A su llegada a la sharashka, Nerzhin se había fijado enseguida en Spiridón, un pelirrojo de cabeza redonda en cuyo rostro nadie que no estuviera acostumbrado podía distinguir la expresión de respeto de la de burla. Aunque en la sharashka había también carpinteros, cerrajeros, torneros, Spiridón se distinguía completamente de ellos por una calidad que no admitía dudas acerca de que él era el representante de ese Pueblo del que convenía extraer tantas cosas.
Pero Nerzhin tropezaba con una dificultad: no encontraba una excusa para trabar una amistad más íntima con Spiridón, no tenía aún de qué hablar con él, no se encontraban en el trabajo y vivían en salas separadas. Un pequeño grupo de trabajadores vivía en una sala aparte, entretenía sus ocios aparte y, cuando Nerzhin empezó a visitar a Spiridón, tanto él como sus vecinos de catre determinaron unánimemente que Nerzhin era un «lobo» en busca de una presa para el oper.
El propio Spiridón consideraba que su posición en la sharashka era ínfima, y no podía imaginar por qué los oper le ponían cerco, pero, como sea que «ellos» no dejaban al margen ninguna carroña, era preciso ponerse en guardia. Al entrar Nerzhin en la sala, Spiridón iluminaba ficticiamente su rostro, le hacía sitio en el catre y empezaba a contar con aire estúpido algo que estuviera en las antípodas de la política: cómo pescaban el pez del remanso con arpón, cómo lo enganchaban por las agallas con una horquilla de mimbre en aguas mansas, y también cómo pescaban con red; o, de igual modo, cómo iba a la caza del alce y del oso pardo (¡guárdate del oso negro con mancha blanca!); o cómo alejaban a las serpientes con hierba pulmonaria, y lo buena que es para la guadaña la hierba del pájaro carpintero. Había también un largo relato sobre el año 1920, cuando él cortejaba a su Marfa Ustinova y ella participaba en el teatro de aficionados del club de la aldea; la habían prometido a un rico molinero, pero ella, por amor, concertó la huida con Spiridón, y el día de san Pedro se casaron a escondidas.
Al propio tiempo, los ojos de Spiridón, enfermizos y poco inquietos, añadían por debajo de las espesas cejas rojizas: «¿A qué vienes, lobo? Ya ves que no llenarás la panza».
En realidad, cualquier chivato se habría desengañado hacía tiempo y habría abandonado a aquella víctima tan terca. La curiosidad no habría sido suficiente para visitar pacientemente a Spiridón cada domingo por la tarde y escuchar sus confesiones de caza. Pero Nerzhin, que al principio visitaba a Spiridón con timidez, ese Nerzhin que deseaba insaciablemente entender en la cárcel lo que en libertad no había reflexionado a fondo, no cejaba, mes tras mes, y no sólo no se cansaba de los relatos de Spiridón, sino que estos eran para él una bocanada de aire fresco, exhalaban el aire húmedo de la ribera de un río crepuscular, le oreaban con el vientecillo diurno de un campo, lo trasladaban a esos siete años únicos en la vida de Rusia, los siete años de la NEP, algo sin par en la Rusia rural, ni a nada parecido, desde el primer desbroce de un denso bosque, antes aún de Riurik, hasta la última descentralización de los koljoses. Aquellos siete años habían pillado a Nerzhin cuando aún su razón no había madurado, y lamentaba mucho no haber nacido antes.
Entregado a la cálida y resquebrajada voz de Spiridón, ni una sola vez había intentado Nerzhin saltar a la política con alguna pregunta maliciosa. Y Spiridón empezó a confiar gradualmente. Sin que le forzaran, se sumergía en el pasado, dejaba que cediera el puño cerrado de la continua vigilancia, y el corte profundo de los surcos de su frente se convertía en arrugas mientras una luz suave iluminaba su rostro rojizo.
Sólo la vista perdida impedía a Spiridón leer libros en la sharashka. Adaptándose al modo de hablar de Nerzhin, a veces introducía (las más de las veces sin querer) palabras tales como «principio», «período» o «análogamente». Y un día recordó el nombre de Yesenin, que había oído en la escena en la época en que Marfa Ustinova actuaba en el círculo rural de aficionados.
—¿Yesenin? —Nerzhin no se lo esperaba—. ¡Magnífico! Tengo un libro en la sharashka. Actualmente es una rareza —y trajo un librito con la sobrecubierta llena de otoñales hojas de arce recortadas. Sentía gran interés por ver si ahora se realizaba un milagro: si Spiridón, semianalfabeto, comprendía y valoraba a Yesenin.
El milagro no se produjo, Spiridón no recordó ni una línea de lo que antes oyera, pero valoró entusiásticamente La guapa Taniúsha y La trilla.
Dos días después, el comandante Shikin llamó a Nerzhin y le ordenó que entregara el Yesenin a la censura. Nerzhin no supo quién lo había denunciado. Pero después de haber sufrido públicamente las iras del oper y de haber perdido el Yesenin, al parecer por culpa de Spiridón, Gleb se ganó definitivamente su confianza. Spiridón empezó a tutearlo, y ahora ya no hablaban en la sala, sino bajo el tramo de la escalera interior de la cárcel, donde nadie los oía.
A partir de entonces, en los cinco o seis domingos últimos, en los relatos de Spiridón chispeaba la profundidad tiempo ha deseada. Tarde tras tarde, desfilaba ante Nerzhin la vida de un solo granito de arena, de un campesino ruso que tenía diecisiete años cuando estalló la revolución y pasaba de los cuarenta al empezar la guerra contra Hitler.
¡Qué cascadas se habían volcado sobre él! ¡Qué olas habían erosionado el pelirrojo cráneo de Spiridón! A los catorce años se convirtió en cabeza de familia (al padre lo habían movilizado y enviado a la guerra mundial, donde lo mataron) e iba a segar con los ancianos «en medio día aprendí a segar». A los dieciséis trabajaba en una fábrica de vidrio e iba a los mítines bajo las banderas rojas. Cuando entregaron la tierra a los campesinos, corrió al pueblo y tomó una parcela. Aquel año, su madre, sus hermanitos, sus hermanas y él doblaron a fondo el espinazo, y por la Intercesión tenían su trigo. Sólo que a partir de Navidad empezaron a llevarse mucho de este trigo para la ciudad: dame, dame más. Después de Pascua, el Spiridón de dieciocho años pasó a tener diecinueve y lo llamaron a filas en el Ejército Rojo. Abandonar la tierra para entrar en el ejército no era ninguna ventaja para Spiridón, y él y otros jóvenes se marcharon al bosque, donde se convirtieron en Verdes «no nos toquéis y no os tocaremos». Luego también el bosque se les hizo estrecho y fueron a parar a los Blancos (los Blancos aparecieron por allí por poco tiempo). Les preguntaron si había entre ellos un comisario; no lo había, pero fusilaron al que llevaba el mando, para meter miedo, y a los demás les ordenaron que se pusieran escarapelas tricolores y les dieron fusiles. En general, los usos de los Blancos eran los antiguos, como en tiempo del zar. Combatieron un poco por los Blancos hasta que los rojos les hicieron prisioneros (tampoco se defendieron demasiado, ellos mismos se entregaron). Entonces, los rojos fusilaron a los oficiales y ordenaron a los soldados que se quitaran la escarapela de la gorra y se pusieran unos lazos rojos.
Y Spiridón se quedó con los rojos hasta el fin de la guerra civil. Estuvo también en Polonia. Después de Polonia, su unidad fue movilizada para el trabajo y de ninguna manera lo soltaban. Y algo más tarde, por carnaval, los llevaron a San Petersburgo. La primera semana de cuaresma avanzaron directamente sobre el mar, por el hielo, y tomaron no sé qué fuerte. Sólo después de esto pudo Spiridón marcharse a casa.
Volvió a su pueblo en primavera y se echó sobre su tierra querida y conquistada. No volvía de la guerra como otros, no volvía mimado por la fortuna ni convertido en un cabeza loca. Se abrió camino rápidamente «los buenos amos, de las piedras sacan panes», se casó, crio caballos…
En aquella época, las mentes de las autoridades se abrieron: continuaban apoyándose en los pobres, pero la gente no quería ser pobre sino enriquecerse, y los miserables también querían poseer; los que amaban el trabajo, claro. Lanzaron entonces al viento esta palabra: intensivnik. La palabra se refería a los que querían llevar bien la hacienda sin jornaleros basándose en la ciencia y en la intuición. Y con la ayuda de su mujer, Spiridón Yegorov se convirtió en un intensivnik.
«Está bien casarse, eso es media vida», solía decir Spiridón. Marfa Ustinova era la principal felicidad de su vida, y su principal éxito. Gracias a ella no bebía y se mantenía alejado de reuniones vacías. Ella le daba un hijo cada año, dos niños y después una niña, pero los partos no la separaban un palmo de su marido. Tiraba de su carro: ¡levantar la hacienda! Sabía leer, leía la revista El Agrónomo Autodidacta, y de este modo Spiridón se convirtió en intensivnik.
Tenían muchas atenciones con los intensivnik: les concedían préstamos, semillas. Un éxito seguía a otro, el dinero llamaba al dinero, y ya Marfa y él proyectaban construir una casa de ladrillo sin sospechar que aquella ventura tocaba a su fin. Spiridón estaba muy bien considerado, le hacían sentar en el presidium, era un héroe de la guerra civil, y figuraba en el partido.
Y fue entonces cuando él y Marfa tuvieron un incendio que lo quemó todo de raíz, a duras penas consiguieron sacar a sus hijos del fuego. Y se convirtieron en pobretones, en nada.
Mas no tuvieron ocasión de apenarse por mucho tiempo. Apenas empezaban a restaurar lo quemado cuando vino rodando del lejano Moscú la represión contra los kulaks. Y todos aquellos intensivnik que el mismo Moscú había promocionado insensatamente, ahora, con la misma insensatez, eran rebautizados con el nombre de kulaks y abroncados. Y Marfa y Spiridón se alegraron de no haber tenido tiempo de construir la casa de ladrillo.
Por enésima vez, el destino humano hacía gala de sus misterios, y la desgracia se convertía en beneficio.
En lugar de ir a morir a la tundra escoltado por la GPU[45], Spiridón Yegorov fue nombrado «comisario de colectivización» para reunir a la gente en koljoses. Empezó a llevar un espantoso revólver en la cadera, y a entregar a la policía a kulaks y a no kulaks —a los que figuraban en la lista— con lo que llevaban puesto, sin bagaje.
En este, como en otros avatares de su destino, Spiridón no se prestaba a una fácil interpretación ni a un análisis marxista. Nerzhin no se lo reprochaba ahora ni le inquietaba, pero podía comprender lo que nebulosamente se había concentrado en el alma de Spiridón. Empezó a beber, y bebía como si antes todo el pueblo hubiera sido suyo y ahora lo hubiera cedido por entero. Había aceptado el grado de comisario, pero no sabía mandar. No observó que los campesinos sacrificaban su ganado, entraban en el koljós sin un cuerno vivo, sin una pezuña viva.
Por todo ello destituyeron a Spiridón de comisario, y no se contentaron con ello, sino que le ordenaron poner las manos en la espalda y lo llevaron a la cárcel con un policía detrás y otro delante, las pistolas desenfundadas. Lo juzgaron rápidamente («aquí, después de este período, a nadie tardaban en juzgar»). Lo condenaron a diez años por «contrarrevolución económica» y lo mandaron a construir el canal del Mar Blanco. Y, cuando estuvo terminado, al canal Moscova-Volga. En los canales, Spiridón trabajaba unas veces de cavador y otras de carpintero, recibía una buena ración, y su alma sólo sufría por Marfa, abandonada con tres hijos.
Más tarde, Spiridón consiguió la revisión del proceso. Le cambiaron la contrarrevolución económica por «abuso económico», y de esta manera pasó de los «socialmente extraños» a los «socialmente próximos». Lo llamaron y le comunicaron que ahora le confiarían el fusil de «preso-guarda». Y aunque Spiridón, como buen presidiario, denostaba con las peores palabras a los soldados de escolta, y con mayor énfasis a los presos-guardas, cogió el fusil que le ofrecían y condujo bajo escolta a sus camaradas de ayer, pues esto disminuía el plazo de su condena y le proporcionaba cuarenta rublos mensuales para enviar a casa.
Poco después, el jefe del campo, que llevaba dos «rombos», lo felicitó por su liberación. Spiridón no inscribió su documentación en el koljós sino en una fábrica, se llevó para allá a Marfa y a los niños, y en breve tiempo figuraba ya en la tabla de honor como uno de los mejores sopladores de vidrio. Hacía horas extraordinarias para recuperar todo lo que había perdido del incendio hasta ese día. Pensaban ya en una pequeña cabaña con un huerto, y en cómo continuar la educación de sus hijos. Cuando estalló la guerra, los niños tenían quince, catorce y trece años. El frente no tardó en acercarse a su pueblo. Las autoridades enviaban al este a todo el que podían, y consiguieron evacuar a todo el pueblo.
En cada nuevo giro del destino de Spiridón, Nerzhin no decía esta boca es mía, a la espera de lo que su amigo iba a arrojarle todavía. Había supuesto que Spiridón se quedaría a esperar a los alemanes por guardar rencor a las autoridades después del campo de concentración. ¡En absoluto! Spiridón se comportó al principio como en las mejores novelas patrióticas: enterró los bienes que tenía, y, apenas hubieron embarcado la maquinaria de la fábrica en los vagones y hubieron distribuido carros a los obreros, hizo subir en uno de ellos a sus tres hijos y a su esposa, y… «si el caballo es de otro y el látigo no es tuyo, ¡arrea y no te pares!», se retiró desde Pochep a Kaluga como muchos otros miles.
Pero en Kaluga algo se rompió. El torrente humano se deshizo en no se sabe qué direcciones, ya no eran miles sino sólo cientos, y además tenían la intención de llevar a los hombres al ejército en la primera comandancia militar. Las familias, que continuaran por sus propios medios.
Y entonces, sólo cuando quedó claro que debía separarse de su familia, Spiridón, sin dudar en absoluto de las razones que le asistían, se escondió en el bosque, esperó la llegada de la línea del frente y, con el mismo carro y el mismo caballo —que ya no eran de la Administración sino algo que podía quedarse y guardar para sí—, llevó a su familia de regreso, de Kaluga a Pochep, a su aldea tradicional, donde se instaló en una casa que estaba libre. Allí le dijeron: «Toma tanta tierra del koljós como puedas cultivar y cultívala». Y Spiridón la tomó y empezó a ararla y a sembrarla sin ningún remordimiento de conciencia, sin seguir los partes de guerra, trabajando con seguridad y uniformidad, como si viviera en aquellos años lejanos en que no había koljoses ni guerra.
Iban a verle los guerrilleros y le decían: «Ven, Spiridón, hay que combatir y no arar». «Alguien tiene que arar», respondía Spiridón. Y no se separó de la tierra. Obligaban por la fuerza a sumarse a la guerrilla —explicaba ahora—, no es verdad que jóvenes y viejos, a falta de una rebanada de pan que llevarse a la boca, se echaran sobre el alemán con un cuchillo entre los dientes, no, arrojaban en paracaídas a unos instructores de Moscú que enrolaban a los campesinos con amenazas o los colocaban en una situación sin salida.
Los guerrilleros trataron de matar a un motociclista alemán, y no en los arrabales, sino en el centro de la aldea. Los guerrilleros conocían las normas de los alemanes. Estos llegaron enseguida, hicieron salir a la gente de sus casas y quemaron todo el pueblo.
Y de nuevo Spiridón no tuvo duda alguna de que había llegado el momento de saldar cuentas con los alemanes. Llevó a Marfa y a los niños a casa de la madre de esta y se presentó acto seguido ante los guerrilleros del bosque. Le dieron una metralleta y unas granadas, y él, concienzudamente, con ingenio, como cuando trabajaba en la fábrica o labraba la tierra, empezó a ametrallar a los centinelas alemanes del ferrocarril, a repeler a los convoyes armados, y a volar puentes junto con los demás, pero los días de fiesta iba a visitar a los suyos. Y resultó que, de una forma u otra, estaba con su familia.
Pero volvió a acercarse el frente. Los guerrilleros se jactaban diciendo que, cuando volvieran, los nuestros incluso impondrían a Spiridón la medalla del guerrillero. Se había anunciado que los admitirían en el ejército soviético, que se había terminado su vida en el bosque.
Los alemanes evacuaron a todos los habitantes de la aldea donde vivía Marfa, un niño vino corriendo a contarlo.
Y al momento, sin esperar a los «nuestros» ni esperar nada más, sin decírselo a nadie, Spiridón abandonó la metralleta y dos cargadores y corrió en pos de su familia. Se introdujo en el flujo de refugiados como paisano, y de nuevo anduvo al lado del mismo carro arreando el mismo caballo, cediendo a las indiscutibles razones de su nueva decisión, por el empantanado camino de Pochep a Slutsk.
Sólo al llegar a este punto Nerzhin se llevó las manos a la cabeza con un balanceo del cuerpo.
—¡Ay, ay, ay! ¿Qué milagro es ese, Spiridón Danílych? ¿Cómo dar cabida en mi cabeza a todo esto? Tú fuiste por el hielo a Kronstadt, tú nos estableciste el régimen soviético, tú metiste en el koljós…
—¿Y tú no lo estableciste?
Nerzhin se turbó. Solía admitirse que el régimen soviético lo habían establecido los padres, que entonces, en 1917 y 1918, esto era algo solemne, algo que todos habían meditado a conciencia.
La sonrisa se plasmó más claramente en los labios de Spiridón.
—Tú lo estableciste, ¿no te diste cuenta? —siguió importunando.
—No me di cuenta —murmuró Nerzhin repasando en su cabeza los tres años de mando en el frente.
—Pues así suele suceder… Sembramos centeno y crece armuelle…
¡Pero después, después había que poner en marcha el experimento social! Y Nerzhin se limitó a preguntar:
—¿Y qué sucedió después, Danílych?
¡Qué sucedió después! Pudo, naturalmente, internarse de nuevo en el bosque, y así lo hizo una vez, pero tuvo un duro encuentro con los bandidos y a duras penas pudo salvar a su hija de ellos. Y se mezcló de nuevo con el torrente de refugiados. Luego empezó a pensar que los nuestros no le creerían, recordarían que no se había unido enseguida a los guerrilleros y que había huido. Perdido por una, perdido por todas, llegó hasta Slutsk. Allí los metían en vagones y les daban unos cupones para víveres hasta la región de Renania. Al principio se murmuraba que no los aceptarían con niños, y Spiridón ya pensaba cómo salir del apuro. Pero los admitieron a todos, y él abandonó sin compensación el carro y el caballo, y partió. Cerca de Mainz, lo colocaron a él y a sus hijos en una fábrica, y a la esposa y a la hija de jornaleras en una granja.
Y en esta fábrica, un día, el maestro de taller, un alemán, soltó una bofetada al hijo menor de Spiridón. Spiridón, sin pensarlo mucho, saltó con el hacha en la mano y la blandió sobre el maestro de taller. Según las leyes del Reich, este ademán significaba el fusilamiento de Spiridón. Pero el maestro se calmó, se acercó al rebelde y, según contaba ahora Spiridón, le dijo:
—Yo también soy Vater. Yo te ferstehe§
¡Y no lo denunció! No tardó Spiridón en enterarse de que aquella misma mañana el maestro había recibido la noticia de la muerte de su hijo en Rusia.
Tostado por el sol, endurecido por los cuatro costados, Spiridón, al recordar al maestro de taller renano, se enjugaba una lágrima con la manga sin vergüenza alguna:
—Después de esto ya no estoy enfadado con los alemanes. Este Vater redimió que me hubieran quemado la casa y todo el mal que me hicieron. ¡Porque el hombre supo comprenderme! Ya ves qué alemán…
Pero esta fue una de las raras, muy raras sacudidas, que sufrió su espíritu de justicia y que hicieron vacilar a ese tozudo campesino pelirrojo. En los demás años duros, en todas sus inmersiones y evoluciones, ninguna reflexión debilitó a Spiridón en el momento de decidir.
Y así, con su metodología cotidiana, Spiridón refutaba las mejores páginas de Montaigne y de Charron.
Pese a la horrible ignorancia e incomprensión de Spiridón Yegorov por lo que respecta a las grandes conquistas del espíritu humano y de la sociedad, sus actividades y sus decisiones se distinguían por una invariable sensatez. Así, sabiendo que los alemanes habían matado a tiros a todos los perros de la aldea, vio que se presentaba la ocasión y, aunque no tenía conocimientos especiales, pudo tranquilamente enterrar bajo una ligera capa de nieve la cabeza de una vaca degollada. Y aunque nunca había estudiado geografía ni idioma alemán, cuando la mala estrella los llevó a construir trincheras en Alsacia (los aviones americanos las ametrallaban), huyó con su hijo mayor, y sin preguntar a nadie ni leer los letreros alemanes, escondiéndose de día y viajando sólo de noche por aquella tierra desconocida, sin seguir carretera alguna, directamente, como vuela el cuervo, recorrió noventa kilómetros, ocultándose de casa en casa hasta llegar a la granja de Mainz donde trabajaba su esposa. Allí permanecieron en el refugio del jardín hasta la llegada de los americanos.
A Spiridón no le atormentaba ninguna de esas malditas y eternas cuestiones sobre los criterios de certeza de las percepciones sensibles ni sobre la adecuación de nuestro conocimiento a las cosas en sí. Estaba seguro de ver, oír, oler y comprender todas las cosas sin lugar a error.
Igualmente, respecto a la moral, Spiridón era callado y coherente en todo. A nadie calumniaba. Nunca daba falsos testimonios. Sólo mataba en la guerra. Sólo se peleaba por su prometida. A ningún hombre habría podido robar ni un retal ni una migaja, pero con tranquilo convencimiento robaba al Estado siempre que se le ofrecía la posibilidad.
Y respecto a lo que contaba de antes de casarse, de que «le gustaban las faldas», el dueño y señor de nuestros pensamientos, Alexandr Pushkin, confesaba que el mandamiento «no desearás la mujer de tu prójimo» era un mandamiento especialmente duro para él.
Ahora, a los cincuenta años, preso, casi ciego y evidentemente condenado a morir en la cárcel, Spiridón no mostraba inclinación ni a la santidad ni al abatimiento ni al arrepentimiento, y mucho menos a corregirse (como figuraba en el nombre de los campos de concentración), sino que con una escoba en su mano cuidadosa barría el patio cada día de sol a sol, defendiendo con ello su derecho a vivir ante el jefe del centro y el oper.
Spiridón siempre miraba de reojo a las autoridades, fueran estas las que fueran.
Lo que amaba Spiridón era la tierra.
Lo que poseía Spiridón era la familia.
Los conceptos de «patria», «religión» y «socialismo», sin aplicación al lenguaje normal cotidiano, parecían ser completamente desconocidos para Spiridón, como si sus orejas se hubieran cerrado ante estas palabras y su lengua no tuviera habilidad para pronunciarlas.
Su patria era la familia.
Su religión era la familia.
Su socialismo también era la familia.
A todos los sembradores de lo sensato-bueno-eterno, a los escritores y oradores que llamaban a Spiridón portador de Dios (sin que él tuviera noticia de ello), a los sacerdotes, socialdemócratas, agitadores por libre y propagandistas oficiales, a terratenientes blancos y a presidentes rojos, a todos los que en el curso de su vida habían tenido relación con Spiridón, este, forzado al silencio pero iracundo, los enviaba a:
—¿Por qué no os vais todos a la…?