Sobre sus cabezas retumbaban los peldaños de la escalera de madera crujiendo bajo el golpeteo y el frote de los pies. De vez en cuando caían motas de polvo y basura, pero Spiridón y Nerzhin casi no las notaban.
Se sentaban sobre un suelo no barrido, abrazándose las rodillas, con sus monos azules de paracaidista, sucios, desgastados tiempo ha, endurecidos por la parte del trasero. Sentarse sin apoyar la espalda en la madera no era muy cómodo, por lo que se inclinaban un poco y apoyaban los hombros y las espaldas en las tablas sesgadas que cubrían por debajo la escalera. Sus ojos miraban hacia adelante, pero también se apoyaban: la desportillada pared lateral del retrete estaba ante ellos.
Como siempre que era preciso examinar y abarcar algo con la mente, también en este momento fumaba Nerzhin a menudo, y depositaba las colillas aplastadas junto a él, en el plinto medio podrido del que partía el triángulo blanqueado pero sucio de la pared. Por su parte, Spiridón, aunque recibía cigarrillos Bielomor Kanal como los demás —su envoltorio le recordaba una vez más el trabajo letal en una tierra letal donde había estado a punto de dejar los huesos—, se mantenía firme sin fumar, sometiéndose a la prohibición de los médicos alemanes, que le habían devuelto tres décimas de visión en uno de los ojos, que le habían devuelto la luz.
Spiridón guardaba por los médicos alemanes todo su agradecimiento y respeto. Cuando ya estaba ciego sin esperanza, le habían metido una aguja gorda en la espina dorsal, lo habían mantenido largo tiempo bajo vendaje, con unturas en los ojos, y luego le habían quitado las vendas en la penumbra de una habitación y le habían ordenado: «¡Mira!». ¡Y el mundo apareció débilmente ante él! A la luz mortecina de una lamparilla de noche, que a Spiridón le pareció un vivo sol, distinguió con un ojo el oscuro perfil de la cabeza de su salvador, y echándose a sus pies le besó la mano.
Nerzhin se imaginó la cara siempre concentrada, pero en aquel momento dulcificada, del oculista de Renania. El doctor miraba al pelirrojo salvaje de las estepas orientales libre de vendajes, y veía a un hombre cuya voz cálida y cuyo agradecimiento decían muy a las claras que aquel salvaje posiblemente estaba destinado a una vida mejor, y que no por su culpa se había convertido en lo que era.
Desde el punto de vista de los alemanes, lo que había hecho Spiridón era algo peor que bárbaro:
Después de la guerra, Spiridón vivía con su familia en un campo de concentración norteamericano para personas desplazadas. Y había encontrado allí un paisano, un compadre, llamado por mal nombre «compadre-perro» debido a ciertos asuntillos que había llevado a cabo cuando la formación de los koljoses. Había viajado con este «compadre-perro» hasta Slutsk, y en Alemania los habían separado. Era preciso remojar felizmente el encuentro. Y como no había otra cosa, el «compadre» trajo una botella de alcohol. El alcohol no fue probado ni la etiqueta alemana leída. En cambio, lo consiguieron gratis. Qué queréis, el cuidadoso y desconfiado Spiridón, que había esquivado miles de peligros, estaba indefenso ante la típica despreocupación rusa: «¡Muy bien, descórchala, “compadre”!». Se tragó Spiridón un vaso entero, y el resto se lo bebió el «compadre-perro» de una tirada. Menos mal que los hijos no estaban presentes, pues les habría tocado una copita a cada uno. Al despertar, pasado el mediodía, Spiridón se asustó de la temprana oscuridad que reinaba en la habitación, se asomó a la ventana, pero también había poca luz. Estuvo largo rato sin poder comprender cómo era posible que el edificio del estado mayor americano, y el centinela, aparecieran sin la mitad de arriba y conservaran la mitad de abajo. Quiso ocultarle a Marfa la desgracia, pero por la tarde un velo de ceguera total cubrió también la parte inferior de sus ojos.
Por su parte, el «compadre-perro» murió.
Después de una primera operación, los oculistas dijeron que debía descansar un año, después le harían otra operación y vería completamente con el ojo izquierdo y en una mitad con el derecho. Se lo prometieron con toda seguridad, debió de haber esperado, pero…
—Los nuestros nos mintieron, los muy canallas, mentiras a montones. Ya no había koljoses, se nos perdonaba todo, nos esperaban hermanos y hermanas, doblaban las campanas… como para sacudirse los zapatos americanos y correr descalzo para acá.
¡No! Esto no cabía en la cabeza.
—¡Danílych! —le objetó expresivamente Nerzhin como si aún no fuera tarde para cambiar de parecer—. ¿No me hablaste tú mismo de… del armuelle? ¿Qué diablo te tiró de las crines? ¿Cómo pudiste creerlo?
Alrededor de los ojos de Spiridón —los párpados, las sienes, las ojeras— había diminutas arrugas. Sonrió:
—¿Yo? Yo, Gleb, sabía con certeza que me atosigarían. Me había engolosinado con los americanos, no habría vuelto voluntariamente.
—¿Cómo pescaban a la gente? Volvían para reunirse con la familia. Pero tú tenías la familia bajo tus axilas. ¿Quién te atrajo a la Unión Soviética?
Spiridón suspiró:
—Le dije enseguida a Marfa Ustinovna: «Muchacha, nos prometen un lago para beber pero ¿nos dejarán siquiera lamer un charco inmundo?». Ella me acarició ligeramente la cabeza: «Muchacho, lo principal es que dispongas de tus ojitos, luego veremos. Esperemos la segunda operación». Claro, pero a los hijos, a los tres hijos, el alma les ardía de impaciencia: «¡Papá! ¡Mamá! ¡A casa! ¡A la patria! ¿No hay en Rusia oculistas, por ventura? Cuando derrotábamos a los alemanes, ¿quién curaba a los heridos? ¡Nuestros médicos aún son mejores!». Tenían que terminar la escuela rusa, decían, el mayor sólo tenía dos cursos, no había concluido sus estudios. La hija, Vera, no se sacudía las lágrimas: «¿Queréis que me case con un alemán?». Los rusos que había en Renania le parecían poca cosa, creía que estando allí perdía la ocasión de encontrar a su galán… «Ay», y me rascaba la cabeza, «niños, niños, en Rusia hay médicos, pero la vida allí es la de un matadero, a vuestro padre ya le pusieron la cuerda al cuello, ¿adónde queréis ir?». Pero nada. Por lo visto, para conocer el calor hay que escaldarse.
Así pues, lo primero que perdió a Spiridón fueron sus hijos.
Sus bigotes cortos y duros, pelirrojos con vetas blancas, temblaban al recordar:
—No me creía una palabra de sus octavillas, y sabía que no iba a evitar unos años de paciencia en la cárcel. Pero pensaba que me echarían a mí toda la culpa, ¿qué pintaban los niños? Me encerrarían, pero dejarían que mis hijos vivieran. Sin embargo, esos malditos opinaban a su modo: tomaron mi cabeza y también las suyas.
En la estación fronteriza separaron inmediatamente a los hombres de las mujeres, y los enviaron adelante en convoyes distintos. La familia Yegorov se había mantenido unida toda la guerra y ahora se derrumbaba. A nadie preguntaron si era de Briansk o de Saratov. Sin ninguna clase de juicio, enviaron a la esposa y a la hija al distrito de Perm, donde la hija trabaja ahora en un koljós forestal, en el aserradero. A Spiridón y a sus hijos los encerraron tras el alambre de espino, los juzgaron y los condenaron a diez años por traición a la patria, tanto al padre como a los hijos. Spiridón y su hijo menor fueron a parar al campo de concentración de Solikamsk, donde por lo menos el padre pudo cuidar de su hijo durante dos años. Al otro hijo lo arrojaron a Kolyma.
Esta fue «su casa». Este fue el galán de la hija y la escuela de los hijos.
Las angustias del juicio, y después el hambre del campo (cada día entregaba a su hijo la mitad de su ración), no sólo no iluminaron los ojos de Spiridón, sino que oscurecieron el último que le quedaba, el izquierdo. En medio de aquella vida de lobos furiosos, en un bosque perdido, pedir a las autoridades unos médicos que le devolvieran la vista era casi tanto como pedir la ascensión al cielo en vida. El dispensario gris del campo de concentración no sólo no podía curar los ojos de Spiridón, sino ni vislumbrar siquiera la posibilidad de una operación en Moscú.
Con la cabeza entre las manos, Nerzhin reflexionaba sobre el enigma de su amigo. No miraba de arriba abajo ni de abajo arriba a aquel hombre uncido a los acontecimientos, sino hombro contra hombro y con los ojos a un mismo nivel. Desde hacía tiempo, y con mayor agudeza cuanto más tiempo pasaba, todas sus conversaciones empujaban a Nerzhin hacia una cuestión. Todo el tejido de la vida de Spiridón conducía a esa cuestión. Al parecer, hoy había llegado el momento de plantearla.
La complicada vida de Spiridón, su incesante paso de un bando a otro de la lucha, ¿no sería algo más que el simple instinto de conservación? ¿No se ajustaba de alguna manera a la verdad tolstoyana de que en el mundo no hay justos ni culpables, de que los nudos de la historia mundial no se deshacen con una espada segura de su verdad? Los actos casi instintivos del campesino pelirrojo, ¿no ponían de manifiesto el sistema filosófico universal del escepticismo?
¡El experimento social emprendido por Nerzhin prometía dar hoy un inesperado y brillante resultado bajo la escalera!
—Estoy apurado, Gleb —dijo entonces Spiridón, y con la mano callosa y rugosa se frotó fuertemente la mejilla mal afeitada como si quisiera arrancarse la piel—. Hace cuatro meses que no recibo carta de casa, ¿qué te parece?
—¿No me has dicho que la Serpiente tiene una carta para ti?
Spiridón le miró con reproche (sus ojos estaban apagados pero nunca parecían vidriosos como los de los ciegos de nacimiento, por esto su expresión era comprensible):
—¿Después de cuatro meses? ¿Qué puede haber en esa carta?
—Mañana, cuando la recibas, ven y te la leeré.
—Claro, a toda prisa.
—Tal vez se ha perdido alguna en Correos. Tal vez los oper la han escamoteado. No te inquietes en vano, Danílych.
—¿Cómo que no me inquiete en vano, si tengo el corazón en un puño? Temo por Vera. Veintiún años tiene la chica, sin padre, sin hermanos, y sin tener la madre a su lado.
Nerzhin había visto una fotografía de esa Vera Yegorova hecha la pasada primavera. Era una muchacha robusta, gruesa, con ojos grandes y confiados. Su padre la había llevado a través de toda la guerra mundial y la había salvaguardado. En los bosques de Minsk la había protegido, granada en mano, de unos malvados que querían poseerla y violarla a los quince años. Pero ¿qué podía hacer ahora desde la cárcel?
Nerzhin se imaginaba el impenetrable bosque de Perm; el tableteo ametrallador de las sierras mecánicas; el repelente rugido de los tractores arrastrando los troncos; los camiones con la parte posterior hundida en el pantano y los radiadores, suplicantes, levantados hacia el cielo; los tractoristas, irritados, negros, poco acostumbrados a distinguir la palabrota de la simple palabra, y entre ellos una muchacha vistiendo un mono con unos pantalones que destacaban provocativamente sus atributos femeninos. La muchacha dormía con ellos junto a las hogueras; al pasar por su lado, nadie perdería la ocasión de manosearla. No en vano, naturalmente, sufría el corazón de Spiridón.
Sin embargo, las palabras de consuelo habrían sonado como algo lastimero e inútil. Era mejor distraerle, y al mismo tiempo confirmar lo que buscaba en él: un contrapeso que equilibrara la ciencia de sus amigos. ¿Llegaría a oír Gleb el fundamento popular y campesino del escepticismo, y se reafirmaría él mismo en este escepticismo?
Con la mano sobre el hombro de Spiridón y la espalda siempre apoyada en el forro oblicuo de la escalera, Nerzhin empezó a exponer la cuestión con dificultad, andándose por las ramas:
—Hay algo que hace tiempo quiero preguntarte, Spiridón Danílych, no me interpretes mal. No me canso, ya ves, de escuchar tus peregrinajes. Retorcida es tu vida, y con seguridad no sólo la tuya sino la de muchos… muchísimos. Siempre anduviste de acá para allá, buscándole tres pies al gato, por alguna razón sería, ¿verdad? O más exactamente, qué te parece, ¿con qué… —estuvo a punto de decir «criterio»— en base a qué medida debemos comprender la vida? Por ejemplo: ¿Hay personas en la Tierra que deseen el mal adrede? ¿Hay personas que piensen: «Le hago daño a la gente, voy a presionarla para hacerle la vida imposible»? Es dudoso, ¿verdad? Tú dices: «Sembramos centeno y salió armuelle». ¿Sembrasteis verdaderamente centeno o creísteis que era centeno? Quizá todas las personas quieran el bien, o piensen que quieren el bien, pero no están libres de pecado ni de errores, y los que se desbocan por completo se causan mucho mal unos a otros. Se convencen de que obran bien y en realidad producen el mal.
Seguramente, no se expresaba con mucha claridad. Spiridón miraba de soslayo, sombrío, esperando una trampa, por qué no.
—Y si alguien, por ejemplo tú, se equivoca y yo quiero corregirle y se lo digo con palabras, pero no me escucha e incluso me cierra la boca y me mete en la cárcel, ¿qué puedo hacer? ¿Darle un palo en la cabeza? Estaría bien si tengo razón, pero ¿y si sólo me lo parece, si sólo me he metido en la cabeza la idea de que tengo razón? Y si te arrojo de aquí, me pongo en tu lugar y digo: «¡Arre! ¡Arre!», pero nada va adelante, ¿no será que estoy fustigando cadáveres? Bueno, en una palabra: si no es posible estar seguro de tener siempre razón, ¿puede uno intervenir? En cada guerra nos parece que tenemos razón, y a los otros les parece que la razón es suya. ¿Es acaso pensable que, en la Tierra, el hombre pueda sacar en limpio quién tiene razón o quién no?, ¿quién podría decirlo?
—¡Yo te lo diré! —respondió con muy buena voluntad Spiridón, cuya cara se había iluminado, con tan buena voluntad como si le hubieran preguntado qué vigilante tomaría la guardia por la mañana—. Yo te lo diré: el perro lobo tiene razón, el caníbal no la tiene.
—¿Cómo, cómo, cómo? —se atragantó Nerzhin ante la simplicidad y la fuerza de la respuesta.
—Pues eso —repitió Spiridón con duro aplomo, volviéndose por entero hacia Nerzhin—: El perro lobo tiene razón, el caníbal no la tiene.
E inclinándose hasta echar por debajo de los bigotes su ardiente aliento sobre la cara de Nerzhin:
—¿Sabes?, Gleb, si en este momento me dijeran: «Mira, pasa un avión que lleva una bomba atómica. Si quieres, quedarás enterrado como un perro bajo la escalera, morirá toda tu familia y encima un millón de hombres, pero os llevaréis por delante al Bigotudo Padre y a toda su organización de raíz, para que no existan más, para que el pueblo no sufra en los campos de concentración, en los koljoses ni en las explotaciones forestales» —Spiridón se puso tenso, con los abatidos hombros apoyados en la escalera que parecía venírsele encima juntamente con el techo y todo Moscú—. ¿Me creerás, Gleb? ¡No puedo soportarlo más! ¡No me queda paciencia! Yo diría —y torció la cabeza hacia el avión—: ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Échala! ¡Destrúyenos!
La cara de Spiridón estaba alterada por el cansancio y el dolor. Una lágrima brotó de sus ojos invidentes y se posó en cada uno de sus párpados inferiores.