un correaje totalmente innecesario y en cierto modo inoportuno. Quiso armarse de valor y animar a sus subordinados, pero el espíritu de la desmoralización había penetrado ya bajo las bóvedas de la sala: la mitad de la misma estaba vacía, faltaban los bancos del Vocoder, que se habían llevado; faltaba también Prianchikov, la perla de la corona de acústica; faltaba Rubin, encerrado con Smolosidov en el tercer piso; finalmente, el propio Reutmann tenía prisa por terminar cuanto antes e irse con ellos.
De los externos faltaba Símochka, que de nuevo tenía su turno a partir de la hora de comer en sustitución de algún otro compañero. ¡Por lo menos no estaba! ¡Por lo menos esto aliviaba ahora a Nerzhin! No tenía que comunicarse con ella por signos y papelitos.
En esa reunión, Nerzhin permanecía recostado en el respaldo flexible de su silla con los pies en el aro inferior de otra silla. Miraba sobre todo hacia la ventana.
Se había levantado un viento del oeste visiblemente húmedo que daba un tono plomizo al cielo nuboso, y la nieve caída empezó a disgregarse y a contraerse. Empezaba otro absurdo y putrefacto deshielo.
Nerzhin estaba adormilado, con el rostro fofo, y profundas arrugas bajo la luz grisácea. Experimentaba la sensación de la mañana del lunes, familiar a muchos presos, cuando parece que faltan fuerzas para moverse y para vivir.
¡Qué significaban unas entrevistas una vez al año! Ayer había tenido una entrevista. ¡Tenía la sensación de haber dicho lo más urgente, lo más indispensable, por mucho tiempo! ¿Y hoy ya…?
¿Cuándo se lo diría? ¿Por carta? ¿Cómo puede escribirse semejante cosa? ¿Podía comunicar su puesto de trabajo? Después de lo de ayer estaba muy claro: no podía.
¿Debía explicarle que era preciso cortar la correspondencia porque no podía dar datos sobre ella? ¡Pero la dirección del sobre sería ya una denuncia!
¿Y si no le escribiera nada en absoluto? Pero ¿qué pensaría ella? Ayer aún sonreía a su mujer, ¿debería ahora callar para siempre?
La sensación de unas tenazas —no unas tenazas metafóricas cualquiera, sino unas enormes tenazas de cerrajero con las bocas dentadas y abertura suficiente para oprimir el cuello humano—, la sensación de que se juntaban sobre su cuerpo, le cortaba la respiración.
¡Imposible encontrar una salida! Todo andaba mal.
El culto y miope Reutmann miraba con ojos dulces a través de sus gafas de astigmático. Con voz nada autoritaria, con matices de cansancio y súplica, hablaba de planes, de planes y más planes.
Sin embargo, estaba sembrando sobre piedras.
Nerzhin continuaba sentado, estrechamente rodeado de sillas y de mesas, sin aire ni movimiento, oprimido por aquellas mandíbulas de cerrajero, con aspecto anonadado y las comisuras de los labios apuntando para abajo. Sus ojos estrechos se fijaban con indiferencia en la oscura valla, en la torre con su «cancerbero», que emergía directamente ante la ventana.
Pero tras su rostro, inocentemente inmóvil, se debatía la ira.
Pasarían los años y todos estos hombres que habían escuchado con él la comunicación de la mañana, todos estos hombres ahora sombríos, indignados, desmoralizados, hirviendo de rabia, cambiarían: unos yacerían en sus tumbas, otros se ablandarían y dulcificarían, olvidarían unos terceros, renunciarían, pisotearían aliviados su pasado carcelario, y otros incluso lo tergiversarían y llegarían a decir que aquello era sensato y no implacable, y quizá ninguno de ellos tendría ánimo para echar en cara a los verdugos de hoy lo que habían hecho con el corazón humano.
La cuesta de la montaña es superable, la desgracia olvidadiza.
¡Qué impresionante cualidad de los hombres esa de olvidar! Olvidar lo que juraron en 1917. Olvidar lo que prometieron en 1928. Año tras año descendieron embrutecidos peldaño a peldaño: en su orgullo, en su libertad, en su vestir y en su comer. Esto hace más corta la memoria y más pacífico el deseo de esconderse en una zanja, en una grieta, en una hendidura y vivir allí de cualquier manera posible.
Pero Nerzhin sentía su deber y su vocación más fuertemente que todos ellos. Conocía su completa capacidad para no desviarse nunca, para no enfriarse, para no olvidar jamás.
Y por todo, por todo aquello, por los interrogatorios con tortura, por los moribundos que fallecían en los campos de concentración, y por la comunicación de hoy por la mañana, ¡un recuerdo clavado con cuatro clavos! Cuatro clavos clavando su mentira, en las palmas de las manos y en las rodillas, para que esa mentira colgara y hediera hasta que el sol se apagara, hasta que la vida se petrificara sobre el planeta Tierra.
Y, si nadie más lo hacía, Nerzhin clavaría personalmente aquellos cuatro clavos.
Sí, cuando las tenazas de cerrajero nos oprimen no estamos dispuestos a las sonrisas escépticas de Pirrón.
Aunque no escuchaban, los oídos de Nerzhin oían lo que decía Reutmann. Sólo cuando este empezó a hablar una y otra vez de «deberes sociales», Gleb tembló de asco. En cierto modo había asumido lo de los «planes». Nerzhin redactaba dichos planes con ingenio. Intentaba que la decena de puntos fuertes del plan anual no acarreara grandes trabajos: que el trabajo ya estuviera hecho en parte, que no exigiera esfuerzo o fuera un espejismo. Pero cada vez que un plan magníficamente pulido por él a cepillo y garlopa era presentado a su aprobación, y se aprobaba y se consideraba el límite de sus posibilidades, acto seguido, en contradicción con este límite reconocido y burlándose de los sentimientos del recluso, cada mes proponían a Nerzhin que añadiera al plan su voluntaria aportación socialista y científica.
Después de Reutmann intervino un externo y luego un preso. Adam Veniamínovich preguntó:
—¿Y qué dice usted, Gleb Vikéntich?
¡Cuatro clavos! ¿Qué podía decirle Nerzhin?
No se sobresaltó al oír la pregunta. No dejó caer del oscuro espacio del cerebro los clavos de hierro que tenía ocultos en él. ¡Para combatir aquella fiereza implacable, la astucia debía ser también la de una fiera! Como si sólo esperara este reto, Nerzhin se levantó con muy buena disposición poniendo en su semblante un ingenuo interés:
—El plan de 1949 del grupo de articulación ha sido totalmente ejecutado antes de plazo en todos sus exponentes. Ahora trabajo en la elaboración matemática de los fundamentos teórico-probabilitarios de la articulación frase-pregunta que proyecto terminar en marzo, lo que dará la posibilidad de articular las frases de un modo fundamentado y científico. Además, en el primer trimestre, incluso en el caso de que Lev Grigórich esté ausente, desarrollaré la clasificación de las voces humanas objetiva en la medida en que se recurrirá a instrumentos mecánicos, y subjetiva en su parte descriptiva.
—¡Sí, sí, sí, las voces! ¡Esto es muy importante! —interrumpió Reutmann arrastrado por sus proyectos en fonoscopia.
La severa palidez del rostro de Nerzhin bajo sus cabellos caídos delataba la vida de un mártir de la ciencia, de la ciencia de la articulación.
—Y hay que reanimar la emulación, ciertamente es una gran ayuda —concluyó convencido—. Daremos también deberes sociales el 1 de enero. Considero que, en el año que comienza, nuestro deber es trabajar más y mejor que en el año que acaba —(en el año que acababa no había hecho nada).
Intervinieron dos reclusos más. Y aunque lo más natural habría sido sincerarse con Reutmann ante los reunidos, decirle que no podían pensar en planes, que sus manos no ansiaban trabajar porque hoy les habían arrebatado la última visión de la familia, no era esto lo que esperaban los jefes, que sólo pensaban en el salto laboral hacia adelante. E incluso si alguien lo hubiera manifestado, Reutmann se habría desconcertado y habría parpadeado ofendido, pero la reunión habría seguido de todos modos el camino trazado.
Concluyó la reunión, y Reutmann corrió al segundo piso subiendo las escaleras de dos en dos como un joven, y llamó a la habitación secreta de Rubin.
En ella llameaban ya las hipótesis. Se cotejaban las cintas magnetofónicas.