LA SONRISA DE BUDA
La acción de nuestro notable relato se remonta al famoso y ardiente verano de 194…, cuando los presos, que superaban considerablemente en número a los legendarios «cuarenta barriles», languidecían, sólo en taparrabos, bajo el sofoco inmóvil de las pantallas inexpresivamente mates que cubrían las ventanas de la cárcel de Butyrki, universalmente famosa.
¿Qué decir de esta útil y bien organizada institución? Su nombre genealógico deviene de unos cuarteles de la época de Catalina II. En los crueles años de esta emperatriz, no ahorraban ladrillos para los muros y los abovedados arcos de sus fortalezas.
El honorable castillo fue construido
como deben construirse los castillos.
A la muerte de esta ilustrada corresponsal de Voltaire, las retumbantes estancias donde sonaban las bastas pisadas de las botas de los carabineros quedaron desiertas durante largos años. Pero a medida que avanzaba por nuestra patria el progreso por todos deseado, los reales descendientes de la citada dama autoritaria encontraron acertado instalar en ellos por igual a los herejes, que hacían vacilar el trono ortodoxo, y a los oscurantistas que se oponían al progreso.
La paleta del albañil y la llana del yesero ayudaron a dividir aquella serie de estancias en un centenar de espaciosas y confortables celdas, y el insuperable arte de los herreros patrios forjó rígidas rejas para las ventanas y somieres tubulares para las camas, que se bajaban de noche y se levantaban de día. Los mejores maestros, elegidos entre los siervos de más talento, hicieron su valiosa aportación a la gloria inmortal del castillo de Butyrki: los tejedores tejieron sacos de lienzo para los somieres de los catres; los fontaneros tendieron un sabio sistema de desagües de impurezas; los hojalateros remacharon «cubetas» con una capacidad de cuatro y hasta de seis cubos, con asas e incluso con tapas; los carpinteros recortaron «gateras» en las puertas para pasar la comida; los vidrieros colocaron «mirillas» para observar; los cerrajeros pusieron candados; y en la novísima edad del comisario del pueblo Yezhov, unos maestros especializados en armaduras de cristal fundieron un cristal turbio sobre una armadura de alambre y levantaron unas pantallas únicas en su género que impedían a los malignos presos la vista del último rincón del patio de la cárcel, de la iglesia de la prisión —adaptada también como cárcel— y de un pedazo de cielo azul.
Para conseguir una mayor comodidad, y para poder emplear a vigilantes que no hubieran terminado la enseñanza superior, los tutores del sanatorio de Butyrki adosaron a los muros de las celdas veinticinco somieres, exactamente veinticinco, creando de este modo las bases de un sencillo cálculo aritmético; cuatro celdas, cien cabezas; un pasillo, doscientas.
Y así, durante largas décadas, floreció esta saludable institución sin provocar ni la repulsa de la sociedad ni las quejas de los presos. (Opinamos que no hubo repulsas ni quejas basándonos en que muy raramente aparecían en las páginas del Boletín de la Bolsa y su ausencia era total en las de Noticias de los Diputados Obreros y Campesinos).
Pero el tiempo no iba a favor del teniente general, director de la cárcel de Butyrki. En los primeros días de la Gran Guerra Patriótica hubo que alterar la norma estipulada de las veinticinco cabezas por celda instalando en ellas a otros habitantes que carecían de cama. Cuando el exceso de presos tomó proporciones alarmantes, las camas fueron desplegadas definitivamente, se quitaron los sacos de lienzo, se pusieron encima unas tablas de madera, y el exultante teniente general y sus camaradas embutieron en la celda, primero, a cincuenta hombres, y después de la mundialmente histórica victoria sobre el hitlerismo, hasta setenta y cinco, lo que no representaba tampoco ninguna dificultad para los vigilantes, quienes sabían que en el pasillo había ahora seiscientas cabezas, por lo que se les pagaba una gratificación extra.
Con aquellas estrecheces ya no tenía sentido entregar libros, ajedreces ni dominós, de los que por otra parte carecían. Con el tiempo se disminuyó la ración de pan de los enemigos del pueblo, el pescado se sustituyó por la carne de los anfibios y los himenópteros, y la col y la ortiga por pienso ensilado. Y la terrible torre de Pugachov, donde la emperatriz tuviera encadenado al héroe del pueblo, ahora tenía el pacífico destino de silo.
Entretanto, iban pasando hombres por la prisión, iban afluyendo nuevos presos, e iba palideciendo y deformándose la tradición oral presidiaría: aquellos hombres no recordaban o no sabían que sus predecesores disfrutaban de sacos de lienzo para dormir y leían libros prohibidos (sólo se olvidaron de eliminarlos de las bibliotecas de las cárceles). Entraban en la celda un humeante bidón de caldo de ictiosaurio o de sopa de forraje, los presos recogían los pies encima de la cama y, debido a las estrecheces, doblaban las rodillas hasta el pecho apoyando las patas delanteras en las traseras. En esta posición perruna, con los dientes al aire, vigilaban cuidadosamente, como mastines, que se hiciera justicia al repartir el sopicaldo por las escudillas. Distribuían de espaldas las escudillas «de la cubeta a la ventana» y «de la ventana al radiador», después de lo cual, los habitantes de los catres y los de los cuchitriles de debajo de los catres se convertían en setenta y cinco fauces que mascaban sonoramente aquel bodrio vivificante casi derribándose las escudillas unos a otros con las colas y las patas. Este ruido era el único que alteraba el silencio filosófico de la celda.
Y todos estaban contentos. Y no había quejas en el periódico sindical Trabajo ni en el Noticiario del Patriarcado de Moscú.
Entre otras celdas estaba la número 72, que en nada se distinguía de las demás. Era una celda condenada, pero los presos que dormían pacíficamente bajo sus catres, y los que blasfemaban sobre ellos, nada sabían de los horrores que les esperaban. La víspera del día fatal, como de costumbre, estuvieron largo rato acomodándose en el suelo de cemento, cerca de las cubetas, tendiéndose sobre las tablas con sólo taparrabos, abanicándose bajo el calor estadizo (la celda no se ventilaba de un invierno para otro), matando moscas y contándose unos a otros lo bien que lo pasaban durante la guerra en Noruega, Islandia, o Groenlandia. Gracias a una percepción interna del tiempo, adquirida tras largos ejercicios, los presos sabían que faltaban cinco minutos, no más, para que el cancerbero de turno mugiera a través de la gatera: «¡Venga, a la cama, ya han dado el toque de queda!».
Pero de pronto el corazón de los reclusos se estremeció al oír el ruido de las cerraduras. Se abrió la puerta de par en par y apareció en ella un esbelto y flexible capitán, con guantes blancos, ex-tra-or-di-na-ria-men-te agitado. Tras él zumbaba una comitiva de tenientes y sargentos. En medio de un silencio de muerte, sacaron al pasillo a todos los presos con sus «efectos personales». (En voz baja, estos hicieron correr entre ellos el «bulo» de que los iban a fusilar). En el pasillo, separaron a diez hombres, repitieron cinco veces esta operación, y embutieron a los cincuenta en las celdas contiguas, muy oportunamente, pues consiguieron apoderarse aún de un poco de espacio para dormir. Estos afortunados evitaron el terrible destino de los veinticinco restantes. Lo último que vieron los que se quedaron ante su querida celda número 72 fue una especie de máquina infernal, provista de un pulverizador, que se introducía por la puerta. Luego les hicieron dar media vuelta a la derecha, los llevaron —al compás del tintineo de las llaves de los guardias contra las hebillas de los cinturones, y del chasquido de los dedos (señal adoptada por los vigilantes de Butyrki, significaba: «¡Llevo un preso!»)— a través de muchas puertas de acero interiores, y les hicieron descender por muchas escaleras hasta un vestíbulo, que no era ni un sótano de ejecuciones ni un entresuelo de tormentos, sino una estancia ampliamente conocida por el pueblo de los presidiarios como la antesala de los célebres baños de Butyrki. Dicha antesala tenía un aspecto pérfido e inocente de normalidad: los ladrillos color chocolate, rojo, verde y Metlach[37] de paredes, bancos y suelo, las vagonetas de desinfección rodando con estruendo por los raíles con sus ganchos infernales para colgar las ropas piojosas de los presos. Dándose ligeros cachetes unos a otros, en los pómulos y en los dientes (pues el tercer mandamiento del preso reza: «¡Si te dan algo, cógelo!»), los presidiarios desmontaron los ardientes ganchos y colgaron en ellos sus sufridas ropas, descoloridas, raídas y en algunos lugares incluso quemadas por la desinfección de cada diez días. Despreciando la desnudez de los presos, que las afrentaba, dos arreboladas sirvientas del Averno, dos viejas mujeres, se llevaron con estrépito las vagonetas al Tártaro cerrando tras ellas las puertas de hierro.
Los veinticinco presos quedaron encerrados por todas partes en la antesala del baño. Sólo llevaban en la mano los pañuelos o los harapos que utilizaban como camisa. Aquellos afortunados cuya delgadez conservaba pese a todo una fina capa de carne curtida en esa parte poco exigente del cuerpo, gracias a la cual la naturaleza nos ha agraciado con el feliz don de «sentarnos», tomaron asiento en los tibios bancos de obra recubiertos de ladrillo fino color carmesí, esmeralda y marrón. (Por el lujo de su construcción, los baños de Butyrki dejan muy atrás a los de Sandunovski y, según dicen, algunos extranjeros curiosos se entregaban voluntariamente a la Cheka sólo para poder lavarse en dichos baños).
Otros presos, sin embargo, enflaquecidos hasta el punto de no poder sentarse sino sobre materia blanda, iban de un extremo a otro de la antesala sin ocultar sus vergüenzas e intentaban en apasionados debates atravesar el velo de lo que estaba sucediendo.
Tiempo hacía ya que su imaginación
ansiaba vivamente un fatal alimento.
No obstante, los retuvieron tantas horas en la antesala que las discusiones se apagaron, los cuerpos se cubrieron de piel de gallina, y los estómagos, acostumbrados al sueño a partir de las diez de la noche, reclamaban melancólicamente ser llenados. Triunfó entre los reclusos el partido de los pesimistas, quienes aseguraban que por las rejillas de las paredes y por el suelo se infiltraba ya gas letal, y que iban a morir todos. Algunos ya se sentían mal por el inequívoco olor a gas.
¡Pero retumbó la puerta y todo cambió! No entraron dos celadores con batas sucias y puercas maquinillas de esquilar ovejas, como solía suceder, ni les echaron un par de tijeras de las menos afiladas del mundo para que se rompieran con ellas las uñas —¡no!—, sino cuatro oficiales barberos que introdujeron cuatro mostradores con espejo, sobre ruedas, provistos de agua de colonia, fijapelo, laca para las uñas e incluso pelucas de teatro. Tras ellos venían cuatro maestros barberos, dos de ellos armenios, muy corpulentos y respetables. Y en la peluquería, o sea allí mismo, tras la puerta, no sólo no afeitaron el pubis de los presos apretando con todas sus fuerzas la parte plana del instrumento contra los lugares delicados sino que se los empolvaron con polvos rosados. Rozaban las chupadas mejillas de los presos con suave vuelo de la navaja, y con un murmullo les cosquilleaban las orejas: «¿Le molesta?». No sólo no raparon totalmente sus cabezas, sino que incluso les ofrecieron pelucas. No sólo no les arrancaron la piel de la barbilla sino que, a petición del cliente, les dejaron el inicio de las futuras barbas y patillas. Mientras, los oficiales barberos, sentados en el suelo, les cortaban las uñas de los pies. Finalmente, en la puerta del baño no les vertieron en la mano los veinte gramos de apestoso jabón que escapa por todas partes, sino que un sargento entregó contra recibo una esponja a cada uno, una hija de las islas del coral, y un auténtico pedazo de jabón de tocador «El Hada de Lilas».
Después, los encerraron como siempre en el baño y les dejaron que se lavaran a placer. Pero los presos no estaban para lavados. Sus discusiones eran más ardientes que el agua hirviente de Butyrki. Ganaba ahora el partido de los optimistas, quienes aseguraban que Stalin y Beria habían huido a China, Molótov y Kaganovich se habían hecho católicos, en Rusia había un gobierno provisional socialdemócrata, y había ya elecciones a la Asamblea Constituyente.
Se abrió entonces la puerta con canónico estrépito, esa puerta conocida por todos vosotros, la de salida del baño, y en el vestíbulo violeta les esperaban los acontecimientos más increíbles: le dieron a cada uno una toalla velluda y… una escudilla llena de gachas de avena, ¡la que correspondía a una ración de seis días para los que hacían trabajos forzados en el campo de concentración! Los presos arrojaron las toallas al suelo y se tragaron las gachas con asombrosa rapidez, sin cucharas ni otros instrumentos. El viejo comandante de la cárcel, que lo presenció, no salía de su asombro. Incluso ordenó que trajeran otra escudilla más de gachas para cada uno. Se comieron también esa otra ración. Y lo que sucedió después no lo adivinaría nunca ninguno de vosotros. Trajeron patatas, no heladas, ni podridas, ni negras, sino sencillamente, puede decirse, unas patatas comestibles.
—¡Esto hay que darlo por imposible! —protestaron los oyentes—. ¡Es inverosímil!
—¡Pues fue precisamente así! Cierto que eran patatas de la calidad que se da a los cerdos, pequeñas y con piel, y seguramente los presos, ya ahítos, no se las habrían comido, pero la diabólica perfidia consistía en que no las trajeron divididas en raciones sino en un cubo para todos. Los presos se precipitaron sobre el cubo con encarnizados aullidos causándose graves rasguños unos a otros y trepando por las desnudas espaldas. Al cabo de un minuto, el cubo, ya vacío, rodaba tintineando por el suelo de piedra. En aquel momento les trajeron la sal, pero la sal ya no iba a servirles para nada.
Mientras, los cuerpos desnudos se habían secado. El viejo comandante mandó a los presos que recogieran del suelo las toallas velludas y les dirigió un discurso.
—¡Queridos hermanos! —dijo—. Todos vosotros sois honrados ciudadanos soviéticos aislados de la sociedad por culpa de pequeños delitos, pero sólo temporalmente, por diez años unos, por veinte otros. Hasta el presente, pese al alto espíritu humano de la doctrina marxista-leninista, pese a la voluntad del partido y del gobierno, claramente expresada, y pese a las repetidas indicaciones personales del camarada Stalin, las autoridades de la cárcel de Butyrki cometieron serios errores y desviaciones. Ahora van a corregirlos —(«¡Nos enviarán a casa!», decidieron descaradamente los presos)—. En adelante os vamos a tener aquí en condiciones de balneario. —(«¡Continuaremos presos!», pensaron abatidos)—. Complementariamente a todo lo que antes se os permitía, ahora se os permitirá también:
a) rezar a vuestros dioses;
b) tenderse en los catres tanto de día como de noche;
c) salir libremente de la celda para ir al retrete;
d) escribir vuestras memorias.
Complementariamente a lo que se os prohibía, ahora se os prohíbe:
a) sonarse con las sábanas y cortinas de la Administración;
b) pedir un segundo plato de comida;
c) replicar a las autoridades de la cárcel, o quejarse de ellas cuando entren en la celda visitantes importantes;
d) coger cigarrillos Kazbek de encima de la mesa a discreción. Todo aquel que infrinja una de estas normas será castigado con quince días de calabozo frío y severo, y enviado a lejanos campos de concentración sin derecho a correspondencia epistolar. ¿Comprendido?
Apenas terminado el discurso del comandante no hubo estruendosas vagonetas que sacaran de la desinfección la ropa interior y las harapientas chaquetas acolchadas de los presos, ¡nada de eso!, el infierno se había tragado los harapos y no los devolvía. Entraron en cambio cuatro jóvenes roperas, ruborosas, con los ojos bajos, animando a los presos con sus simpáticas sonrisas, que indicaban que no todo se había perdido para ellos como hombres, y empezaron a distribuirles ropa interior de seda azul celeste. Luego distribuyeron camisas de seda artificial, corbatas de colores serios, zapatos americanos de un amarillo subido, conseguidos gracias a la Ley de Préstamos y Arriendos, y trajes de paño de lana artificial.
Mudos de horror y de éxtasis, los presos, formados en fila de a dos, fueron conducidos de nuevo a su celda número 72. ¡Pero, Dios mío, cómo había cambiado!
En el pasillo ya pisaron una velluda senda alfombrada que conducía cautivadoramente al retrete. Al entrar en la celda les envolvieron chorros de aire fresco, y un sol inmortal resplandeció directamente sobre sus ojos (con tantos cuidados, había pasado la noche y amanecido la mañana). Durante la noche habían pintado las rejas de azul, se habían quitado las pantallas de las ventanas, y en la antigua iglesia de Butyrki se había instalado un espejo reflector giratorio, regulado por un vigilante especialmente dedicado a este menester, para que el chorro de sol reflejado diera siempre en la ventana de la celda número 72. Las paredes de la celda, hasta ayer de un color oliváceo oscuro, estaban ahora salpicadas de clara pintura al óleo sobre la que unos pintores habían reproducido en muchos lugares unas palomas y unas cintas con la inscripción: «¡Estamos a favor de la paz!» y «¡Paz al mundo!».
Las tablas llenas de chinches ya no estaban allí ni por asomo. En el marco de los somieres se habían tendido unos tirantes de lienzo sobre los que descansaban colchones de plumas y almohadas de plumón. La sábana y la funda relucían con su blancura bajo el extremo coquetamente doblado de la manta. Cada una de las veinticinco camas disponía de su mesita de noche, y por las paredes se extendían unos estantes con libros de Marx, Engels, san Agustín y Tomás de Aquino. En el centro de la estancia había una mesa, bajo un mantel almidonado, y encima un jarrón de flores, un cenicero y un paquete de Kazbek sin desprecintar. (Se había conseguido legalizar todo el lujo de aquella noche mágica a través de la contabilidad, pero había sido imposible cargar la marca de cigarrillos Kazbek en ninguno de los apartados de gastos. El director de la cárcel había tenido un gesto elegante con el Kazbek, pagándolo con su dinero, de ahí que el castigo por tocar los cigarrillos fuera tan severo).
Lo que más había cambiado era el rincón donde antes estaba la cubeta de las letrinas. La pared había sido lavada hasta quedar blanca, luego se había pintado, y en la parte superior ardía una gran lamparilla ante el icono de la Virgen con el Niño, brillaba la casulla del taumaturgo Nikolai Mirlikiski, aparecía sobre un elevado estante la imagen blanca de la Madona católica y en un nicho poco profundo, practicado en tiempos por los constructores, reposaban una Biblia, El Corán, el Talmud y un pequeño y oscuro busto de Buda. Los ojos de Buda estaban algo entornados, las comisuras de los labios echadas para atrás. El oscurecido bronce daba la impresión de que Buda estaba sonriendo.
Hartos gracias a las gachas y a las patatas, afectados por una inabarcable abundancia de impresiones, los reclusos se desnudaron y se durmieron al instante. El suave Eolo hacía ondear en las ventanas unas cortinas de encaje que no permitían la entrada de las moscas. Un celador, de pie ante la puerta entreabierta, vigilaba que nadie hurtara el Kazbek.
Así se recrearon pacíficamente hasta mediodía, hora en que entró el capitán ex-tra-or-di-na-ria-men-te excitado, con guantes blancos, y anunció el momento de levantarse. Los presos se vistieron prestamente y arreglaron las camas. Se introdujo precipitadamente en la celda una mesita cubierta por blanca funda y se extendieron sobre ella las revistas Ogoniok, La URSS en construcción y Amérika. Deslizaron sobre ruedas dos antiguos sillones, también enfundados, y reinó un maligno e insoportable silencio. El capitán iba de puntillas entre las camas y golpeaba con un bonito bastoncito blanco los dedos de quienes alargaban la mano para coger la revista Amérika.
En medio del pesado silencio, los presos aguzaban el oído. Como sabéis muy bien por experiencia, el oído es un sentido importantísimo para el preso. La vista del preso normalmente se ve limitada por las paredes y las pantallas, el olfato está saturado de aromas indignos, el tacto carece de nuevos objetos. En cambio, el oído se desarrolla extraordinariamente. Cada sonido, incluso en un rincón lejano del pasillo, es reconocido inmediatamente; el oído interpreta los acontecimientos que tienen lugar en la prisión y mide el tiempo: si distribuyen agua hirviente, si sacan a pasear o si traen algún paquete para alguien.
El oído fue también el que delató el principio del desenlace del caso: por la parte de la celda número 75 resonó el tabique de acero y en el pasillo entró mucha gente. Se oyó una conversación contenida, unos pasos apagados por la alfombra, luego se distinguieron unas voces femeninas, el susurro de unas faldas, y ante la puerta de la celda número 72, el director de la prisión de Butyrki dijo amablemente:
—Ahora, señora Roosevelt, resultará seguramente interesante visitar alguna de las celdas. A ver, ¿cuál de ellas? La primera que venga a mano. Por ejemplo, la número 72. Abra, sargento.
Entró en la celda la señora Roosevelt acompañada de su secretario, su intérprete, dos respetables matronas de los medios cuáqueros, el director de la cárcel y algunas personas vestidas de paisano o con el uniforme del MVD. El capitán de los guantes blancos se hizo a un lado. Viuda del presidente, mujer también progresista y perspicaz que había hecho mucho en defensa de los derechos humanos, la señora Roosevelt se había impuesto la tarea de visitar al bravo aliado de América y ver por sus propios ojos cómo se distribuía la ayuda de la UNRRA[38] (habían llegado a América maliciosos rumores en el sentido de que los productos de la UNRRA no llegaban al pueblo llano), y también comprobar si en la Unión Soviética se perseguía la libertad de conciencia. Ya le habían mostrado a unos ciudadanos soviéticos del montón (miembros del partido y oficiales del MGB disfrazados) que, vestidos con simples monos de obrero, habían dado las gracias a los Estados Unidos por su desinteresada ayuda. Entonces, la señora Roosevelt insistió en que la llevaran a visitar una cárcel. Sus deseos fueron satisfechos. La señora se sentó en uno de los sillones, la comitiva se situó a su alrededor y empezó una conversación a través del intérprete.
Los rayos del sol, enviados por el espejo giratorio, continuaban batiendo la celda. Y el hálito de Eolo movía las cortinas.
A la señora Roosevelt le gustó mucho que una celda elegida al azar, cogida por sorpresa, tuviera una blancura tan sorprendente, una ausencia total de moscas y una lamparilla encendida en el rincón de preferencia pese a ser día laborable.
Al principio, los presos se mostraban tímidos y no se movían, pero cuando el intérprete les tradujo la pregunta de la ilustre visitante referente a si los presos incluso se abstenían de fumar para preservar la pureza del aire, uno de ellos se levantó, abrió el paquete de Kazbek, encendió un cigarrillo y ofreció otro a un compañero.
La cara del teniente general se oscureció:
—Luchamos contra el tabaco —manifestó expresivamente—, pues el tabaco es un veneno.
Hubo también un preso que cambió su asiento por otro junto a la mesa y empezó a examinar la revista Amérika muy rápidamente.
—¿Por qué se ha castigado a estos hombres? Por ejemplo, a este señor que lee la revista —preguntó la alta visitante.
(«Este señor» había sido condenado a diez años por su imprudente amistad con un turista norteamericano).
El teniente general respondió:
—Este hombre fue un activo hitleriano, trabajó en la Gestapo, incendió personalmente una aldea rusa y, perdón, violó a tres campesinas rusas. El número de niños asesinados por él no tiene cuenta.
—¿Ha sido condenado a la horca? —exclamó la señora Roosevelt.
—No. Tenemos la esperanza de corregirlo. Está condenado a diez años de trabajo honrado.
El preso puso cara de sufrimiento pero no intervino, continuó leyendo la revista con un apresuramiento convulso.
En aquel momento entró impensadamente en la celda un sacerdote ortodoxo ruso con una gran cruz nacarada sobre el pecho. Evidentemente, hacía el recorrido de turno y quedó muy turbado al encontrar en la celda a las autoridades y a unos visitantes extranjeros.
Quiso retirarse, pero su modestia gustó a la señora Roosevelt, quien le pidió que cumpliera con su ministerio. Acto seguido, el sacerdote sacó un tomo de bolsillo del Evangelio y lo puso en manos de uno de los desconcertados presos, se sentó en la cama de otro, que estaba petrificado de asombro, y le dijo:
—Bien, hijo mío, la última vez me pediste que te contara los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo.
La señora Roosevelt pidió al teniente general que se hiciera una última pregunta a los reclusos, allí mismo, en su presencia: ¿alguno de ellos tenía quejas a presentar a la Organización de las Naciones Unidas?
El teniente general preguntó amenazador:
—¡Atención, presidiarios! ¿Qué se os dijo del Kazbek? ¿Queréis régimen severo?
Y los presos, que hasta entonces callaban como hechizados, empezaron a alborotar, y sonaron varias voces indignadas:
—¡Ciudadano jefe, es que no tenemos nada para fumar!
—¡Se nos hinchan las narices!
—¡Nuestro mal tabaco quedó en los pantalones de antes de la guerra!
—¡No lo sabíamos!
La célebre dama vio la auténtica indignación de los presos, oyó sus sinceros gritos, y por ello escuchó la traducción con el mayor interés:
—Protestan unánimemente de la dura situación de los negros en América, y piden que la ONU examine esta cuestión.
Así, en mutua y agradable conversación, pasaron unos quince minutos. En aquel momento, el celador de servicio en el pasillo anunció al director de la cárcel que habían traído la comida. La visitante pidió que no hicieran cumplidos y distribuyeran la comida en su presencia. Se abrió la puerta y entraron unas camareras jóvenes y bonitas (al parecer, las mismas roperas disfrazadas), con unas grandes fiambreras de sopa corriente de caldo de gallina con tallarines, y empezaron a distribuirla por los platos. En un instante, algo así como el impulso de un atavismo primitivo dominó a los dignos presos: saltaron con los zapatos puestos sobre sus camas, doblaron las rodillas sobre el pecho estrechando los brazos alrededor de las piernas, y en esta canina posición del cuerpo, con los dientes al aire, observaron penetrantemente si se hacía justicia en el reparto de la sopa. Las damas patrocinadoras estaban extrañadas, pero el intérprete les explicó que se trataba de una costumbre nacional rusa.
Fue imposible convencer a los presos para que se sentaran a la mesa y comieran con cucharas de cuproníquel: habían sacado ya, váyase a saber de dónde, sus raídas cucharas de madera. Apenas el sacerdote bendijo el ágape y las camareras distribuyeron los platos por las camas advirtiendo a los presos que en la mesa había una fuente donde arrojar los huesos, se oyó un terrible y unísono ruido de succión seguido del acompasado crujido de los huesos de gallina, y todo cuanto había en el plato desapareció para siempre. No hizo falta la fuente para arrojar los huesos.
—¿Estarían hambrientos? —la visitante, inquieta, manifestó esta absurda suposición—. Quizá quieran más.
—¿Alguien quiere que le añadan algo? —preguntó el general con voz ronca.
Nadie quiso que le añadieran nada. Conocían la prudente expresión de los campos de concentración: «Te lo añadirá el fiscal».
Con todo, los presos devoraron con la misma indescriptible rapidez las albóndigas de arroz.
Aquel día no tocaba compota, pues era laborable.
Convencida de la falsedad de las insinuaciones difundidas por gente malévola en el mundo occidental, Mistress Roosevelt salió al pasillo con toda la comitiva y dijo:
—¡Qué groseros son sus modales y qué poca cultura tienen estos desgraciados! Esperemos, sin embargo, que dentro de diez años hayan aprendido aquí algo de educación. ¡Tiene usted una cárcel magnífica!
El sacerdote salió de la celda con la comitiva apresuradamente, antes de que cerraran la puerta.
Cuando los visitantes se marcharon del pasillo, el capitán de los guantes blancos entró corriendo en la celda:
—¡Fir-mes! —gritó—. ¡En fila de a dos! ¡Al pasillo! —Y al observar que no todos comprendían correctamente sus palabras, dio explicaciones complementarias con la suela de su bota a los que se retrasaban.
Se descubrió entonces que un recluso perspicaz había entendido literalmente el permiso de escribir unas memorias, y mientras todos dormían había empezado, por la mañana, a desarrollar dos capítulos: «Cómo me daban tormento» y «Mis encuentros en Lefortovo».
Las memorias le fueron arrebatadas al instante, y al celoso escritor le abrieron un nuevo expediente por abyectas calumnias contra los órganos de Seguridad del Estado.
De nuevo los llevaron —con tintineo de llaves y chasquidos de dedos, «llevo un preso»— a través de gran número de puertas de acero hasta la antesala del baño, que continuaba con sus sempiternas irisaciones de una belleza de malaquita-rubí. Allí les fue quitado todo, incluso la ropa interior de seda azul celeste, y se llevó a cabo un registro especialmente cuidadoso durante el cual encontraron bajo la mejilla de un preso el Sermón de la Montaña que había arrancado de un Evangelio. Por ello se le golpeó, primero en la mejilla derecha y luego en la izquierda. Les quitaron también las esponjas de coral y «El Hada de Lilas», exigiendo de nuevo la firma del preso en cada caso.
Entraron dos carceleros con batas sucias y maquinillas puercas y embotadas, y raparon los pubis de los reclusos; luego, con las mismas maquinillas, las mejillas y las sienes. Finalmente, vertieron en la palma de la mano de cada uno veinte gramos de apestoso jabón sintético líquido y los encerraron en el baño. No hubo más remedio, los presos volvieron a lavarse.
Luego se abrió la puerta de salida con estruendo canónico y los presos salieron al vestíbulo violeta. Dos viejas, dos criadas del infierno, sacaron con estrépito las vagonetas de la desinfección, en los recalentados ganchos de las cuales colgaban los harapos que nuestros héroes tan bien conocían.
Los presidiarios volvieron muy abatidos a la celda número 72, donde sus cincuenta camaradas yacían de nuevo sobre las tablas llenas de chinches ardiendo de curiosidad por conocer lo sucedido. Las ventanas de nuevo tapadas con pantallas, las palomas cubiertas de pintura olivácea oscura. En el rincón, la cubeta de cuatro cubos de capacidad.
En el nicho, olvidado, sonreía enigmáticamente el pequeño Buda de bronce…