Radovich fue siempre un fracasado, y hasta los tuétanos: ya en los años treinta sus clases fueron suspendidas, sus libros no se publicaban y, por si fuera poco, las enfermedades lo martirizaban. Llevaba un trozo de metralla de un proyectil de Kolchak en un alveolo del pulmón, arrastraba desde hacía quince años una úlcera de duodeno, y cada mañana se practicaba el doloroso tratamiento de un lavado de estómago a través del esófago, sin lo cual no podía comer ni vivir.
El destino, conocedor de la medida de sus generosidades y de sus persecuciones, salvó a Radovich gracias a estos mismos fracasos: siendo un personaje conocido en los círculos del Komintern, salió indemne de los años críticos gracias a no haber puesto un pie fuera del hospital. Gracias a las enfermedades, pudo emboscarse también el año pasado, cuando todos los serbios que quedaban en la Unión Soviética habían sido alistados en el movimiento anti-Tito o encerrados en la cárcel.
Radovich comprendía las suspicacias que despertaba su posición, y se contenía a costa de grandes esfuerzos, no se dejaba arrastrar al fanatismo de las discusiones, e intentaba vivir la pálida vida de un inválido.
También ahora se contenía del tabaco con la ayuda de la mesa. Esta mesa, ovalada, de ébano, estaba en un extremo del despacho. Contenía las fundas de papel de los cigarrillos y la maquinilla para llenarlas, un conjunto de pipas en un soporte y un cenicero de nácar. Y junto a la mesita se encontraba el armario del tabaco, de madera de abedul de Karelia, con innumerables cajones en cada uno de los cuales reposaba una clase especial de cigarrillos, papirosas[41], cigarros, tabacos de pipa e incluso rapé.
Mientras escuchaba en silencio el relato de Slovuta, que detallaba los preparativos de guerra bacteriológica y los horribles crímenes de los oficiales japoneses contra la humanidad, Radovich examinaba y olfateaba voluptuosamente el contenido de los cajones de tabaco sin decidirse por ninguno. Para él, fumar era un suicidio, todos los médicos se lo habían prohibido categóricamente, pero como también le prohibían beber y comer (hoy, durante la cena, casi no había probado nada), el olfato y el gusto se habían desarrollado especialmente para distinguir los matices del tabaco. La vida sin fumar le parecía sosa, y muy a menudo liaba un cigarro con papel de periódico y tabaco barato del mercado, que prefería actualmente debido a su precaria situación económica. En Sterlitamak, durante la evacuación, iba a los huertos de los ancianos, les compraba hoja, y él mismo la secaba y la cortaba. En su ocio de soltero, la manipulación del tabaco facilitaba sus reflexiones.
En realidad, si Radovich hubiera participado en una conversación no habría dicho nada horrible, pues personalmente pensaba algo muy parecido a lo que el Estado creía indispensable que se pensara. No obstante, el partido de Stalin, implacable ante los pequeños matices más que ante colores opuestos, le habría cortado la cabeza por esa pequeñez que le distinguía de los demás.
Afortunadamente, guardaba silencio, y la conversación pasó de los japoneses a la comparación de las calidades de los cigarros, de los que Slovuta no entendía nada, y a punto estuvo de perder el aliento después de una imprudente chupada. Luego se habló de los fiscales: con los años, la carga que pesaba sobre ellos no sólo no disminuía, sino que incluso crecía pese a haber aumentado el número de dichos funcionarios.
—¿Y qué dice la estadística de crímenes? —preguntó Radovich con aspecto indiferente, aherrojado dentro de la coraza de su apergaminada piel.
La estadística no decía nada: era muda e invisible, y nadie sabía si estaba aún con vida.
Pero Slovuta dijo:
—La estadística dice que en nuestro país el número de crímenes está disminuyendo. —No había leído la estadística, pero sí había leído lo que las revistas decían de ella. Y con la misma sinceridad, añadió—: Pero de todos modos los hay en cantidad más que regular. Es la herencia del antiguo régimen. El pueblo está muy estropeado. Estropeado por la ideología burguesa.
Las tres cuartas partes de los que pasaban por los tribunales habían nacido después de 1917, pero esto no se le pasó a Slovuta por la cabeza: no lo había leído en ninguna parte.
Makaryguin sacudió la cabeza: ¡a él no necesitaban convencerle!
¡Cuando Vladímir Ilich nos dijo que la revolución cultural sería enormemente más difícil que la de Octubre no podíamos imaginárnoslo!
Y ahora comprendemos cuán perspicaz era su previsión.
Makaryguin tenía la cabeza de perfil romo y las orejas salientes.
Fumaron y llenaron el despacho de humo los tres a la vez. Una gruesa escribanía, con una imagen de casi medio metro de altura de la torre Spasski, con su reloj y su estrella, ocupaba la mitad del pequeño y pulimentado escritorio de Makaryguin. Los dos macizos tinteros (a modo de torres de la muralla del Kremlin) estaban secos: hacía tiempo que Makaryguin no tenía ocasión de escribir nada en casa, pues las horas de servicio le bastaban para todo, y escribía las cartas con estilográfica. Tras los cristales de las librerías, fabricadas en Riga, estaban los códigos, los resúmenes de las leyes, una colección de la revista El Estado Soviético y el Derecho que abarcaba muchos años, la Gran Enciclopedia Soviética antigua (errónea, con enemigos del pueblo), la Gran Enciclopedia Soviética nueva (pese a todo, con enemigos del pueblo), y la Pequeña Enciclopedia (también errónea y también con enemigos del pueblo).
Hacía tiempo que Makaryguin no abría ninguno de estos libros, pues (incluyendo el Código Penal de 1926, actualmente en vigor pero desesperadamente desfasado con respecto a la vida) todo aquello había sido sustituido con éxito por un fajo de normativas capitales, la mayoría secretas, conocidas por sus respectivos números: 083 o 005/2742. Estas normativas, que contenían toda la sabiduría de la jurisprudencia, estaban grapadas en una sola carpeta pequeña que guardaba en su gabinete de trabajo. Aquí, en el despacho, los libros no servían para ser leídos, sino para infundir respeto. Por su parte, la literatura que Makaryguin leía, únicamente de noche, y también en trenes y balnearios, estaba escondida en un mueble de cristales opacos y era del género policíaco.
Sobre la mesa del fiscal colgaba un gran retrato de Stalin con el uniforme de generalísimo, y en un estante se encontraba un pequeño busto de Lenin.
Con un vientre que tensaba su uniforme y una papada que se derramaba por encima de su cuello duro, Slovuta examinó el despacho y dio su aprobación:
—¡No vives mal, Makaryguin!
—Qué va… Pienso pedir el traslado a los tribunales «departamentales».
—¿A los departamentales? —gritó Slovuta. Con su fuerte mandíbula y su grasa, no tenía cara de pensador, pero captaba fácilmente lo principal—. Quizá tenga algún sentido.
Este sentido lo comprendían los dos, y Radovich no tenía por qué saberlo: el fiscal de departamento recibía «paquetes»[42] en especies además del sueldo, mientras que en el Alto Tribunal Militar había que distinguirse mucho en el servicio para recibirlos.
—¿Y su yerno mayor, tres veces laureado?
—Tres veces —respondió con orgullo el fiscal.
—Pero el menor no es todavía consejero de primera clase, ¿verdad?
—De momento, de segunda.
—Es listillo, qué diablos, ¡llegará a embajador! Y a la más joven, ¿con quién piensas casarla?
—Es una chica obstinada, Slovuta; si intentara casarla, no se casaría.
—¿Es culta? ¿Busca un ingeniero? —cuando Slovuta se reía sacudía el vientre y todo el cuerpo—. ¿Uno de ochocientos rublos? Cásala con un chequista, cásala, es cosa segura.
¡Como si Makaryguin no lo supiera! Él mismo consideraba que había fracasado en la vida por no haber sabido abrirse camino hasta llegar a chequista. El último de los oper, salpicado de manchas en su negro agujero, tenía más fuerza y cobraba más que cualquiera de los fiscales notables de la capital. Los fiscales eran considerados unos charlatanes a los que no había por qué alimentar. No haber conseguido ser chequista era una herida, la herida secreta de Makaryguin…
—Bien, Makaryguin, gracias por no haberme olvidado, pero no me retengas más, me esperan. Y tú, profesor, que lo pases bien, no te preocupes.
—Adiós, camarada general.
Radovich se levantó para despedirse, pero Slovuta no le tendió la mano. Con la mirada ofendida, Radovich siguió la redonda y voluminosa espalda del invitado, al que Makaryguin salió a acompañar hasta el coche. Solo con los libros, Radovich se precipitó inmediatamente hacia ellos. Pasó la mano a lo largo de los estantes y después de vacilar un poco sacó uno de los tomos. Cuando iba a llevárselo al sillón observó sobre la mesa un librito encuadernado en abigarrados colores negrirrojos, y se lo llevó también.
El libro, sin embargo, le quemó sus inanimadas manos apergaminadas. Era una novedad que acababa de publicarse (y en tirada de millones de ejemplares): Tito, cabecilla de traidores, de cierto Renaud de Jouvenel.
En los últimos doce años habían caído en manos de Radovich cantidades ingentes de libros insolentes, lacayunos, falsos de arriba abajo, pero al parecer hacía mucho tiempo que no tenía en sus manos una porquería como aquella. Con la mirada experta del antiguo amante de los libros recorrió las páginas de aquella novedad editorial, y en dos minutos captó lo necesario para comprender a quién era útil aquel libro y por qué, captó lo canalla que era su autor y cuánta nueva bilis haría brotar en los corazones de la gente contra la inocente Yugoslavia.
Y después de una frase, que quedó grabada en sus ojos —«No es necesario detenerse en los motivos que impulsaron a Laszlo Rajk a confesar; si ha confesado es que es culpable»—, Radovich dejó con asco el libro en el lugar que antes ocupaba.
¡Naturalmente! ¡No hay necesidad dé detenerse detalladamente en los motivos! No hay necesidad de considerar detalladamente cómo el juez y los verdugos apalearon a Rajk, lo mataron de hambre, de sueño, y quizás, extendido sobre el suelo, le lastimaron los órganos sexuales con la punta de la bota (en Sterlitamak, el antiguo preso Abramson, que desde las primeras palabras se hizo amigo íntimo de Radovich, le contó los procedimientos del NKVD). ¡Si ha confesado es que es culpable! ¡La summa summarum de la jurisprudencia staliniana!
Pero Yugoslavia era una llaga demasiado dolorosa para tocarla ahora en una conversación con Piotr. Y cuando este volvió mirándose con cariño la nueva condecoración colgada junto a las otras, algo empañadas ya, Dushan estaba sentado discretamente en el sillón leyendo un tomo de la Enciclopedia.
—No miman a la fiscalía con condecoraciones —suspiró Makaryguin—. Entregan algunas a los treinta años de servicio, y raramente a alguien más.
Sentía grandes deseos de hablar de condecoraciones y de por qué había recibido una precisamente él, pero Radovich estaba doblado por la mitad, leyendo.
Makaryguin sacó un nuevo cigarro y se dejó caer al vuelo sobre el sofá.
—Bueno, Dushan, gracias por no haber dicho nada. Tenía mis temores.
—¿Y qué podía decir yo? —se asombró Radovich.
—¿Que qué podías decir? —cortó el fiscal su cigarro—. ¡Podías decir no pocas cosas! Siempre estás a punto de soltar algo —encendió el cigarro—. Cuando él hablaba de los japoneses te temblaban los labios.
Radovich se irguió:
—¡Porque huele a repugnante provocación policíaca a diez mil kilómetros de distancia!
—¡Te has vuelto loco, Dushan! ¡No te atrevas a hablar así en mi presencia! Cómo puedes hablar de nuestro partido…
—¡No hablo del partido! —se protegió Radovich—. Hablo de los Slovuta. ¿Y por qué precisamente ahora, en 1949, han descubierto esa preparación japonesa de 1943? La verdad, hace cuatro años que son nuestros prisioneros. ¿Y el escarabajo de Colorado que nos echan los americanos desde sus aviones? ¿También es cierto?
Las orejas separadas de Makaryguin enrojecieron:
—¿Por qué no? Y si algo no es exactamente así, será porque la política del Estado lo exige.
El apergaminado Radovich hojeaba nerviosamente el tomo.
Makaryguin fumaba en silencio. Había hecho mal en invitarlo, no había conseguido más que avergonzarle ante Slovuta. Todas esas viejas amistades eran absurdas, sólo eran buenas en el recuerdo. Aquel hombre no podía manifestar la más simple cortesía de un invitado, la de comprender qué alegraba a su amigo, qué le preocupaba.
Makaryguin fumaba. Acudían a su mente las desagradables disputas con su hija menor. En los últimos meses, cuando comían los tres juntos, sin invitados, aquello no era un descanso, ni el confort doméstico en la mesa, sino una pelea de perros. Unos días atrás, mientras clavaba un clavo en su zapato, la muchacha cantaba una canción cuya letra era absurda, pero cuyo aire le pareció al padre conocido por demás. Y procurando hacerlo de la manera más sosegada, el padre observó:
«Para este trabajo, Clara, podías haber elegido otra canción. Pero De lágrimas está inundado el extenso mundo es la canción con que moría la gente o iba a presidio».
Por tozudez, o el diablo sabrá por qué, ella se mostró agresiva:
«¡Pues vaya filántropos! ¡Iban a presidio! ¡También van ahora!».
El fiscal casi se desplomó ante aquella insolencia y aquella injustificada comparación. ¡Hasta qué punto había perdido la joven la comprensión de las perspectivas históricas! Conteniéndose a duras penas para no golpear a su hija, le arrebató el zapato de las manos y lo arrojó ruidosamente al suelo:
«¡Pero cómo puedes comparar al partido de la clase obrera con la escoria fascista!».
¡Era dura de pelar, no lloraría aunque le pegaran un puñetazo en la frente! De pie, con un pie en el zapato y el otro sólo enfundado en la media sobre el parquet, dijo:
«¡Deja de declamar, papá! ¿Qué clase obrera eres tú? ¡En otro tiempo fuiste obrero dos años y ahora hace treinta que eres fiscal! ¡Eres un obrero y en tu casa no hay un martillo! La existencia determina la conciencia, vosotros mismos nos lo habéis enseñado».
«¡La existencia social tonta! ¡Y la conciencia social!».
«¿Qué es eso de social? Unos tienen palacios y otros cobertizos, unos tienen automóviles y otros zapatos agujereados, ¿qué hay de social en ello?».
Al padre le faltaba el aire por la eterna imposibilidad de inculcar de forma accesible y breve la sabiduría de la vieja generación a esas criaturas jóvenes y obtusas:
«¡Eres una mema! ¡Tú… no entiendes ni aprendes nada!».
«¡Pues enséñame! ¡Enséñame! ¿De qué dinero vives? ¿Por qué te pagan miles de rublos si no creas nada?».
Aquí el fiscal no supo qué decir. La cosa estaba clara pero no había modo de expresarla de golpe. Se limitó a gritar:
«Y a ti te pagan en el instituto mil ochocientos rublos, ¿para qué?».
—Dushan, Dushan —suspiró Makaryguin con más sosiego—. ¿Qué voy a hacer con mi hija?
En la cara de Makaryguin, las grandes orejas separadas eran como las alas de la esfinge. La expresión de desconcierto tenía en este rostro un aspecto raro.
—¿Cómo ha podido suceder, Dushan? ¿Podíamos pensar, cuando perseguíamos a Kolchak, que recibiríamos este agradecimiento de nuestros hijos? Porque si han de jurar algo desde una tribuna del partido, esos hijos de perra mascullan el juramento con tanta rapidez como si les avergonzara.
Le contó la escena del zapato.
—¿Cuál era la respuesta correcta que debía darle, eh?
Radovich sacó del bolsillo un pedazo de gamuza sucio y se limpió con él los cristales de las gafas. En otro tiempo Makaryguin sabía todo esto, pero qué confundido se encontraba ahora…
—¿La respuesta correcta? La acumulación de trabajo. La formación, la especialización, representan una acumulación de trabajo y por ella se paga más —se puso las gafas y miró con decisión al fiscal—: ¡Pero en general la chica tiene razón! Ya nos previnieron de esto.
—¿Quiééén? —dijo asombrado el fiscal.
—¡Hay que saber aprender del enemigo! —Dushan levantó la mano con su reseco índice—. ¿Conque De lágrimas está inundado el extenso mundo? ¿Conque cobras muchos miles? ¿Y la mujer de la limpieza sólo doscientos cincuenta rublos?
Una de las mejillas de Makaryguin empezó a palpitar de modo involuntario. Dushan estaba molesto de envidia porque no tenía nada.
—¡Tú has perdido el juicio en tu caverna! ¡Has perdido toda relación con la vida real! ¡Vas a tu perdición! ¿Qué quieres, que vaya mañana a pedir que me paguen doscientos cincuenta rublos? ¿Y cómo voy a vivir? ¡Me echarían a la calle por loco! ¡Los demás no renunciarían!
Dushan indicó con la mano el busto de Lenin:
—Durante la guerra civil, cuando Lenin renunciaba a la mantequilla y al pan blanco, ¿lo consideraban loco?
Sonaban lágrimas en la voz de Dushan.
Makaryguin puso como defensa la palma abierta de su mano:
—¡Ts, ts, ts! ¿Y te lo has creído? Lenin no estaba sin mantequilla, no te preocupes. En general, en el Kremlin había una cocina que no estaba nada mal.
Radovich se levantó y se dirigió a un estante cojeando por habérsele entumecido la pierna. Cogió un portarretratos con la fotografía de una joven con chaqueta de cuero y pistola:
—¿Y Lena? ¿No estaba de parte de Shliápnikov?[43] ¿Lo recuerdas? ¿Y qué decía la Oposición Obrera? ¿Lo recuerdas?
—¡Deja eso! —ordenó Makaryguin, muy pálido—. ¡No remuevas su recuerdo! ¡Reaccionario! ¡Reaccionario!
—¡No, no soy un reaccionario! ¡Quiero la pureza leninista! —Radovich bajó la voz—. Aquí nada se dice, pero en Yugoslavia hay un control obrero de la producción. Allí…
Makaryguin sonrió con desdén.
—Naturalmente, eres serbio y es difícil que un serbio sea objetivo. Lo comprendo y perdono. Sin embargo…
En este punto estaba la barrera. Radovich se apagó, guardó silencio, se acurrucó y fue de nuevo el hombrecillo apergaminado.
—¡Termina, termina de hablar, reaccionario! —exigió Makaryguin con hostilidad—. O sea, ¿que el socialismo es ese régimen semifascista de Yugoslavia? ¿Y nosotros, por tanto, debemos regenerarnos? ¡Viejas palabritas! Las oímos hace tiempo, sólo que quienes las pronunciaban ya están en el otro mundo. Sólo te queda por decir que en la lucha contra el mundo capitalista estamos condenados a la perdición. ¿Verdad?
—¡No! ¡No! —volvió a agitarse Radovich, convencido, iluminado por los rayos de la Providencia—. ¡Esto no será! ¡El mundo capitalista está carcomido por contradicciones incomparablemente peores! ¡Y como predijo genialmente Vladímir Ilich, creo firmemente que pronto seremos testigos de un choque armado entre Estados Unidos e Inglaterra por la conquista de los mercados de consumo!