Pasada ya la medianoche, Innokenti y Dotnara regresaron en taxi a su casa.
En las calles desiertas, la nieve caía densamente blanqueando la fachada de las casas. Descendía sembrando tranquilidad y olvido.
El afecto hacia la esposa, en respuesta a su imprevista sumisión de hoy en casa del suegro, no había desaparecido ni siquiera ahora, traspasado el límite de los ojos de la gente. Dotty charlaba con soltura acerca de tal o cual invitado a la velada, de las dificultades y esperanzas que suscitaba el matrimonio de Clara. Innokenti la escuchaba con benevolencia.
Descansaba. Descansaba de la incontenible tensión de aquellos días y, sin saber por qué, con nadie habría descansado tan a gusto en aquel momento que con aquella mujer amada, odiosa, maldita, abandonada y traidora, mas pese a todo insustituible, pese a todo su compañera.
Irreflexivamente, la abrazó por los hombros.
Siguieron así…
El contacto con aquella mujer, rechazado por él, volvía a inquietarle.
La miró de reojo. Contempló de soslayo sus labios. Miró aquellos labios únicos a los que podía unirse largamente, largamente, largamente, sin saciarse. Innokenti tenía motivos para saber que esto suele ocurrir raramente, casi nunca. Tenía motivos para saber que no se reúne en una mujer todo lo que nosotros desearíamos. Labios, cabellos, hombros, piel, y otras muchas cosas que habría que reunir por partes sacándolas de diferentes mujeres para integrarlas en una sola, cosa que la naturaleza no quiere hacer. Y reunir también los movimientos anímicos, el talante, la inteligencia, las costumbres.
A Dotty podía perdonársele que no lo tuviera todo. Nadie lo tiene todo. Y ella tenía no poco.
Y de pronto se le ocurrió este pensamiento: ¿qué sentiría hacia ella en ese momento si esa mujer nunca hubiera sido su esposa, pero él la tuviera abrazada de aquella manera en un coche y ella fuera sumisa con él a casa?
¿Por qué, entonces, no la culparía de haber estado en otros brazos, en muchos otros brazos? ¿Por qué siendo su mujer era eso humillante?
Percibió sin embargo algo absurdo y despreciable: que por ser ella así, depravada, le atraía de un modo aún más fatal. Lo presintió en aquel momento.
Y retiró el brazo.
Naturalmente, todo era mejor que pensar que iban tras él. Que quizás en casa le esperaba una emboscada. En la caja de la escalera. O incluso en su propio piso. En realidad «para ellos» no era difícil abrir y entrar.
Incluso se lo imaginó claramente, con toda seguridad: ¡sería precisamente así! Estaban escondidos en el piso y le esperaban. Y apenas abriera saltarían al pasillo desde las habitaciones y lo cogerían. Quizá los últimos minutos de su vida en libertad fueran esos momentos tranquilos en el asiento trasero, abrazado a Dotty, que nada sospechaba.
¿Habría llegado, tal vez, el momento de decirle algo?
La miró con lástima, incluso con ternura. Y Dotty captó inmediatamente aquella mirada y su labio superior tembló graciosamente, al estilo de las ciervas…
Pero ¿qué habría podido decirle él en tres palabras, incluso sin la presencia del taxista, después de despedirle? ¿Que no había que confundir la patria con el gobierno? ¿Que era criminal poner aquel arma sobrehumana en manos de un régimen insensato? ¿Que nuestro país no necesita el poder militar y que sólo así podremos vivir?
Casi ninguno de los que estaban en el poder lo comprendería. ¡No lo comprendían los académicos! Especialmente los que montaban chapuceramente la bomba esa. ¿Qué podía ser capaz de comprender la engalanada y codiciosa esposa de un diplomático?
Se recordó a sí mismo, además, el torpe hábito de Dotty: destruir todo el espíritu de una conversación íntima con cualquier observación grosera, inoportuna y falsa. No tenía delicadeza, nunca la tuvo, ¿y cómo puede conocer una persona algo que nunca tuvo?
En el ascensor no le miró a la cara. Nada le dijo en el descansillo de la escalera. Abrió con una llave, dio vuelta a otra, de tipo inglés, y retrocedió con naturalidad para que pasara delante: ¡La dejaba entrar en la trampa! ¿Era mejor, quizá, que ella fuera delante? Ella nada perdía, y él vería… no, no huiría, ¡pero tendría otros cinco segundos para pensar!
Dotty entró y encendió la luz.
Nadie se arrojó sobre ellos. No había capotes ajenos colgados. No había descuidadas manchas ajenas de barro en el suelo.
Por lo demás, esto no demostraba nada. Había que registrar todas las habitaciones.
¡Pero su corazón ya tenía fe en que no había nadie! ¡Ahora el cerrojo, y el otro cerrojo! ¡Y no abrir por nada del mundo! Estaban durmiendo, no estaban…
Empezaba una cálida seguridad.
Y Dotty era copartícipe de esta seguridad y de esta alegría.
Agradecido, la ayudó a quitarse el abrigo.
Ella inclinó la cabeza ante Innokenti de modo que él pudo ver su nuca, aquel especial arabesco de cabellos, y ella le dijo de repente con claro arrepentimiento:
—Pégame. Como el campesino pega a su mujer… Pégame como es debido.
Y ella le miró con los ojos bien abiertos. No bromeaba en absoluto. Hubo incluso un amago de llanto, pero de su llanto peculiar: nunca lloraba como un torrente desbordado, como las demás mujeres, sino que se le humedecían los ojos ligeramente, sólo por una vez, y acto seguido se secaban, se secaban excesivamente hasta formar un oscuro vacío.
Pero Innokenti no era un campesino. No estaba preparado para pegar a su esposa. Ni siquiera había pensado nunca que eso, en general, fuera posible.
Le puso la mano sobre los hombros:
—¿Por qué eres tan vulgar?
—Soy vulgar cuando sufro mucho. Hago mal a otros y me parapeto tras la vulgaridad. Pégame.
En esta posición estaban, incapaces de nada.
—Ayer y hoy lo he pasado tan mal, tan mal —se lamentó Innokenti.
—Lo sé —murmuró Dotty con sus labios jugosos, jugosísimos, levantándose del arrepentimiento y recuperando sus derechos—. Pero yo te tranquilizaré enseguida.
—Lo dudo mucho —sonrió él lastimeramente—. No está en tu mano.
—Todo está en mi mano —le inculcó ella con voz grave, e Innokenti empezó a creerlo—. ¿Para qué serviría mi amor si yo no pudiera tranquilizarte?
Y ya Innokenti se hundió en sus labios regresando al querido pasado.
Y la garra continua de la amenaza cedió para dejar paso a otra garra, una garra dulce.
Atravesaron la habitación sin separarse, olvidando buscar la emboscada.
Y hundido en el tibio universo maternal, Innokenti ya no volvió a tener frío.
Dotty lo envolvía.