En la sala bailaban al son de un gramófono, último modelo, como un mueble. Los Makaryguin tenían un armario lleno de discos: la grabación de los discursos del Padre y Amigo, con sus palabras alargadas, sus mugidos y su acento (como en todas las casas bien ordenadas, esos discos estaban allí, pero como todas las personas normales, los Makaryguin no los escuchaban nunca); canciones sobre «lo más íntimo y querido», sobre aviones, que «son lo primero» y «las muchachas después» (sin embargo, escuchar allí tales discos habría sido tan indecente como hablar en serio de los milagros bíblicos en un salón de la nobleza). Hoy se tocaban en el gramófono unos discos de importación que no se vendían en las tiendas normales, que no se ponían en la radio, y entre ellos los había incluso del ruso emigrado Leschenko.
El mobiliario no dejaba espacio a todas las parejas, que bailaban por turno. Entre los jóvenes estaban las antiguas compañeras de colegio de Clara; y un compañero que al terminar el instituto se puso a trabajar en la tarea de ahogar las transmisiones extranjeras; estaba también la muchacha, pariente del fiscal, por la que Schágov había venido; y un sobrino de la esposa del fiscal, teniente de servicios internos al que todos llamaban «guardia fronterizo» por el ribete verde de su uniforme (su compañía estaba acuartelada en la estación Beloruskaya, y proporcionaba las patrullas para comprobar documentos en los trenes y para el caso de imprescindibles detenciones durante el viaje); y destacaba especialmente un hombre de Estado joven, con la tablilla de la Orden de Lenin descuidadamente colocada, torcida, sin la propia medalla, y con los cabellos alisados, ralos ya.
Este joven tendría unos veinticuatro años, pero procuraba comportarse como un hombre por lo menos de treinta, movía las manos con mucha mesura y recogía el labio inferior con mucha dignidad. Era uno de los valiosos ponentes del secretariado del presidium del Soviet Supremo, y su trabajo fundamental era preparar los textos de los discursos que pronunciarían los diputados en las futuras sesiones. El joven encontraba muy aburrido este trabajo, pero su posición era prometedora. Conseguir su presencia en la velada de hoy había sido uno de los éxitos de Alevtina Nikanórovna, y casarlo con Clara era su sueño inalcanzable.
Para este joven, lo único interesante de la velada de hoy era la presencia de Galajov y de su esposa. Durante el baile invitó tres veces a Dinera, cubierta de seda negra laque de importación, con sólo sus brazos de alabastro escapando por debajo del codo de esta especie de piel brillante lacada. Halagado por las atenciones de una mujer tan famosa, el ponente la cortejaba con redoblada seriedad procurando permanecer con ella incluso después del baile.
Pero la mujer vio que Saunkin-Golovanov estaba solo en un rincón del sofá, pues no sabía bailar y no se mostraba desenvuelto en ninguna parte que no fuera su redacción, y fue decididamente hacia esa cabeza cuadrada sobre cuerpo cuadrado. El redactor se deslizó tras ella.
—¡E-rik! —levantó su mano de alabastro con alegre ademán de reto—. ¿Por qué no le vi a usted en el estreno de 1919?
—Estuve ayer —se animó Golovanov. Y se retiró de buen grado hacia el lateral del sofá cuadrangular pese a que ya estaba sentado en el extremo.
Dinera se sentó. Dejóse caer el ponente.
Evitar una discusión con Dinera resultaba imposible, y menos mal si la joven permitía las réplicas. Por el mundillo literario de Moscú corría un epigrama sobre ella:
Si me resulta agradable a vuestro lado callar,
es porque ninguna palabra me permitís pronunciar.
Dinera, que no tenía relación con ningún empleo literario ni con ningún cargo del partido, atacaba osadamente (dentro de ciertos límites) a los dramaturgos, a los guionistas y a los directores, sin hacer siquiera excepción con su marido. La osadía de sus opiniones combinada con la osadía de su atavío y con la osadía de su biografía, de todos conocida, le sentaba de maravilla y sazonaba agradablemente las opiniones sosas de aquellos cuyo pensamiento estaba sometido a su cargo literario. Atacaba también la crítica literaria en general y los artículos de Ernst Golovanov en particular. Golovanov, por su parte, con gran dominio de sí mismo, no se cansaba de aclarar a Dinera sus errores anarquistas y sus desquiciadas opiniones pequeñoburguesas. Golovanov alargaba de buen grado esta irónica intimidad-hostilidad con Dinera porque además su trabajo literario dependía de Galajov.
—Recordad —se recostó Dinera en el sofá con un matiz de ensueño, aunque el respaldo acristalado era demasiado recto e incómodo—, recordad el coro de los dos marineros, del mismo Vishnevski, en Drama optimista: «¿No hay demasiada sangre en la tragedia?». «No más que en las obras de Shakespeare». ¡Eso sí es agudo! ¡Qué ocurrencia! Y ahora, al volver a ver una obra de Vishnevski, ¡esperas algo parecido! ¿Y qué encuentras? Sí, claro, es una obra realista, la imagen del Jefe es impresionante, pero y… y… ¿es todo?
—¿Cómo? —se disgustó el redactor—. ¿Le parece poco? No recuerdo haber visto en ninguna otra parte una imagen tan emocionante de Iosif Vissariónovich. En la sala, muchos lloraban.
—¡Yo misma tenía lágrimas en los ojos! —le paró Dinera—. No me refiero a esto. —Y prosiguió dirigiéndose a Golovanov—: ¡En la obra casi no hay nombres! Aparecen tres indefinidos secretarios de la organización del partido, siete jefes militares, cuatro comisarios, ¡todo un inventario! Y de nuevo salen estos «marineros-amigos» que peregrinan de Belotserkovski a Lavreniov, de Lavreniov a Vishnevski, de Vishnevski a Sobolev —Dinera balanceaba la cabeza de apellido en apellido con los ojos fruncidos—. Sabes por anticipado quién es bueno y quién es malo, y cómo va a terminar…
—¿Y por qué no le gusta esto? —se asombró Golovanov. Cuando la conversación era sobre el trabajo se animaba mucho, aparecía en su cara una expresión de olfateo y seguía el rastro certero—. ¿Por qué necesita obligatoriamente un interés falso y externo? ¿Ocurre en la vida? ¿Cree que nuestros padres tenían dudas sobre cómo terminaría la guerra civil? ¿Dudamos nosotros del resultado de la guerra mundial incluso cuando el enemigo estaba en los arrabales de Moscú?
—¿Duda el dramaturgo, por otra parte, de la acogida que merecerá su obra? Explíqueme, Erik, ¿por qué nunca son un fracaso nuestros estrenos? ¿Por qué los dramaturgos no sienten ese temor, el de que fracase su estreno? ¡Palabra de honor, a veces no puedo contenerme y me meto dos dedos en la boca para lanzar unos silbidos!
Mostró graciosamente cómo lo hacía, aunque estaba claro que no iba a salirle ningún silbido.
—¡Se lo explicaré! —Golovanov no sólo no se inmutó sino que siguió el rastro cada vez con mayor seguridad—. Nuestras obras de teatro nunca fracasan ni pueden fracasar porque entre el dramaturgo y el público existe una unidad tanto en el plano artístico como en el de la percepción general del mundo…
Aquello se ponía aburrido. El redactor se arregló la corbata azul pajizo una vez, otra más, y se levantó. Una de las condiscípulas de Clara, una muchacha flacucha de aspecto agradable, no apartaba los ojos de él, abiertamente, toda la velada, y el ponente decidió ahora bailar con ella. Les tocó un two-step. Después de este, una de las chicas bashkirias empezó a servir helados. El redactor llevó a la muchacha al umbral de la puerta del balcón, donde se habían colocado dos sillones, le ofreció el asiento y alabó cómo bailaba.
Ella sonreía acogedora y parecía desear algo.
No era la primera vez que el joven hombre de Estado se encontraba con esa buena predisposición femenina, que todavía no había tenido tiempo de fastidiarle. Con aquella muchacha, por ejemplo, sólo sería necesario indicarle dónde y cuándo debía ir. Examinó su cuello nervioso, su pecho poco formado aún, y aprovechando que la cortina los separaba en parte de la habitación, alcanzó benévolamente la mano que tenía sobre la rodilla.
La muchacha dijo muy agitada:
—¡Vitali Evguénevich! ¡Qué feliz casualidad la de encontrarle aquí! No se enfade si me atrevo a molestarle en sus momentos libres. Pero en la antesala del Soviet Supremo me fue absolutamente imposible conseguir que me recibiera. —Vitali retiró su mano de la mano de la muchacha—. Hace medio año que el expediente penitenciario de mi padre, que sufre parálisis en un campo de concentración, se encuentra en la secretaría de usted, así como mi petición de indulto. —Vitali se recostó indefenso en su sillón mientras agujereaba con la cucharilla la bola del helado. La muchacha se había olvidado del suyo y al clavar la cucharilla con torpeza esta saltó dando vueltas, dejó una mancha en el vestido de la joven y cayó junto a la puerta del balcón, donde quedó abandonada—. ¡Tiene toda la parte derecha paralizada! Si le sobreviene otro ataque morirá. Es un hombre deshauciado, ¿de qué les sirve que esté en prisión?
Los labios del redactor se torcieron.
—Sabe usted, esto… es poco delicado por su parte dirigirse a mí aquí. Nuestro teléfono de servicio no es ningún secreto, telefonéeme y le concederé hora. Por lo demás, ¿por qué artículo está sancionado su padre? ¿Por el cincuenta y ocho?
—¡No, no, qué dice! —exclamó aliviada la muchacha—. ¿Me habría atrevido a pedirle nada si fuera un preso político? ¡Lo condenaron por la «Ley del 7 de Agosto»!
—De todos modos, también por la «Ley del 7 de Agosto» se han suspendido los indultos.
—Pero ¡esto es horrible! ¡Morirá en el campo de concentración! ¿Para qué tener en prisión a un condenado a muerte?
El redactor miró a la muchacha con los ojos muy abiertos y sonrió.
—Si razonáramos así, ¿qué quedaría de la jurisprudencia? ¡Ha sido condenado por un tribunal! ¡Reflexione! ¿Qué significa esto de «morirá en el campo de concentración»? Alguien tiene que morir también en esos campos. Y si le ha llegado la hora, ¿no es lo mismo dónde muera?
Se levantó disgustado y se marchó.
Tras la puerta vidriada del balcón, el movimiento de la Barrera de Kaluga: faros, chirridos de frenos, y el rojo, ámbar y verde de los semáforos bajo la nieve que no cesaba de caer.
La poco delicada muchacha recogió la cucharilla, dejó la taza, cruzó en silencio la habitación sin ser advertida por Clara ni por el ama de la casa, pasó por el comedor, donde preparaban el té y las tartas, se puso el abrigo en el pasillo y se marchó.
En dirección contraria, dejando paso a la entristecida joven, salieron del comedor Galajov, Innokenti y Dotnara. Golovanov, animado por Dinera y por su recuperado ingenio, detuvo a su protector:
—¡Nikolai Arkádievich! Halt! ¡Confiéselo! En el fondo de su alma usted, en realidad, no es un escritor. ¿Qué es? —(Era como una repetición de la pregunta de Innokenti, y Galajov se turbó)—. ¡Un soldado!
—¡Naturalmente, un soldado! —sonrió bravamente Galajov.
Y entornó los ojos como cuando se contempla la lejanía. Ningún día de gloria literaria dejó en su corazón tanto orgullo, y sobre todo tanta sensación de pureza, como aquel en que el diablo le llevó a abrirse paso hasta el estado mayor de un batallón semicercado. Pasó bajo una ráfaga de artillería y una lluvia de obuses de mortero, y luego, ya en el refugio sacudido por el bombardeo, comió, avanzada la tarde, en el mismo perol que otros tres miembros del estado mayor, y se sintió en pie de igualdad con aquellos veteranos guerreros.
—Siendo así, ¡permítame que le presente a mi amigo del frente, al capitán Schágov!
Schágov se mantuvo erguido, sin rebajarse con una expresión de especial respeto. Había bebido con agrado, y había bebido tanto que las plantas de los pies ya no sentían todo el peso de su presión sobre el suelo. Y del mismo modo que el suelo era ahora más dúctil, también se tornó más dúctil y más aceptable la luminosa y cálida realidad, y la enraizada riqueza desparramada y colocada a su alrededor en la casa en la que había entrado con dolorosas heridas y estómago vacío, como un explorador, pero que prometía convertirse también en su futuro.
Schágov se avergonzaba de sus modestas condecoraciones en una sociedad en la que un mozalbete sin bigote llevaba sesgada la plaquilla de la Orden de Lenin. Por el contrario, el célebre escritor, al ver las condecoraciones de guerra de Schágov, las medallas y los dos galones por las heridas recibidas, dio un fuerte impulso a su mano al estrecharle la suya:
—¡Comandante Galajov! —se presentó sonriendo—. ¿Dónde ha combatido usted? Está bien, sentémonos, cuéntemelo.
Y se sentaron en una cama turca tapizada empujando a Innokenti y a Dotty. Querían que Ernst también se sentara, pero este les hizo un signo y desapareció. ¡Realmente, el encuentro entre dos veteranos del frente no podía producirse en seco! Schágov contó que había hecho amistad con Golovanov en Polonia, un 5 de septiembre loco del 44, cuando los nuestros irrumpieron sobre la marcha en Narev cruzando el río poco menos que sobre vigas, pues sabían que el primer día sería fácil, pero que luego no habría modo de tomarlo ni con los dientes. Se abrieron paso descaradamente entre los alemanes por un estrecho pasillo de un kilómetro, y los alemanes acudieron a cortar este pasillo poniendo en juego trescientos tanques por el norte y doscientos por el sur.
Apenas afloraron los recuerdos del frente, Schágov perdió el lenguaje con el que cada día hablaba en la universidad, y Galajov, por su parte, el lenguaje de la redacción y de las secciones literarias, y aún más el mesurado y ficticio lenguaje de autor con el que se escriben los libros. En esos lenguajes ajados y redondeados no había posibilidad de transmitir la jugosa y humeante vida del frente. E incluso después de la décima palabra necesitaron apremiantemente las palabrotas, impensables en aquel lugar.
Entonces apareció Golovanov con tres copas y una botella en la que quedaba algo de coñac. Acercó una silla para poder ver a ambos y les llenó las copas que tenían en la mano.
—¡Por el servicio militar! —exclamó Galajov entornando los ojos.
—¡Por los que no volvieron! —levantó Schágov la copa.
Bebieron. La botella vacía fue a parar detrás de la cama turca.
Una nueva embriaguez se añadió a la antigua. Golovanov hizo que la narración diera un giro hacia él: contó el día memorable en que, siendo un corresponsal de guerra recién salido del horno, con la carrera universitaria terminada hacía sólo dos meses, fue por primera vez al frente en un camión de paso (el camión en que Schágov transportaba minas antitanque), y soportó el fuego de mortero alemán en el estrecho pasillo de Dlugosedlo a Kabat, un pasillo tan estrecho que los alemanes «del norte» batían con sus morteros las posiciones de los alemanes «del sur». Fue el mismo día en que un general, al volver al frente de un permiso para visitar a su familia, se metió con su jeep en terreno alemán. Así se perdió.
Innokenti prestaba atención a la charla. Preguntó sobre la sensación de terror ante la muerte. Enardecido, Golovanov se apresuró a decir que en tales momentos desesperados la muerte no parece terrible, uno se olvida de ella. Schágov levantó una ceja y le corrigió:
—La muerte no da miedo hasta que te sacude. Yo no tenía miedo de nada hasta que lo experimenté. Me pilló un gran bombardeo y empecé a tener miedo de los bombardeos, sólo de ellos. Por lo demás: «No temas las balas que silban», si las oyes es que no te van a dar. La única bala que te puede matar es aquella que no oyes. Por lo tanto es como si la muerte no tuviera que ver contigo: si tú estás es que ella no está; si ella llega, tú ya no estás.
El gramófono tocaba ¡Vuelve a mí, chiquillo!
Los recuerdos de Schágov y de Golovanov carecían de interés para Galajov, porque no había sido testigo de aquella operación ni conocía Dlugosedlo ni Kabat, y también porque no había sido un corresponsal de guerra insignificante como Golovanov, sino un corresponsal estratégico. No imaginaba los combates en un podrido puente de madera o en una estación de bombeo de agua en ruinas sino en un cuadro más amplio, en una comprensión de su congruencia a nivel de general mariscal.
Galajov rompió la conversación:
—Sí. ¡La guerra, la guerra! Nos pilla siendo absurdos ciudadanos urbanos y nos devuelve con los corazones de bronce… ¡Erik! ¿Cantabais en vuestro sector la Canción de los corresponsales de guerra?
—¡Ya lo creo!
—¡Ñera! ¡Ñera! —llamó Galajov—. ¡Ven! ¡Vamos a cantar la Canción de los corresponsales! ¡Ayúdanos!
Dinera se acercó y sacudió la cabeza:
—¡Con mucho gusto, amigos! ¡Con mucho gusto! ¡También yo estuve en el frente!
Desconectaron el gramófono y empezaron a cantar los tres redimiendo con su sinceridad la falta de calidad musical:
De Moscú a Brest
no hay lugar en el frente…
Acudieron a escucharlos. Los jóvenes miraban con curiosidad a una celebridad que no se ve todos los días.
Los vientos y el vodka
enronquecieron nuestras gargantas,
pero diremos a quien nos lo reproche…
Apenas empezó la canción, Schágov, aun conservando la misma sonrisa, se enfrió en su interior y sintió vergüenza por aquellos —que, naturalmente, no estaban presentes— que habían tragado las olas del Dnepr en el 41 y habían masticado agujas de pino en Novgorod en el 42. Los autores de la canción poco sabían del frente, que habían convertido en algo sagrado. Los corresponsables de guerra, hasta los más osados, se distinguían de los soldados regulares tan netamente como el conde que arara la tierra de su labrador: no estaban sujetos a la disposición del combate ni por el reglamento ni por orden alguna, y por ello nadie les reprendería, ni tacharía de traición su miedo, la salvación de la propia vida, la huida del campo de operaciones. De ahí que se abriera un abismo entre la psicología del soldado, cuyos pies echaban raíces en la tierra de primera línea, pues no podía irse a otra parte, y quizá debiera morir allí, y el corresponsal de guerra que disponía de alas y que en dos días podía llegar a su vivienda de Moscú. Además: ¿de dónde sacaban tanto vodka que hasta se les enronquecía la garganta? ¿De la ración del jefe del ejército? Al soldado le daban de ciento cincuenta a doscientos gramos antes de cada ataque…
Allí donde estuvimos,
no nos daban tanques,
(muere un reportero, qué importa),
y en un MK maltratado
con la pistolera al cinto,
¡entrábamos los primeros en las ciudades!
Este «entrábamos los primeros en las ciudades» hacía referencia a dos o tres anécdotas en las que unos corresponsales, que entendían poco de mapas topográficos, siguieron una buena carretera (los Emka no iban por las malas) y fueron a parar a una ciudad en tierra de nadie de la que retrocedieron como escaldados.
Con la cabeza caída, Innokenti escuchaba la canción y la comprendía también a su manera. No conocía en absoluto la guerra, pero sabía cuál era la posición de nuestros corresponsales de guerra. Nuestros corresponsales no eran los desgraciados reporteros que describía el poema. No perdían el cargo si comunicaban con retraso algún hecho sensacional. Apenas un corresponsal mostraba su carnet, era recibido como un jefe importante, como alguien con derecho a dar «instrucciones». Podía conseguir noticias ciertas y podía conseguirlas falsas, podía comunicarlas al periódico enseguida o con retraso, su carrera no dependía de eso, sino de una correcta concepción del mundo. Si poseía esta correcta concepción del mundo, el corresponsal no tenía necesidad alguna de meterse en un campo de operaciones ni en un fregado: podía escribir sus comunicados en la retaguardia.
Con la muñeca arqueada, Dotty abarcaba el brazo de su marido y permanecía sentada a su lado en silencio, sin pretender decir ni comprender cosas inteligentes, y esta era la más agradable de sus conductas. Sólo quería permanecer a su lado como una esposa sumisa, para que vieran todos lo bien que vivían.
No sabía que no tardarían en baquetearla, no sabía cómo la coaccionarían, tanto si arrestaban a Innokenti aquí como si él escapaba y se quedaba allá.
Cuando sólo se preocupaba de sí misma, cuando era grosera y autoritaria, cuando procuraba destruir a los demás e imponer sus ruines opiniones, Innokenti pensaba: muy bien, que sufra, que se eduque, le será útil.
Pero había vuelto su dulzura, y él sentía la comezón de la lástima. El desconcierto.
Todo era molesto, nada era agradable, ya era hora de marcharse de aquella estúpida velada, y gracias a Dios si en casa no le esperaba algo todavía peor.
Clara abandonó la semioscura habitación, el pequeño televisor de imagen borrosa y chispeante que ajustó como pudo para los que deseaban verlo, y entró en la gran sala, donde se quedó en la puerta.
Le asombró lo bien que estaban Innokenti y Nara, la armonía que reinaba entre ellos, y comprendió una vez más lo insondables e intocables que son los secretos del matrimonio.
Aquella velada, organizada casi en exclusiva para ella, no le proporcionaba alegría, la hería y la abatía. Iba de un lado a otro para acoger y entretener a todos, pero ella misma estaba vacía. Nada la divertía, ninguno de los invitados le parecía interesante. Y el nuevo vestido —de satén verde mate con brillantes apliques bordados en el cuello, el pecho y los puños— seguramente le sentaba tan mal como todos los anteriores.
Su amistad con aquel crítico literario cuadrado, impuesta primero y aceptada después, pero sin afecto ni ternura, no le procuraba ninguna sensación de autenticidad, incluso tenía algo de antinatural. Había permanecido media hora en el sofá, mohíno, y otra media discutiendo vanamente con Dinera. Luego había bebido con los antiguos soldados, y Clara no había sentido el impulso de cogerlo, atraerlo hacia ella y sacarlo de allí.
Y sin embargo había llegado su última oportunidad, hoy, ahora. Clara había llegado al límite de la maduración y, si ahora dejaba pasar la oportunidad, en adelante lo que encontraría sería más viejo, peor, o bien nada.
¿Es posible que hubiera ocurrido aquella misma mañana? ¡Hoy por la mañana! ¡En aquel mismo Moscú! ¿Existió aquella conversación cautivadora, la mirada extasiada del joven de ojos azules, el beso que dio un revolcón a su alma, y el juramento de esperar? ¿Fue hoy cuando dedicó tres horas a tejer la cestita para el árbol?
No había sucedido en la Tierra. No fue nada carnal. Aquel cuarto de siglo no pudo materializarse. Había sido un sueño.