71

La sharashka, al fin, dormía.

Dormían doscientos ochenta presos bajo las bombillas azules, clavaban la cabeza en la almohada o descansaban la nuca en ella, respiraban en silencio, roncaban repulsivamente o lanzaban gritos incoherentes, acurrucándose para entrar en calor o revolviéndose de sofoco. Dormían en los dos pisos del edificio y en los dos pisos de las literas, y en sueños veían lo siguiente: los viejos, su familia; los jóvenes, mujeres; alguno, un objeto perdido; otro, trenes; otro, iglesias; otro, jueces. Los sueños eran diversos, pero los que dormían recordaban penosamente que eran presos, que si vagaban por la hierba verde o por una ciudad era que huían, que los habían engañado, que había algún malentendido, que los perseguían. No les era dado ese feliz olvido total de las miradas que inventara Longfellow en El sueño de un prisionero. El trauma del arresto inmerecido y de los diez o veinticinco años de condena, el ladrido de los mastines, los martillos de la escolta[47], el estridente ruido del toque de diana en el campo de concentración, todo se infiltraba hasta los huesos a través de todas las capas de la vida, a través de todos los instintos secundarios e incluso primarios, de modo que el preso dormido primero recordaba que estaba en la cárcel, y sólo luego percibía el ardor o el humo y se levantaba ante el incendio.

Dormía el degradado Mamurin en su celda solitaria. Dormía el turno de descanso de los vigilantes. Dormía igualmente el turno de vigilantes que estaba de servicio. La enfermera de turno en el ambulatorio, después de resistir toda la tarde al teniente de los bigotes cuadrados, había cedido hacía poco y ahora dormían ambos en el estrecho diván del ambulatorio. Y, finalmente, un vigilante bajito y grisáceo, apostado en la caja de la escalera principal, junto a la puerta forrada de hierro, se había cansado de llamar vanamente por el teléfono de campaña y, al ver que no iban a controlarlo, también se había dormido con la cabeza sobre la mesita, sin mirar más, como era su deber, por la mirilla que daba al corredor de la cárcel.

Acechando disimuladamente la llegada de esta avanzada hora de la noche en la que el reglamento penitenciario de Marfino dejaba de estar en vigor, el preso 281 salió silenciosamente de la sala semicircular frunciendo los ojos bajo la luz clara y pisoteando con las botas las colillas profusamente extendidas por el suelo. Se había puesto las botas de cualquier manera, sin los portiankí, y llevaba un ajado capote militar echado encima de la ropa interior. Su lúgubre barba negra aparecía desgreñada, sus ralos cabellos colgaban de las sienes hacia diferentes lados, su cara expresaba sufrimiento.

¡En vano había intentado dormir! Y se levantó a pasear por el pasillo. Había utilizado este procedimiento más de una vez: así disipaba su irritación y calmaba el ardiente dolor que sentía en la nuca, y el que le atormentaba cerca del hígado.

Mas, aunque había salido a pasear, su hábito de lector le hizo coger de la sala un par de libros en uno de los cuales había intercalado el borrador manuscrito del Proyecto de templos cívicos y un lápiz mal afilado. Rubin dejó sobre la larga y sucia mesa todo esto, una caja de tabaco flojo y una pipa, y empezó a pasear con ritmo uniforme de arriba abajo del pasillo sujetándose el capote con las manos.

Reconocía que todos los presos lo pasaban mal, tanto los que habían sido encerrados sin motivo como incluso los enemigos que habían sido encerrados por sus enemigos. Pero definía su propia situación (y también la de Abramson) de trágica en el sentido aristotélico de la palabra. Había recibido el golpe de las mismas manos que más quería. Le habían encerrado personas indiferentes y ordenancistas por amar la causa común hasta un punto indecoroso. Bajo los efectos de una trágica contradicción, Rubin debía oponerse a diario a los oficiales y a los celadores de la prisión, cuyas acciones eran la expresión de una ley justa y progresista. Sus camaradas de prisión, por el contrario, no eran para él unos camaradas, y en todas las celdas le hacían reproches, le denostaban y casi le mordían porque sólo veían su propia pena y no la gran necesidad lógica. No le provocaban en pro de la verdad, sino para vengarse en él de lo que no podían vengarse en los carceleros. Le acosaban sin preocuparse demasiado de que cada choque le revolviera las entrañas. Y en cada celda, en cada nuevo encuentro, en cada discusión estaba obligado a demostrar, con inagotable energía y despreciando los agravios, que en general y en su curso principal todo funcionaba como era debido, que florecía la industria, que reinaba la abundancia en la agricultura, que bullía la ciencia y que la cultura era un verdadero arco iris. Cada una de esas celdas y cada una de esas discusiones era un sector del frente donde sólo Rubin podía defender el socialismo.

A menudo, sus adversarios se valían de su gran número para decir que ellos eran el pueblo y que los Rubin no eran más que casos aislados. ¡Pero a él todo le decía que esto era mentira! El pueblo estaba fuera de la cárcel, fuera del alambre espino. El pueblo había tomado Berlín, se había encontrado en el Elba con los americanos. El pueblo avanzaba en trenes de desmovilización hacia el este, iba a reconstruir Dneprogués, a reanimar el Donbass, a construir de nuevo Stalingrado. La sensación de unidad con millones de hombres era lo que confirmaba a Rubin en su solitaria y cerrada lucha en las celdas contra unas decenas de hombres.

Rubin llamó en la mirilla vidriada de la puerta de hierro: una vez, dos, y una tercera más fuerte. A la tercera vez, la cara adormilada del grisáceo cancerbero se elevó hasta la mirilla.

—Me encuentro mal —dijo Rubin—. Necesito un medicamento. Lléveme al practicante.

El carcelero reflexionó.

—De acuerdo, telefonearé.

Rubin continuó paseando.

Era una figura, por lo demás, trágica.

Había atravesado el umbral de una prisión antes que los demás que se encontraban allí.

Un primo adulto al que Liovka adoraba a los dieciséis años le encargó que escondiera unos tipos de imprenta. Liovka aceptó el encargo con entusiasmo. Pero no se guardó del chico vecino. Este espió y denunció a Liovka. Liovka no denunció a su primo, se inventó la historia de que había encontrado las letras debajo de la escalera.

La celda de incomunicados de la cárcel Interna, la prisión central de Jarkov, aparecía ahora ante los ojos de Rubin, veinte años después, mientras continuaba paseando por el corredor con paso uniforme y pisada firme.

La Interna había sido construida siguiendo el modelo americano: varios pisos con un patio abierto en medio, y con pasillos y escaleras de hierro. En el fondo, en el patio, un guardia dirigiendo el movimiento con unos banderines. Cada sonido se extendía sonoramente por toda la cárcel. Liovka oyó cómo arrastraban estrepitosamente a uno por la escalera, y de pronto un grito desgarrador sacudió la prisión:

—¡Camaradas! ¡Saludos desde el calabozo frío! ¡Mueran los verdugos de Stalin!

Le pegaron (¡ese ruido especial de los golpes sobre algo blando!), le taparon la boca y el grito se hizo entrecortado y cesó. Pero trescientos presidiarios en trescientas celdas incomunicadas se precipitaron a sus respectivas puertas y las golpearon gritando furiosamente:

—¡Mueran esos perros sanguinarios!

—¿Os entró el gusto por la sangre obrera?

—¿De nuevo otro zar colgado al cuello?

—¡Viva el leninismo!

Y de pronto, en unas celdas, unas voces frenéticas empezaron:

Arriba los pobres del mundo…

Y ya toda la invisible masa de presidiarios atronaba hasta perder el sentido:

Agrupémonos todos.

Es la lucha final…

No podía verse, pero muchos de los que cantaban, como el propio Liovka, debían de tener lágrimas de entusiasmo en los ojos.

La prisión zumbaba como un enjambre de abejas irritadas. El grupo de los carceleros se apiñaba disimuladamente en las escaleras horrorizado ante el inmortal himno proletario…

¡Qué oleadas de dolor en la nuca! ¡Qué presión en el ilíaco derecho!

Rubin llamó de nuevo a la mirilla. Al segundo golpe asomó la adormilada cara del mismo carcelero. Separó el marco de cristal y refunfuñó:

—He telefoneado. No responden.

Quiso correr el cristal pero Rubin no se lo permitió, lo agarró con la mano:

—¡Pues vaya personalmente! —gritó con dolorosa irritación—. Me encuentro mal, ¿comprende? ¡No puedo dormir! ¡Llame al practicante!

—Está bien, de acuerdo —aceptó el cancerbero.

Y corrió la ventanilla.

Rubin empezó a pasear de nuevo, midiendo con la misma desesperanza el espacio lleno de escupitajos y de basura del ahumado pasillo, y avanzando tan poco como siempre en horas nocturnas.

Y tras la imagen de la Interna de Jarkov, que recordaba siempre con orgullo aunque las dos semanas de incomunicación habían pesado siempre sobre su hoja de servicio, sobre toda su vida, y habían endurecido ahora su condena, llegaron a la memoria unos recuerdos que prefería esconder, que quemaban.

… En cierta ocasión lo llamaron a la oficina del partido en la fábrica de tractores. Liova se consideraba uno de los fundadores de la fábrica: trabajaba en la redacción de su periódico. Recorría los talleres, animaba a la juventud, transvasaba ánimo a los obreros maduros, colgaba «notas» sobre los éxitos de las brigadas de choque, sobre las brechas y negligencias en la producción.

Y el joven de veinte años con camisa rusa de botonadura lateral entró en la oficina del partido con la misma desenvoltura con que alguna vez entrara también en el despacho del secretario del Comité Central de Ucrania. Y del mismo modo que allí decía sencillamente: «¡Buenos días, camarada Postyshev!», y se adelantaba a tenderle la mano, también ahí dijo a la mujer cuarentona, de pelo corto y pañuelo rojo en la cabeza:

—¡Buenos días, camarada Pajtina! ¿Me has llamado?

—Buenos días, camarada Rubin —le estrechó la mano—. Siéntate.

Él se sentó.

En el despacho había además una tercera persona no obrera, con corbata y traje, con zapatos amarillos. Estaba sentado aparte examinando unos papeles y no prestó atención al recién llegado.

El despacho del comité del partido era austero como un confesionario, restaurado en colores de tonos rojos llameantes y negros.

Con aire tímido y en cierto modo apagado, la mujer habló con Liova de asuntos de la fábrica, que siempre estudiaban celosamente, y de pronto, echándose para atrás, dijo con firmeza:

—¡Camarada Rubin! ¡Debes bajar la guardia ante el partido!

Liova quedó impresionado. ¿Cómo? ¿No entregaba al partido todas sus fuerzas, toda su salud, sin distinguir el día de la noche?

¡No! Era poco.

¿Pues qué más?

Entonces intervino cortésmente aquel tipo. Le trató de «usted», cosa que hería el oído proletario. Dijo que Rubin debía contar honestamente y hasta el final todo lo que sabía de su primo casado: ¿Era cierto que había sido miembro activo de una organización clandestina trotskista y ahora se lo ocultaba al partido?

Y había que responder inmediatamente, ambos tenían la vista fija en él…

A través de los ojos de este primo, precisamente, había aprendido Rubin a mirar la revolución. Por él se había enterado de que no todo marchaba tan engalanado y despreocupado como en las manifestaciones del Primero de Mayo. Sí, la revolución era una primavera, por eso había también mucho fango y el partido chapoteaba en este barro buscando un sendero firme invisible.

Pero, ciertamente, habían pasado cuatro años. Ciertamente, habían cesado las disputas en el partido. Se había empezado a olvidar a los trotskistas y hasta a los bujarinistas. Todo cuanto había propuesto el heresiarca, ganándose su expulsión del país, ahora Stalin lo imitaba servilmente demostrando poca inventiva. Con las miles de frágiles «barcas» de las haciendas campesinas habían organizado, mal que bien, el «transatlántico» de la colectivización. Los altos hornos de Magnitogorsk ya humeaban, y los tractores de cuatro fábricas pioneras revolvían las tierras de los koljoses. Y el 518 y el 1040[48] estaban casi a sus espaldas. Todo se realizaba objetivamente en honor de la Revolución Mundial. ¿Valía la pena pelear por el sonido del apellido de la persona que daría nombre a todas estas cosas? (Y Liovka incluso se obligó a amar este nuevo nombre. ¡Sí, ya LO amaba!). ¿Para qué habría ahora necesidad de arrestar a los que antes lo discutían, de vengarse de ellos?

—No lo sé. Nunca fue trotskista —respondió la lengua de Liovka, pero su razón percibió que hablando como un adulto, sin su pueril romanticismo pasado de moda, era innecesario ser reservado.

Cortos y enérgicos gestos del secretario del comité del partido. ¡El partido! ¿No era lo más elevado que poseíamos? ¿Cómo era posible mostrarse reservado… ante el partido? ¿Cómo era posible no sincerarse… ante el partido? El partido no castigaba, era nuestra conciencia. Recuerda lo que dijo Lenin…

Diez cañones de pistola apuntándole a la cara no habrían asustado a Liovka Rubin. Tampoco le habrían arrancado la verdad ni la mazmorra fría ni el destierro a Solovki. Pero ¡el partido! No podía callar ni mentir en aquel confesionario negrirrojo.

Rubin se sinceró: cuándo, en qué participaba su primo, qué hacía. Y la mujer-predicador guardó silencio.

El cortés visitante de los zapatos amarillos dijo:

—De modo que, si le he comprendido correctamente… —y leyó la hoja escrita—. Ahora firme. Aquí.

Liovka tuvo un sobresalto:

—¿Quién es usted? ¡Usted no es el partido!

—¿Por qué no he de ser el partido? —se ofendió el visitante—. También soy miembro del partido. Soy un juez de la GPU.

Rubin volvió a llamar a la ventanilla. El vigilante, evidentemente arrancado del sueño, resopló:

—A ver, ¿por qué llamas? He telefoneado muchas veces y no responden.

Los ojos de Rubin se pusieron ardientes de indignación:

—¡Le he pedido que fuera, no que llamara! ¡Padezco del corazón! ¡Quizá me muera!

—No te mo-ri-rás —alargó la frase el cancerbero, conciliador y hasta compasivo—. Llegarás hasta mañana. Piénsalo tú mismo: ¿cómo voy a marcharme y abandonar mi puesto?

—¡Y qué idiota le iba a quitar el puesto! —gritó Rubin.

—No se trata de que me lo quiten, es que el reglamento lo prohíbe. ¿Has servido en el ejército?

Le dolía tan fuertemente la cabeza que a punto estaba de creer que podía morirse en aquel instante. Al ver su cara descompuesta, el vigilante se decidió:

—Está bien, de acuerdo, apártate de la ventanilla, no llames más. Voy un momento.

Y seguramente se marchó. A Rubin le pareció que también el dolor había disminuido ligeramente.

De nuevo empezó a dar pasos uniformes por el pasillo.

… Los recuerdos se desplegaban en su memoria, unos pensamientos que no habría querido en absoluto despertar. Olvidarlos significaba curarse.

Poco después de estar en la cárcel, en su prisa por redimir su culpa ante el komsomol y por demostrar su utilidad —para convencerse a sí mismo y para convencer a la clase única revolucionaria—, Rubin fue a colectivizar el campo con una pistola al cinto.

Fueron tres kilómetros de marcha, descalzo, defendiéndose a tiros de los enloquecidos campesinos. ¿Y qué vio entonces en ello? «Pues ya he probado yo también la guerra civil». Sólo eso.

¡Caía por su propio peso!: reabrir las zanjas con el grano enterrado, no permitir que sus propietarios molieran el trigo y cocieran pan, no permitirles sacar agua del pozo. Y si los niños de los propietarios morían, que estiraran la pata los malvados junto a sus hijos, pero no dejarles cocer pan. Y aquel carro solitario, tirado por un melancólico caballo, que recorría al amanecer el pueblo callado y muerto, no suscitaba piedad, se había convertido en algo tan habitual como los tranvías en la ciudad. Un golpe con el látigo en el postigo:

—¿Hay difuntos? Sacadlos.

Y en el siguiente postigo:

—¿Hay difuntos? Sacadlos.

Y pronto también así:

—¡Eh! ¿Hay alguien vivo?

Y todo esto estaba impreso en su cabeza. Marcado a fuego. Quemaba. Y a veces fantaseaba: ¡Tus heridas son por eso! ¡Tu encarcelamiento es por eso! ¡Tus enfermedades son por eso!

Sea. Es justo. ¿Y si comprendía que era horrible pero que nunca lo repetiría, que ya había pagado por ello? ¿Cómo purificarse de todo aquello? Quién podría decir: «¡Oh, no ha sucedido! ¡Ahora vamos a considerar que no ha sucedido! ¡Haz como si nunca hubiera sucedido!».

¿Qué no se devanará una noche de insomnio en el alma triste del que ha errado?

Esta vez fue el propio vigilante quien abrió la ventanilla. Al final había decidido abandonar su puesto y pasar por Dirección. Resultó que allí todos dormían y no había quién cogiera el auricular del teléfono. El brigada al que despertó escuchó su informe, lo amonestó por haber abandonado el puesto y, sabiendo que la enfermera dormía con el teniente, no se atrevió a despertarlos.

—Imposible —dijo el vigilante por la ventanilla—. He ido yo mismo y he informado. Dicen que es imposible. Hay que dejarlo para mañana.

—¡Me muero! ¡Me muero! —le dijo con voz ronca Rubin por la mirilla—. ¡Romperé la ventanilla! ¡Llame enseguida al oficial de servicio! ¡Me declararé en huelga de hambre!

—¿Qué es eso de huelga de hambre? ¿Te da alguien de comer en este momento? —replicó el cancerbero juiciosamente—. Por la mañana, con el desayuno, podrás declararla… Bueno, pasea, pasea. Volveré a llamar al brigada.

Ni el destino de la bomba atómica, ni el de un preso moribundo, importaba a ninguno de los soldados, sargentos, tenientes, coroneles y generales satisfechos de su servicio y de su sueldo.

¡Pero el preso moribundo necesitaba estar por encima de todo esto!

Superando el malestar y el dolor, procuraba continuar deambulando por el pasillo con paso mesurado. Le vino a la memoria la fábula de Krylov El sable damasquinado. En libertad, esta fábula no había despertado su atención, pero en la prisión le impresionaba:

La aguzada hoja de un sable demasquinado

fue arrojada a la chatarra;

con ella llevada al mercado

y vendida a un campesino casi de balde.

Con el sable demasquinado el campesino descortezaba tilos, astillaba teas. El sable se cubrió de melladuras y de herrumbre. Un día, bajo el banco de la isba, el Erizo preguntó al Sable si no le daba vergüenza. Y el Sable respondió al Erizo de la misma manera que Rubin había respondido centenares de veces mentalmente:

No, la vergüenza no es para mí,

es para aquel que no fue capaz de comprender

para qué servía yo.