La puerta entre el dormitorio y el comedor no estaba entornada, y sonó una fuerte campanada en el reloj de pared, seguida de unos ecos secundarios que tardaron en apagarse.
Para saber de qué hora era la media, Adam Reutmann quiso consultar su reloj de pulsera, que lanzaba su amistoso tic-tac desde la mesita de noche, pero temió que una llamarada de luz molestara a su esposa. La mujer yacía en parte de costado y en parte boca abajo con la cara hundida en el hombro del marido.
Hacía cinco años que estaban casados, pero incluso en la semiinconsciencia del sueño él sentía una efusión de ternura por tenerla a su lado, por la forma graciosa que tenía de dormir calentando entre los pies del marido las pequeñas plantas eternamente heladas de los suyos.
Adam acababa de despertar de un sueño incoherente. Quería dormirse, pero acudían a su memoria las últimas novedades de la tarde, seguidas de las dificultades en el trabajo, se acumularon pensamientos y más pensamientos, se despegaron sus ojos y le dominó esta precisión nocturna bajo la cual es inútil intentar dormir.
El ruido, las pisadas y el traslado de muebles que se oyeran largo rato sobre su cabeza al anochecer, en el piso de los Makaryguin, hacía tiempo que se habían calmado.
La débil y grisácea luminosidad de la noche penetraba por la ventana en aquellos lugares donde las cortinas no se juntaban.
En ropa de noche, tumbado de espaldas, privado de sueño, Adam Veniamínovich Reutmann no sentía en su persona la firmeza de su posición, ni la superioridad sobre la gente, que de día le comunicaban sus galones de comandante del MGB y la insignia de laureado con el Premio Stalin. Yacía boca arriba, y como todo simple mortal percibía que el mundo estaba muy poblado, que era cruel y que no resultaba fácil vivir en él.
Por la tarde, cuando la casa de los Makaryguin hervía de alegría, visitó a Reutmann un antiguo amigo suyo, también judío. Acudió sin su esposa, preocupado, y le contó nuevas opresiones, limitaciones, expulsiones del trabajo e incluso deportaciones.
No era nada nuevo. Había empezado la pasada primavera. Comenzó primero en la crítica teatral, y parecía que sólo se trataba de descubrir los apellidos judíos poniéndolos entre comillas. Luego se trasladó a la literatura. En un periodicucho de chismorreos, en un periodiquillo entero, que se ocupaba de cualquier cosa excepto de su temática natural —la literatura—, alguien musitó una palabrita venenosa: cosmopolita. ¡Se había encontrado la palabra! Y esta orgullosa y magnífica palabra que une al mundo, esta palabra que corona a los genios con más grandeza de alma —Dante, Goethe, Byron—, mencionada en dicho periódico se tomó descolorida, arrugada y siseante hasta llegar a significar judío.
Luego pasó a otros temas, y tímidamente empezó a esconderse en carpetas tras puertas cerradas.
Ahora, su helado aliento alcanzaba a los círculos técnicos. Aquel último mes, precisamente, Reutmann, que avanzaba hacia la fama indeclinablemente y con brillantez, sintió que su posición se tambaleaba.
¿Le hacía traición la memoria? Durante la revolución, y aún mucho después de ella, la palabra «judío» era mucho más fiable que la de «ruso». Al ruso lo controlaban mucho más. ¿Quiénes fueron tus padres? ¿De qué ingresos vivíais antes de 1917? Al hebreo no había necesidad de controlarlo: todos los judíos estaban a favor de la revolución.
Y ahora… Iosif Stalin tomaba el látigo de perseguidor de los judíos disimuladamente, ocultándose tras personajes secundarios.
Cuando se persigue a un grupo de personas porque antes eran opresores, o miembros de una casta, o por sus ideas políticas, o por su círculo de amistades, siempre hay una base razonable (o pseudo razonable). Siempre sabes que tú mismo has elegido tu destino, que podías no haber estado en ese grupo. Pero ¿por la nacionalidad?
(El interlocutor interno y nocturno replicó inmediatamente a Reutmann: «¿Acaso se elige la procedencia social? Y por ello se perseguía a la gente…»).
No, la ofensa principal radicaba, para Reutmann, en que uno quería de todo corazón «ser de ellos», igual que los demás, y no le admitían, le rechazaban, le decían: «No eres de los nuestros, eres un inadaptado. Eres un judío».
Muy lentamente, con gran dignidad, el reloj del comedor empezó a sonar, pero después de cuatro campanadas se calló. Reutmann esperaba la quinta y se alegró de que sólo fueran las cuatro. Todavía conseguiría dormir.
Se movió un poco. La esposa gimió en sueños y rodó hacia el otro costado, pero instintivamente pegó su espalda a su marido.
Y callado, muy callado, dormía el hijo en el comedor. Nunca gritaba ni llamaba.
El avispado hijo de tres años era el orgullo de sus jóvenes padres. Adam Veniamínovich contaba con entusiasmo los gustos y travesuras de su hijo incluso a los presos del laboratorio de acústica. No comprendía, debido a la normal insensibilidad de las personas felices, que esto era doloroso para ellos, privados de la paternidad. (Pero era un tema cómodo, que les aproximaba y que al mismo tiempo era inocuo). El hijo parloteaba vivamente, aunque su pronunciación no había adquirido una forma definida: de día imitaba a la madre (era del Volga y marcaba todas las «o»), y por la noche a su padre cuando volvía del trabajo (Adam no sólo guturalizaba las «r» sino que tenía fastidiosos defectos de pronunciación).
Como suele suceder en la vida, si al fin llega la felicidad, esta no conoce límites. El amor, la boda y luego el nacimiento del hijo le llegaron a Reutmann junto con el final de la guerra y el Premio Stalin. Por lo demás, también había pasado la guerra sin preocupaciones materiales: en la tranquila Bashkiria, con el generoso racionamiento del NKVD, Reutmann y sus actuales amigos del Instituto de Marfino habían construido el primer sistema de codificación telefónica. Ahora este sistema parecía primitivo, pero entonces les dieron el premio por él.
¡Con qué ardor lo construyeron! ¿Dónde estaban ahora aquel entusiasmo, aquellas búsquedas, aquellas intuiciones?
Con la perspicacia que da la oscura vigilia nocturna, cuando la vista se dirige sin distracciones hacia el interior, Reutmann comprendió de pronto qué cosa le faltaba en estos últimos años. Seguramente, lo que le faltaba era hacer algo por sí mismo.
Reutmann ni siquiera se había dado cuenta de cuándo y cómo se había deslizado del papel de creador al papel de jefe de creadores…
Como si se quemara, retiró la mano que abrazaba a su esposa y colocó más alta la almohada.
¡Sí, sí, sí! ¡Era cautivador, era fácil! El sábado por la tarde, al marcharse a casa por día y medio, cuando ya estaba envuelto en la sensación del confort doméstico y de los planes familiares para el domingo, sólo debía decir: «¡Valentín Martínych! Mañana pensará en cómo eliminar las alteraciones no lineales, ¿verdad? ¡Lev Grigórievich! ¿Me leerá mañana ese artículo del Proceedings? ¿Me hará un resumen de las ideas fundamentales de la tesis?». Y el lunes por la mañana volvía descansado al trabajo, y en su mesa, como en un cuento, había un resumen en ruso del artículo de Proceedings, y Prianchikov le decía cómo eliminar las alteraciones no lineales o incluso ya las había eliminado el domingo.
¡Muy cómodo!
Y los presos no se ofendían con Reutmann, es más, lo querían. Porque no se comportaba como su carcelero, sino sencillamente como una buena persona.
¡Pero la creatividad, la alegría de los brillantes aciertos y la amargura de las derrotas imprevistas le habían abandonado!
Se liberó de la manta y, sentado en la cama, se abrazó las rodillas y puso el mentón sobre ellas.
¿En qué se había ocupado todos estos años? En intrigas. En la lucha por su primacía en el instituto. Con un grupo de amigos hacía todo lo posible por denigrar y desplazar a Yákonov, considerando que les hacía sombra con su respetabilidad y su aplomo, y que conseguiría el Premio Stalin a título personal. Aprovechando que Yákonov tenía un pasado carcomido y que por ello no lo aceptaban en el partido por más que lo intentara, los «jóvenes» lo atacaban en las reuniones del partido: ponían su informe sobre la mesa, y tras pedirle que saliera, o también en su presencia («sólo tienen derecho a voto los miembros del partido»), lo analizaban y emitían una resolución. Y en las resoluciones del partido, Yákonov siempre resultaba culpable de algo. Había momentos en que a Reutmann incluso le daba lástima. Pero no había otro remedio.
¡Y qué giro tan hostil había tomado todo! En su acoso a Yákonov, los «jóvenes» habían olvidado incluso que, de cada cinco de ellos, cuatro eran judíos. En adelante, Yákonov no se cansaría de repetir, en cada tribuna que ocupaba, que el cosmopolitismo era el enemigo más feroz de la patria del socialismo.
Ayer, después de la ira del ministro, en un día aciago para el Instituto de Marfino, el preso Markushev lanzó la idea de unificar los sistemas de clipado y Vocoder. Era por encima de todo un absurdo, pero se podía presentar a los jefes como una reforma radical, y Yákonov dispuso que inmediatamente se trajera el banco de trabajo del Vocoder al Número 7 y que se trasladara también a Prianchikov. En presencia de Selivanovski, Reutmann se precipitó a protestar y a discutir, pero Yákonov, con aire condescendiente, como quien trata con un amigo apasionado en exceso, dio a Reutmann unas palmaditas en la espalda:
—¡Adam Veniamínovich! No obligue al viceministro a pensar que usted sitúa sus intereses personales por encima de los intereses del Departamento de Técnicas Especiales.
Este era el aspecto trágico de la actual situación: ¡te daban un puñetazo en las narices y no podías llorar! ¡Te estrangulaban en pleno día y exigían que aplaudieras puesto en pie!
Dieron las cinco enseguida, no había oído la media.
No sólo no tenía ganas de dormir, sino que incluso la cama empezaba a agobiarle.
Con mucho cuidado, una pierna tras otra, Adam se deslizó fuera de la cama y metió los pies en las zapatillas. Rodeó sin ruido una silla que estaba en su camino, se acercó a la ventana y separó un poco más las cortinas de seda.
¡Oh, oh, cuánta nieve había caído!
Enfrente, al otro lado del patio, se encontraba el más alejado y abandonado rincón del Neskuchni Sad. El barranco y sus empinadas pendientes estaban cubiertos de nieve, poblados de pinos solemnemente blanqueados. Y por fuera, a lo largo de los travesaños de las ventanas, también se habían pegado al cristal velludos pellones de nieve.
Pero la nevada casi había cesado.
Las rodillas estaban ardientes debido a los radiadores situados bajo las ventanas.
Hubo otra causa que le impidió avanzar científicamente en los últimos años: le atosigaban con reuniones, con papeleo. Cada lunes, instrucción política; cada viernes, instrucción técnica; dos veces al mes, reunión de partido; y además, dos o tres tardes al mes lo llamaban al Ministerio, y una vez al mes había una reunión especial sobre vigilancia revolucionaria; cada mes se redactaba el plan del trabajo científico, cada mes se enviaba un informe sobre el mismo, y una vez cada tres meses, no se sabía por qué, había que escribir las características de todos los presos (trabajo que requería un día entero). Además, cada media hora venían los subordinados con sus facturas, pues cada pequeño condensador, del tamaño de un caramelo, cada metro de cable y cada válvula de radio, debía tener el visado del jefe del laboratorio, de otro modo el almacén no lo entregaría.
¡Ah, con qué gusto abandonaría toda esta burocracia y toda esta lucha por la primacía! Si pudiera ocuparse personalmente de los esquemas con el soldador en la mano, captando en la verdosa pantalla del oscilógrafo electrónico su querida curva gráfica, entonces sí que podría canturrear despreocupadamente «Boogie-woogie» como Prianchikov. ¡Qué felicidad sería eso a los treinta y un años! No sentir sobre sí los opresivos galones, olvidar su seriedad externa, ser como un niño: construir, fantasear.
Se dijo a sí mismo «como un niño», y por un capricho de la memoria se recordó a sí mismo de niño: con implacable claridad emergió en su cerebro nocturno un episodio profundamente olvidado, no recordado en muchos años.
Noblemente ofendido, un Adam de doce años, con su corbata de pionero, hablaba con temblores en la voz ante la asamblea de pioneros de la escuela. Acusaba a un agente del enemigo, y exigía que se le expulsara de los jóvenes pioneros y de la escuela soviética. Antes habían intervenido Mitka Shtitelman y Mishka Luxemburg, y todos habían desenmascarado a su compañero Oleg Rozhdesvenski acusándolo de antisemitismo, de acudir a la iglesia, de origen social hostil, y arrojaban miradas aniquiladoras al acusado, un niño tembloroso.
Era a finales de los años veinte, los niños aún vivían inmersos en la política, los periódicos murales, la autonomía, las disputas. La ciudad era meridional, los judíos constituían la mitad del grupo. Aunque había niños que eran hijos de magistrados, de dentistas, cuando no de pequeños comerciantes, todos se consideraban encarnizada y convencidamente proletarios. Pero este evitaba cualquier conversación sobre política, seguía con movimientos mudos el coro de la Internacional y había ingresado en los pioneros con claro disgusto. Los niños más entusiastas sospechaban desde hacía tiempo que era un contrarrevolucionario. Lo vigilaron, lo acecharon. No podían demostrar su origen. Pero un día Oleg cayó en la trampa, dijo: «Todo hombre tiene derecho a decir cuanto piensa». «¿Cómo que todo?», saltó hacia él Shtitelman. «Si Nikola me dice: “Sucio judío”, ¿también está permitido?».
¡Con esto empezó el expediente de Oleg! Aparecieron amigos delatores, Shurik Burikov y Shurik Vorozhvit, que habían visto al acusado entrando con su madre en una iglesia, y afirmaron que un día había ido a la escuela con una cruz en el cuello. Empezaron las asambleas, las reuniones del comité de clase, del comité de grupo, las asambleas de pioneros, las sesiones conjuntas, y en todas partes intervenían Robespierres de doce años denostando ante la masa de los alumnos al cómplice de los antisemitas, al transmisor del opio religioso, que llevaba dos semanas sin comer, aterrorizado, escondido en su casa. Lo habían expulsado de los pioneros y pronto lo expulsarían de la escuela.
Adam Reutmann no fue el instigador, le arrastraron, pero una abyecta vergüenza le inundaba las mejillas incluso ahora.
¡Un círculo de ofensas! ¡Un círculo de ofensas! Del que no había salida, como no la había en su disputa con Yákonov.
¿Por dónde empezar a corregir el mundo? ¿Por los demás? ¿O por uno mismo?
En su cabeza había madurado ya la pesadez —y en su pecho el vacío— necesarios para dormir.
Fue a la cama y se tendió silenciosamente bajo la manta. Debía dormirse necesariamente antes de que dieran las seis.
¡Y por la mañana presionar en lo de la fonoscopia! ¡Era una enorme carta de triunfo! En caso de éxito, su empresa podía crecer hasta convertirse en un instituto autónomo de investigación… cientí…