La amistad de Nerzhin con el portero Spiridón era lo que Rubin y Sologdin llamaban benévolamente «acudir al pueblo» y buscar esa gran verdad del pueblo llano que antes de Nerzhin habían buscado en vano Gógol, Nekrásov, Herzen, los eslavófilos, los de Naródnaya Volia, Dostoyevski, Lev Tolstói y, finalmente, el difamado Vasisuali Lojankin[44].
Rubin y Sologdin, por su parte, no buscaban esta verdad «del pueblo llano», pues eran poseedores de la transparente Verdad Absoluta.
Rubin sabía muy bien que el concepto de «pueblo» era un concepto inventado, una ilegítima generalización, y que todo pueblo se divide en clases, e incluso las clases cambian con el tiempo. Buscar la más alta comprensión de la vida en el campesinado era un trabajo mísero e infructuoso, pues sólo el proletariado era investigable y revolucionario hasta el fin, a él pertenecía el futuro, y esa alta comprensión de la vida solamente podía extraerse de su colectivismo y de su abnegación.
No menos bien sabía Sologdin que el «pueblo» es una indiferente pasta de la historia con la que se modelan los pies bastos y gruesos, pero indispensables, del Coloso Espíritu. «Pueblo» es la denominación general de un conjunto de seres grises y groseros que tiran sin esperanzas del atelaje al que han sido enganchados desde su nacimiento, y del que sólo la muerte los libera. Únicamente algunas personalidades brillantes aisladas, como intensas estrellas desparramadas por el oscuro cielo de la existencia, conllevan una alta comprensión.
Y ambos sabían que Nerzhin vencería la crisis, maduraría y revisaría sus pensamientos.
Efectivamente, Nerzhin había pasado muchas crisis y se había liado con muchos radicalismos.
Languideciendo de dolor por el «hermano doliente», la literatura rusa del siglo pasado había creado en él, como en todos los que la descubrían por primera vez, una imagen del Pueblo con atavío de plata y nimbo de cabellos grises, una imagen que reunía la sensatez, la pureza moral y la grandeza espiritual.
Pero esto era algo aparte, en los estantes de las librerías y en algún lugar de por allá, en los campos y encrucijadas del siglo XIX. Ahora el cielo se había extendido, estábamos en el siglo XX, y hacía tiempo que estos lugares ya no existían bajo el cielo de Rusia.
Tampoco existía ya ninguna Rusia sino la Unión Soviética, y en ella una gran ciudad. En esta ciudad creció el joven Gleb, sobre él llovieron los éxitos del cuerno de la ciencia, y el joven observó que era rápido de comprensión pero que había otros más rápidos todavía que él y con una aplastante cantidad de conocimientos. Y el Pueblo continuaba en el estante. La «comprensión» era la siguiente: sólo cuentan como importantes las personas que llevaban en su cabeza la carga de la cultura mundial, los enciclopedistas, los expertos en el mundo antiguo, los que valoraban la elegancia, los hombres muy cultos y polifacéticos. Y había que pertenecer a los elegidos. Que lloraran los fracasados.
Empezó la guerra, y Nerzhin fue destinado a conductor de carros. Ahogándose de humillación, corría torpemente por el prado tras los caballos para embridarlos o saltar sobre sus lomos. No sabía montar, no sabía colocar los arreos, no sabía coger heno con la horca, y hasta los clavos se torcían irremisiblemente bajo su martillo como desternillándose de risa ante tan torpe artesano. Cuanta más amargura anegaba a Nerzhin, más densa era a su alrededor la risa-relincho del Pueblo mal afeitado, mal hablado, despiadado y muy desagradable.
Más tarde, Nerzhin consiguió llegar a oficial de artillería. De nuevo se rejuveneció y recuperó su destreza. Se ceñía el correaje y blandía con elegancia una vara recién cortada, pues no solía llevar otra carga. Subía gallardamente al estribo del camión, soltaba arrogantes tacos, estaba dispuesto a cualquier salida a medianoche y bajo la lluvia, y conducía a un Pueblo obediente, fiel, cumplidor, y por lo tanto muy agradable. Y este pequeño pueblo propio le producía la verosímil sensación de que escuchaba sus charlas políticas sobre el otro gran Pueblo que se había puesto en pie como un solo hombre.
Luego arrestaron a Nerzhin. Ya en las primeras cárceles de investigación, o en las de tránsito, así como en los primeros campos de concentración, que fueron para él golpes obtusos y mortales, le horrorizó la otra cara de algunos hombres «elegidos». En unas condiciones en que sólo la firmeza, la voluntad y la fidelidad a los amigos ponían de manifiesto la esencia de cada preso y decidían la suerte de sus camaradas, esos refinados, sensibles y cultos amantes de lo elegante resultaban a menudo unos cobardes que se rendían rápidamente y, con su cultura, se mostraban repulsivamente sutiles para justificar la bajeza cometida, degenerando rápidamente en delatores y pedigüeños. Nerzhin se veía a sí mismo casi igual a ellos. Y se apartó de aquellos a cuyo grupo consideraba antes un honor pertenecer. Se mofaba con odio de lo que antes adoraba. Procuraba ser más sencillo, librarse de los últimos hábitos de cortesía y untuosidad intelectual. En la época de sus fracasos sin solución, en los abismos de su quebrado destino, Nerzhin consideraba que la única gente valiosa e importante era la que serraba la madera con sus propias manos, la que cortaba el metal, labraba la tierra o fundía el hierro. Nerzhin procuraba imitar a los hombres del trabajo sencillo, tanto en la sabiduría de unas manos capaces de hacerlo todo como en su filosofía de la vida. De esta manera, el círculo se cerró para Nerzhin cuando adoptó la moda del siglo pasado, la de ir al «pueblo», bajar al «pueblo».
Pero este círculo cerrado tenía hoy la colita de una espiral inaccesible a nuestros abuelos. Para «bajar al pueblo», el culto presidiario Nerzhin no tenía que hacer como los cultos señores del siglo XIX, no tenía necesidad de disfrazarse ni de tantear escalera alguna: a él le habían arrojado sencillamente al pueblo, con sus desgarrados pantalones acolchados, con su chubasquero manchado, y le habían ordenado cumplir una norma de trabajo. Nerzhin compartía la suerte de las personas sencillas no como un señor condescendiente, siempre diferente y por tanto ajeno a ellas, sino como uno de tantos, indistinguible entre todos, igual entre iguales.
Y Nerzhin tuvo que aprender también a clavar un clavo recto en el punto preciso, y a cepillar una tabla para adaptarla a otra, pero no para ponerse a la altura de los campesinos, sino para ganarse un pedazo de pan húmedo al día. Después del duro aprendizaje en el campo de concentración, Nerzhin perdió otra de las cosas que le encantaban. Comprendió que no podía continuar «bajando», no había por qué ni adonde bajar. Resultó que el Pueblo no tenía sobre él ninguna superioridad que debiera a sus tupidas alpargatas. Después de sentarse en la nieve con aquella gente obedeciendo los gritos de la escolta, después de esconderse con ellos del capataz en los recovecos de la obra, después de arrastrar con ellos las parihuelas bajo la helada y de secar los portiankí en la barraca, Nerzhin vio claramente que esa gente no estaba en absoluto por encima de él. No soportaban con mayor firmeza que él el hambre y la sed. No tenían el espíritu más endurecido ante el muro pétreo de una condena a diez años. No eran más previsores y listos que él en los duros momentos de los traslados y de los cacheos. En cambio, eran más ciegos y confiados con los chivatos. Eran una presa más fácil para los burdos engaños de los jefes. Esperaban una amnistía cuando para Stalin habría sido más fácil estirar la pata que concederla. Cuando alguno de los policías del campo estaba de buen humor y sonreía, ellos se apresuraban a responderle con una sonrisa. Además, codiciaban en alto grado los pequeños bienes: cien gramos «complementarios» de torta de trigo agriada, unos deformes pantalones de trabajo, con tal de que fueran un poco más nuevos o más coloridos.
En su mayoría carecían de ese «punto de vista» que llega a ser más apreciado que la propia vida.
Sólo quedaba la solución de ser uno mismo.
Después de superar esas ilusiones, Nerzhin comprendió —¿definitivamente?— al Pueblo de otra manera, de una manera que no había leído en ninguna parte: Pueblo no son todos los que hablan nuestro idioma, pero tampoco unos elegidos marcados con el signo de fuego de la genialidad. La gente se convierte en Pueblo no por su nacimiento, ni por el trabajo de sus manos, ni por las alas de su cultura.
Sino por su espíritu.
Cada uno se forja su propio espíritu, de año en año.
Hay que procurar templar y laminar un alma que le permita a uno ser un hombre. Y, a partir de ello, una partícula de su pueblo.
Con un alma así, el hombre no suele tener éxito en la vida, en los cargos, en la riqueza. Por eso el «pueblo» no se instala preferentemente en las cimas de la sociedad.