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La debilidad se dejaba sentir en las piernas, y Rubin se sentó junto a la mesa apoyando el pecho en el borde de la misma.

Por muy encarnizadamente que refutara los argumentos de Sologdin, más doloroso era para él escucharlos y comprender la parte de razón que había en ellos. Sí, había komsomoles indignos del cartón que se había gastado en su carnet. Sí, especialmente en las nuevas generaciones, los pilares de la filantropía se tambaleaban, la gente perdía el sentido de la virtud y de la belleza. El pescado y la sociedad se pudren empezando por la cabeza. ¿Quién podía servir de ejemplo a la juventud?

En las antiguas sociedades sabían que la moralidad requería una iglesia y un pope con autoridad. ¿Qué campesina polaca, incluso hoy día, dará un paso serio en la vida sin el consejo del sacerdote?

¡Es posible que, en el país soviético, sea mucho más importante ahora el canal Volga-Don o la central del Angara que salvar el sentido moral de la gente!

¿Cómo hacerlo? Este fin tenía el Proyecto de templos cívicos elaborado en borrador por Rubin. Esta noche, mientras durara el insomnio, debía retocarlo definitivamente, y luego, en una entrevista, procurar pasarlo a la libertad. Allí lo copiarían a máquina y lo enviarían al Comité Central del Partido. No era posible enviarlo con su firma, ofendería al Comité Central que tales consejos los diera un preso político. Que lo firmara alguno de los amigos del frente: Rubin sacrificaría de buen grado la gloria de la autoría a una buena causa.

Superando las oleadas de dolor en su cabeza, Rubin llenó la pipa con Vellocino de Oro por costumbre, pues en aquel momento no sólo no deseaba fumar sino que le repugnaba. Empezó a echar humo y a examinar el proyecto.

Con el capote echado sobre la ropa interior, tras la mesa desnuda y mal cepillada, cubierta de migas de pan y de ceniza de tabaco, en el aire consumido del pasillo por barrer, donde presos adormilados cruzaban apresuradamente, ora aquí ora allá, camino de sus necesidades nocturnas, el autor anónimo examinó su desinteresado proyecto redactado sobre muchas hojas de papel con una caligrafía apresurada y espaciada.

El preámbulo hablaba de la necesidad de elevar aún más la ya alta moral de la población, de conceder más importancia a los aniversarios cívicos y revolucionarios, y a los acontecimientos familiares, al ritual solemne de los actos. Y, para ello, se debían edificar en todas partes unos templos cívicos de majestuosa arquitectura que dominaran el terreno.

Luego, en unos capítulos divididos en párrafos, desconfiando un poco de la cabeza de los jefes, se exponía la parte organizativa: qué importancia deberían tener los puntos habitados para que se construyeran templos cívicos, o con qué unidad territorial había que contar para ello; qué fechas se conmemorarían; duración de cada celebración. Al llegar a la mayoría de edad, se propondría a los jóvenes que prestaran un juramento especial al partido, a la patria y a los padres, ante una gran masa de gente congregada.

El proyecto insistía especialmente en que las vestimentas de los servidores del templo debían ser inusuales y expresar la pureza nívea de sus portadores. Las fórmulas rituales debían ser expresadas rítmicamente. No había que dejar al margen ninguna influencia sobre los órganos sensoriales de los asistentes a los templos: desde un aroma especial en el aire del local hasta la música y el canto melódico, desde el uso de proyectores y cristales de colores, desde los frescos artísticos de las paredes, que facilitarían el desarrollo del gusto estético de la población, hasta todo el conjunto arquitectónico del templo.

Había sido preciso encontrar cada palabra del proyecto eligiéndola dolorosa y exactamente entre sus sinónimos. Una palabra imprudente podría hacer que personas superficiales y de cortos alcances dedujeran que el autor proponía sencillamente reconstruir unos templos cristianos sin Cristo, ¡pero distaba muchísimo de ser así! Los aficionados a las analogías históricas podrían acusar al autor de plagiar el culto de Robespierre al Ser Supremo, ¡pero, naturalmente, no era eso, no era eso en absoluto!

El autor consideraba que lo más peculiar del proyecto era el capítulo de los nuevos… no sacerdotes, sino, como allí se llamaban, servidores de los templos. El autor consideraba que la llave del éxito de todo el proyecto estaba en que se consiguiera crear en el país un cuerpo de estos servidores que gozara del amor y la confianza del pueblo por su vida completamente irreprochable y desinteresada. Se proponía a las autoridades del partido que realizaran una selección de los candidatos para los cursos de servidores de templos, liberándolos de cualquier trabajo que estuvieran realizando. Cuando empezara a decaer la aguda necesidad de servidores, esos cursos, con los años, se irían alargando y profundizando, y deberían dar a los servidores una amplia formación incluyendo en ella, de forma especial, la elocuencia. (El proyecto afirmaba temerariamente que el arte de la oratoria había entrado en decadencia en nuestro país, quizá porque ya no había necesidad de convencer a nadie, dado que la población apoyaba sin reservas a su gobierno).

Que no acudiera nadie en ayuda de un presidiario que se moría a deshora era algo que no sorprendió a Rubin. Casos semejantes los había visto hasta la saciedad en las prisiones del contraespionaje y en las de tránsito.

Por eso, cuando resonó la llave en la puerta, el primer impulso del corazón de Rubin fue asustarse de que lo encontraran avanzada la noche dedicado a una ocupación antirreglamentaria, tras lo cual seguiría un inevitable y molesto castigo, por lo que recogió sus papeles y quiso desaparecer volviendo a la sala, pero ya era tarde: el robusto brigada de morros duros había advertido su presencia y lo llamaba desde la puerta abierta.

Y Rubin volvió a la realidad. Sintió de nuevo todo su abandono, su patológica impotencia, su dignidad ofendida.

—Brigada —dijo acercándose lentamente al ayudante del oficial de servicio—, hace tres horas que intento conseguir que venga el practicante. Me quejaré del practicante y de usted a la dirección penitenciaria del MGB.

Pero el brigada respondió conciliador:

—Ha sido verdaderamente imposible acudir antes, Rubin, no dependía de mí. Vamos.

En realidad, al enterarse de que quien armaba jaleo no era un preso cualquiera, sino uno de los más peligrosos, lo único que podía hacer él era llamar al teniente. Durante largo rato no obtuvo respuesta, luego la enfermera se asomó y volvió a desaparecer. Finalmente, salió el teniente de la enfermería, ceñudo, y dio permiso al brigada para que trajera a Rubin.

Rubin enfiló las mangas del capote y se lo abrochó, ocultando la ropa interior. El brigada lo condujo por el pasillo del sótano de la sharashka y luego lo hizo subir al patio de la cárcel por una rampa sobre la que caía densamente el plumón de la nieve. Bajo la calma pintoresca de la noche —los generosos copos blancos no cesaban de caer, hacían que los lugares turbios y oscuros de las profundidades nocturnas y del firmamento aparecieran garabateados por multitud de blancos palotes— el brigada y Rubin atravesaron el patio dejando profundas huellas en la granulosa y etérea nieve.

Rubin se quedó inmóvil y cerró los ojos ante este amable cielo nebuloso, pardo y humeante bajo la iluminación nocturna. Sentía sobre su barba levantada, y sobre su ardiente rostro, el infantil e inocente contacto de las frías estrellitas de seis puntas. Le inundó el placer de la calma, tanto más agudo cuanto que breve, toda la fuerza de la existencia, toda la felicidad de no ir a ninguna parte, de no pedir nada, de no querer nada, de sólo permanecer allí de pie toda la noche de cabo a rabo, inmóvil, beatífico, bendito, como permanecen los árboles, y dejar posarse más y más copos de nieve sobre su persona.

Y, en este mismo instante, llegó el largo y estridente silbido de una locomotora procedente de la línea férrea que discurría a menos de un kilómetro de Marfino. Era ese silbido especial, solitario en mitad de la noche, que oprime el alma, que en el cénit de los años nos recuerda la infancia que tantas cosas nos prometía y que al llegar a ese cénit no tenemos.

Si pudiera permanecer en aquel lugar, aunque sólo fuera media hora, se reanimaría, sanaría en alma y cuerpo, y escribiría una tierna poesía sobre los silbidos nocturnos de las locomotoras.

¡Ah, si hubiera sido posible no seguir a su escolta!

Pero la escolta volvía ya la cabeza con suspicacia: ¿se le habría ocurrido una fuga nocturna?

Y las piernas de Rubin fueron hacia donde estaba prescrito.

El sueño joven había sonrosado a la enfermera, la sangre bailaba en sus mejillas. Llevaba la bata blanca, pero visiblemente no la ceñía sobre la guerrera y la falda, sino sobre el cuerpo. Cualquier preso habría hecho siempre esta observación, y Rubin la habría hecho en otra ocasión, pero ahora su pensamiento no descendía hasta esta grosera mujer que le había hecho padecer toda la noche.

—Por favor: una aspirina y algo para el insomnio que no sea luminal, necesito dormirme enseguida.

—No tengo nada contra el insomnio —se lo negó mecánicamente.

—¡Se-lo-rue-go! —repitió Rubin con precisión—. Por la mañana he de hacer un trabajo para el ministro. Y no puedo dormir.

La mención del ministro, y la idea de que Rubin se quedaría allí pidiendo incesantemente aquellos medicamentos (y por ciertos indicios calculaba que el teniente volvería a visitarla), movió a la enfermera a alterar su costumbre y a facilitar la medicina.

Sacó unos polvos de un armarito y obligó a Rubin a tomárselos allí mismo, sin alejarse (el reglamento médico de la cárcel consideraba que cualquier polvo era un arma y no podía ser puesto en manos de un preso, sólo en su boca).

Rubin preguntó qué hora era, supo que eran las tres y media, y se marchó. Al atravesar de nuevo el patio volvió la cabeza hacia los tilos nocturnos, iluminados desde abajo por el reflejo de las lámparas de quinientos y doscientos vatios de la zona, inspiró profunda, profundísimamente, el aire que olía a nieve, se inclinó y recogió varios puñados de estrellado plumón, y con esta masa imponderable, incorpórea y helada se frotó la cara y el cuello, y se llenó la boca.

Y su alma se comunicó con el frescor del mundo.