65

Rostislav Doronin languidecía de felicidad en la litera superior, ora a solas con el techo abovedado que se extendía sobre él como la cúpula de los cielos, ora con la cabeza metida en la ardorosa almohada que era para él como el regazo de Clara.

Había pasado medio día desde aquel beso que le había paralizado las piernas, y todavía sentía el escrúpulo de ensuciar sus felices labios charlando sin ton ni son o comiendo con ansia.

«¡Pero usted no podría esperarme!», le había dicho a Clara.

Y ella había respondido:

«¿Por qué no habría de poder? Podría…».

—… Los antediluvianios como tú sólo se mantienen por la fe —restalló casi debajo de él una voz fresca y juvenil, aunque de una sonoridad ahogada para que no se oyera muy lejos—. Precisamente gracias a la fe, aunque sea una fe falsa. ¡Para vosotros, la ciencia nunca ha existido!

—¿Sabes qué?, esta discusión carece de sentido. Si el marxismo no es una ciencia, ¿qué es entonces la ciencia? ¿Las revelaciones de san Juan? ¿O Jomiakov y sus peculiaridades del alma eslava?

—¡La verdadera ciencia no la habéis olido siquiera! ¡No sois «creadores»! ¡Por esto no conocéis casi nada de la ciencia! ¡Todas vuestras reflexiones versan sobre fantasías, no sobre cosas materiales! ¡En la verdadera ciencia, todas las proposiciones se deducen con el máximo rigor de una proposición inicial!

—¡Mi querido comme-il-faut! Pues eso es lo que hacemos nosotros: toda la doctrina económica se deduce de la célula mercadería. Toda la filosofía, de las tres leyes de la dialéctica.

—El conocimiento de las cosas se confirma aplicando prácticamente las conclusiones.

—¡Hijo mío! ¿Qué estoy escuchando? ¿Criterios pragmáticos en la gnoseología? Entonces, tú eres… —Rubin puso sus gruesos labios en forma de tubo y ceceó adrede—… ¡un materialista espontáneo! ¡Aunque algo primitivo!

—¡Y tú siempre esquivas toda honesta y viril discusión! ¡Prefieres, de nuevo, arrojar a tu interlocutor tus palabras ornitológicas!

—¡Y tú, como siempre, no hablas, exorcizas! ¡Pitonisa! ¡Eres la pitonisa de Marfino! ¿Por qué imaginas que ardo en deseos de discutir contigo? Puede que para mí sea tan aburrido como meterle en la cabeza de un anciano de la época del reloj de arena que el Sol no gira alrededor de la Tierra. ¡Que gire como mejor le parezca!

—¡No quieres discutir conmigo porque no sabes discutir! ¡Vosotros no sabéis discutir porque rehuís a los que no piensan como vosotros! ¡Para no alterar la armonía de vuestra concepción del mundo! ¡Os reunís todos y os emperráis en la interpretación de los padres de la doctrina! Tomáis los pensamientos unos de otros, y los pensamientos coinciden y toman unas proporciones… Además, en libertad —bajando la voz—, ¿quién se atreverá a discutir existiendo la Cheka? Pero, cuando vais a parar a la cárcel —sonoramente—, ¡aquí encontráis a auténticos discutidores, y os sentís como pez fuera del agua! Y no os queda sino ladrar y soltar tacos.

—A mi juicio, hasta ahora me has ladrado más tú a mí que yo a ti.

Hechizados por sus eternas divergencias, Sologdin y Rubin continuaban sentados en el lugar, ya desierto, de la fiesta de cumpleaños. Hacía rato que Abramson se había marchado a leer el Montecristo; Kondrashov-Ivánov, a meditar sobre la grandeza de Shakespeare; Prianchikov a hojear un ejemplar de Ogoniok que alguien poseía; Nerzhin a visitar al portero Spiridón; Potapov, que había ejercido hasta el final las obligaciones de un ama de casa, lavó la vajilla, devolvió las mesitas de noche a su sitio y se tendió en el catre cubriéndose la cabeza con la almohada para evitar la luz y el ruido. En la sala muchos dormían, otros leían o charlaban sin hacer ruido. Era esa hora en la que asalta la duda de si el guardia de servicio se habrá olvidado de apagar la luz normal sustituyéndola por la azul. Pero Sologdin y Rubin continuaban sentados en la cama vacía de Prianchikov, en el rincón, junto a la única mesita que quedaba.

Sin embargo, sólo Sologdin tenía ganas de discutir: para él, era un día de victorias que rebullían en su persona sin dar sosiego. Además, a tenor de su distribución del tiempo, las tardes de los domingos estaban destinadas a la diversión. ¡Y qué diversión podía haber más interesante que humillar y acorralar a un defensor de la indigencia de espíritu reinante!

Para Rubin, la discusión era pesada y absurda. No contaba con un trabajo recién terminado, sino al contrario, le había caído encima una nueva tarea más que difícil, la creación de toda una ciencia, tarea que debería emprender en solitario a la mañana siguiente, para lo cual debía economizar sus fuerzas desde la víspera. Le aguardaban también dos cartas: una de su esposa y otra de su amante. ¡Cuándo escribir la respuesta sino hoy! A la esposa para darle importantes consejos sobre la educación de los hijos; a la amante, tiernas promesas. También aguardaban a Rubin los diccionarios mogol-finés, árabe-español y otros, así como Capek, Hemingway y Lawrence. Y otra cosa más: debido al cómico espectáculo del juicio, a las insignificantes puyas de los vecinos y al ritual de la fiesta de cumpleaños, en toda la tarde no había podido entregarse definitivamente a la elaboración de un proyecto importante a escala ciudadana.

Pero la ley de las discusiones que regía en la cárcel lo tenía bien agarrado. Rubin no debía ser vencido en ninguna discusión, pues representaba en la sharashka la ideología de vanguardia. Por eso permanecía sentado junto a Sologdin, como si lo hubieran atado, para inculcarle ese abecé que estaba al alcance de cualquier alumno de preescolar.

Con voz más baja y más suave, Sologdin aseguró:

—La auténtica discusión, te lo digo por mi experiencia en el campo de concentración, se desarrolla como un duelo. Elegimos de común acuerdo a un árbitro, como si ahora llamáramos a Gleb. Se toma una hoja de papel, se divide por la mitad con una línea perpendicular. Arriba, a lo ancho de toda la hoja, se escribe el contenido de la discusión. Luego, cada uno expresa en su mitad, con la máxima claridad y concisión, su punto de vista sobre la cuestión planteada. Para que no se den errores casuales en la elección de las palabras, no se limita el tiempo de esa redacción.

—Me tomas por tonto —replicó Rubin con voz soñolienta, dejando caer sus arrugados párpados. Su cara, sobre la barba, expresaba el más profundo cansancio—. ¿Qué te parece, vamos a discutir hasta el alba?

—¡Al contrario! —exclamó alegremente Sologdin con los ojos brillantes—. ¡En esto radica lo bueno de una auténtica discusión entre hombres! Las controversias vacías y las gesticulaciones se prolongan durante semanas. Pero la discusión sobre el papel termina a veces en diez minutos. Enseguida resulta evidente una cosa: o los adversarios hablan de cosas completamente distintas, o no disienten en nada. Y cuando se hace patente que tiene sentido continuar la discusión, empiezan a anotar por turno sus argumentos en ambas mitades de la hoja. Como en un duelo: ¡Ataque! ¡Respuesta! ¡Disparo! ¡Disparo! Y ya ves: la imposibilidad de rehuir las expresiones ya empleadas, y de sustituir una palabra por otras palabras, da como resultado que después de dos o tres anotaciones llegue la victoria de uno y la derrota del otro.

—¿Y no se limita el tiempo?

—¡Para conseguir la verdad, no!

—¿Y no vamos a batirnos, también, con la espada?

La cara encendida de Sologdin se ensombreció:

—Ya lo sabía. Tú eres el primero en atacarme…

—¡En mi opinión, el primero eres tú!

—… y en colgarme toda clase de apodos, de esos que tanto abundan en tu zurrón: ¡Oscurantista! ¡Retractador! —evitaba la palabra incomprensible y extranjera de «reaccionario»—. ¡Sirviente coronado! —significaba «lacayo diplomado»—. ¡Clericalista! Tenéis en reserva muchos más insultos que definiciones científicas. Y cuando te cojo por las orejas y te ofrezco discutir honradamente, no tienes tiempo, no tienes ganas o estás cansado. ¡Sin embargo, bien tuvisteis tiempo para despanzurrar todo el país!

—¡Ahora, medio mundo! —le corrigió cortésmente Rubin—. Siempre tenemos tiempo y fuerzas para la causa; pero para mover la lengua… ¿De qué hemos de hablar tú y yo? Entre nosotros ya está dicho todo.

—¿De qué? ¡Te dejo a ti la elección! —respondió Sologdin con amplio gesto galante. (¡Las armas! ¡El lugar!).

—Pues bien, elijo nada.

—¡Va contra las reglas!

Rubin dio unos tirones a un mechón suelto de su barba negra:

—¿Contra qué reglas? ¿Qué reglas son esas? ¿Qué Inquisición es esa? Compréndelo, para que la discusión sea fructífera es preciso que exista por lo menos alguna base común, que haya acuerdo por lo menos en algunos rasgos fundamentales…

—¿Lo ves? ¿Lo ves? Es lo que yo digo: que todos reconozcan la plusvalía y la dominación obrera —en la Lengua de la Claridad Máxima se llamaba así a la dictadura del proletariado—. Y que discutan únicamente si tal garabato lo escribió Marx en ayunas o Engels después de comer.

¡No, no era posible librarse de aquel burlón! Rubin se enfureció:

—¡Comprende que esto es estúpido, compréndelo! ¿De qué podemos hablar tú y yo? La verdad, ahondemos donde ahondemos, tomemos el tema que tomemos, tú y yo somos de diferentes planetas. ¡Ya ves, por ejemplo, que incluso hoy en día el duelo te parece el mejor medio para lavar las ofensas!

—¡Pues intenta demostrar lo contrario! —se inclinó hacia atrás Sologdin, resplandeciente—. De haber duelos, ¿quién se atrevería a calumniar? ¿Quién se atrevería a empujar a los débiles con los codos?

—¡Pues tus duelistas! ¡Tus caballeros! ¡Para ti, el oscurantismo de la Edad Media, la obtusa y arrogante caballería y las cruzadas, son el cénit de la historia!

—¡Son la cumbre del Espíritu humano! —confirmó Sologdin irguiéndose y agitando el dedo por encima de la cabeza—. ¡Son el magnífico triunfo del espíritu sobre la carne! ¡Son el incontenible impulso hacia la santidad espada en mano!

—¿Y los fardos de bienes robados? ¡Eres un hidalgo abrumador!

—¡Y tú, un fanático bíblico! ¡Es decir, un «poseso»! —paró la estocada Sologdin.

—¿Entonces, para ti, Belinski, Chernishevski y nuestros mejores civilizadores son palurdos clericalistas?

—¡Son seminaristas de largas sotanas! —añadió Sologdin exultante.

—O sea, ¿que, para ti, no ya nuestra revolución, sino incluso la francesa, después de ciento cincuenta años, no es más que una estúpida revuelta de la chusma, una alucinación de los instintos diabólicos, el exterminio de una nación?

—¡Naturalmente! ¡E intenta demostrar lo contrario! ¡Toda la grandeza de Francia termina el siglo XVIII! ¿Qué hubo después de la revuelta? ¡La total degeneración del país! ¡Un batiburrillo de gobiernos, el hazmerreír de todo el mundo! ¡La impotencia! ¡La abulia! ¡La mediocridad! ¡El desastre!

Sologdin soltó una carcajada demoníaca.

—¡Salvaje! ¡Cavernícola! —se indignó Rubin.

—¡Y Francia nunca más volverá a levantarse! ¡Quizá sólo con la ayuda de la Iglesia de Roma!

—Otra cosa: la Reforma. ¿No es para ti la liberación natural de la razón humana contra los cilicios religiosos…?

—¡Es una ceguera insana! ¡El satanismo luterano! ¡Socavar Europa! ¡La autodestrucción de los europeos! ¡Peor que dos guerras mundiales!

—Vaya… ¡Pues sí que…! ¡Vaya, vaya! —intercaló Rubin—. ¡Y tú eres un fósil! ¡Un ictiosaurio! ¿De qué podemos discutir tú y yo? Tú mismo ves cómo te estás liando. ¿No es mejor que nos separemos pacíficamente?

Sologdin observó el movimiento de Rubin para levantarse y marcharse. ¡Era algo que no podía permitir de ninguna manera! Se iba la diversión, una diversión que aún no había tenido lugar. Sologdin se refrenó al instante y se dulcificó hasta lo irreconocible:

—Perdona, Lióvuchka, me he exaltado. Naturalmente, es tarde y no insisto en que toquemos cuestiones principales. Pero comprobemos solamente el procedimiento de la discusión-duelo con algún tema elegante y ligero. Te doy a elegir entre algunos «títulos» —eso significaba temas—. ¿Quieres discutir sobre literatura? Es tu terreno, no el mío.

—Vete al…

Era el momento de marcharse sin sufrir oprobio. Rubin se incorporó, pero Sologdin se revolvió con ademán de prevenirle:

—¡Muy bien! Un título de tema moral: «¡La importancia del orgullo en la vida de un hombre!».

Rubin movió las mandíbulas con aire aburrido:

—¿Somos acaso colegiales?

Y se puso en pie entre las camas.

—Muy bien, qué título… —le cogió Sologdin del brazo.

—Mira, vete a la… —se libró Rubin riendo—. ¡En tu cabeza está todo patas arriba! Eres el único varón sobre la Tierra que todavía no admite las tres leyes de la dialéctica. ¡Y de ellas se deduce todo lo demás!

Sologdin rechazó esta acusación con la clara y rosada palma de su mano:

—¿Que no las admito? Ahora las admito.

—¿Cóóó-mo? ¿Admites la dialéctica? —Rubin ceceó con los labios en tubo—. ¡Mi polluelo! ¡Deja que te bese! ¿La admites?

—¡No sólo la admito sino que reflexiono sobre ella! ¡Durante dos meses he pensado en ella por las mañanas! ¡Y tú no!

—¿Incluso reflexionas? ¡Cada día que pasa eres más inteligente! Pero en este caso, ¿de qué podemos discutir?

—¿Cómo? —se indignó Sologdin—. ¿De nuevo no sabes sobre qué? ¡Si no hay una base común, no hay de qué discutir, si hay una base común tampoco hay de qué discutir! ¡Nada, nada, ahora ten la bondad de discutir!

—Pero ¿qué coacción es esa? ¿De qué hemos de discutir?

Sologdin se levantó tras Rubin y agitó los brazos:

—¡Por favor! Acepto el combate en las condiciones más desfavorables para mí. ¡Os voy a vencer con un arma arrancada de vuestras propias sucias garras! ¡Vamos a discutir sobre el tema de que vosotros no comprendéis vuestras tres leyes! Bailáis alrededor de la hoguera como caníbales pero no comprendéis qué es el fuego. ¡Te puedo cazar una y otra vez con esas leyes!

—¡Está bien, cázame! —no pudo dejar de gritar Rubin, irritado consigo mismo pero de nuevo enfangado.

—Muy bien —Sologdin se sentó—. Siéntate.

Rubin permaneció de pie.

—A ver, ¿cómo sería más fácil…? —saboreó Sologdin—. Estas leyes nos indican la dirección del desarrollo, ¿verdad? ¿O no es así?

—¿La dirección?

—¡Sí! Hacia dónde se desarrollará… eh, eh… —se atragantó— un proceso, ¿no?

—Naturalmente.

—¿Y en qué ves tú esto? ¿En qué, precisamente? —interrogó fríamente Sologdin.

—Bueno, en las propias leyes. Nos reflejan el movimiento.

Rubin se sentó también. Empezaron a hablar en voz baja, de una manera activa.

—¿Cuál de esas leyes nos da la dirección?

—Bueno, la primera no, naturalmente… La segunda. Quizá la tercera.

—Hum. ¿La tercera nos la da? ¿Y cómo definirlo?

—¿El qué?

—El movimiento, ¡qué va a ser!

Rubin frunció el ceño:

—Escucha, ¿para qué esta escolástica?

—¿Esto es escolástica? No conoces las ciencias exactas. Si una ley no nos da correlaciones numéricas y tampoco conocemos la dirección del desarrollo, no sabemos en general nada de nada. Muy bien. Abordémoslo por otro lado. Tú repites a menudo, con mucha facilidad, «la negación de la negación». Pero ¿qué entiendes por estas palabras? Por ejemplo, ¿puedes afirmar que la negación de la negación se da siempre en el curso de un desarrollo?

Rubin reflexionó un instante. La pregunta era inesperada, no se formulaba como era habitual. Sin embargo, como suele hacerse en las discusiones, se apresuró a responder para no manifestar exteriormente su vacilación:

—Fundamentalmente, sí… La mayoría de las veces.

—¡Lo ves! —bramó satisfecho Sologdin—. ¡Tenéis toda una jerga: «fundamentalmente», «la mayoría de las veces»! Habéis elaborado miles de palabritas semejantes para no tener que responder directamente. Si os dicen «la negación de la negación», en vuestra cabeza aparece impreso: un grano, de este un tallo, y de este diez granos. ¡Insufrible! ¡Un fastidio! Responde francamente: ¿Cuándo se da la «negación de la negación» y cuándo no se da? ¿Cuándo hay que esperarla y cuándo es imposible?

No quedaba ni rastro de la indolencia de Rubin, que se concentró y reunió todos sus pensamientos dispersos en esta discusión, una discusión inútil pero de todos modos importante.

—Bueno, ¿y qué importancia práctica tiene el «cuándo se da» y el «cuándo no se da»?

—¡Muy bonito! ¿Qué importancia práctica tiene una de las tres leyes fundamentales de las que lo deducís todo? A ver, ¿cómo es posible hablar con vosotros?

—¡Pones el carro delante del caballo! —se indignó Rubin.

—¡De nuevo la jerga! ¡Jerga! Es decir, el «galimatías»…

—¡El carro delante del caballo! —insistió Rubin—. Pero nosotros, los marxistas, consideraríamos deshonroso deducir el análisis concreto de los fenómenos a través de las leyes definidas de la dialéctica. Por eso no necesitamos en absoluto saber «cuándo se da» y «cuándo no se da»…

—¡Pues yo te responderé ahora mismo! Y enseguida me dirás que ya lo sabías, que es comprensible, que se sobreentiende… Pues escucha: cuando es posible obtener la anterior calidad de una cosa a través de un movimiento en dirección contraria, ¡la negación de la negación no se da! Por ejemplo, si una tuerca está fuertemente apretada y es preciso desenroscarla, la desenroscas. Es un proceso inverso, el paso de la cantidad a la calidad, ¡pero no es ninguna negación de la negación! Por el contrario, si moviéndote en dirección contraria es imposible reproducir la calidad anterior, entonces el desarrollo puede pasar por la negación, pero siempre que se admitan las repeticiones. Es decir, los cambios irreversibles sólo serán negaciones cuando sea posible la negación de las propias negaciones.

—Iván es un hombre, no-Iván es un no-hombre —murmuró Rubin—, actúas como en unas barras paralelas…

—Con una tuerca. Si al atornillarla rompes la rosca, al desatornillarla ya no le devolverás su calidad anterior: una rosca intacta. Ahora bien, sólo se puede reproducir esa calidad de la siguiente manera: arrojar la tuerca al crisol, luego estampar un vástago seisavado, agujerearlo y finalmente hacer una nueva rosca.

—Escucha, Mitiai —le detuvo pacíficamente Rubin—, no es posible exponer seriamente la dialéctica con una tuerca.

—¿Por qué no? ¿Por qué una tuerca ha de ser peor que un grano de trigo? Ninguna máquina se sostendría sin tuercas. Así pues, cada uno de los estados enumerados es irreversible, es la negación del anterior, y la nueva tuerca, en relación con la vieja, la estropeada, es la negación de la negación. ¿Sencillo? —y levantó su barbita cortada a la francesa.

—¡Espera! —descubrió Rubin—. ¿En qué me has refutado? A ti también te da como resultado que la tercera ley da la dirección del desarrollo.

Sologdin se inclinó con la mano en el pecho:

—Si no poseyeras esta peculiar rapidez de reflexión, Lióvchik, es dudoso que tuviera el honor de conversar contigo. ¡Sí, me la da! ¡Pero lo que da una ley es algo que hay que aprender, amigo mío! ¿Sois capaces, vosotros? Tú, por ejemplo, has deducido que nos da la dirección. Pero respondamos: ¿la da siempre? ¿En la naturaleza inanimada? ¿En la animada? ¿En la sociedad? ¿Eh?

—Bueno, qué quieres —dijo Rubin pensativo—. Puede que en todo esto haya un grano de racionalidad. Pero en general, señor mío, son palabras huecas.

—¡La palabra hueca lo serás tú! —cortó Sologdin con la palma de la mano, animado de nuevo ardor—. ¡Tres leyes! ¡Tres leyes vuestras! — dijo como si blandiera una espada entre una multitud de sarracenos—. ¡No comprendéis ninguna, aunque de ellas lo deduzcáis todo!

—¡Ya te he dicho que no lo deducimos!

—¿No lo deducís de las leyes? —se asombró Sologdin deteniendo el degüello.

—¡No!

—Entonces, qué son para vosotros, ¿una cola postiza para el caballo? ¿Y de dónde, pues, habéis sacado hacia qué lado va a desarrollarse la sociedad?

—¡Escucha! —replicó Rubin canturreando machaconamente—. ¿Eres un hombre o un pedazo de alcornoque? Nosotros resolvemos todas las cuestiones partiendo del análisis concreto del ma-te-rial, ¿comprendes? Resolvemos cualquier cuestión social partiendo del análisis del contexto de clases.

—Entonces, ¿para qué os sirven las tres leyes? —se enfureció Sologdin en disonancia con el silencio de la sala—. ¡No se necesitan en absoluto!

—¿Por qué no?, son muy útiles —objetó Rubin.

—¿Para qué, si de ellas no se deduce nada? Si ni siquiera cabe recibir de ellas la dirección del desarrollo, son palabras huecas, ¿no? Si sólo es preciso repetir como un papagayo «la negación de la negación», ¿para qué diablos sirven?

… Potapov intentaba vanamente cubrirse con la almohada para huir del ruido creciente que armaban, pero al fin se enfadó, se arrancó la almohada de la oreja y se incorporó en la cama:

—¡Escuchad, amigos! Si no tenéis sueño, respetad el de los demás, y… —señaló sesgadamente para arriba con el dedo el lugar donde yacía Ruska— podríais encontrar un lugar más adecuado.

Tanto la irritación de Potapov, tan propenso a un mesurado orden, como el silencio que reinaba en toda la sala semicircular, que ahora podían percibir especialmente, como la presencia de chivatos a su alrededor (aunque Rubin podía gritar sin miedo sus convicciones), habrían obligado a volver a la realidad a cualquier persona sensata.

Pero aquellos dos volvieron a la realidad sólo en parte. Su larga discusión, que no era la primera ni la décima, no había hecho más que empezar. Comprendían que era preciso salir de la sala, pues ya no podían ni callarse ni desengancharse. Salieron echándose puyas uno a otro hasta que se los tragó la puerta del pasillo.

Y casi inmediatamente después de su salida se apagó la luz blanca y se encendió la luz azul nocturna.

Ruska Doronin, cuya oreja estaba alerta y más cercana que las de los demás, habría sido, sin embargo, el último en recoger «material» contra ellos. Había oído la alusión de Potapov, expresada a medias, la había comprendido aún sin ver el dedo que le apuntaba, y experimentaba ese aflujo de insoluble disgusto que provoca en nosotros el reproche de una persona cuya opinión respetamos.

Cuando se ingenió el juego doble con los oper lo previo todo, burló la vigilancia de los enemigos y estaba en vísperas de un sonado triunfo con el asunto «de los 147 rublos», ¡pero se encontraba indefenso ante las suspicacias de los amigos! Su proyecto en solitario era objeto de desprecio y oprobio precisamente por ser tan fuera de lo usual y tan secreto. Le asombraba que aquellas personas maduras, sensatas y experimentadas no tuvieran la suficiente amplitud de miras para comprenderle y creer que no era un traidor.

Y como suele suceder cuando perdemos la buena disposición de las personas, apreciamos tres veces más a aquellos que continúan apreciándonos. ¿Y si esta persona es además una mujer? ¡Clara! ¡Ella comprendería! Mañana se sinceraría con ella en lo de esta aventura y ella lo entendería.

Y sin esperanza alguna de dormirse, ni tampoco ningún deseo de hacerlo, se retorcía en su recalentada cama ora recordando los ojos inquisitivos de Clara, ora tanteando con más seguridad un plan de fuga bajo el alambre de espino del barranco hasta la carretera, y de allí, enseguida, al centro de la ciudad en autobús.

Una vez en la ciudad, Clara le ayudaría.

En un Moscú de siete millones de habitantes es más difícil encontrar a un hombre que en toda la desértica región de Vorkuta. ¡Debía huir a Moscú!