En el mismo momento en que se contaba esta novela, Schágov salía a la calle con sus botas acharoladas y brillantes, no nuevas pero sí decentes, con su bien planchado uniforme, que antes fuera de gala, con las medallas limpias colgadas en el pecho y con los galones de sus heridas cosidos en la guerrera (ay, la moda del uniforme militar quedaba catastróficamente anticuada en Moscú, y Schágov pronto debería entrar en difícil competencia en lo que a zapatos y trajes se refiere), y se dirigía al otro extremo de la ciudad, a la Barrera de Kaluga, donde por mediación de su compañero de armas Erik Saunkin-Golovanov había sido invitado a una velada solemne en casa de la familia del fiscal Makaryguin.
La velada era hoy para los jóvenes, y en general para toda la familia, con motivo de la condecoración Bandera Roja del Trabajo concedida al fiscal. Propiamente, los jóvenes que acudían solían ser amistades remotas, pero papá Makaryguin no reparaba en gastos. Allí debería estar también la muchacha que Schágov había mencionado a Nadia como su prometida, aunque todavía no se había decidido definitivamente nada y sería preciso insistir un poco más. Por ello, Schágov había telefoneado a Erik pidiendo que le consiguiera una invitación para la velada.
Con algunas de las primeras frases ya preparadas, subió por la escalera donde Clara veía siempre a la mujer fregando, y llegó al piso donde cuatro años atrás, arrastrándose sobre las rodillas con sus harapientos pantalones acolchados, colocaba el parquet el hombre al que acababa de estar a punto de quitarle a su mujer.
Las casas también tienen sus destinos…
Aparte de acercarse y conquistar a la muchacha que tenía en mente, la principal esperanza y deseo de Schágov en aquella velada era comer hasta saciarse una comida de buena calidad y variada. Sabía que prepararían todo lo mejor, y lo ofrecerían en cantidades inagotables, pero, siguiendo la costumbre de esas fiestas, los invitados no se entregarían a la ocupación de comer con toda atención y placer, sino que procurarían distraerse unos a otros poniendo de manifiesto un falso desdén por la comida. Schágov debía ser capaz de entretener a su vecina de mesa conservando una expresión de monótona amabilidad, con tiempo para bromear y responder a las bromas mientras simultáneamente saciaba más y más su estómago, consumido en los comedores estudiantiles.
No contaba encontrar en esta velada a ningún auténtico soldado del frente, a ninguno de sus compañeros de pasillo de campo minado, a ningún hermano de armas de la repulsiva, cansada y lenta carrerilla por un campo labrado, de esa carrerilla que lleva el ensordecedor nombre de ataque. De todos sus camaradas, dispersos, desaparecidos, caídos en los cañamares de una aldea, junto a las paredes de un cobertizo o en unas almadías improvisadas, él era el único que visitaba ese mundo, ese ambiente tibio y afortunado. Y no iba para preguntar: «¡Canallas! ¿Dónde estuvisteis?», sino para adherirse a ellos, para saciarse comiendo.
Además, ¿no estaría anticuado con eso de dividir a los hombres en soldados y no soldados? La verdad era que los hombres se avergonzaban incluso de llevar las condecoraciones del frente que en otro tiempo tanto brillaban y valían. No iban a sacudir a todo quisque: «¿Y tú dónde estuviste?». Unos habían combatido, otros se habían emboscado, esto ahora andaba mezclado, igualado. Hay la ley del tiempo, la ley del olvido. Gloria a los muertos, vida a los vivos.
Schágov oprimió el botón del timbre. Le abrió Clara, como ya suponía.
En el estrecho y pequeño pasillo colgaba ya una discreta cantidad de abrigos de hombre y de mujer. El espíritu cálido de la reunión llegaba hasta allí: el alegre rumor de voces, el gramófono, el tintineo de la vajilla, y la mezcla de los gozosos aromas de la cocina.
Apenas tuvo Clara tiempo de invitar al visitante a quitarse el abrigo cuando sonó el teléfono colgado allí mismo. Clara descolgó el auricular y empezó a hablar. Con la mano izquierda, en posición forzada, indicó a Schágov que se quitara el abrigo.
—¿Ink? Hola. ¿Cómo? ¿Todavía no has salido? ¡Enseguida! Escucha, Ink, papá se va a ofender… Y tienes una voz indolente… Qué le vamos a hacer, ¡sáltate este «no puedo»! Entonces, espera, llamaré a Nara… ¡Nara! —gritó de cara a la habitación—. ¡Ven, llama a tu media naranja! ¡Quítese el abrigo! —(Schágov se había quitado ya el capote)—. ¡Quítese los chanclos! —(Había venido sin ellos)—… Escucha, no quiere venir.
Oliendo a perfume de otro universo entró en el pasillo la hermana de Clara, Dotnara, la esposa del diplomático, según había prevenido Golovanov a Schágov. No impresionaba por su belleza, sino por ese garbo, ese flotar en el aire, que ha hecho famoso el tipo femenino ruso. Además, no era gruesa ni corpulenta, sino que, sencillamente, no pertenecía a esa clase de mujeres insignificantes que se acurrucan, revolotean y se recogen, inseguras de sí mismas. Aquella mujer pisaba el suelo como si le perteneciera el trozo del mismo que tenía bajo los pies, tanto el volumen de espacio que ocupaba su figura anteriormente como el que ocupaba ahora.
La joven tomó el auricular y empezó a hablar cariñosamente con su marido. En parte impedía el paso a Schágov, pero este no tenía prisa por cruzarse con aquel aromático obstáculo y lo estaba contemplando. La ausencia de esas falsas y bastas hombreras artificiales que llevan hoy día todas las mujeres hacía que Dotnara pareciera especialmente femenina: sus hombros descendían hacia los brazos siguiendo esa línea que nos ha dado la naturaleza y que es mejor que cualquier otra que pueda inventarse. Había también algo raro en su manera de vestir: un vestido sin mangas pero con una capita ribeteada de piel cuyas mangas estrechas se amoldaban a las muñecas aunque aparecieran acuchilladas más arriba.
Ninguna de las personas que se agrupaban sobre la alfombra del confortable pasillo podía tener la más remota idea de que aquel inocente auricular negro pulido, y aquella insignificante conversación sobre acudir a una velada, ocultaban esa misteriosa perdición que nos acecha incluso entre los huesos de un caballo muerto[39].
Volodin había sido el primero en levantar el auricular del teléfono de su domicilio desde que Rubin encargara por la mañana registrar las conversaciones telefónicas de cada uno de los sospechosos, y en la central telefónica del Ministerio de la Seguridad del Estado empezó a susurrar la cinta del magnetófono que grababa la voz de Innokenti Volodin.
La prudencia, ciertamente, le sugería a Innokenti que no debía llamar por teléfono aquellos días, pero su esposa había salido de casa cuando él no estaba y había dejado una nota diciendo que fuera sin falta a la velada de su suegro.
Él llamó para no ir.
Ayer (¿pero había sido ayer?, parecía haber pasado tanto, tanto tiempo…), después de llamar a la embajada empezó a retorcérsele el alma cada vez más. No esperaba que le desasosegara tanto, que sintiera tanto miedo por su destino. Por la noche le dominó el terror del arresto inevitable, no sabía cómo esperar la mañana para poder salir de casa y marcharse a alguna parte. Pasó todo el día inquieto, sin comprender ni oír a las personas con las que conversaba. El disgusto que sentía por su impulsivo acto, y un repulsivo y enervante terror, iban depositándose en él, pero al caer la tarde se convirtieron en indiferencia: que pasara lo que tuviera que pasar.
Seguramente, Innokenti se habría sentido mejor si aquel día no hubiera sido domingo, sino un día laborable. En el trabajo habría podido adivinar por diferentes indicios si se mantenía o se había anulado la intención de enviarlo a Nueva York, a la sede central de la ONU. Pero ¿qué conclusión podía sacar un domingo? La tranquilidad y la amenaza quedaban ocultas en la inmovilidad festiva del día.
En los pasados días imaginaba ya que su llamada sería un absurdo y un suicidio, y que además no tendría utilidad para nadie. Y a juzgar por el torpe agregado militar, elfos eran indignos de que alguien los defendiera.
Nada demostraba que Innokenti hubiera sido descubierto, pero un presentimiento interno, depositado no sabemos cómo en su alma, oprimía a Volodin y hacía crecer en él la premonición de una catástrofe. Por esto no le apetecía en absoluto divertirse.
Ahora intentaba convencer de ello a su esposa, alargaba las palabras como suelen hacer siempre los hombres al decir cosas desagradables, pero la esposa insistía, de modo que los «formantes» característicos del «estilo lingüístico individual» de Innokenti iban registrándose sobre la cinta magnética. Por la mañana se transformarían en sonidos visibles, y la cinta húmeda se extendería ante Rubin.
Dotty no hablaba en el tono categórico de los últimos meses, sino que, impresionada quizá por la voz cansada de su marido, le pedía con mucha dulzura que se presentara a la fiesta, aunque sólo fuera por una hora.
Innokenti cedió, dijo que iría.
Sin embargo, al colgar el teléfono no retiró enseguida la mano del mismo, se quedó inmóvil como si imprimiera en él sus huellas dactilares, se quedó inmóvil sin acabar de decir lo que pensaba.
Sentía lástima, pero no de aquella mujer con la que había vivido y ya no vivía ahora, y a la cual se disponía a abandonar para siempre dentro de unos días, sino de la muchacha de décimo curso, de la rubia con bucles hasta los hombros que había llevado al Metropol a bailar entre las mesitas, de la niña con la que un día aprendiera a conocer qué era la vida. Entre ellos se había forjado una pasión intransigente que no atendía a razones, que no deseaba ni oír hablar de aplazar un año la boda. Con ese instinto que nos guía por encima de engañosos aspectos externos y de falsas vestimentas, se habían adivinado certeramente uno a otro y no querían ceder. La madre de Innokenti, entonces ya gravemente enferma, se oponía a la boda (¿qué madre no se rebela contra la boda de un hijo?), también se oponía el fiscal (¿qué padre entregará sin sentirlo a su magnífica hijita de dieciocho años?). ¡Sin embargo, todos tuvieron que ceder! Los jóvenes se casaron y fueron felices con una plenitud que se convirtió en un tópico entre los conocidos de ambos.
Su vida matrimonial comenzó bajo los mejores auspicios. Pertenecían a un círculo social que no sabe lo que es ir a pie o viajar en metro, que antes de la guerra ya prefería el avión al coche-cama, que ni siquiera tenía que preocuparse por la instalación de su vivienda: en cada nuevo lugar —fuera este Moscú, Teherán, la costa siria o Suiza—, un piso, una villa o un chalet amueblado esperaba a los recién casados. El punto de vista de ambos jóvenes sobre la vida coincidía. Este punto de vista era que no debía haber barreras ni obstáculos entre el deseo y el cumplimiento de dicho deseo. «Nosotros somos personas con naturalidad», decía Dotnara. «No fingimos ni disimulamos: ¡alargamos la mano para coger lo que deseamos!». Su punto de vista era: «¡Sólo se vive una vez! Por ello, hay que tomar de la vida todo lo que esta pueda darnos, excepto quizá tener un hijo, pues un hijo es un monstruo que chupa todo el jugo de tu ser sin que te entregue a cambio su sacrificio o por lo menos su agradecimiento».
Semejantes posturas vitales coincidían perfectamente con el ambiente en que vivían, y el ambiente coincidía con ellos. Procuraban probar cada nueva fruta exótica. Conocer el gusto de cada coñac de colección, la diferencia entre los vinos del Ródano y los de Córcega, y otros vinos exprimidos de las viñas de la Tierra. Vestir el traje adecuado. Bailar hasta el final cada baile. Presenciar dos actos de cada espectáculo original. Hojear cada libro que levantara polvareda.
Y, durante los seis mejores años de la edad del hombre y de la mujer, se entregaron mutuamente todo aquello que el otro quería. Estos seis años fueron aproximadamente los mismos en que la humanidad gemía en separaciones, moría en los frentes o bajo las ruinas de las ciudades, en que los adultos enloquecidos robaban una corteza de pan a los niños. Pero el dolor del mundo no sopló en absoluto sobre los rostros de Innokenti y Dotnara.
—Realmente, ¡sólo se vive una vez!
Sin embargo, en el sexto año de su vida conyugal, cuando aterrizaron los bombarderos, callaron los cañones, palpitó la vegetación madura envuelta en negra chamusquina, y los hombres recordaron en todas partes que sólo se vive una vez, en esos meses, Innokenti sintió una saturación repulsiva y sosa de todos estos frutos materiales de la tierra que se pueden oler, tocar, beber, comer y estrujar.
Sentía miedo de este sentimiento, luchaba contra él como contra una enfermedad, esperaba que pasara, pero no pasaba. Lo más grave era que no podía entenderlo. ¿En qué consistía? Parecía que todo estaba a su alcance, pero había algo de lo que carecía en absoluto. A los veintiocho años, gozando buena salud, Innokenti sentía que tanto su vida como la de los que le rodeaban se encontraba en un obtuso atolladero.
Y sus alegres amigos, con los que mantenía una amistad tan sólida, iban dejando de gustarle: uno le parecía poco inteligente, otro grosero y un tercero demasiado ocupado de su propia persona.
Y no sólo descubrió y apartó de sí a sus amigos, sino también a la rubia Dotty, como llamaba desde hacía tiempo a Dotnara siguiendo el estilo europeo, a su esposa; Innokenti se había acostumbrado a sentirla identificada con él.
Esta mujer, que en otro tiempo había penetrado en él sin cansarle nunca, cuyos labios no podían serle molestos ni en el máximo estado de lasitud —nunca había conocido otros labios, por ello Dotty era única entre todas las mujeres bellas e inteligentes—, esta mujer descubría ahora ante él su ausencia de delicadeza y lo insoportable de sus opiniones.
En literatura, en pintura y en teatro, especialmente, sus observaciones estaban fuera de lugar, herían el oído por su grosería e incomprensión, aunque a pesar de ello las pronunciaba con mucho aplomo. Estar en silencio con ella era lo único que continuaba siendo agradable como antes, pero hablar resultaba cada vez más difícil.
Su tren de vida elegante empezó a molestar a Innokenti, pero Dotty no quería ni oír hablar de cambiar nada. Es más, si antes pasaba de largo ante las cosas materiales y abandonaba sin pena unos objetos a cambio de otros, ahora se había apoderado de ella el ansia de retener la posesión de todos los objetos de todas sus viviendas. Los dos años en París Dotty los aprovechó para enviar a Moscú grandes cajas de cartón con telas, zapatos, vestidos, sombreros. Innokenti lo encontraba desagradable y se lo decía, pero cuanto más divergían sus intenciones más categóricamente estaba ella convencida de tener razón. ¿Había adquirido ahora esa costumbre de masticar desagradablemente, incluso sonoramente, en especial la fruta, o ya la tenía y él no se había dado cuenta?
El problema, sin embargo, no estaba en los amigos, ni tampoco en la esposa, sino en el propio Innokenti. Le faltaba algo, pero no sabía qué.
Hacía tiempo que Innokenti había sido agraciado con el mote de «epicúreo», así lo llamaban, y él lo aceptaba de buen grado aunque no sabía a ciencia cierta qué significaba. Y he aquí que un día, en Moscú, no teniendo nada mejor que hacer, se le ocurrió una idea graciosa: leer qué era lo que inculcaba ese «maestro». Y empezó a buscar por los armarios de su difunta madre un libro de Epicuro que —lo recordaba de la infancia— se encontraba allí.
Innokenti empezó el trabajo de revolver los viejos armarios con una desagradable sensación de embarazo y de pereza ante la idea de agacharse, trasladar cosas pesadas y respirar polvo. No estaba acostumbrado a este trabajo, y se cansaba mucho. No obstante, se dominó, y un céfiro renovador sopló del interior de aquellos viejos armarios con su aroma especial. Encontró entre otras cosas el libro de Epicuro, y más tarde lo leyó, pero no fue en este libro donde descubrió lo más importante, sino en las cartas y en la vida de su madre, a la cual nunca había comprendido y a la que sólo se sintió unido en la infancia. Incluso soportó su muerte casi con indiferencia.
Desde sus años de infancia, la primera imagen que tenía Innokenti de su padre se confundía con clarines plateados apuntando a las molduras del techo con su: «¡Encended hogueras, noches azules!». Innokenti no recordaba a su padre, que había caído al año 21 en la provincia de Tambov cuando sofocaban un motín, pero a su alrededor no se cansaban de hablarle de su padre, del célebre héroe que se hizo famoso como jefe de marineros durante la guerra civil. Oyendo estas alabanzas a todo el mundo y en todas partes, Innokenti se acostumbró a enorgullecerse de su progenitor, de la lucha de este por el pueblo sencillo contra los ricos enfangados en el lujo. Sin embargo, trataba casi con aires de superioridad a su madre, siempre preocupada, siempre triste por algo, siempre rodeada de libros y de bolsas de agua caliente. Como suele ser normal en los hijos, no pensaba que su madre no le tenía únicamente a él, con su infancia y sus necesidades, sino que tenía también una vida propia, que padecía una enfermedad, que había muerto a los cuarenta y siete años.
Sus padres casi no tuvieron ocasión de vivir juntos. Pero el niño no tenía motivo alguno para reflexionar sobre esto, y no se le ocurrió interrogar a su madre.
Y ahora todo esto se desplegaba ante él a través de las cartas y los diarios de la madre. Su boda no fue una boda, sino una especie de torbellino, como todas las cosas de aquellos años. Circunstancias inesperadas les empujaron uno hacia otro, las mismas circunstancias les permitieron verse poco, y fueron las circunstancias las que los separaron. Según estos diarios, la madre no había sido un simple complemento del padre, como acostumbraba a pensar el hijo, sino un mundo aparte. Innokenti se enteró ahora de que su madre había amado toda la vida a otro hombre sin ser capaz de unirse nunca a él. Seguramente, la carrera de su hijo la obligaría a llevar hasta la muerte un nombre que le era ajeno.
Atados con cintas de tela suave multicolor, se guardaban en el armario fajos de cartas de las amigas de su madre, de los amigos, conocidos, artistas, pintores y poetas cuyos nombres estaban ahora completamente olvidados o se mencionaban entre injurias. En los viejos cuadernos con tapas de tafilete figuraban anotaciones de diario en ruso y en francés con la rara caligrafía de la madre: como si un pajarillo herido se debatiera sobre la página y arañara vacilante sus caprichosas huellas con la uña. En su mayoría, las páginas trataban de veladas literarias o de espectáculos teatrales. Conmovía el alma una descripción: una blanca noche de junio, cuando era todavía una muchacha entusiasta, su madre había ido a la estación de Petersburgo a recibir al elenco del Teatro Artístico junto con otras admiradoras igualmente llorosas de gozo. En aquellas páginas vibraba la exaltación de un arte desinteresado. En la actualidad, no conocía Innokenti la existencia de un elenco como ese, y era imposible imaginar que alguien no durmiera en toda la noche para acudir a recibirlo, de no ser las personas enviadas por el Departamento de Cultura con sus ramos de flores pagados por la sección de contabilidad. Y desde luego a nadie se le ocurriría llorar en semejante encuentro.
Y los diarios le llevaron más y más lejos. Había unas páginas que se titulaban Anotaciones éticas.
«La compasión es el primer movimiento de un alma bondadosa», había escrito.
Innokenti frunció la frente. ¿La compasión? La compasión era un sentimiento vergonzoso y humillante tanto para el que compadecía como para el que era compadecido, así lo había asimilado en la escuela, en la vida.
«Nunca consideres que tienes más razón que los demás. Respeta todas las opiniones, incluso las que te sean hostiles».
Esto también estaba bastante pasado de moda. Si yo poseo una concepción del mundo acertada, ¿podré acaso respetar a los que discuten conmigo?
Al hijo le parecía que, en lugar de leer, oía claramente cómo hablaba su madre, su voz quebradiza:
«¿Qué es lo más importante del mundo? Pues eso: ser consciente de que no participas en injusticias. Las injusticias son más fuertes que tú, lo fueron y lo serán siempre, pero que no lo sean a través de ti».
Seis años atrás, aunque Innokenti hubiera abierto estos diarios, ni siquiera se habría dado cuenta de estas líneas. Ahora las leía lentamente y se asombraba. No parecía haber en ellas nada secreto, e incluso había falsedades claras, pero él se asombraba. Las palabras que utilizaba su madre, y las amigas de esta, también estaban pasadas de moda. Escribían muy en serio con letra mayúscula: Verdad, Bien, Belleza; el Bien y el Mal; el Imperativo Etico. En el lenguaje que utilizaban Innokenti y cuantos le rodeaban, las palabras eran más concretas y comprensibles: fidelidad ideológica, humanidad, entrega, pragmatismo.
Pero aunque Innokenti era indiscutiblemente fiel a la ideología, humano, entregado y pragmático (todos sus coetáneos valoraban el pragmatismo por encima de todo y lo cultivaban en sus personas), ahora, sentado en un estrecho banco junto a estos armarios, sentía que acudía a él algo de lo que echaba de menos.
Se encontraban también allí unos álbumes de fotografías, con la precisa claridad que tenían estas antiguamente. Algunos fajos de papeles eran programas teatrales de Moscú y San Petersburgo. Y un periódico teatral diario, El Espectador. Y El Noticiero Cinematográfico. Pero ¿cómo? ¿Ya existía todo esto? Y pilas y más pilas de diversas revistas cuyos títulos burbujeaban ante los ojos de Innokenti: Apolo, El Vellocino de Oro, Hiperbórea, Pegaso, Mundo del Arte. Reproducciones de cuadros y esculturas desconocidos (¡no había ni asomo de ellos en la Galería Tretiakovka!), de decorados teatrales. Innumerables libros compuestos con folletines de periódicos, y decenas de nombres de escritores europeos que Innokenti nunca había oído. ¡Y qué digo, escritores! Había editoriales enteras que nadie conocía, como si se las hubieran tragado los infiernos: Grifo, Églantier, Scorpio, Musagéte, Alción, Sirena, Las Pléyades, Logos.
Pasó varios días en aquel banco, ante las puertas abiertas de los armarios, inspirando aquel aire, envenenándose con él, con aquel pequeño mundo de mamá en el que su padre entrara un día con granadas en el cinto y un impermeable negro para proceder a un registro por orden de la Cheka.
La Rusia de los años diez miraba a Innokenti desde aquellas amarillentas páginas con los abigarrados colores de las diversas tendencias, con la contraposición de las ideas. Era la última década prerrevolucionaria. Tanto en la escuela como en el instituto habían enseñado a Innokenti a considerarla la década más vergonzosa y más falta de talento de toda la historia de Rusia, y de no haber sido por los bolcheviques, que tendieron la mano para ayudarla, Rusia se habría podrido por sí misma y se habría derrumbado.
Sí, la década había sido en parte demasiado charlatana, en parte demasiado impotente. Pero ¡qué profusión de tallos! ¡Qué multiplicación de espigas del pensamiento!
Innokenti comprendió que hasta ese momento le habían estafado.
Y en esto vino Dotnara a invitar a su marido a una velada en los aledaños del Kremlin. Innokenti la miró atontado, frunció la frente y se imaginó la suntuosa reunión. Todos estarían completamente de acuerdo unos con otros, se pondrían ágilmente de pie en el primer brindis por Stalin, y luego comerían y beberían mucho, ya sin Stalin, para terminar jugando a las cartas estúpidamente, muy estúpidamente.
Volvió de su vaga lejanía, miró a su esposa y le propuso que fuera sola. A Dotnara le pareció extravagante que se pudiera preferir la ocupación de revolver viejos álbumes a la vida activa de una velada de invitados. Los hallazgos de los armarios, relacionados con los recuerdos nebulosos pero nunca muertos de la infancia, decían mucho al alma de Innokenti y nada a la de su esposa.
La madre había conseguido su propósito: se había levantado de la tumba para arrebatarle el hijo a la nuera.
Una vez puesto en marcha, Innokenti ya no pudo detenerse. Si le habían engañado en una cosa, ¿no le habrían engañado en otra? ¿Y en alguna más?
Innokenti, que en los últimos años se había vuelto perezoso y había perdido las ganas de estudiar (su facilidad con el idioma francés, que le empujó en su carrera, la había adquirido de su madre en la infancia), ahora se entregó a la lectura. Todas sus pasiones, saturadas y embotadas, fueron sustituidas por una sola: ¡leer! ¡Leer!
Resultó, no obstante, que leer era también un arte, que no se trataba simplemente de recorrer las líneas con los ojos. Innokenti descubrió que era un salvaje, criado en las cavernas de la sociología bajo las pieles de la lucha de clases. Toda su educación le había acostumbrado a creer en unos libros determinados sin verificar nada, y a rechazar otros sin haberlos leído. Desde su juventud, le habían apartado de los libros inconvenientes, y sólo leía los que por anticipado sabía convenientes, con lo que se enraizó en él una costumbre: creer todas sus palabras, entregarse por completo a la voluntad del autor. Pero al leer ahora a autores de opiniones contradictorias, estuvo largo tiempo sin poder levantar cabeza, pues no podía entregarse primero a un autor, luego a otro y después a un tercero. Lo más difícil fue aprender a dejar el libro a un lado y empezar a pensar por sí mismo.
… ¿Por qué ha desaparecido de los calendarios soviéticos esa revolución como si fuera un detalle insignificante del año 17, la Revolución de Febrero, a la que se avergüenzan incluso de llamar revolución? ¿Será sólo porque no funcionó la guillotina? Se hundió el zar, se hundió un régimen de seiscientos años, se hundió de un solo empujón, y nadie corrió a recoger la corona, todos cantaban, reían, se felicitaban, ¿y ese día no ha de tener un lugar en el calendario que señala cuidadosamente el cumpleaños de cerdos tan gordos como Zhdánov y Scherbákov?
Por el contrario, ha sido elevada a la categoría de gran revolución de la humanidad la Revolución de Octubre, que en los años veinte todos nuestros libros llamaban aún «golpe de Estado». Sin embargo, ¿de qué fueron acusados Kamenev y Zinoviev en octubre del 17? ¡De haber descubierto a la burguesía «el secreto de la revolución»! Pero ¿se puede detener la erupción de un volcán por haber visto su cráter? ¿Se pueden poner vallas al huracán por haber recibido el parte meteorológico? ¿Era un secreto lo que se podía descubrir? ¡Sólo un reducido complot! Lo que no hubo precisamente en octubre fue un estallido popular, sino unos conjurados que se reunieron al recibir la señal…
No tardaron en destinar a Innokenti a París. Ahora estaban a su alcance todos los matices de las opiniones mundiales, toda la literatura rusa en la emigración (aunque, eso sí, después de mirar a su alrededor al acercarse a un quiosco). ¡Podía leer, leer y leer! Aunque debía ante todo trabajar.
Su trabajo, el servicio diplomático, que hasta entonces consideraba el mejor y más afortunado destino en la vida, empezó a parecerle por primera vez algo abyecto.
Servir como diplomático soviético significaba no sólo declamar cada día cosas muy pobres, de las que se reía la gente de sano juicio, sino también tener las dos cajas torácicas y las dos frentes de que había hablado a Clara. Su principal trabajo era el segundo, el secreto: encontrarse con personajes codificados, recoger informes, transmitir instrucciones y pagar dinero.
En su alegre juventud, antes de la crisis, Innokenti no encontraba condenable esta actividad bajo cuerda, incluso la encontraba divertida, y la ejecutaba fácilmente. Ahora le parecía repulsiva, odiosa.
Sólo se vive una vez, esta era antes la verdad para Innokenti.
Ahora, al madurar su nueva manera de sentir, había descubierto que había en él y en el mundo una nueva ley: conciencia también se tiene sólo una. Y lo mismo que la vida, la conciencia, si se pierde, no se recupera.
No existía, sin embargo, ninguna persona a la que pudiera contar lo que pensaba, no la había alrededor de Innokenti, ni siquiera su esposa. Esta, de la misma manera que no comprendía ni compartía la recuperada ternura por la madre difunta, tampoco entendía cómo podía interesarse por unos acontecimientos pretéritos que no habían de volver. Y la habría horrorizado saber que él empezaba a despreciar su trabajo, pues todo el brillo y el éxito de su vida se cimentaba precisamente en este trabajo.
El año anterior, la incomprensión entre él y su esposa había llegado a un punto en que descubrirse habría sido peligroso.
Tampoco en la Unión, durante las vacaciones, tenía Innokenti amigos íntimos. Emocionado por el ingenuo relato de Clara sobre la fregona de la escalera, tuvo la esperanza de que quizá podría hablar como es debido por lo menos con ella. Sin embargo, a partir de las primeras frases y pasos de aquella excursión, Innokenti vio que era imposible, que había demasiadas matas impenetrables, demasiadas cosas a desenlazar, a romper. Y ni siquiera se sintió inclinado a lo que hubiera resultado completamente natural, a lo que los hubiera acercado uno a otro: quejarse de su esposa a la hermana de esta.
He aquí por qué. Se puso de manifiesto una extraña norma: resulta infructuoso todo intento de desarrollar la comprensión de una mujer que no te gusta corporalmente, se te sellan los labios por alguna razón, se apodera de ti una impotencia que te impide decirlo todo, no encuentras las más abiertas y sinceras palabras.
Tampoco fue esta vez a visitar a su tío, no se decidió. ¿Para qué? Sería sólo una pérdida de tiempo. Habría un fastidioso y vacío interrogatorio sobre el extranjero, exclamaciones de sorpresa.
Pasó otro año, en París y en Roma. A Roma hizo lo que pudo por ir solo, sin su mujer, que se quedó en Moscú. Al volver se enteró de que la compartía con un oficial del estado mayor general. Ella no lo negó, y con obstinado convencimiento pasó toda la culpa a Innokenti: ¿por qué la dejaba sola?
Pero no experimentó dolor por esta pérdida, antes bien alivio. A partir de este momento estuvo cuatro meses trabajando en el Ministerio, siempre en Moscú, pero su esposa y él vivían como extraños. Por otra parte, no se podía ni hablar de divorcio, él divorcio es fatal para un diplomático. Y a Innokenti se disponían a trasladarlo a Nueva York, de colaborador en la ONU.
Su nuevo destino le gustaba y le asustaba. Innokenti estaba enamorado de la idea de la ONU, no de su reglamento, sino de lo que podría llegar a ser si había una crítica benévola y un compromiso universal. Estaba completamente a favor de un gobierno mundial. ¿Qué otra cosa podría salvar al planeta? Por ello acudían a la ONU los suecos, los birmanos, los etíopes. Pero a él le empujaba por la espalda un puño de hierro: no vas para eso. Le empujaban hacia allí, también, con una tarea secreta, con un pensamiento oculto, con una segunda memoria, con venenosas instrucciones internas.
En estos meses de permanencia en Moscú encontró tiempo para visitar a su tío en Tver.