El vigilante que entró de guardia la noche del domingo era un joven y esbelto teniente, con dos manchitas bajo la nariz a modo de bigotito. El teniente recorrió personalmente los corredores de la cárcel después del toque de queda, tanto el superior como el inferior, enviando a los presos a sus salas a dormir (los domingos se acostaban siempre a disgusto). Habría recorrido los pasillos una segunda vez, pero no podía separarse de la joven y maciza enfermera del dispensario. La enfermera tenía a su marido en Moscú, pero este no podía encontrarse con ella en la zona prohibida durante las veinticuatro horas de su turno de servicio, y el teniente contaba muchísimo con la noche de hoy para conseguir algo. Ella le esquivaba riendo y repitiendo siempre lo mismo:
—¡Deje de hacer travesuras!
Por esta razón envió al brigada, su ayudante, a dispersar a los presos por segunda vez. El brigada vio que el teniente no saldría del dispensario hasta el amanecer y que no le controlaría, por lo que no puso demasiado celo en acostar a los presos, ya que tras muchos años de servicio le fastidiaba este trabajo de perro, y también porque comprendía que los presos eran hombres adultos que a la mañana siguiente debían acudir al trabajo y que no se olvidarían de dormir.
En cuanto a apagar la luz en pasillos y escaleras, no estaba permitido, pues podía facilitar la fuga o el motín.
Así pues, en dos ocasiones, nadie separó a Rubin y a Sologdin, que frotaban con sus espaldas la pared del gran pasillo principal. Sería la una de la madrugada, pero ellos se habían olvidado del sueño.
Sostenían esa clase de discusión enardecida y sin solución que suele poner punto final —cuando no lo pone una reyerta— al ritual ruso de la diversión.
Pero era también esa especial discusión feroz de las cárceles, que no puede darse en libertad, bajo la opinión única y dominante del régimen.
La discusión-duelo sobre el papel acabó por no dar ningún resultado. En esta hora y pico, Rubin y Sologdin pasaron revista también a las otras dos leyes de la inocente dialéctica. No obstante, sin agarrarse a ninguna desigualdad del terreno, sin demorarse en ningún rellano salvador, su discusión, rebotando una y otra vez contra sus pechos, rodaba hacia el cañón del volcán.
—Pues si no hay «contradicciones» tampoco habrá «unidad» en las mismas, ¿verdad?
—¿Cómo?
—¿Cómo que «cómo»? ¡Tenéis miedo de vuestra propia sombra! ¿Es cierto o es falso?
—Naturalmente. Es cierto.
Sologdin se puso radiante. Inspirado al ver ese punto débil, dobló hacia adelante sus hombros y agudizó su rostro:
—O sea, ¿que lo que no tiene contradicciones no existe? ¿Para qué prometisteis una sociedad sin clases?
—¡«Clase» es una palabra ornitológica!
—¡No te escurrirás! Sabéis que una sociedad sin contradicciones es imposible, ¿y la prometisteis cínicamente? Vosotros…
Ambos eran unos críos de cinco años en 1917, pero al enfrentarse no se negaban a responsabilizarse de toda la historia humana.
—… Os tomasteis muy a pecho abolir la opresión, ¡pero nos impusisteis opresiones peores y más amargas! ¿Para esto había que matar a tantos millones de personas?
—¡Estás ciego de bilis! —gritó Rubin, perdiendo la prudencia de hablar con voz ahogada y olvidando la condescendencia con un adversario que se precipitaba a ahogarle. (La sonoridad de sus argumentos no representaba ningún peligro para él, que era partidario del régimen)—. ¡Aunque formaras parte de una sociedad sin clases, el odio te impediría reconocerla!
—Pero la de ahora, ¿es una sociedad sin clases? ¡Dilo por una sola vez! ¡Por una vez, no te escurras! ¿Existe o no existe una nueva clase, la clase dirigente?
¡Ah, qué difícil era para Rubin responder precisamente a esta pregunta! Porque el propio Rubin había visto esta clase. Porque el arraigo de esta clase privaría a la revolución de todo sentido, de su único sentido.
Pero ni una sombra de debilidad, ni un amago de vacilación, pasó por la frente ancha del justo.
—¿Y esa clase aparece socialmente delimitada? —gritó Rubin—. ¿Se puede indicar con precisión quién gobierna y quién es gobernado?
—¡Se pue-de! —emitió también Sologdin a plena voz—. Fomá, Antón, Shishkin-Mishkin gobiernan, y nosotros…
—Pero ¿hay límites estables? ¿Herencia de bienes inmuebles? ¡Todo radica en el servicio! Hoy estás arriba y mañana abajo, ¿o no es así?
—¡Pues aún peor! Si cada miembro puede ser derribado, ¿cómo podrá conservar su puesto? ¿Diciendo «qué manda para mañana»? El noble podía insolentarse con el poder cuanto quisiera, ¡el nacimiento era algo imposible de arrebatar!
—¡Ya salieron tus queridos nobles! ¡Como Siromaja!
(Era el rey de los chivatos de la sharashka).
—¿Y los mercaderes? El mercado les hacía reflexionar, ¡orientarse rápidamente! ¡Los vuestros no son nada! Sí, piénsalo un poco, ¡qué camada! No tienen idea del honor, no tienen educación, no tienen cultura, no tienen inventiva, odian la libertad, sólo se mantienen gracias a su ruindad personal…
—Pero hay que tener por lo menos la inteligencia necesaria para comprender que se trata de un grupo de funcionarios, que es provisional, y que con la desaparición del Estado…
—¿Desaparecer? —aulló Sologdin—. ¿Por sí mismos? ¡No querrán! ¿Voluntariamente? ¡No se marcharán hasta que los echen a palos! ¡Vuestro Estado no ha salido de un «ambiente de ricachones»! ¡Se ha creado para consolidar su carácter antinatural a base de crueldades! ¡Y aunque os quedarais solos en la Tierra, todavía consolidaríais más y más vuestro Estado!
Sologdin llevaba a sus espaldas la bruma de largos años de opresión, de largos años de disimulo. Para él significaba una liberación poder lanzar sus opiniones sobre el vecino que tenía a su alcance, tanto mayor siendo este además un bolchevique convencido, y por lo tanto responsable de todo.
Por su parte, Rubin, desde la primera celda del servicio de contraespionaje del frente, y luego en toda la serie de celdas que había conocido, provocaba impávido la furia general al declarar que era marxista, y no renunciaba a sus puntos de vista ni siquiera en la cárcel. Se había acostumbrado a ser un mastín en una manada de lobos, a defenderse solo contra cuarenta o cincuenta. Su boca se había encostrado ante lo infructuoso de estos encontronazos, pero era su deber, estaba obligado a explicar a los ciegos su ceguera, estaba obligado a luchar contra los enemigos en su celda, en pro de ellos mismos, pues en su mayoría no eran enemigos, sino simples ciudadanos soviéticos víctimas del Progreso y de la imprecisión del sistema penitenciario. Tenían la conciencia enturbiada por la ofensa personal recibida, pero si mañana empezaba una guerra contra América y se daba un arma a aquellos hombres, casi todos, del primero al último, olvidarían sus vidas destrozadas, perdonarían sus sufrimientos, pasarían por alto la amargura de la separación familiar, e irían abnegadamente a defender el socialismo, como lo haría el propio Rubin. Evidentemente, así actuaría también Sologdin en el momento decisivo. ¡Y no podía ser de otra manera! De otro modo serían unos perros y unos traidores.
Por agudas y cortantes piedras, de fragmento a fragmento, saltó también su discusión a este punto.
—¿Qué diferencia hay? ¿Qué diferencia? ¡O sea que un preso encerrado sin ton ni son durante diez años sería un traidor a la patria si empuñara las armas contra sus carceleros! ¿Y el alemán al que lavaste el cerebro y enviaste tras la línea del frente? ¿Es un hombre progresista ese alemán traidor a su patria y al juramento prestado?
—¿Cómo puedes comparar? —se asombró Rubin—. ¡Objetivamente, mi alemán luchaba por el socialismo, y tu preso contra el socialismo! ¿Son cosas comparables?
Si la sustancia de nuestros ojos pudiera fundirse con el calor del sentimiento que expresan, los ojos de Sologdin habrían manado en forma de chorros azules. Tanta era la pasión con que acometió a Rubin:
—¡No se puede hablar con vosotros! Hace treinta años que vivís y respiráis esta divisa —con el acaloramiento se le escapó esta palabra extranjera, pero era buena, caballeresca—: «El fin justifica los medios», pero si se os hace la pregunta cara a cara, ¿lo admitiríais? ¡Estoy seguro de que lo negaríais! ¡Lo negaríais!
—No. ¿Por qué? —respondió de pronto Rubin con una frialdad tranquilizadora—. Personalmente, y en lo que a mí se refiere, no lo admito, pero ¿y si hablamos en un sentido social? Nuestro objetivo es tan elevado, en el contexto de toda la historia de la humanidad, que por primera vez podemos decir: este objetivo justifica los medios empleados para conseguirlo.
—¡Ah, aunque sea así! —al ver un punto flaco accesible al florete, Sologdin lanzó una estocada momentánea y sonora—. Entonces, recuerda: ¡cuanto más elevado sea el objetivo más elevados deben ser los medios! ¡Los medios pérfidos destruyen al propio objetivo!
—¿Qué quiere decir eso de pérfidos? ¿Quién utiliza medios pérfidos? ¿Rechazas quizá los medios revolucionarios?
—¿Hay aquí, por ventura, una revolución? ¡Aquí no hay más que la maldad y la sangre del hacha! ¿Quién sería capaz de hacer una lista de muertos y fusilados? ¡El mundo se horrorizaría!
Sin detenerse en ninguna parte, como un exprés nocturno, su discusión discurría ante apeaderos, ante faroles, ora en la estepa desierta, ora en una radiante ciudad, pasando por los puntos oscuros y claros de sus memorias, y todo lo que emergía momentáneamente arrojaba una luz incierta o un rumor indescifrable sobre el incontenible balanceo de sus concatenaciones de ideas.
—¡Para opinar sobre un país hay que conocerlo por lo menos un poco! —se enfureció Rubin—. ¡Y tú hace doce años que te pudres en los campos de concentración! ¿Y qué viste antes? ¿Los estanques Patriarshie Prudy? ¿O ibas de excursión a Kolomenskoye los domingos?
—¿El país? ¿Te atreves a opinar sobre el país? —gritó Sologdin, pero se contuvo hasta llegar a un sonido ahogado, como si lo estrangularan—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza para ti! Con tantos hombres que pasaron por Butyrki, recuérdalos: Gromov, Ivanteyev, Yashin, Blojin, que te decían cosas sensatas, que te contaban toda su vida, ¿los escuchaste? ¿Y aquí? Vartapetov, y luego ese, cómo se llama…
—¿Quiééén? ¿Para qué voy a escucharlos? ¡Son hombres cegados! Se limitan a aullar como la fiera a la que han dañado una pata. Interpretan el fracaso de su propia vida como la ruina del socialismo. Su observatorio es la cubeta de letrinas de su celda, su aire los aromas de esta cubeta. ¡No tienen un punto de vista, sino un nada de vista!
—Pero ¿a quién, a quién serías tú capaz de escuchar?
—¡A la juventud! ¡La juventud está con nosotros! Y es el futuro.
—¿La ju-ven-tud? ¡Menudo invento el vuestro! ¡La juventud se cisca en vuestras… «clarimágenes»! —Significaba ideales.
—Pero ¿cómo te atreves a opinar sobre la juventud? Yo combatí en el frente con la juventud, fui de exploración con ella, y tú sólo has oído hablar de la juventud por boca de algún sucio emigrado en una cárcel de tránsito. ¿Cómo puede haber una juventud indiferente habiendo en el país un komsomol con diez millones de afiliados?
—¿El kom-so-mol? ¡Tú andas mal de la sesera! ¡Vuestro komsomol no es más que la transformación de papel-firme-compacto en carnets!
—¡No te atrevas a decir esto! ¡Yo mismo soy un antiguo komsomol! ¡El komsomol era nuestra bandera! ¡Nuestra conciencia! ¡Nuestro romanticismo y nuestro desinterés, eso era el komsomol!
—¡Era, era! ¡Lo fue y voló!
—A fin de cuentas, ¿a quién se lo digo? ¡En aquellos años también tú eras un komsomol!
—¡Y lo pagué bastante caro! ¡Me castigaron por ello! ¡Un principio mefistofélico! A todo el que lo toca… ¡Margarita!: ¡la pérdida del honor! ¡La muerte del hermano! ¡La muerte del bebé! ¡La locura! ¡La perdición!
—¡No, espera! ¡No es Margarita! ¡No puede ser que, de toda aquella época del komsomol, no quede nada en tu corazón!
—Creo que has hablado de «corazón», ¿verdad? ¡Cómo ha cambiado vuestro lenguaje en veinte años! Habláis de «conciencia», de «corazón», de «santuarios profanados»… ¡Estas palabritas debiste pronunciarlas en 1927, en tu sagrado komsomol! ¿Eh? Habéis pervertido a toda la joven generación de Rusia…
—¡Muy cierto, a juzgar por ti!
—… Y luego la emprendisteis con los alemanes, con los polacos…
Y siguieron así más y más, perdiendo ya la ilación de los argumentos, la relación entre las ideas posteriores y anteriores, sin ver ni percibir en absoluto aquel pasillo donde sólo permanecían aún dos petrificados ajedrecistas tras un tablero y un viejo herrero fumador que tosía incesantemente, y donde se veían sus alarmantes gesticulaciones, sus caras encendidas y sus barbas apuntándose una a otra en ángulo recto: una gran barba negra y una cuidada barbita rubia.
—¡Gleb!
—¡Gleb! —le llamaron ambos, al ver que Spiridón y Nerzhin salían de la escalera del retrete.
Cada uno llamó a Gleb con la impaciente esperanza de duplicar el número de sus partidarios. Pero este ya venía hacia ellos por iniciativa propia, inquieto por sus exclamaciones y gesticulaciones. Sin oír siquiera una sola palabra, cualquier tonto habría adivinado que allí se había entablado una discusión sobre alta política.
Nerzhin se acercó a ellos rápidamente, y antes de que le preguntaran al unísono sobre algo contradictorio, les dio un puñetazo a cada uno en el costado:
—¡Sensatez! ¡Sensatez!
Los tres habían concertado que, en caso de una discusión delirante, cada uno detendría a los otros dos con la amenaza de los chivatos, y los otros dos tendrían la obligación de someterse.
—¿Os habéis vuelto locos? ¡Habéis cumplido ya una condena cada uno! ¿Os parece poco? ¡Dmitri! ¡Piensa en la familia!
No era posible despegarlos, no ya pacíficamente, sino ni siquiera con una manga de incendios.
—¡Escucha! —le sacudió Sologdin por el hombro—. No concede ninguna importancia a nuestros sufrimientos, ¡dice que todos son justificados! ¡Los únicos sufrimientos que admite son los de los negros en las plantaciones!
—A propósito de eso ya le dije a Liovka: la tía Fedosevna es caritativa en la calle y mata de hambre a los suyos en casa.
—¡Qué estrechez de miras! ¡No eres un intemacionalista! —exclamó Rubin mirando a Nerzhin como a un carterista pillado con las manos en la masa—. Vale más que escuches lo que este iba diciendo: ¡que el régimen imperial fue un bien para Rusia! Todas las conquistas, todas las canalladas, los estrechos, Polonia, Asia Central…
—En mi opinión —decidió enérgicamente Nerzhin—, para salvar a Rusia, ¡debieron liberar hace tiempo todas las colonias! ¡Y dirigir los esfuerzos de nuestro pueblo sólo al desarrollo interno!
—¡Criatura! —exclamó irritado Sologdin—. Si os dejaran, malbarataríais toda la tierra de vuestros padres… Dime una cosa: ¿vale un ochavo su romanticismo komsomoliano? ¡Enseñaron a los hijos de los campesinos a delatar a sus padres! ¡No dejaron tragar una corteza de pan al que había cultivado el trigo! ¡Y aún se atreve a mencionar la palabra «benefactores»!
—¡Ah, qué noble eres! ¿Te consideras cristiano? ¡No tienes nada de cristiano!
—¡No blasfemes! ¡No menciones lo que no comprendes!
—¿Crees que basta con no ser ladrón ni chivato para ser cristiano? ¿Dónde está tu amor al prójimo? Con cuánta razón dicen de vosotros: «La mano que hace el signo de la cruz es la misma que afila el cuchillo». ¡No en vano te encantan los bandidos medievales! ¡Eres un típico «conquistador»!
—¡Me halagas! —se inclinó para atrás Sologdin pavoneándose.
—¿Te halago? ¡Qué horror! ¡Qué horror! —Rubin se metió los dedos de ambas manos en sus ralos cabellos—. ¿Lo oyes, Gleb? ¡Dile que siempre adopta poses! ¡Me fastidia su pose! ¡Siempre se las da de Alexandr Nevski!
—¡Pues esto sí que no me halaga en absoluto!
—¿Qué quieres decir?
—Para mí, Alexandr Nevski no es ningún héroe. Ni un santo. De modo que esto no es ninguna alabanza.
Rubin guardó silencio y cambió una mirada de desconcierto con Nerzhin.
—¿En qué no te satisface Alexandr Nevski? —preguntó Gleb.
—¡En que no permitió a los caballeros penetrar en Asia, ni al catolicismo en Rusia! ¡En que estuvo contra Europa! —Sologdin respiraba aún pesadamente, se enfurecía.
—¡Esto es una novedad! ¡Es una novedad! —empezó Rubin con la esperanza de descargar un golpe.
—¿Y para qué necesitaba Rusia el catolicismo? —inquirió Nerzhin con expresión de juez.
—¡Muy sencillo! —brilló Sologdin como un relámpago—. ¡Todos los pueblos que tuvieron la desgracia de ser ortodoxos lo pagaron con varios siglos de esclavitud! ¡Después, la Iglesia ortodoxa no pudo hacer frente al Estado! ¡El pueblo, sin Dios, quedó sin defensa! ¡Y resultó un país contrahecho! ¡Un país de esclavos!
Nerzhin puso unos ojos enormes:
—No entiendo na-da. ¿No me echabas en cara no ser suficientemente patriota? ¿Y malbaratar la tierra de nuestros padres?
Pero Rubin había visto ya el flanco indefenso que se abría en su adversario.
—¿Y qué pasa con la Santa Rusia? —se apresuró a decir—. ¿Y la Lengua de la Claridad Máxima? ¿Y la defensa contra las palabras ornitológicas?
—Eso, ¿qué pasa? ¿Qué pasa con la Lengua de la Claridad Máxima si el país está contrahecho?
Sologdin estaba radiante. Se retorció las muñecas de las manos, que había retirado.
—¡Un jue-go, señores! ¡Un juego! ¡Un ejercicio con la visera calada! ¡Hay que hacer ejercicio, ya veis! Estamos obligados a superar continuamente una resistencia. Estamos en continua prisión, y es preciso parecer lo más lejos posible de nuestros verdaderos puntos de vista. Una de las nueve esferas, ya te lo dije…
—Una bola…
—¡No, una esfera!
—¡Qué hipócrita eres en este punto! —saltó Rubin con nuevo fuego—. ¡El país os parece malo! ¿Y no fuisteis vosotros, los beatos y disolutos, los que lo llevasteis a Jodynka, a Tsusima y a los bosques de Avgustovo[46]?
—¡Ah! ¿Padecéis por Rusia, asesinos? —exclamó Sologdin—. ¿Y no fuisteis vosotros los que la degollasteis en 1917?
—¡Sensatez! ¡Sensatez! —les dio Gleb a ambos un puñetazo en los costados. Pero los contendientes no sólo no volvieron a la realidad, sino que ni siquiera se dieron cuenta, pues a través de aquel velo rojo ya no le veían.
—¿Crees que algún día se os perdonará la colectivización?
—¡Recuerda lo que contabas en Butyrki! ¡Decías vivir con el único objetivo de conseguir un millón! ¿Para qué este millón en el Reino de los Cielos?
Hacía dos años que se conocían. Y todo cuanto habían averiguado uno de otro en conversaciones confidenciales procuraban ahora tergiversarlo de la manera más ofensiva, más hiriente. En este momento lo recordaban todo y se lo lanzaban a la cara como una acusación.
—Vaya, ya no entendéis el lenguaje humano, dadle vueltas a la noria, adelante, adelante —gritó Nerzhin.
Y se marchó con un gesto de desprecio. Se consoló pensando que en los pasillos no había nadie y que en las salas la gente dormía.
—¡Qué vergüenza! ¡Eres un corruptor de almas! ¡Tus pupilos rigen ahora los destinos de Alemania Oriental!
—¡Vanidoso mezquino! ¡Y cómo te enorgullecías de tu gota de sangre noble!
—Ya que Shishkin-Mishkin lleva a cabo una causa justa, ¿por qué no le ayudas, por qué no se lo «chivas», dímelo? ¡Y Shishkin te hará un buen certificado! ¡Y revisarán tu caso!
—¡Por estas palabras se le parte la cara a uno!
—Claro, ¿por qué no?, ¡razonemos! Ya que todos estamos presos con razón y tú eres el único que lo está sin razón, el derecho de los carceleros… ¡Es sólo por coherencia!
Se insultaban disparatadamente sin casi oírse ya uno a otro. Cada uno buscaba y perseguía una sola cosa: encontrar el lugar donde herir más dolorosamente.
—¡Fíjate qué sarta de mentiras dices! ¡No haces más que mentir! ¡Y profetizas como si aún no hubieras soltado el crucifijo de tus manos!
—No querías hablar del orgullo en la vida del hombre, y te vendría muy bien ocuparte un poco de ese orgullo. Cada año envías dos peticiones de indulto…
—¡Mientes! ¡No pido el indulto, sino la revisión del caso!
—Te lo niegan, y tú continúas mendigándolo. Eres como un perrito encadenado: el que tiene la cadena, ese es el fuerte.
—¿Y tú no mendigarías? Lo que pasa es que no tienes posibilidad de obtener la libertad. ¡De otro modo te arrastrarías por los suelos!
—¡Nunca! —tembló de cólera Sologdin.
—¡Pues yo digo que sí! ¡Pero no tienes bastante capacidad para distinguirte!
Se torturaron mutuamente hasta el agotamiento. Innokenti Volodin nunca hubiera podido imaginar que sobre su destino pudiera influir la fatigosa y agotadora discusión de dos presos en un solitario y cerrado edificio de los alrededores de Moscú.
Ambos querían ser verdugos, pero eran las víctimas de esta discusión, en la que no eran ellos propiamente los que discutían, sino dos aniquiladores potenciales de distinto signo.
Y eran estos potenciales los que ellos distinguían, uno en otro, con precisión y sin lugar a error: distinguían a los ciegos y locos vencedores de ayer o de mañana, tan impenetrables e insensibles a los argumentos de la razón como los muros de aquella cárcel.
—Pero, dime, si pensaste siempre de esta manera, ¿cómo pudiste ingresar en el komsomol? —casi se arrancaba los cabellos Rubin.
Y por segunda vez en media hora, la extrema irritación de Sologdin hizo que se descubriera sin necesidad:
—¿Y cómo podía no ingresar? ¿Quedaba alguna posibilidad de no ingresar? ¡De no ser komsomol tenía tantas posibilidades de ver el instituto como de ver mis orejas!
—¿Entonces fingiste? ¿Fuiste villanamente tortuoso?
—¡No! Vine a vosotros, simplemente, con la visera calada.
—Así, ¿si hubiera guerra —abrumado por el último descubrimiento, Rubin sintió incluso una opresión en el pecho—, y tú tomaras las armas…?
Sologdin se enderezó, cruzado de brazos, y se apartó como de una barrabasada:
—¿Crees que os defendería a vosotros?
—¡Eso huele a sangre! —Rubin apretó los puños, velludos en las muñecas.
Continuar hablando, o incluso estrangularse o darse de puñetazos, habría sido poca cosa. Después de lo dicho había que coger una metralleta y disparar una ráfaga, pues el segundo de ellos sólo podía entender este lenguaje.
Pero no había metralleta.
Se separaron jadeando. Rubin con la cabeza gacha, Sologdin con la cabeza alta.
Si antes Sologdin podía dudar, ahora descargaría con placer un golpe sobre esa jauría: ¡no les daría el codificador! ¡No se lo daría! ¡No haría rodar, él también, su maldita rueda! Porque luego sería difícil demostrar lo débiles y faltos de talento que eran. Vocearían, zumbarían, vibrarían diciendo que aquello era de «lógica necesidad», que no podía ser de otra manera. ¡Escribían su propia historia, no lo dejarían al margen! ¡Revolvían los entresijos de la historia!
Rubin se alejó hacia un rincón y se apretó la cabeza, que latía en oleadas de dolor. Vio con toda claridad el único golpe demoledor que podía descargar sobre Sologdin y su trailla. ¡No había otro modo de penetrar en aquellas cabezas de bronce! ¡No había argumento práctico ni justificación histórica que permitiera luego tener razón ante ellos! ¡La bomba atómica! Esto era lo único que comprenderían. Debía superar la enfermedad, la debilidad, la falta de deseo, y mañana, a primera hora de la mañana, seguir y olfatear el rastro de aquel canalla anónimo, salvar la bomba atómica para la Revolución.
¡Petrov! ¡Siagoviti! ¡Volodin! ¡Schevronok! ¡Zavarzin!