74

En la sharashka, el toque de diana era a las siete de la mañana.

Pero el lunes, mucho antes de esta hora, llegó un vigilante al dormitorio de los presos y sacudió el hombro del portero. Spiridón roncaba pesadamente. Despertó y miró al vigilante a la luz de las bombillas azules.

—Vístete, Yegorov. Te llama el teniente —dijo el vigilante en voz baja.

Pero Yegorov yacía con los ojos abiertos, sin moverse.

—Escucha lo que te digo, te llama el teniente.

—¿Qué pasa? ¿Qué mosca les ha…? —preguntó Spiridón, que continuaba sin moverse.

—Levántate, levántate —le importunó el vigilante—. No sé qué quiere.

—¡O-o-ah! —se desperezó ampliamente Spiridón poniéndose los pelirrojos brazos en la nuca y bostezando largamente—. ¿Cuándo llegará el día en que no tengamos que levantarnos? ¿Es muy tarde?

—Pronto serán las seis.

—¡No son ni las seis! Bueno, ve tú, de acuerdo.

Y continuó tendido.

El vigilante se movió indeciso y salió.

La bombilla azul iluminaba la esquina de la almohada de Spiridón hasta el ala oblicua de la sombra de la litera superior. Y, en este claroscuro, Spiridón yacía sin moverse con los brazos bajo la cabeza.

Lamentaba no haber visto el final de su sueño.

Iba en un carro cargado de ramas secas (y debajo de estas, unos troncos que no debía ver el guarda forestal), salía al parecer de su bosque y se dirigía a su aldea, pero el camino era desconocido. Desconocido, sí, pero Spiridón veía en sueños con ambos ojos (¡como si los tuviera sanos!), con gran precisión, cada detalle: ora unas raíces abultadas en mitad del camino, ora las astillas causadas por un antiguo rayo, ora un espaciado pinar y arenas profundas en que se hundían las ruedas. También percibía Spiridón los variados aromas del bosque que preceden al otoño, y los inspiraba con fuerza. Respiraba de esta manera porque, aún en sueños, recordaba netamente que era un preso, que su condena era de diez años más cinco de pérdida de los derechos civiles, que había abandonado la sharashka y que seguramente ya se habrían dado cuenta, pero mientras enviaban a los perros debía disponer de tiempo para llevar aquella leña a su esposa y a su hija.

La gran felicidad del sueño, sin embargo, se debía a que el caballo no era un caballo cualquiera, sino la yegua Grivna, de pelo rosado, la más querida de cuantas había tenido Spiridón, la primera que había comprado, de tres años, la que tenía en su hacienda después de la guerra civil. La yegua habría sido gris de no haberle salido unos puntos rojos en el pelo bayo uniforme, y por estos puntos su pelaje recibía el nombre de «rosado». Con aquel animal se había abierto camino en esa época, y era el que había enganchado al carruaje que condujera secretamente a la boda a su prometida Marfa Ustinovna.

Spiridón iba en el carro y se asombraba, feliz, de que Grivna continuara viva en el presente, arrastrara la carga cuesta arriba sin tropezones, como antes, y tirara celosamente del carro por la arena. Toda la inteligencia de Grivna estaba en sus orejas, unas orejas largas, grises, sensibles, con cuyos pequeños movimientos le decía a su amo, sin volverse, que entendía lo que en aquel momento se exigía de ella y que estaría a la altura de la tarea. Mostrarle el látigo a Grivna, aunque fuera disimuladamente, desde lejos, habría sido ofenderla. Viajando con ella, Spiridón nunca llevaba látigo.

En sueños, sólo le faltaba bajarse y besar a Grivna en el hocico, tan contento estaba de que el animal fuera joven y que por tanto alcanzara a ver, seguramente, el final de su condena. De pronto, en la bajada hacia el arroyo, Spiridón observó que la carga se ladeaba de mala manera y los troncos se deslizaban amenazando derrumbarse completamente en el vado.

Algo así como un empujón lo lanzó del carro al suelo: era el empujón del vigilante.

Spiridón yacía recordando no solamente a su Grivna, sino a la decena de caballos con los que había tenido ocasión de viajar y de trabajar durante su vida (cada uno estaba grabado en su memoria como si fuera una persona viva), y recordaba además los miles de caballos que había visto al pasar, y le dolía que tan gratuitamente, con tan poco seso, hubieran exterminado a los primeros ayudantes del hombre: a unos matándolos de hambre sin avena ni heno, a otros destrozándolos en el trabajo, y a unos terceros vendiéndolos a los tártaros como carne. Spiridón podía comprender lo que se hacía con sensatez. Pero no era posible comprender por qué habían exterminado a los caballos. Decían entonces que el tractor trabajaría por el caballo. Y todo se había cargado sobre las espaldas de las mujeres.

¿Sólo a los caballos habían exterminado? ¿No había talado el propio Spiridón las huertas frutales de las haciendas para que a la gente no le quedara nada que perder y se uniera más fácilmente a la retirada?

—¡Yegorov! —gritó con voz fuerte el vigilante, desde la puerta, despertando a otros dos que dormían.

—¡Ya voy, la madre patria que te…! —replicó ágilmente Spiridón poniendo los pies descalzos en el suelo. Y fue a retirar los calcetines secos del radiador.

La puerta se cerró tras el vigilante. Su vecino, el herrero, le preguntó:

—¿Adónde vas, Spiridón?

—Los jefes me llaman. A ganarme el rancho —dijo irritado el portero.

Poco amante de quedarse en cama cuando vivía en su casa, ahora, en la cárcel, a Spiridón no le gustaba levantarse cuando aún estaba oscuro. Levantarse antes del amanecer bajo la amenaza del palo es lo más fastidioso para un preso.

Pero en el Sev-Ural-Lag, el campo del Norte de los Urales, tocaban diana a las cinco de la mañana.

De modo que en la sharashka había que someterse.

Después de sujetar con largas bandas de paño los extremos de los pantalones acolchados uniéndolos a los zapatos militares, Spiridón, ya vestido y calzado, penetró en la piel azul del mono, se echó encima el chubasquero negro y la gorra de orejeras, se ciñó con un deshilachado cinturón de lona y salió. Le dejaron pasar por la puerta forrada de hierro de la cárcel sin acompañarlo en su camino. Spiridón atravesó el pasillo subterráneo arrastrando por el suelo de cemento sus zapatos herrados y subió al patio por la rampa.

Aún sin ver nada en la semioscuridad de la nevada, Spiridón percibió inequívocamente con los pies que la nieve caída alcanzaba unos treinta centímetros. Por lo tanto había nevado toda la noche, y con copos gordos. Y se abrió camino entre la nieve hacia la lucecita colocada en la puerta de Dirección.

En el umbral de la Dirección de la cárcel apareció el oficial de servicio, el teniente del bigotito. Un momento antes, al dejar a la enfermera, descubrió que algo andaba mal: había caído mucha nieve, y por eso llamó al portero. Con ambas manos metidas en el cinturón, el teniente dijo:

—¡Adelante, Yegorov, adelante! Barre desde la puerta principal hasta el puesto de guardia y desde la Dirección hasta la cocina. Bueno, y aquí… el patio de paseo… ¡Adelante!

—Si todos vamos adelante, no queda nadie —refunfuñó Spiridón atravesando el campo nevado en busca de la pala.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —preguntó amenazador el teniente.

Spiridón volvió la cabeza:

—¡Digo Jawohl, jefe, Jawohl! —Los alemanes, a veces, también le decían gier-gier, y Spiridón a ellos: JawohL—. Diga a los de la cocina que me guarden unas patatas.

—De acuerdo, barre.

Spiridón siempre se comportaba con sensatez, no discutía con sus superiores, pero hoy estaba de un humor especialmente amargo por ser lunes por la mañana, por la necesidad de volver a doblar el espinazo sin haber despegado los ojos, y por la inminencia de recibir una carta de su casa en la que Spiridón presentía alguna mala noticia. Y todo esto, unido a la amargura de los cincuenta años de pisar esta tierra, se convertía en ardor de estómago.

Ya no caía más nieve. Los tilos no hacían el menor movimiento. Estaban blancos. Pero no se trataba de la escarcha de la víspera, fundida a mediodía, sino de la nieve caída durante la noche. Por la oscuridad del cielo, por la calma reinante, Spiridón determinó que aquella nieve no se mantendría por mucho tiempo.

Empezó su tarea sombrío, pero después del primer ataque, de las primeras cincuenta paletadas, trabajó uniformemente y casi hasta con gusto. Tanto Spiridón como su esposa eran así: encontraban en el trabajo un descanso a cuanto se condensaba en su corazón. Y un alivio.

No empezó barriendo el sendero del puesto de guardia hasta Dirección, como se le había ordenado, sino siguiendo su criterio: primero el sendero que conducía a la cocina, y luego, en el patio de paseo, un camino circular —tres palas de madera de ancho— para sus hermanos los presos.

Sus pensamientos no se apartaban de su hija. Su esposa y él habían vivido ya su vida. Los hijos, aunque estaban tras alambre de espino, eran varones. El hombre se fortalece y luego saca provecho de ello. Pero ¿y la hija?

Aunque Spiridón no veía nada con un ojo y sólo tenía tres décimas de visión con el otro, recorrió todo el patio de paseo formando un círculo regular algo alargado, como trazado a medida. Lo recorrió antes de que empezara a amanecer, precisamente antes de las siete, cuando subieron por la rampa los primeros amantes del paseo, Potapov y Jorobrov, que para ello se levantaban más temprano y se lavaban antes del toque de diana.

El aire se les entregaba racionado y era muy apreciado.

—¿Cómo es eso, Danílych? —preguntó Jorobrov levantándose el cuello del ajado abrigo de paisano con el que fuera arrestado en otro tiempo—. ¿Ni siquiera te has acostado?

—¿Acaso nos dejan dormir esas víboras? —replicó Spiridón. Pero ya no le dominaba el rencor de antes. Todas sus ideas sombrías sobre los carceleros le habían abandonado en esta hora de trabajo silencioso. Sin decirlo con palabras, Spiridón pensaba con el corazón que, aunque su hija hubiera faltado en algo, lo pasaba tan mal que habría que darle una respuesta suave y no maldecirla.

Pero incluso este importante pensamiento sobre su hija, que descendía a él desde los inmóviles tilos del amanecer, empezaba también a ser desalojado por los pequeños pensamientos del día: dos tablas cubiertas de nieve en alguna parte, o la escoba, cuyo mango había que sujetar con más fuerza al cepillo.

Además, era preciso ir a limpiar el sendero hasta el puesto de guardia, para los automóviles y para los externos. Spiridón se cargó la pala a la espalda, rodeó el edificio de la sharashka y desapareció.

Sologdin, ligero, esbelto, con la cazadora apenas echada sobre sus hombros sin frío, pasó hacia la leñera. (Cuando iba de esa guisa, pensaba de sí mismo, pero en tercera persona: «Ahora pasa el conde Sologdin»). Después de la absurda agarrada que tuviera con Rubin el día anterior, y de sus irritantes acusaciones, era la primera noche en dos años que dormía mal en la sharashka, y ahora, por la mañana, buscaba el aire, la soledad y el espacio para reflexionar. Había leña aserrada, faltaba partirla.

Potapov, con un capote rojo del ejército que le habían dado en Berlín cuando lo subieron a un tanque de las fuerzas de choque (antes del cautiverio era oficial, pero a los presidiarios no se les reconocía el grado), paseaba lentamente con Jorobrov cojeando un poco con la pierna herida.

Jorobrov apenas había tenido tiempo de sacudirse la modorra y lavarse, pero su odio siempre vigilante ya afectaba a sus pensamientos. Las palabras escapaban de su persona pero parecían describir una infructuosa espiral en el negro cielo y volver a él como un bumerang para atormentarle el corazón.

—¿Cuánto hace que leímos que la cadena Ford convertía al obrero en una máquina, y que era la expresión más inhumana de la explotación capitalista? Pero han pasado quince años y esta misma cadena, con el nombre de flot, se glorifica como la más elevada y nueva forma de producción. En 1945, Chang Kai Chek era nuestro aliado, en 1949 se consiguió derribarlo y por lo tanto es un canalla él y su «pandilla». Ahora intentan derribar a Nehru, y escriben que el régimen de la India es el régimen del palo. Si consiguen derribarlo, escribirán sobre la pandilla de Nehru refugiada en Ceylán. Si no lo consiguen, será nuestro noble amigo Nehru. Los bolcheviques se adaptan al momento presente con tanta desvergüenza que, si necesitan llevar a cabo un nuevo bautizo en masa de Rusia, desenterrarían las correspondientes indicaciones de Marx al respecto, y lo relacionarían con el ateísmo y el internacionalismo.

Potapov siempre estaba melancólico por la mañana. La mañana era la única hora en que podía pensar en su vida arruinada, en el hijo que crecía sin su amparo, en la esposa que se marchitaba sin él. Luego, el ajetreo del trabajo le arrastraba y ya no tenía tiempo para pensar.

Jorobrov parecía tener razón, pero Potapov advertía en él una irritación excesiva y una predisposición a llamar a Occidente para que fuera árbitro de nuestros asuntos. Por su parte, Potapov consideraba que la disputa entre el pueblo y el régimen debía resolverse por el camino (que él desconocía) de una discusión «entre los nuestros». Por eso, echando torpemente a un lado su pierna herida, caminaba en silencio y procuraba respirar lo más profunda y uniformemente posible.

Daban una vuelta tras otra.

El número de paseantes aumentaba. Paseaban de uno en uno o en grupos de dos y hasta de tres. Ocultaban sus conversaciones por diversos motivos, y procuraban no agruparse ni adelantarse unos a otros sin necesidad.

Apenas empezaba a amanecer. El cielo, cubierto de nubes de nieve, se retrasaba en sus reflejos mañaneros. Los faroles arrojaban todavía círculos amarillos sobre la nieve.

El aire tenía ese frescor que emana únicamente de la nieve recién caída. No crujía bajo los pies, sino que se comprimía suavemente.

El alto y tieso Kondrashov, con su sombrero de fieltro, paseaba con el pequeño y escuchimizado Guerásimovich, cubierto con un gorro. Era su vecino en la sala y le faltaba mucho para llegar a la altura del hombro de Kondrashov.

Guerásimovich, aniquilado por la entrevista de la víspera, había permanecido en la cama hasta el final del domingo como si estuviera enfermo. El grito de despedida de su esposa lo había conmocionado.

Era evidente que su condena no podía continuar discurriendo de ese modo. Natasha no podría resistir aquellos tres últimos años de prisión, era preciso emprender algo. «¡Seguro que ahora ya tienes algo pensado!», le había reprochado ella, conociendo la inteligencia del marido.

Y él tenía no solamente «algo», sino una cosa demasiado valiosa para ponerla en esas manos por un plato de lentejas.

Otra cosa sería si encontraba algo más fútil, una bagatela que le rebajara la pena. Pero no era así. Ni la ciencia ni la vida nos dan nada gratis.

Guerásimovich no recuperó la calma ni con la llegada de la mañana. Salió a pasear haciendo un esfuerzo, helado, abrigado hasta el límite, y enseguida quiso volver a la cárcel. Pero al tropezar con Kondrashov-Ivánov fue a dar una vuelta con él y se distrajo durante todo el paseo.

—¿Có-mo? ¿No sabe nada de Pável Dmítrievich Korin? —se impresionó Kondrashov como si fuera algo que supiera todo colegial—. ¡Oooh! Dicen que tiene un cuadro asombroso, pero que nadie ha visto. ¡El cuadro La Rusia que se va! Unos dicen que tiene seis metros de largo, otros que doce. Le marginan, no exponen sus cuadros en ninguna parte, y él pinta este secretamente, y es posible que después de su muerte lo sellen al instante.

—¿Qué hay en el cuadro?

—Hablo por boca de terceros, no puedo asegurarlo. Dicen que es una simple carretera en el centro de Rusia, con colinas y trozos de bosque. Y una riada de personas van por esa carretera con cara pensativa. Cada rostro aparece bien elaborado. Son caras que aún pueden encontrarse en las viejas fotografías de familias, pero que ya no están a nuestro alrededor. Es la reluciente cara de los viejos campesinos rusos, de los labradores, de los artesanos: frentes pronunciadas, barbas onduladas, y frescor en la piel, en la mirada y en la mente hasta el octavo decenio. Hay caras de muchachas cuyas orejas protege de las palabrotas un oro invisible, de muchachas que uno no puede imaginar entre las bestiales apreturas de una pista de baile. Y graves ancianas. Pasan también sacerdotes de cabellos de plata con sotana. Monjes. Diputados de la Duma Estatal. Estudiantes maduros con su chaqueta de uniforme. Colegiales que buscan las verdades del universo. Damas maravillosas y altivas con vestidos urbanos de principios de siglo. Y alguien muy parecido a Korolenko. Y de nuevo campesinos y más campesinos… Lo más terrible es que toda esta gente no marcha agrupada en absoluto. ¡Se ha destruido la relación entre las épocas! No hablan entre ellos. No se miran unos a otros, es posible que ni siquiera se vean. No llevan una carga de viaje sobre sus espaldas. Simplemente, avanzan; y no por esta carretera concreta y esta ruta concreta, sino que avanzan. Se van… Los vemos por última vez…

Guerásimovich se detuvo bruscamente:

—¡Perdone, necesito estar solo!

Giró en redondo, dejando al pintor con la mano levantada, y tomó la dirección opuesta.

Estaba ardiendo. No sólo había visto vivamente el cuadro como si lo hubiera pintado él mismo, sino que pensó que…

Llegó la mañana.

Un vigilante iba por el patio gritando que el paseo había terminado.

En el pasillo subterráneo, ya de vuelta, presos, refrescados, dieron involuntarios empujones al sombrío y barbudo Rubin, pálido por la enfermedad, que se abría paso en dirección contraria. Se había dormido, perdiéndose no sólo el partir leña (habría sido impensable ir después de la disputa con Sologdin), sino también el paseo matinal. El breve sueño artificial hacía que Rubin sintiera su cuerpo pesado, algodonoso e insensible. Experimentaba todavía hambre de oxígeno, un hambre desconocida para los que pueden respirar cuando quieren. Intentaba abrirse paso hasta el patio para conseguir un único trago de aire fresco y un puñado de nieve para frotarse.

Pero el vigilante, de pie en la parte superior de la rampa, no le dejó pasar.

Rubin permaneció al pie de la rampa, en aquel hoyo de cemento donde caía también la nieve, y hacia donde descendía una corriente de aire fresco. Hizo tres lejitos movimientos circulares, seguidos de profundas inspiraciones, luego recogió nieve del suelo, se frotó con ella la cara y dirigió sus pasos hacia la cárcel.

Spiridón, muy animado, siguió también aquella dirección, pues ya había limpiado el camino para los coches hasta el mismo puesto de guardia.

En la dirección de la cárcel había dos tenientes que se turnaban: el de los bigotes cuadrados y el recién llegado teniente Zhvakun, que abrió un sobre y se enteró de las órdenes que le dejara el comandante Mishin.

El teniente Zhvakun, un joven de rostro impenetrable, grosero y de amplia jeta, tenía el grado de brigada durante la guerra y ejercía de verdugo de la división (se le llamaba «ejecutor del tribunal militar»), cargo en el que hizo méritos. Tenía en gran estima su trabajo en la Cárcel Especial n.º 1, y como no brillaba por su cultura tuvo que leer dos veces las disposiciones de Mishin para no equivocarse en alguna cosa.

A las nueve menos diez fueron por las salas a pasar lista, y en todas partes, siguiendo las órdenes recibidas, anunciaron:

«En el plazo de tres días, todos los presos deberán entregar al comandante Mishin una lista de sus parientes directos redactada de la siguiente manera: número de orden, apellido, nombre, patronímico, grado de parentesco, lugar de trabajo y domicilio.

»Se consideran parientes directos: el padre, la madre, la esposa legítima y el hijo o la hija de matrimonio legítimo. Todos los demás: hermanos, tías, sobrinos, nietos y abuelos se consideran parientes no directos.

»A partir del 1 de enero, la correspondencia y las entrevistas sólo se permitirán con los parientes directos que indique el preso en su lista.

»Además, a partir del 1 de enero, el formato de la carta mensual se establece en una doble página de cuaderno».

Lo anunciado era tan penoso y tan implacable que la razón no era capaz de asimilarlo. Por ello no hubo ni desesperación ni indignación, sólo unos gritos rencorosos y burlones acompañaron a Zhvakun:

—¡Feliz Año Nuevo!

—¡Por la nueva felicidad!

—¡Cu-cú!

—¡Denunciad a vuestros parientes!

—¿No son capaces de encontrarlos, vuestros sabuesos?

—¿Por qué no indican el tamaño de las letras? ¿Qué tamaño deben tener las letras?

Zhvakun contó las cabezas presentes al tiempo que procuraba recordar quién había gritado cada cosa para informar después al comandante.

Por lo demás, los presos siempre estaban descontentos, tanto si les hacían un bien como un mal…