La primera esposa del fiscal, la difunta, la que había vivido con su marido la guerra civil, la que disparaba muy bien con la ametralladora y vivía según las últimas normas de la célula del partido, no sólo no habría sido capaz de llevar la casa de Makaryguin a su abundancia actual sino que, de no morir al dar a luz a Clara, resulta difícil imaginar cómo habría asimilado las complejas sinuosidades de la época.
Por el contrario, Alevtina Nikanórovna, la esposa actual de Makaryguin, llenó las anteriores estrecheces de la familia, añadió jugo a la anterior sequedad. Alevtina Nikanórovna no tenía una idea muy clara de los esquemas de clases, y había asistido poco durante su vida a los círculos de instrucción política. Pero en cambio sabía a machamartillo que una buena familia no puede florecer sin una buena cocina, sin abundante ropa de buena calidad para la mesa y para la cama. Y al consolidar la vida de esta manera, la plata, el cristal y las alfombras debían entrar en la casa como importante signo externo de bienestar. El gran talento de Alevtina Nikanórovna era su capacidad para adquirir todo esto a bajo precio, para no perderse nunca una venta provechosa en los comercios restringidos, en las distribuciones reservadas a los empleados de investigación y justicia, en las tiendas de género a comisión y en las de compraventa de las regiones recientemente anexionadas. Había viajado especialmente a Lvov y a Riga cuando aún se necesitaba para ello un salvoconducto, y más tarde, después de la guerra, cuando las ancianas letonas vendían de buen grado pesados manteles y servicios de mesa a muy bajo precio. Tenía mucho éxito con el cristal, había aprendido a entender de cristales: fumé, irisado, dorado, rubí de selenio o de cobre, verde de cadmio, azul cobalto. No adquiría el cristal actual de la fábrica estatal Glavposuda —irregular, salido de una cadena de producción asistida por manos indiferentes—, sino cristal antiguo, con la chispa del artesano, con las peculiaridades de su creador. En los años veinte y treinta se había confiscado mucho de ese cristal tras las sentencias judiciales, y se había vendido en un círculo selecto.
También hoy la mesa estaba perfectamente puesta y con abundancia. Dos sirvientas bashkirias —una de la casa, la otra tomada al vecino para la velada— apenas daban abasto a cambiar los platos. Ambas bashkirias eran casi unas niñas, del mismo pueblo, y habían terminado el mismo bachillerato en Chekmagush. Los rostros tensos y sonrosados —por la cocina— de las muchachas expresaban seriedad y solicitud. Estaban contentas de trabajar en Moscú, y tenían la esperanza de que la próxima primavera, no esta, habrían ganado lo suficiente para vestirse de modo que pudieran casarse en la ciudad y no tuvieran que volver al koljós. Alevtina Nikanórovna, de buena presencia, todavía joven, vigilaba a su sirvienta con aprobación.
Preocupación especial del ama de la casa era, también, que en el último momento había cambiado el plan de la velada: la habían proyectado para la juventud, sin que hubiera otros mayores que los familiares, pues Makaryguin ya había dado un banquete a sus compañeros de trabajo hacía sólo dos días. Por esta razón habían invitado hoy a un antiguo amigo del fiscal, de la época de la guerra civil, el serbio Dushan Radovich, exprofesor del Instituto del Profesorado Rojo, abolido tiempo ha, y también habían admitido a una amiga de la dueña de la casa que había ido a Moscú de compras. Era una amiga de juventud, un alma cándida, esposa del instructor del Comité de Distrito de Zarechie. Inesperadamente, sin embargo, había vuelto de Extremo Oriente (de un proceso que había armado mucho ruido y en el que se juzgó a unos militares japoneses que preparaban la guerra bacteriológica) el teniente general Slovuta, también fiscal y hombre muy importante en el servicio, por lo que fue necesario invitarlo. Sin embargo, la presencia de Slovuta hacía que ahora se avergonzaran de esos invitados de poca ley, de aquel hombre que casi no era ya un amigo y de aquella mujer que casi no era ya una amiga. Slovuta podía pensar que los Makaryguin sólo invitaban a gente insignificante. Esto envenenaba y complicaba la velada a Alevtina Nikanórovna. Colocó a su amiga, desdichada por tener un marido necio, lo más lejos posible de Slovuta y la obligó a hablar en voz baja y a no comer con una glotonería tan evidente; por otra parte, encontraba agradable que esta probara todos los platos, preguntara la receta, se entusiasmara sucesivamente por todo, tanto por el servicio de mesa como por los invitados.
En honor a Slovuta habían invitado con tanta insistencia a Innokenti, que debía llevar sin falta el uniforme de diplomático, para que contribuyera a formar una compañía distinguida junto con el otro yerno, el célebre escritor Nikolai Galajov. Pero, con gran disgusto del suegro, el diplomático llegó con retraso, cuando había ya terminado la cena y los jóvenes se habían dispersado para bailar.
Pese a todo, Innokenti había cedido y se había puesto aquel maldito uniforme. Acudió muy aturdido, aunque de todas maneras le era imposible quedarse en casa y todos los lugares le parecían insoportables. Pero cuando entró con cara agria en la vivienda llena de gente, de animados murmullos, risas y colores, comprendió que allí, precisamente allí, ¡su arresto era absolutamente imposible! Y no sólo recuperó rápidamente su estado normal sino que adquirió una soltura especial. Bebió de buen grado lo que le sirvieron, puso con gusto en su plato algo de una fuente y de otra y, aunque durante días no había podido tragar nada, ahora el apetito renació gozosamente en él.
Su sincera animación disipó también el disgusto de su suegro y aligeró la conversación en la cabecera de la mesa que ocupaban, donde Makaryguin maniobraba intensamente para que Radovich no espetara alguna crudeza, para que Slovuta se encontrara siempre a gusto y para que Galajov no se aburriera. En este momento, conteniendo su voz excesivamente grave, increpaba en broma a Innokenti por no haber honrado su vejez con unos nietos.
—¿Qué hacen, pues, su mujer y él? —se lamentó—. Han formado una pareja como dos tortolitos: viven para sí mismos, engordan y fuera preocupaciones. ¡Se han instalado bien! ¡A gozar de la vida! Preguntádselo, ya veréis como el bandido es un epicúreo. ¿Eh? Confiesa, Innokenti, ¿eres un discípulo de Epicuro?
A un miembro del partido comunista de la Unión, nadie, ni en broma, habría podido llamarlo neohegeliano, neokantiano, subjetivista, agnóstico o, Dios nos libre, revisionista. Por el contrario, «epicúreo» sonaba como algo tan inocente que no impedía a un hombre ser un marxista ortodoxo.
Radovich, que conocía y apreciaba todo detalle de la vida de los fundadores del materialismo, no se abstuvo de añadir:
—¿Por qué no? Epicuro era una buena persona, un materialista. El propio Karl Marx escribió una tesis sobre él.
Radovich llevaba una guerrera semimilitar muy raída, y la piel de su rostro era como un pergamino oscuro sobre el molde del cráneo. (Hasta hacía poco se ponía siempre una capucha a la Budionni para salir a la calle, pero la policía empezó a pararle y a interrogarle).
Innokenti, enardecido, contemplaba arrogante a aquellas personas que nada sabían. ¡Qué paso tan osado! ¡Mezclarse en una lucha de titanes! En aquel momento le parecía ser el mimado de los dioses. Tanto Makaryguin como Slovuta, que en otro momento habrían podido provocar su desdén, le parecían ahora humanamente simpáticos, eran partícipes de su seguridad.
—¿Epicuro? —aceptó el reto con ojos relucientes—. Lo confieso, no lo niego. Pero seguramente les daré una sorpresa si les digo que «epicúreo» pertenece al número de palabras cuyo sentido no es el que le da el uso general. Cuando quieren decir que una persona tiene ansia desmedida de vivir, es voluptuosa, lasciva, o incluso que es sencillamente un cerdo, dicen: «¡Es un epicúreo!». ¡No, esperen, hablo en serio! —no dejó que le replicaran, y balanceó la copa dorada vacía que tenía entre sus finos y sensibles dedos—. Epicuro es precisamente lo contrario de la imagen unánime que tenemos de él. No nos incita en absoluto a las orgías. Uno de los tres males fundamentales que impiden la felicidad humana es lo que Epicuro llama los ¡deseos insatisfechos! ¿Eh? Dice: en realidad, el hombre necesita poco, ¡por esto su felicidad no depende del destino! Epicuro libera al hombre del temor a los golpes de la fortuna, ¡y por eso es un gran optimista!
—Pero ¿qué dices? —se asombró Galajov, y sacó una agenda de piel con un pequeño lápiz blanco de hueso. Pese a su ruidosa fama, Galajov se comportaba con sencillez, guiñaba el ojo, daba palmaditas en la espalda. Unas diminutas canas blancas relucían pintorescamente sobre su rostro, algo moreno y bastante carnoso.
—¡Sírvele, sírvele! —dijo Slovuta a Makaryguin apuntando con el dedo la copa vacía de Innokenti—. O nos aturdirá con su charla.
El suegro llenó la copa de Innokenti y este volvió a beber con placer. En aquel momento, la filosofía de Epicuro le parecía digna de aceptación.
Slovuta, de cara abotargada aunque no viejo, mantenía un aire de superioridad con respecto a Makaryguin (se había firmado ya la concesión de la segunda estrella de general a Slovuta), pero le satisfacía en extremo la amistad de Galajov, y pensaba que hoy mismo, en la otra casa que pensaba visitar, comunicaría sencillamente que hacía una hora había estado bebiendo con «Kolka» Galajov, y que este le había contado… Pero también Galajov había llegado no hacía mucho, también se había retrasado y, precisamente, no abría la boca. ¿Estaría rumiando una nueva novela? Slovuta, convencido de que no iba a sacar nada de aquella celebridad, se dispuso a marcharse.
Makaryguin quiso convencer a Slovuta para que se quedara un poco más, y lo consiguió diciendo que antes era preciso inclinarse ante el «altar del tabaco», una colección que tenía en su despacho. Makaryguin fumaba tabaco de pipa búlgaro, que conseguía de sus amistades, y en las veladas se lucía con los cigarros puros. Le gustaba impresionar a sus invitados obsequiándolos por turno con cada una de las diferentes calidades de tabaco que tenía.
La puerta del despacho estaba en el mismo salón, el dueño de la casa la abrió e invitó a Slovuta y a los yernos. Los yernos, sin embargo, se excusaron de acompañar a los viejos. Temiendo principalmente que ahora Dushan se soltara la lengua, Makaryguin dejó que Slovuta pasara delante y desde la puerta del despacho amenazó a Radovich con el dedo.
Los dos cuñados se quedaron a solas en el extremo vacío de la mesa. Estaban en esta feliz edad (Galajov era algunos años mayor) en la que se les consideraba todavía jóvenes, pero nadie les arrastraba ya a bailar y podían entregarse al placer de una conversación de hombres ante botellas por terminar y a los acordes de una música lejana.
Hacía una semana, Galajov, efectivamente, había tenido la idea de escribir sobre el complot imperialista y la lucha de nuestros diplomáticos por la paz. Esta vez no escribiría una novela, sino una obra de teatro, pues de esta manera le sería más fácil evitar la descripción de muchos detalles del mobiliario y de la vestimenta que le eran desconocidos. Para él era más que oportuno entrevistar a su cuñado, y al propio tiempo buscar en Innokenti los rasgos típicos del diplomático soviético y percibir las peculiaridades características de la vida en Occidente, donde tendría lugar toda la acción de la obra, pero donde el propio Galajov sólo había estado de paso en uno de los congresos progresistas. Galajov reconocía que no era del todo correcto escribir sobre una vida para él desconocida, pero en los últimos años le parecía que relatar la vida en el extranjero, o una historia de la remota antigüedad, o incluso una fantasía sobre los habitantes de la luna, se adaptaba mejor a su pluma que la verdadera vida que le rodeaba, minada de prohibiciones en cada sendero.
La sirvienta metía ruido cambiando la vajilla para el té. El ama de la casa estaba atenta a todo, pero desde la salida de Slovuta ya no contenía la voz de su amiga, la cual terminaba de contarle que incluso en el distrito de Zarechie era perfectamente posible curarse las enfermedades, que los médicos eran buenos, que los hijos de los miembros del partido se separaban de los demás cuando aún eran niños de pecho, y disponían de leche sin interrupción y de inyecciones de penicilina a placer.
En la estancia contigua cantaba un gramófono, y en la siguiente refunfuñaba metálicamente un televisor.
—El privilegio del escritor es interrogar —asintió Innokenti, que conservaba en sus ojos ese brillo triunfante con el que había defendido a Epicuro—. Algo así como los jueces. Venga preguntas y más preguntas sobre los crímenes.
—Nosotros no buscamos en el hombre sus crímenes, sino sus méritos, sus rasgos más brillantes.
—Entonces, vuestro trabajo está en las antípodas del trabajo de la conciencia. ¿De modo que quieres escribir un libro sobre los diplomáticos?
Galajov sonrió.
—Lo quieras o no, Ink, es algo que no se resuelve tan sencillamente como las entrevistas de Año Nuevo. Pero si previamente se ha hecho acopio de material… No se puede interrogar a cualquier diplomático. Menos mal que tú eres un pariente.
—Y tu elección demuestra tu perspicacia. En primer lugar, porque un diplomático ajeno te dirá mentiras a montones. Ya sabes, tenemos mucho que ocultar.
Se miraron a los ojos.
—Lo comprendo. Sin embargo… esta parte de vuestra actividad… no hay necesidad de reflejarla, de modo que yo no…
—Ajá. O sea que te interesa principalmente la vida cotidiana de las embajadas, nuestra jornada de trabajo, es decir, cómo tienen lugar las recepciones, la entrega de despachos…
—No, ¡más a fondo! Y también cómo se refractan en el alma del diplomático soviético…
—Ajá, cómo se refractan… ¡Bueno, ya está bien! Ya lo he comprendido. Te contaré cosas hasta el final de la velada. Sólo que… explícame primero… ¿Has abandonado, pues, el tema militar? ¿Lo has agotado?
—Agotarlo es imposible —meneó la cabeza Galajov.
—Sí, en general habéis tenido suerte con esta guerra. Colisiones, tragedias, ¿de dónde las habríais sacado, si no?
Innokenti miraba alegremente.
Una sombra de preocupación pasó por la frente del escritor. Suspiró:
—El tema militar lo llevo en el corazón.
—Bueno, por esto creaste obras maestras en el género.
—Seguramente, es un tema eterno para mí. Volveré a él antes de que me muera.
—¿Es necesario?
—¡Es necesario! Porque la guerra eleva en el alma del hombre…
—¿En el alma? ¡Estoy de acuerdo! Pero fíjate en qué se ha convertido vuestra literatura militar y del frente. Sus ideas más elevadas son: cómo ocupar posiciones de combate, cómo hacer fuego aniquilador, «no olvidaremos, no perdonaremos», la orden del jefe es ley para los subordinados. Esto lo exponen muchísimo mejor los reglamentos militares. Además, ponéis de relieve lo difícil que era para los pobres jefes militares recorrer el mapa con la mano.
Galajov se puso sombrío. Los jefes militares eran su imagen militar predilecta.
—¿Te refieres a mi última novela?
—¡Claro que no, Nikolai! Pero ¿crees que la literatura debe copiar los reglamentos militares? ¿O los periódicos? ¿O los eslóganes? Por ejemplo, Mayakovski consideraba un honor tomar un fragmento de un periódico como epígrafe de sus versos. ¡Es decir, consideraba un honor no elevarse por encima de los periódicos! ¿Para qué, entonces, la literatura? ¿No es el escritor un preceptor de los demás? ¿No se ha comprendido así siempre?
Los dos cuñados no se encontraban a menudo, se conocían poco. Galajov respondió con precaución:
—Lo que dices sólo es aplicable al régimen burgués.
—Sí, claro, claro —aceptó fácilmente Innokenti—. Nosotros tenemos otras leyes muy distintas… Pero no era eso lo que yo quería… —hizo girar la muñeca de su mano—. Kolia, créeme, encuentro algo simpático en ti… Por esto me encuentro ahora en un talante especial para preguntarte… entre nosotros… ¿Lo has pensado? Se podrían publicar tus obras en seis tomos. Tienes treinta y siete años, a esa edad a Pushkin ya lo habían matado. A ti no te amenaza semejante peligro. Pero de todos modos es una pregunta a la que no puedes escapar: ¿quién eres? ¿Con qué ideas has enriquecido nuestra atormentada época? Por encima, naturalmente de las ideas indiscutibles que te ofrece el realismo socialista. Dime, Kolia, en general —preguntó Innokenti sin una sonrisa, con sufrimiento—, ¿no te avergüenza nuestra generación?
Arrugas transitorias, como bultos de músculos, pasaron por la frente y por las mejillas de Galajov.
—Rú… estás tocando un punto difícil… —respondió con la vista en el mantel—. ¿Qué escritor ruso no se ha probado en secreto el frac de Pushkin, la camisa de Tolstói? —por dos veces pasó de plano su lapicero por el mantel y miró a Innokenti con ojos francos. Quería manifestar algo que era imposible decir en los círculos literarios—. Cuando era un crío, en los comienzos de los planes quinquenales, tenía la sensación de que me moriría de felicidad si llegaba a ver mi apellido impreso sobre un verso. Y me parecía que sería el principio de la inmortalidad… Pero, ya ves…
Apartando y rodeando sillas vacías, Dotnara se acercó a ellos.
—¡Ink! ¡Kolia! No me echaréis, ¿verdad? No tendréis una conversación demasiado elevada, ¿verdad?
No podía ser más inoportuna.
Se acercó. Tanto su aspecto, como lo inevitable de su persona en la vida de Innokenti, recordaron de pronto a este la horrible verdad, lo que le esperaba, y que esa velada y esas bromitas de sobremesa que intercambiaban no eran más que vaciedades. Se le oprimió el corazón. Una ardiente sequedad se apoderó de su garganta.
De pie, Dotty esperaba una respuesta jugando con los extremos libres de su blusa de manga raglán. Por el estrecho cuello de piel se derramaban los mismos bucles rubios. En nueve años no habían cambiado sometiéndose a la imitación de la moda: Dotty sabía conservar lo que tenía bonito. Su cara estaba encendida. ¿O sería la blusa color cereza?
Y además le temblaba ligeramente el labio superior, ese temblor propio de los renos, tan conocido y querido por él, que aparecía cuando escuchaba una alabanza o cuando sabía que gustaba. Pero ¿por qué ahora?
Había estado tanto tiempo subrayando su independencia con respecto a él, y la peculiaridad de sus puntos de vista sobre la vida… ¿Qué cambio se había producido en ella? ¿Habría penetrado en su corazón el presentimiento de la separación? ¿Por qué era ahora tan sumisa y afectuosa? Y ese temblor del labio, propio de los renos…
Innokenti no habría podido perdonarla, ni tenía intención de perdonar el largo espacio de incomprensión, frialdad y traición. Reconocía que tampoco ella podía cambiar de la noche a la mañana, pero la sumisión de la mujer discurrió cálidamente por su alma oprimida. Y cogió del brazo a su esposa para que se sentara a su lado, cosa que no había ocurrido entre ellos durante todo el otoño, y que era absolutamente imposible que ocurriera.
Y Dotty, con sensibilidad, flexibilidad y sumisión se sentó inmediatamente al lado de su marido y se pegó a él tanto como aún era correcto hacerlo, pero todos vieron que amaba a su marido y que estaba a gusto con él. Innokenti pensó fugazmente, la verdad, que de cara al futuro sería mejor que Dotty no exteriorizara esta inexistente intimidad. Sin embargo le acarició suavemente el brazo por encima de la manga color cereza.
El blanco lapicero de hueso del escritor yacía ocioso.
Acodado en la mesa, Galajov miraba por encima de los cónyuges la gran ventana iluminada por Jos faroles de la Barrera de Kaluga. Hablar sinceramente de sí mismo ante mujeres era imposible. Y aún sin mujeres resultaba dudoso.
… Mas he aquí que… empezaron a publicarle poemas enteros; centenares de teatros del país, imitando a los de la capital, ponían en escena sus obras; las muchachas copiaban y memorizaban sus versos; durante la guerra, los periódicos centrales le ofrecieron sus páginas, y él probó sus fuerzas en el artículo periodístico, en el cuento largo y en el artículo de crítica; finalmente salió su novela. Recibió el Premio Stalin, y otro, y otro más. ¿Y qué pasó? Algo curioso: tenía fama pero no inmortalidad.
Ni él mismo advirtió en qué momento, ni con qué, sobrecargó e hizo aterrizar el pájaro de su inmortalidad. Quizá sólo hubo algunos aletazos de dicho pájaro en aquellos pocos versos que se aprendían las muchachas. Sus obras de teatro, sus cuentos y su novela fenecieron ante sus ojos antes de que el autor llegara a los treinta y siete años.
Pero ¿por qué debía necesariamente perseguir la inmortalidad? La mayoría de los compañeros de Galajov no perseguía ninguna inmortalidad, pues consideraba más importante su posición actual, en vida. Al diablo la inmortalidad, decían, ¿no es más importante influir ahora en el curso de la vida? E influían. Sus libros servían al pueblo, se editaban en tiradas con muchos ceros, se distribuían por todas las bibliotecas como fondos de complementación, y además había meses especiales de promoción de los mismos. Naturalmente, no se podía escribir mucha verdad. Pero los autores se consolaban pensando que algún día cambiarían las circunstancias, volverían a tratar de nuevo esos sucesos dándoles una nueva luz más veraz, los reeditarían, corregirían los viejos libros. Ahora convenía escribir aunque sólo fuera esa cuarta parte de verdad, esa octava parte, dieciseisava parte, el diablo la llevara, esta treintaidosava parte de verdad que se permitía y, aunque hubiera que hablar de besos y de la naturaleza, siempre sería mejor que nada.
Sin embargo lo que deprimía a Galajov era que cada vez le resultaba más difícil escribir una buena página. Se obligaba a trabajar siguiendo un horario, luchaba contra los bostezos, contra la pereza mental, contra las distracciones, aunque tenía el oído atento, pues al parecer había llegado el cartero y estaría bien ir a echar una ojeada a los periódicos. Vigilaba que el despacho estuviera bien aireado y a 18 grados centígrados, que la mesa estuviera reluciente, de otro modo no podía escribir en absoluto.
Al empezar alguna cosa nueva importante, se enardecía, se juraba a sí mismo, y a los amigos, que ahora no se dejaría superar por nadie, que ahora escribiría un auténtico libro. Y, muy animado, se sentaba a escribir la primera página. No obstante, no tardaba en advertir que no estaba escribiendo solo, que ante él aparecía, emergiendo cada vez más claramente, la imagen de aquel para quien escribía y en cuyos ojos leía involuntariamente cada párrafo que acababa de escribir. Y este Aquel no era el Lector, ni el hermano, el amigo o el coetáneo de un lector, ni era un crítico indeterminado: sin saber por qué, era siempre el famoso crítico Yermílov.
Y Galajov imaginaba a Yermílov leyendo este nuevo trabajo con su amplia papada descansando sobre el pecho, e imaginaba que se manifestaba en contra en un enorme (ya había sucedido) artículo que ocupaba toda una columna de La Gaceta Literaria. Titularía el artículo: «¿De qué cuneta salen estas emanaciones?», o bien «Otras tendencias de moda en nuestro camino experimentado». No iría directamente al grano, empezaría con algunas de las más sagradas palabras de Belinski o de Nekrásov, de las que sólo un malvado podría disentir. Y entonces, con suma precaución, tergiversaría aquellas palabras, las trasladaría a un sentido completamente distinto, y resultaría que Belinski o Herzen atestiguaban apasionadamente que el nuevo libro de Galajov ponía al descubierto que su autor era una figura antisocial, antihumanitaria, con una base filosófica inestable.
Y así, párrafo tras párrafo, procurando adivinar los argumentos de réplica de Yermílov y adaptarse a ellos, Galajov debilitaba rápidamente las aristas, y el libro crecía pusilánimemente hasta depositarse en dúctiles anillas. Y al sobrepasar la mitad, Galajov veía que le habían cambiado el libro, que de nuevo no le salía bien…
—¿Los rasgos de nuestro diplomático? —terminó pese a todo Innokenti, aunque con voz desanimada y agria sonrisa, de esas que parecen dispuestas a extenderse por todo el rostro de un momento a otro—. Puedes imaginártelos muy bien tú mismo. Elevadas convicciones ideológicas. Elevados principios. Abnegada fidelidad a nuestra causa. Profunda entrega personal al camarada Stalin. Indesviable cumplimiento de las órdenes de Moscú. Fuerte conocimiento de lenguas extranjeras en algunos y débil en otros. Bueno, y además, una gran entrega a los placeres corporales. Porque, como suele decirse, sólo se vive una vez en la vida…