Si la dirección no indicaba el piso, cosa que asombró a Innokenti, no era por casualidad: no tuvo que buscar. Era una casa de madera, de planta baja, torcida, semejante a las demás de aquel callejón adoquinado sin árboles ni vallas. Innokenti no pudo comprender de momento qué cosa sería menos vetusta y cuál se abriría, si el portillo del portón del patio o la torcida puerta de la casa con sus afiligranados adornos: llamó a uno y a otra. Pero no le abrieron ni respondieron. Sacudió el portillo y vio que estaba cerrado. Empujó la puerta y no cedió. Ni salió nadie.
El mísero aspecto de la casa le convenció una vez más de que había hecho mal en venir.
Volvió la cabeza buscando en el callejón a alguien a quien preguntar, pero toda la manzana estaba desierta por ambos lados bajo el sol de mediodía. Sin embargo, apareció por la esquina un anciano con dos cubos llenos. Los acarreaba con esfuerzo, una vez incluso tropezó, pero no se detenía. Levantaba uno de los hombros más que el otro.
El anciano iba precisamente para allá siguiendo oblicuamente su propia sombra. Miró también al visitante, pero acto seguido volvió a poner la vista en sus pies. Innokenti se apartó un paso de la maleta, luego otro:
—¿Tío Avenir?
No tanto arqueando la espalda como doblando las piernas, el tío depositó cuidadosamente los cubos en el suelo sin salpicar. Se enderezó. Se quitó el aplastado gorro amarillo sucio de la rapada cabeza cana y con el mismo puño se enjugó el sudor. Quiso hablar, pero no dijo nada, abrió los brazos e Innokenti se inclinó (el tío era media cabeza más bajo), y se pinchó la lisa mejilla con la abandonada barba y los bigotes del tío, mientras la palma de su mano iba a parar precisamente sobre la paletilla angulosa y saliente, la causante de que el hombro fuera desigual.
El tío puso las manos sobre los hombros de Innokenti, de abajo arriba, manteniendo la distancia y contemplándolo. Adquirió un aire solemne.
Y dijo:
—Estás… flacucho…
—También tú…
No sólo estaba flaco sino que, seguramente, tendría muchos achaques y molestias, pero por lo que podía verse a la luz del sol los ojos del tío no estaban empañados con el vaho senil de la resignación. El tío sonrió, principalmente con la parte derecha de los labios.
—¡Yo sí! Pero yo no suelo asistir a banquetes… Y tú, ¿por qué?
Innokenti se alegró de haber comprado salchichas y pescado ahumado por consejo de Clara, pues en Tver no debía haber tales cosas. Suspiró:
—Las preocupaciones, tío…
El tío le miró con unos ojos vivos que conservaban su fuerza:
—Depende de cuáles. Las hay que no importan.
—¿Traes el agua de muy lejos?
—Una manzana, otra manzana, y media más. Pero son manzanas cortas.
Innokenti se inclinó para cargar los cubos el resto del trayecto. Resultaban pesados, como si tuvieran los fondos de hierro colado.
—Je, je… —siguió el tío detrás—, ¡buen obrero estás hecho! La falta de costumbre…
Le adelantó y abrió la puerta. En el pasillo agarró las anillas y le ayudó a poner los cubos sobre el banco. La elegante maleta azul quedó depositada sobre las inestables planchas, mal ajustadas, del suelo combado. Acto seguido, la puerta se cerró con cerrojo, como si el tío temiera que irrumpieran en la vivienda.
El pasillo era de techo bajo, con un ventanuco que daba al portal, dos puertas de desván y dos de estancias habitables. Innokenti sintió melancolía. Nunca había estado en un lugar así. Le disgustaba haber ido y buscaba la manera de mentir para no pernoctar allí y marcharse por la tarde.
Más adentro, todas las puertas de las habitaciones, y las que había entre estas, aparecían torcidas. Algunas estaban forradas de fieltro, otras eran de doble arco con un antiguo ribete de adorno. En todas ellas era preciso inclinar la cabeza, y desviarla al pasar junto a las lámparas del techo. En los tres pequeños cuartos, que daban a la calle, el aire era pesado porque los marcos exteriores de las ventanas estaban colocados a perpetuidad, con algodón en el antepecho, unos vasitos y papel de colores. Sólo se abrían los postigos, y en ellos se movían unas tiras de papel de periódico: el continuo movimiento de estas tiras colgantes, muy seguidas, asustaba a las moscas.
Innokenti nunca había estado en una vieja construcción torcida y aplastada como aquella, con poca luz y poco aire, en la que ninguno de los objetos colocados sobre los muebles se sostenía sobre un plano horizontal. Nunca había estado en medio de una pobreza tan triste, sólo lo había leído en los libros. No todas las paredes estaban siquiera enjalbegadas, algunas aparecían con la madera pintada de oscuro, y los «tapices» eran viejos periódicos amarillos y polvorientos colgados por todas partes formando, no se sabe por qué, muchas capas: estos periódicos tapaban los cristales de los armarios, el nicho del aparador, la parte superior de las ventanas, el espacio situado detrás de la estufa. Innokenti parecía haber caído en una trampa. ¡Debía partir hoy mismo!
Por su parte, el tío, sin avergonzarse lo más mínimo sino poco menos que con orgullo, lo acompañaba y le mostraba sus posesiones: el retrete casero con su pozo negro para invierno y verano, el aguamanil, y el sistema para captar el agua de lluvia. Ni siquiera se desaprovechaban allí los desechos de las hortalizas.
¡Cómo sería su esposa! ¡Cómo sería la ropa de la cama! ¡Se podía imaginar por adelantado!
Por otra parte, era el hermano de su madre, conocía la vida de mamá desde la infancia, era en realidad el único pariente real de Innokenti, y marcharse enseguida significaría no enterarse hasta el fin, no pensar hasta el fondo incluso sobre sí mismo.
Además, la sencillez del tío y su sonrisa hacia la derecha predisponían a Innokenti en su favor. Desde las primeras palabras se advertía en él mucho más de lo que había en sus dos breves cartas.
En años de general desconfianza y venalidad, el parentesco de sangre ofrecía esta primera seguridad, la de saber que aquella persona no había sido enviada, no había sido puesta junto a ti para vigilarte, que el camino que la conducía a ti era un camino natural. Y nunca diría nadie ante mentes preclaras lo que le diría a un pariente, aunque este fuera un ignorante.
Más que flaco, el tío era seco, sobre sus huesos sólo quedaba aquello de lo que ya no se puede prescindir. Sin embargo, este tipo de personas tienen una larga vida.
—¿Cuántos años tienes, tío?
(Innokenti no lo sabía con precisión).
El tío le miró fijamente y respondió enigmáticamente:
—Su misma edad.
Y continuó mirando, sin apartar la vista.
—¿La edad de quién?
—De El.
Y vuelta a mirar.
Innokenti sonrió con libertad. Para él, esto era agua pasada: incluso en los años en que El lo entusiasmaba, como a los demás, ofendía su buen gusto con su feo tono, sus feos discursos y su patente torpeza.
Al no encontrar un aire de respetuoso desconcierto o de noble prohibición, el tío se puso radiante y graznó de broma:
—Admite que sería inmodestia morirme primero. Quiero quedar en segundo puesto.
Rieron. Así discurrió abiertamente entre ellos la primera chispa. A continuación ya fue más fácil.
El tío iba horriblemente vestido: la camisa que llevaba bajo la chaqueta era impresentable; el cuello, las solapas y los puños de la chaqueta eran unos harapos remendados y desgastados de nuevo; en los pantalones había más remiendos que tela original, y se distinguían por el color: simplemente gris, a cuadros y a rayas; los zapatos habían sido tantas veces reparados, remendados y recosidos que se habían convertido en zapatones de presidiario. Por lo demás, el tío explicó que aquella era su ropa de trabajo, y que con aquella vestimenta no iba más allá de la fuente o de la panadería. De todos modos, no mostró ninguna prisa en cambiarse de ropa.
Sin detenerse excesivamente en las habitaciones, el tío condujo a Innokenti al patio. El tiempo era muy tibio, sin nubes ni viento.
El patio tendría unos treinta metros por diez, pero pertenecía por entero al tío. Lo separaban del vecino unos cobertizos y una valla, todo estaba lleno de grietas y en mal estado, pero servía como separación. El patio era lo suficientemente grande para contener una superficie pavimentada, un sendero pavimentado, un depósito de agua de lluvia, un lavadero y una leñera, una cocina de verano, y además un huerto. El tío lo condujo al huerto y le dio a conocer cada tronco y cada raíz, que Innokenti no habría reconocido viendo únicamente las hojas, sin flores ni frutos. Había matas de rosas de China, de jazmines, de lilas, un parterre de capuchinas, amapolas y ásteres. Había también dos frondosas y suntuosas matas de bayas negras, y el tío se lamentaba de que, pese a haber florecido en abundancia aquel año, casi no había dado fruto debido a los grandes fríos habidos en la época de la polinización. Un cerezo y un manzano apoyaban sus pesadas ramas en unas estacas. La mala hierba había sido arrancada en todas partes, pero se había dejado crecer la buena. Eran muchas horas de arrastrarse sobre las rodillas y de trabajar con los dedos, cosa que Innokenti no podía siquiera valorar. Pese a todo, algo comprendió:
—¡Es pesado para ti, tío! Tanto doblarte, cavar, arrastrar.
—No me asusta, Innokenti. Acarrear agua, partir leña, escarbar la tierra, si es con moderación, constituye la vida humana normal. Más fácil es ahogarse en estas jaulas de cinco pisos, en la vivienda de la clase de vanguardia.
—¿De quién?
—Del proletariado —probó el anciano una vez más como control—. Hay quien echa las fichas de dominó como si clavara clavos, quien no desconecta la radio de himno a himno. Quedan cinco horas y cincuenta minutos para dormir. Echan botellas a los pies de los transeúntes, arrojan la basura en medio de la calle. ¿Por qué son la clase «de vanguardia»? ¿Te has parado a pensarlo?
—Sííí —meneó la cabeza Innokenti—. Nunca he comprendido por qué de vanguardia.
—¡Es la clase más salvaje! —dijo furioso el tío—. Los campesinos se comunican con la tierra, con la naturaleza, y de allí sacan la moral. Los intelectuales la sacan del elevado trabajo mental. Pero esos se pasan la vida entre paredes muertas y máquinas muertas haciendo objetos muertos. ¿De dónde habría de llegarles algo?
Continuaron adelante. Se ponían en cuclillas, examinaban las cosas.
—No es pesado. Aquí todos los trabajos están de acuerdo con mi conciencia. Si echo las lavazas, estoy de acuerdo. Si raspo los suelos, de acuerdo. Si saco la ceniza, si enciendo la estufa, nada malo hay en ello. Pero en el trabajo, en el servicio, no se puede vivir así. Hay que doblar el espinazo, hay que cometer bajezas. Yo he renunciado a todo. No hablemos ya de ser maestro o bibliotecario, ni eso he podido.
—¿Tan difícil es ser bibliotecario?
—Ve y compruébalo. Hay que denigrar los buenos libros y alabar los malos. Engañar cerebros inmaduros. ¿Qué trabajo puedes nombrarme que esté de acuerdo con la conciencia?
Innokenti no conocía en general ningún trabajo. El único que conocía, el suyo, estaba en desacuerdo con su conciencia.
Aquella casa pertenecía, desde hacía tiempo, a Raïsa Timoféyevna.
Y sólo trabajaba Raïsa Timoféyevna, que era enfermera. Tenía hijos mayores que ya se habían independizado. Había recogido al tío cuando este lo estaba pasando muy mal, tanto física como espiritualmente, cuando estaba en la miseria. Ella lo había cuidado y él siempre le estaría agradecido. Trabajaba en dos turnos. Y el tío no se sentía en absoluto humillado por el hecho de cocinar, lavar los platos y hacer todos los trabajos femeninos domésticos. No era pesado.
Como todo huerto que se precie, este tenía un banco clavado en la tierra en un lugar aislado, tras las matas, junto a la cerca. En él se sentaron tío y sobrino.
Esto no era pesado, iba explicando el tío con la obstinación de la vejez clarividente. Era natural no vivir en el asfalto, sino sobre un pedazo de tierra accesible a la pala, aunque todo el pedazo no abarcara más de tres paletadas por dos. Hacía diez años que vivía de aquella manera y estaba contento, no necesitaba mejor suerte. Por maltrechas y agujereadas que estuvieran las cercas, aquello era una fortaleza, una defensa. De fuera venía sólo lo nocivo: la radio, una notificación de impuestos, la orden de unas obligaciones. Cada llamada extraña a la puerta era un disgusto, nunca habían llamado aún para cosas agradables.
No era pesado. Había cosas muchísimo más pesadas.
¿Como cuáles?
Con su ropa remendada y su gorro aplastado, el tío, seguro de sí mismo pero con un resto de desconfianza aún, miró de reojo a Innokenti. Ni en dos horas ni en dos años habría sido posible llegar tan lejos con un extraño. Pero aquel chico ya comprendía algo y era de los suyos. ¡Aguanta, chico, aguanta!
—Lo más duro de todo —concluyó el tío con ardiente y llameante pasión— es colgar la bandera los días de fiesta. Los propietarios de las casas deben colgar la bandera. —(¡A partir de aquí, todo sería sincero o todo quedaría reservado!)—. Es una fidelidad forzada a un gobierno que posiblemente uno no… respeta.
¡Ojo avizor! Un sabio o un loco tartamudea ante ti bajo un aspecto atormentado y agotado. De estar cebado, llevar la toga académica y hablar sin prisas, todos estarían de acuerdo en que es un sabio.
Innokenti no se echó para atrás, no empezó a replicar. Con todo, el tío se deslizó tras unas anchas espaldas muy fiables:
—¿Has leído alguna cosa de Herzen? ¿De verdad?
—Yo algo… en general… sí.
—Herzen pregunta —se abalanzó el tío inclinando el hombro torcido (en su juventud se le desvió la columna vertebral de tanto inclinarse sobre los libros)— dónde están los límites del patriotismo. ¿Por qué hay que extender el amor a la patria a todos sus gobiernos? ¿Por qué hay que colaborar con ellos e incluso llevar al pueblo a la ruina?
Pregunta sencilla y fuerte. Innokenti repreguntó repitiendo:
—¿Por qué hay que extender el amor a la patria?…
Pero esto ocurrió junto a la otra cerca, donde ahora se apoyaban. El tío echó una mirada por las rendijas. Los vecinos podían estar espiando.
El tío y él empezaron a conversar a gusto, Innokenti ya no se ahogaba en las habitaciones ni tenía intención de partir. Cosa rara, pasaban las horas imperceptiblemente y continuaba siendo interesante. El tío incluso corría ágilmente de la habitación a la cocina y de la cocina a la habitación. Recordaron también a la madre, y contemplaron viejas fotografías que el tío le regaló. Sin embargo, él era mucho más viejo que la madre y no habían tenido una juventud común.
Regresó del trabajo Raísa Timoféyevna, una mujer huraña de unos cincuenta años, y saludó con aire poco acogedor. A Innokenti se le contagió la confusión del tío y sintió también una rara timidez, pensó que iba a arruinárselo todo. Se sentaron a la mesa, cubierta de hule oscuro, para un ágape que más que comida era cena. No se comprende qué habrían comido de no haber traído Innokenti media maleta llena y enviado al tío por vodka. De su propiedad, cortaron únicamente unos tomates. Y patatas.
No obstante, la generosidad del pariente, y aquellos manjares tan poco corrientes, pusieron alegría en los ojos de Raísa Timoféyevna y liberaron a Innokenti de su sensación de culpabilidad: por las visitas antes no efectuadas y por la que ahora realizaba. Bebieron una copa, luego otra. Raísa Timoféyevna empezó a exponer su disgusto por la desacertada vida que llevaba aquel hombre imposible: no podía acostumbrarse a trabajar en ninguna organización a causa de su mal carácter. ¡Y menos mal si se quedara tranquilo en casa! Pero no, su afición era gastarse sus últimos 20 cópeks en la compra de unos periódicos, eso cuando no compraba Tiempos Nuevos, una revista cara. Y los periódicos, en realidad, no le proporcionaban ninguna satisfacción, le enfurecían, y luego se pasaba las noches levantado, redactando respuestas a los artículos, aunque no las enviaba a la redacción, sino que las quemaba al cabo de unos días, pues guardarlas era impensable. Ocupaba la mitad del día en esta escritura inútil. Iba también a escuchar a conferenciantes de paso que hablaban de la situación internacional, y cada vez daba terror pensar que no volvería a casa, que se levantaría y formularía una pregunta. Pero no, no la formulaba, volvía indemne.
El tío casi no replicaba a su joven esposa, sonreía con aire culpable. Pero su sonrisa a la derecha tampoco permitía albergar esperanzas de que se corrigiera. Además, Raïsa Timoféyevna no parecía quejarse en serio, hacía tiempo que había perdido la esperanza. Y no le privaba de los últimos 20 cópeks.
Aquella casa mísera y desnuda, oscura, de paredes sin pintar, se convertía en una casa confortable cuando cerraban los postigos, un tranquilizador aislamiento del mundo que nuestro siglo ha perdido. Cada postigo se apretaba con una barra de hierro sujeta con unos pernos que penetraban en el interior de la casa por unos agujeros y se trababan con una cuña. No lo habían hecho necesario los ladrones, pues allí no había ganancia que conseguir ni con las ventanas abiertas, pero con los pernos trabados se calmaba el desasosiego del alma. Además, no podían proceder de otra suerte: el sendero de la calle pasaba bajo sus mismas ventanas, y los transeúntes parecían entrar en la habitación con sus pisadas, sus charlas y sus palabrotas.
Raïsa Timoféyevna se acostó temprano. En la habitación de en medio, el tío, moviéndose en silencio y hablando en voz baja (tampoco su oído había experimentado pérdida alguna), descubrió al sobrino otro de sus secretos: aquellos amarillentos periódicos, colgados en múltiples capas como para protegerse del sol o del polvo, eran un inocente procedimiento para conservar los comunicados antiguos más interesantes. («¿Y por qué conservas precisamente este periódico, ciudadano?». «No conservo este, ¡es el primero que me vino a mano!»). No podía poner señales, pero el tío sabía de memoria qué debía buscar en cada uno de ellos. Y estaban colgados por el lado conveniente, para no tener que separar las páginas cada vez.
Puestos ambos de pie sobre dos sillas colocadas una junto a otra, el tío con gafas, leyeron unas palabras de Stalin en un periódico de 1940 colgado encima de la estufa: «¡Sé cómo el pueblo alemán ama a su Führer, por eso brindo a su salud!». Y en un periódico de 1924, pegado en la ventana, Stalin defendía «a los fieles leninistas Kamenev y Zinoviev de la acusación de sabotaje en el golpe de Estado de Octubre».
Innokenti perdió la noción del tiempo y se dejó arrastrar a esta cacería, y habrían continuado largo rato explorando y haciendo susurrar las hojas de papel, descifrando las descoloridas y medio borradas líneas bajo la débil bombilla de 40 vatios, pero la tos reprobativa de la esposa al otro lado del tabique hizo que el tío quedara confuso y dijera:
—Mañana será otro día. No te irás, ¿verdad? Ahora hay que apagar, ya ha ardido demasiado. Dime, ¿por qué cobran tan cara la electricidad? Por más centrales eléctricas que construyamos, no baja de precio.
Apagaron la luz. Pero no tenían ganas de dormir. Y el tío se sentó en la cama del tercer cuartito, donde habían hecho la cama de Innokenti, y pasaron un par de horas más hablando en un murmullo con ese ardor de los enamorados que no necesitan iluminación para su ronroneo.
—¡Sólo con el engaño, sólo con el engaño! —insistió el tío. En la oscuridad, su voz sin temblor alguno no delataba a un anciano—. Ningún gobierno responsable de sus palabras… «¡Paz a los pueblos! ¡Clavemos las bayonetas en el suelo!». ¡Y un año después el «Desertor de Boquilla» cazaba a los campesinos por los bosques y los fusilaba como escarmiento! El zar no procedía así… «Control obrero sobre la producción». ¿Y dónde has visto control obrero aunque sea sólo durante un mes? El centro estatal lo ha dominado todo inmediatamente. Si en el año 17 hubieran dicho que impondrían normas de producción y que las elevarían cada año, ¿quién les habría seguido? «Fin de la diplomacia secreta, de las misiones confidenciales». Y acto seguido aparece el tampón de «secreto» y «secreto de Estado». Además, ¿en qué país sabe el pueblo menos de su gobierno que en el nuestro?
En la oscuridad resultaba especialmente fácil saltar de una década a otra, de un tema a otro, y el tío decía ahora que durante toda la guerra del 41 hubo importantes guarniciones del NKVD en todas las capitales de provincia que no fueron llevadas al frente. El zar, en cambio, sacrificó toda su guardia, no tuvo tropas en el interior del país para sofocar la revolución. Y el insensato Gobierno Provisional no disponía de tropas de ninguna clase. Y esta última guerra, la germano-soviética, ¿cómo la interpretas?
¡Qué fácil resultaba hablar! Innokenti formuló con libertad, como si de cosa corriente se tratara, algo que sin el diálogo no habría tenido necesidad de decir:
—La interpreto así: una guerra trágica. Defendimos nuestra patria y la perdimos. Se ha convertido definitivamente en un feudo del Bigotudo.
—¡Dejamos en ella más de siete millones de hombres! —se apresuró a decir el tío—. ¿Y para qué? Para ponernos una cuerda al cuello todavía más estrecha. Ha sido la guerra más desgraciada de toda la historia rusa…
Y también sobre el Segundo Congreso de los Soviets: asistieron trescientos diputados de los novecientos convocados, no había quorum y de ninguna manera se podía ratificar al Consejo de Comisarios del pueblo.
—¿Qué me dices?
Ya por dos veces se habían dicho «buenas noches», y el tío había preguntado si debían dejar la puerta abierta, pues el aire era bastante sofocante, pero surgió sin saber cómo lo de la bomba atómica, y volvió y musitó con rabia:
—¡No la harán de ninguna manera!
—Puede que la hagan —chasqueó los labios Innokenti—. Incluso oí decir que dentro de unos días experimentarían la primera bomba.
—¡Mentiras! —dijo el tío muy seguro—. Lo anunciarán, pero ¿quién se lo va a creer? No tienen una industria de esas, necesitan veinte años para hacerla.
Se marchó y volvió una vez más:
—Pero si la hacen estamos perdidos, Inok. Nunca veremos la libertad.
Innokenti yacía boca arriba y tragaba con los ojos la densa oscuridad.
—Sí, será terrible… En sus manos no se va a oxidar… Sin bomba no se atreverían a ir a la guerra.
—Ninguna guerra sería una salida —volvió el tío—. La guerra es la perdición. La guerra no es terrible por el avance de los ejércitos, ni por los incendios, ni por los bombardeos, la guerra es terrible ante todo porque entrega todo lo racional al dominio legal de la estupidez… Por lo demás, aquí, sin guerra, también estamos así. Anda duerme.
Los asuntos domésticos no toleran el abandono: los que se dejan hoy, se añaden a la serie de los de mañana. Por la mañana, al ir al mercado, el tío sacó dos fajos de periódicos, y Innokenti, sabiendo que por la noche no había modo de leer, se apresuró a mirarlos a la luz del día. Las hojas, polvorientas y secas, tenían un tacto desagradable, una capa repugnante se depositaba en la pulpa de los dedos. Primero se los lavó y secó; luego dejó de prestar atención a esa capa como había dejado de prestar atención a todas las deficiencias de la casa, a los suelos desiguales, a la poca luz de las ventanas y a los harapos de su tío. Cuanto más lejana era la fecha, más sorprendente resultaba leer. Sabía ya que aquel día no se marcharía.
Avanzada la tarde, comieron de nuevo los tres juntos. El tío se animó y se alegró, recordó los años de estudiante, la facultad de filosofía y la alegre y ruidosa actitud revolucionaria de los estudiantes, cuando no había lugar más interesante que la cárcel. Pero nunca se afilió a ningún partido al ver en todo programa una coacción de la voluntad del hombre, y al no admitir que los líderes de los partidos gozaran de una superioridad profética sobre la humanidad.
Alternando con estos recuerdos, Raïsa Timoféyevna contó detalles de su hospital, de la vida universalmente carcomida y encarnizada.
De nuevo cerraron los postigos y pusieron los pernos. El tío abrió un baúl del desván, y a la luz de un quinqué —la instalación eléctrica no llegaba a esa parte— sacó unos objetos tibios que olían a naftalina, y otros que eran sencillamente trapos. Levantando la lámpara mostró a su sobrino los tesoros del fondo: en la base lisa, pintada, se extendía el Pravda del día siguiente al golpe de Estado de octubre. El título era: «¡Camaradas! ¡Con vuestra sangre habéis asegurado la convocatoria dentro de plazo de la dueña de la tierra rusa: La Asamblea Constituyente!».
—La verdad, entonces aún no había elecciones, ¿comprendes? No sabían todavía los pocos que los elegirían.
Empleó largo rato en colocar de nuevo las cosas en el baúl con todo cuidado. En la Asamblea Constituyente se habían cruzado los destinos de los parientes de Innokenti: su padre Artiom estaba entre los principales marineros de agua dulce que habían dispersado a la inmunda «Constitutiva», mientras que el tío Avenir era uno de los manifestantes en apoyo de la sagrada Constituyente.
La manifestación en la que había participado el tío se congregó en el puente Troitski. Era un día de invierno suave y tristón, sin viento ni nevada, de modo que muchos llevaban el pecho descubierto bajo la pelliza. Muchos estudiantes de la universidad, de los institutos, señoritas. Carteros, telegrafistas, funcionarios. O, simplemente, gente varia, como el tío. Las banderas eran rojas, eran las banderas de los socialistas y de la revolución, y había una o dos de los cadetes, blancas y verdes. Pero había otra manifestación procedente de las fábricas del otro lado del Neva, esa era exclusivamente socialdemócrata y llevaba también bandejas rojas.
Este relato tuvo lugar también a una hora avanzada de la noche, de nuevo en la oscuridad, para no molestar a Raísa Timoféyevna. La casa estaba cerrada y sobrecogedoramente oscura, como todas las casas de Rusia en aquel otro tiempo sórdido, ya perdido, de discordias y asesinatos, cuando la gente prestaba atención a los amenazadores pasos de la calle y miraba por las rendijas de los postigos si había luna.
Pero ahora no había luna, el farol de la calle no caía cerca y las tablas de los postigos estaban herméticamente juntas. En el interior, la viscosa oscuridad era tal que a través de la puerta abierta sólo el débil reflejo lateral del pasillo, donde una ventana descubierta daba al patio, permitía a veces captar los movimientos del tío, aunque no distinguir de la noche el perfil de su cabeza.
Sin el apoyo del brillo de sus ojos, sin el dolor de sus arrugas faciales, la voz del tío carecía aún más de edad y se implantaba con mayor convencimiento:
—Ibamos en silencio, sin alegría, sin cantar canciones. Comprendíamos la importancia del día, pero si quieres todavía no la comprendíamos: no sabíamos que sería el último día del único parlamento libre de Rusia desde hacía quinientos años y por cien años más. ¿Y para qué necesitaba nadie este parlamento? ¿Cuántos éramos en toda Rusia? Unos cinco mil… Empezaron a disparar contra nosotros, desde los portales, desde los tejados, e incluso desde las aceras, y no disparaban al aire, sino directamente a los pechos descubiertos. Dos o tres de nosotros se llevaban a los caídos, los demás seguíamos… Ninguno de nosotros respondió al fuego, ninguno de nosotros llevaba un revólver… No nos dejaron llegar al Palacio de Táuride, allí había una densa masa de marineros y de tiradores letones. Los letones decidían nuestra suerte, no sospechaban lo que le ocurriría a Letonia… En la Liteinaya, los guardias rojos nos cerraron el paso: «¡Disolveos! ¡A la acera!». Y empezaron a disparar ráfagas a pequeños intervalos. Una de las banderas rojas fue arrancada por los guardias rojos… rompieron el asta, pisotearon la bandera… Alguno se desconcertó, hubo quien escapó corriendo. Pero también les disparaban por la espalda y los mataban. ¡Qué fácil era disparar para estos guardias rojos! ¡Disparar por la espalda a gente pacífica! ¡Imagínate, todavía no había guerra civil alguna! Pero la tendencia ya se manifestaba. —El tío respiraba sonoramente—… Y ahora el 9 de enero está en negro y rojo en el calendario. Pero del día 5 no se puede ni musitar una palabra. —Volvió a respirar fuerte—. Y ya entonces, ese procedimiento abyecto: ¿por qué dispararon contra nuestra manifestación? ¡Porque era a favor de Kaledin[40]! ¿Qué teníamos nosotros que ver con Kaledin? Nadie entiende lo que es un adversario interno: va con nosotros, habla nuestro idioma, exige una determinada libertad. Hay que aislarlo necesariamente, relacionarlo con el enemigo exterior, entonces será fácil y estará bien disparar contra él.
En la oscuridad, el silencio era particularmente claro, imposible de disipar.
Haciendo gruñir el viejo somier, Innokenti se acomodó más arriba, en la cabecera.
—¿Y en el Palacio de Táuride?
—¿La noche de la Epifanía? —recuperó el tío el aliento—. El hampa, la muchedumbre. Silbidos con tres dedos para ensordecer a los demás… Palabrotas dominando a los oradores, más sonoras, más densas. Las culatas retumbando contra el suelo para decir sí o no. ¡Para eso era la guardia! ¿La guardia de quién, contra qué? Marineros y soldados, la mitad de ellos borrachos, vomitaban en el bufet, dormían en los sofás, mascaban pipas de girasol en el foyer… Sí, ponte en el lugar de cualquier diputado intelectual y dime, ¿cómo proceder con esa carroña? ¡No podían ni darles una palmada en el hombro, ni siquiera hablarles dulcemente, habría sido una insolente muestra de contrarrevolución! ¡Una humillación para la hampocracia! Y además llevaban cintas de ametralladora cruzadas sobre el pecho. Y en sus cintos había granadas y pistolas. En la sala de la Asamblea Constituyente se sentaban entre el público con sus fusiles o estaba de pie en los pasillos apuntando a los oradores como si hicieran la instrucción. Allí se hablaba de un mundo democrático, de la nacionalización de la tierra. Pero al orador le apuntaban veinte cañones de fusil con la mira en el corte del alza, si le mataban no lo pagarían caro ni presentarían excusas: ¡que suba el siguiente! ¡Hay que comprenderlo, el orador tenía el fusil en la boca! ¡Este era su argumento! ¡Así eran al tomar Rusia, así fueron siempre y así morirán! Quizá cambien en otras cosas, pero no en esta… y Sverdlov arrancó la campanilla de manos del diputado de más edad y lo empujó fuera, no le dejó abrir la sesión. En el palco presidencial Lenin se reía, disfrutaba, y el Comisario del Pueblo Kaledin, socialista revolucionario, ¡lanzaba cada carcajada! Le faltaba talento para saber que lo difícil es empezar, que medio año después los suyos le ahogarían a su vez… Lo que siguió ya lo sabes, lo has visto en el cine… El comisario Dybenko, ese zopenco, mandó clausurar aquella innecesaria reunión. Los marineros se dirigieron al presidente con sus pistolas y sus cintas de ametralladora…
—¿También mi padre?
—También tu padre. Un gran héroe de la guerra civil. Y casi en los mismos días en que tu madre… se entregó a él… Les gustaba mucho refocilarse con las tiernas señoritas de buena familia. Veían en eso el placer de la revolución.
Innokenti ardía por todas partes: frente, orejas, mejillas, cuello. Le envolvía el fuego como si hubiera tenido participación en la bajeza.
El tío se apoyó en su rodilla y, cerca, muy cerca, preguntó:
—Los pecados de los padres caen sobre sus hijos. ¿No percibiste nunca lo acertado de esta verdad? ¿No advertiste que hay que purificarse de ellos?