Siete hombres se sentaban a la mesa del cumpleaños, formada por tres mesitas de noche de diferente altura, adosadas una a otra, cubiertas con un papel de color verde vivo, botín de guerra procedente también de la firma Lorenz. Sologdin y Rubin se sentaron en la cama al lado de Potapov; Abramson y Kondrashov al lado de Prianchikov, y el homenajeado se sentó a la cabecera de la mesa, sobre el ancho alféizar de la ventana. Arriba, por encima de ellos, dormía ya Zemeliá, y los demás vecinos no andaban por allí. El compartimento entre las dos camas parecía separado del resto de la sala.
En el centro de la mesa, en una escudilla de plástico, se había colocado el tejeringo de Nadia, un producto nunca visto en la sharashka. Para las siete bocas de aquellos hombres parecía ridículamente poco. Luego había galletas simples y otras untadas con mousse, por lo que se llamaban pastelillos. Había además caramelos de nata obtenidos hirviendo un bote de leche condensada cerrado. A espaldas de Nerzhin, en un oscuro bote de litro, descansaba aquella cosa atractiva a la que se destinaban las copas. Era una pequeña cantidad de aguardiente intercambiado con los reclusos del laboratorio de química por un pedazo de cartón baquelizado «de primera clase». El alcohol había sido diluido en agua en la proporción de uno a cuatro y coloreado después con cacao condensado. Era un líquido marrón de baja graduación que, sin embargo, era esperado con impaciencia.
—¿Qué tal, señores? —interpeló Sologdin a los presentes inclinándose de un modo afectado y mostrando unos ojos brillantes incluso en la penumbra del compartimento—. A ver, recordemos quién de nosotros se sentó por última vez a una mesa de celebración, y cuándo fue eso.
—Yo, ayer, con los alemanes —rezongó Rubin, a quien no gustaba el discurso.
Que Sologdin, a veces, llamara «señores» a unos camaradas reunidos era algo que Rubin atribuía al resultado del embrutecimiento de doce años de cárcel. No era posible pensar que en el trigésimo tercer año de la revolución un hombre pudiera pronunciar en serio aquella palabra. Debido a este mismo embrutecimiento, también las ideas de Sologdin estaban alteradas en muchos aspectos, y Rubin procuraba recordarlo siempre y no irritarse aunque tuviera que escuchar cosas extravagantes.
(Para Abramson, por cierto, era igualmente extravagante que Rubin hubiera participado en la fiesta de los alemanes. ¡Todo internacionalismo debe tener un límite prudente!).
—Nooo —insistió Sologdin—. ¡Me refiero a una verdadera mesa, señores! —Le alegraba toda ocasión de emplear aquel orgulloso tratamiento. Creía que se habían puesto ya grandes extensiones de tierra a disposición de los «camaradas», y que en el estrecho terrón de la cárcel acabarían por tragarse el «señores» aquellos a quienes no gustaba este tratamiento—. Sus signos de identidad son un pesado mantel de color pálido, vino en jarras de cristal, bueno, y mujeres engalanadas, ¡naturalmente!
Quería paladear el momento y retrasar el comienzo del festín, pero Potapov recorrió la mesa y los invitados con la celosa mirada de control de un ama de casa y le interrumpió con su refunfuño característico:
—Comprended, muchachos, que ya es hora. Antes de que
la amenaza de las rondas de medianoche.
nos pille con esta bebida, hay que pasar a la parte oficial.
E hizo señas a Nerzhin de que sirviera el líquido.
Mientras se distribuía el aguardiente, todos callaban y recordaban algo.
—Hace tiempo —suspiró Nerzhin.
—Yo ya he perdido hasta el recuerdo —se estremeció Potapov.
Aunque recordara vagamente una boda en el torbellino loco de su trabajo, antes de la guerra, no habría podido decir con seguridad si aquella boda había sido la suya propia o bien la de otro a la que hubiera sido invitado.
—¿Y por qué no? —se animó Prianchikov—. Avec plaisir! Enseguida os lo cuento. El liño 45, en París, yo…
—Espera, Valentulia —le contuvo Potapov—. ¿Así, pues…?
—¡Por el culpable de nuestra reunión! —pronunció Kondrashov con voz más fuerte de la necesaria, y se irguió, aunque ya antes se sentaba muy erguido—. Para que…
Pero antes de que los invitados alargaran la mano hacia las copas se incorporó Nerzhin —apenas tenía espacio en la ventana— y les previno en voz baja:
—¡Amigos míos! ¡Perdonad que rompa la tradición! Yo…
Recuperó el aliento, pues estaba emocionado. Siete miradas cálidas procedentes de siete pares de ojos habían forjado algo en su interior.
—¡… seamos justos! ¡No todo es tan negro en nuestra vida! Esta faceta de la felicidad: una mesa libre, una mesa de bachilleres masculinos, un intercambio libre de pensamientos, sin temores ni disimulos, ¿verdad que esta felicidad no la gozábamos en libertad?
—Sí, propiamente, a menudo no había libertad —sonrió Abramson. Dejando aparte la infancia, había pasado en libertad la parte menor de su vida.
—¡Amigos! —se dejó llevar Nerzhin—. Tengo treinta y un años. Y la vida lo mismo me ha mimado que derribado. Y por la ley sinusoidal, quizá me salpique todavía el éxito vacío y la falsa grandeza. Pero os juro que nunca olvidaré la verdadera grandeza humana que he conocido en la cárcel. Me siento orgulloso de que la modesta celebración de hoy haya reunido a una sociedad tan selecta. No nos duela el tono elevado de nuestras palabras. ¡Brindemos por la amistad que florece en las criptas de las prisiones!
Los vasos de papel chocaron insonoros con los de cristal y de plástico. Potapov sonrió con aire culpable, se arregló sus simples gafas y dijo separando las sílabas:
Cé-le-bres por su vi-va e-lo-cuen-cia,
se reunían los miembros de la familia
en casa del inquieto Ni-ki-ta,
en casa del prudente Iliá.
Bebían lentamente el pardo aguardiente procurando adivinar su aroma.
—¡No le falta graduación! —aprobó Rubin—. ¡Bravo, Andréich!
—Tiene graduación —confirmó también Sologdin. Estaba de humor para alabarlo todo.
Nerzhin se echó a reír:
—¡Es un caso rarísimo que Lev y Mitia coincidan en una opinión! No recuerdo otra ocasión.
—Nada de eso, Glebchik, ¿por qué lo dices? ¿Recuerdas que en Año Nuevo Lev y yo estuvimos de acuerdo en que la infidelidad de la esposa no se podía perdonar y en cambio la del marido sí?
Abramson sonrió con cansancio:
—Vaya, ¿y qué hombre no hubiera estado de acuerdo en esto?
—Pues este ejemplar —Rubin señaló a Nerzhin— aseguró entonces que también se puede perdonar a la mujer, que no hay diferencia en este punto.
—¿Eso dijo usted? —preguntó rápidamente Kondrashov.
—¡Ah, inocente! —rio sonoramente Prianchikov—. ¿Cómo se puede comparar?
—¡La constitución del cuerpo y el procedimiento de unión demuestran que la diferencia es enorme! —exclamó Sologdin.
—No, no, hay que profundizar más —protestó Rubin—. Hay en ello un gran designio de la naturaleza. El hombre se muestra bastante indiferente por la calidad de la mujer, pero inexplicablemente tiende a la cantidad. Gracias a esto quedan muy pocas mujeres completamente al margen.
—¡Y en eso radica la filantropía del donjuanismo! —levantó la mano Sologdin acogedora y elegantemente.
—¡Pues las mujeres tienden a la calidad, por si queréis saberlo! —sacudió su largo dedo Kondrashov—. ¡Su infidelidad es una búsqueda de la calidad! ¡Así se mejora la descendencia!
—No me culpéis, amigos —se justificó Nerzhin—, pero cuando era pequeño ondeaban sobre nuestras cabezas unos paños rojos con unas inscripciones de oro: IGUALDAD Desde entonces, naturalmente…
—¡Ya nos sale con esa igualdad! —refunfuñó Sologdin.
—¿Y qué tiene que decir contra la igualdad? —se puso tenso Abramson.
—¡Pues que no existe en toda la naturaleza viva! Nada ni nadie crece igual, esta tontería la inventaron… los «sabihondos». —Cabe suponer que se refería a los enciclopedistas—. ¡No tenían ni idea de la ley de la herencia! La gente nace con una desigualdad de espíritu, una desigualdad de voluntad y una desigualdad de facultades…
—Una desigualdad de bienes, una desigualdad de clase —le empujó Abramson en su mismo tono.
—¿Dónde habéis visto una igualdad de bienes? ¿Dónde la habéis creado? —se excitaba ya Sologdin—. ¡Nunca la habrá! ¡Sólo está al alcance de los indigentes y de los santos!
—Naturalmente, de entonces para acá —insistió Nerzhin para cubrirse del fuego de la disputa— la vida ha sacudido bastante la cabeza de los tontos, pero entonces parecía que, si las naciones eran iguales y las personas eran iguales, ¿por qué no habían de serlo en todo el hombre y la mujer?
—¡Nadie le acusa! —espetó Kondrashov con la palabra y con los ojos—. ¡No se apresure a rendirse!
—Este delirio sólo se puede perdonar en atención a tu juventud —sentenció Sologdin. (Era seis años mayor que él).
—Teóricamente Glebka tiene razón —dijo Rubin tímidamente—. Yo también estoy dispuesto a romper cien mil lanzas por la igualdad entre el hombre y la mujer. Pero ¿abrazar a mi mujer después que la hubiera abrazado otro? ¡Brr! ¡Biológicamente, no puedo!
—¡Pero, señores, si resulta hasta ridículo examinar esta cuestión! —gritó Prianchikov. Pero, como siempre, no le dejaron terminar.
—Hay una salida sencilla, Lev Grigórich —replicó firmemente Potapov—. ¡No abraces tú nunca a ninguna mujer que no sea la tuya!
—Bueno, verá… —abrió los brazos Rubin con gesto de impotencia escondiendo una amplia sonrisa en su barba de pirata.
Se abrió ruidosamente la puerta y entró alguien. Potapov y Abramson volvieron la cabeza. No, no era un vigilante.
—¿Y Cartago debe ser destruida? —Abramson señaló con la cabeza hacia la lata de litro.
—Y cuanto antes mejor. ¿A quién le gusta estar encerrado? ¡Sirve, Vikéntich!
Nerzhin distribuyó el resto procurando repartir escrupulosamente a cada uno lo que le correspondía.
—¿Permitís que esta vez bebamos por el homenajeado? —preguntó Abramson.
—No, amigos. Yo sólo utilizo mis derechos de homenajeado para romper con la tradición. Yo… hoy he visto a mi mujer. Y he visto en ella… a todas nuestras esposas, atormentadas, asustadas, acosadas. Nosotros aguantamos porque no tenemos más remedio. Pero ¿y ellas? Bebamos por ellas, que se han encadenado a…
—¡Sí! ¡Es una gesta santa! —exclamó Kondrashov.
Bebieron.
Hicieron una pequeña pausa.
—¡Qué manera de nevar! —observó Potapov.
Todos volvieron la cabeza. A espaldas de Nerzhin, la nieve no era visible tras los nebulosos cristales, pero aparecían fugazmente muchas bolas negras de algodón: la sombra de los copos de nieve que los faroles y reflectores del exterior arrojaban sobre la cárcel.
En alguna parte, tras la cortina de la nevada, estaría ahora Nadia Nerzhin.
—¡Incluso estamos condenados a ver la nieve negra y no blanca! —exclamó Kondrashov.
—Hemos bebido por la amistad. Hemos bebido por el amor. Cosas inmortales y buenas —alabó Rubin.
—Nunca he dudado del amor. Pero, a decir verdad, antes de ir al frente y antes de la cárcel no creía en la amistad, especialmente en aquella que, sabéis… «dio la vida por la de su amigo». En la vida cotidiana hay una familia, pero ¿hay lugar para una amistad, eh?
—Es una opinión muy extendida —replicó Abramson—. Por ejemplo, a menudo dedican por radio la canción En medio de la lisa llanura. ¡Pero escuchad su texto! Un repugnante gimoteo, las quejas de un alma mezquina:
Todos los amigos, todos los conocidos,
duran sólo hasta que los necesitas.
—¡Indignante! —saltó para atrás el pintor—. ¿Cómo se puede vivir un solo día con tales pensamientos? ¡Es como para ahorcarse!
—Ciertamente, se podría decir al revés: sólo cuando los necesitas empiezan los amigos.
—¿Quién lo escribió?
—Merzliakov[35].
—¡Vaya un apellido! ¿Quién es ese Merzliakov, Liovka?
—Un poeta. Unos veinte años mayor que Pushkin.
—¿Conocerás, naturalmente, su biografía?
—Fue profesor de la Universidad de Moscú. Tradujo La Jerusalén libertada.
—Decidme, ¿hay algo que Liovka no sepa? Sólo las matemáticas superiores.
—Y también las inferiores.
—Pero no deja de decir: «pongámoslo entre paréntesis», «elevemos estos fallos al cuadrado», sabiendo que una cantidad negativa elevada al cuadrado…
—¡Señores! ¡Debo presentarles un ejemplo que demuestra que Merzliakov tenía razón! —intervino Prianchikov atragantándose y apresurándose como un niño en la mesa de los mayores. En nada desmerecía de sus interlocutores, reflexionaba instantáneamente, era ingenioso y atraía por su sinceridad. Pero le faltaba aplomo varonil, aire externo de dignidad, y por ello parecía quince años más joven y era tratado como un adolescente—. En verdad, es cosa probada: ¡nos traiciona quien come en nuestro mismo plato! Tuve un amigo íntimo con el que me fugué de un campo de concentración hitleriano, con el que me escondí de los sabuesos… Luego, entré en la familia de un importante hombre de negocios, y a él le presentaron a una condesa francesa…
—¿Sííí? —se impresionó Sologdin. Los títulos de conde y de príncipe conservaban para él un encanto indescriptible.
—¡No tiene nada de particular! ¡Los prisioneros rusos se casaban incluso con marquesas!
—¿Ah, sí?
—Y cuando el general Golikov empezó su fraudulenta repatriación, yo, como es natural, no sólo no me presenté, sino que disuadí a todos nuestros idiotas. Y de pronto me encuentro con este amigo, mi mejor amigo. ¡Imaginaos, fue él quien me traicionó! ¡Me puso en manos de los hombres de la Seguridad del Estado!
—¡Qué maldad! —exclamó el pintor.
—La cosa fue de la siguiente manera.
Casi todos habían oído ya esta historia de Prianchikov. Pero Sologdin empezó a interrogarle preguntando cómo era que los prisioneros se casaban con condesas.
Rubin tenía muy claro que el alegre y simpático Valentulia, con el que se podía perfectamente trabar amistad en la sharashka, había sido en la Europa de 1945 una figura objetivamente reaccionaria, y lo que él llamaba traición por parte de su amigo (es decir, que el amigo había facilitado que Prianchikov volviera a la patria contra su voluntad) no era una traición, sino un deber patriótico.
Una historia arrastraba a otra. Potapov recordó el librito que ponían en manos de cada repatriado: «La Patria ha perdonado, la Patria te llama». En él se decía literalmente en letras de molde que había una disposición del Presidium del Soviet Supremo ordenando que no se persiguiera judicialmente ni siquiera a los repatriados que habían servido en la policía alemana. En la frontera se registraba a los repatriados y se les quitaban estos libritos, elegantemente editados, que contenían además nebulosas alusiones a ciertas reformas en el sistema koljosiano y en el régimen social de la Unión. Y los repatriados eran metidos en furgones celulares y enviados al contraespionaje. Potapov había leído aquel librito con sus propios ojos y, aunque habría vuelto al margen de cualquier librito, le escocía especialmente esta pequeña y ruin picardía del enorme Estado.
Abramson dormitaba tras sus inmóviles gafas. Ya sabía que se producirían esas conversaciones vacías. De algún modo había que rastrillar para casa a aquella horda perdida.
Durante el primer año de posguerra, sumergidos en el torrente de prisioneros que afluía de Europa, Rubin y Nerzhin se habían empapado tanto de contraespionaje y de prisiones que parecía que también hubieran sido prisioneros durante los cuatro años. Y por eso les interesaban poco las narraciones sobre la repatriación, y muy unánimemente inclinaban a Kondrashov a hablar de arte en su extremo de mesa. En general, Rubin consideraba que Kondrashov era un pintor de poca importancia, una persona poco seria, demasiado alejada del ámbito económico e histórico, pero de las conversaciones que sostenía con él extraía agua viva sin darse cuenta.
Para Kondrashov, el arte no era un género de trabajo ni una sección de la ciencia. El arte era para Kondrashov el único medio para vivir. Cuanto había a su alrededor —el paisaje, un objeto, el carácter humano o un matiz—, todo vibraba en uno de los veinticuatro tonos, y Kondrashov habría podido indicar ese tono sin vacilar (a Rubin le había atribuido el do menor). Todo cuanto fluía a su alrededor —la voz humana, el humor de un instante, una novela o el mencionado tono—, todo tenía un color, y Kondrashov habría podido indicar ese color sin vacilar (el fa sostenido mayor era el azul marino con aplicaciones de oro).
Había un estado que Kondrashov no había conocido nunca: la indiferencia. En cambio eran famosos sus apasionamientos y antiapasionamientos, sus opiniones radicales. Era devoto de Rembrandt y detractor de Rafael. Admirador de Valentín Serov y enemigo encarnizado de los Ambulantes[36]. No era capaz de percibir algo a medias, sólo podía entusiasmarse ilimitadamente o indignarse ilimitadamente. No quería ni oír hablar de Chéjov, se apartaba de Chaikovski temblando («¡Me ahoga! ¡Me quita la esperanza de vivir!»), pero encontraba un eco íntimo en los coros de Bach y en los conciertos de Beethoven, como si hubiera sido el primero en ponerlos en solfa.
Ahora arrastraron a Kondrashov a una conversación sobre si los cuadros debían o no imitar la naturaleza.
—Por ejemplo, queréis pintar una ventana abierta a un jardín una mañana de verano —respondió Kondrashov. Su voz era joven, la emoción cambiaba su tono, cerrando los ojos se habría podido pensar que era un joven el que discutía—. Imitando honradamente a la naturaleza, lo pintaríais todo tal como lo veis. ¿Pero sería eso todo? ¿Y el canto de los pájaros? ¿Y el frescor de la mañana? ¿Y esa pureza invisible que os inunda? En realidad, al pintar la percibís, forma parte de vuestra sensación de una mañana de verano. ¿Cómo conservarla también en el cuadro? ¿Cómo no perderla para el espectador? ¡Evidentemente, hay que integrarla! Con la composición, con el color, no tenéis otra cosa a vuestra disposición.
—¿O sea que no hay que limitarse a copiar?
—¡Desde luego que no! Además, en general —empezó a interesarse Kondrashov— todo paisaje (y todo retrato) empieza en el momento en que te recreas en la naturaleza y piensas: «¡Oh, qué bonito! ¡Ah, qué fantástico! ¡Ah, si consiguiera reproducirlo tal como es!». Pero te adentras en el trabajo, y de pronto: ¡Oiga! ¡Oiga! ¡Pero si en el natural hay un absurdo, un desaguisado, una total falta de correspondencia! ¡Aquí, en este lugar, y en este otro! ¡Cuando debería ser de esa otra manera! ¡Así! ¡Y así vas pintando! —Kondrashov contempló a sus interlocutores con aire de triunfante arrogancia.
—¡Pero, amigo mío, este «debería ser» es un camino peligrosísimo! —protestó Rubin—. Convertiría usted a las personas en ángeles o diablos, cosa que, por cierto, es lo que hace. Y, sin embargo, si pinta el retrato de Andrei Andréich Potapov, el resultado debe ser Potapov.
—¿Y esto significa mostrarlo tal como es? —se rebeló el pintor—. Exteriormente sí, debe parecérsele, es decir, las proporciones del rostro, el corte de los ojos, el color del pelo. ¿Pero no es una ligereza pensar que se puede conocer y ver la realidad tal cual es, especialmente la realidad espiritual? Y, si al mirar al retratado descubro en él posibilidades espirituales que están por encima de las que ha puesto de manifiesto hasta el presente en su vida, ¿por qué no he de atreverme a pintarlas? ¿Por qué no he de ayudar a un hombre a encontrarse a sí mismo y a elevarse espiritualmente?
—¡Oiga, usted es un pintor del realismo socialista de cabo a rabo! —palmoteo Nerzhin—. ¡Fomá no sabe con quién está tratando!
—¿Por qué debo minimizar su alma? —brillaron amenazadoramente en la penumbra las gafas de Kondrashov, que nunca se deslizaban por su nariz—. Os diré una cosa, en general, no sólo al pintar retratos, sino en cualquier trato entre las personas puede haber algo más importante que el objetivo propuesto: ¡lo que uno ve e indica haber visto en el otro provoca que este algo aflore en la vida del otro!, ¿no es cierto?
—En una palabra —replicó Rubin—, para usted, el concepto de objetividad no existe ni aquí ni en parte alguna.
—¡Sí! ¡No soy objetivo y me enorgullezco de no serlo! —tronó Kondrashov-Ivánov.
—¿Quéé? Permítame, ¿cómo es eso? —se pasmó Rubin.
—¡Así! ¡Así! ¡Me enorgullezco de mi falta de objetividad! —dijo Kondrashov como si descargara golpes y sólo la litera superior le impidiera tomar impulso—. ¿Y usted, Lev Grigórich, y usted? Usted también carece de objetividad, ¡y esto es muchísimo peor! ¡Mi superioridad sobre usted está en que no soy objetivo, pero lo sé! ¡Lo considero un mérito! ¡En ello está mi «yo»!
—¿Que yo no soy objetivo? —se impresionó Rubin—. ¿Ni siquiera yo? Entonces, ¿quién es objetivo?
—¡Nadie! —dijo exultante el pintor—. ¡Nadie! ¡Nadie lo ha sido nunca ni nunca nadie lo será! Incluso todo acto de conocimiento conlleva un tinte emocional previo. ¿O no es así? La verdad debe ser el resumen final de largas investigaciones, pero esta verdad nocturna, ¿no aparece ante nosotros antes que toda clase de investigaciones? Tomamos un libro, y el autor, sin saber por qué, nos parece antipático: antes de leer la primera página ya nos parece que seguramente no nos gustará, y, naturalmente, ¡no nos gusta! Usted, por ejemplo, trabaja en la comparación de cien idiomas mundiales, acaba de rodearse de diccionarios, tiene por delante cuarenta años de trabajo, pero ya está seguro ahora de demostrar que todas las palabras proceden de la palabra «mano». ¿Es esto objetividad?
Nerzhin, muy satisfecho, se rio de Rubin con una sonora carcajada. Rubin también se echó a reír: ¡cómo iba a enfadarse con aquel hombre tan puro!
Kondrashov no tocaba la política, pero Nerzhin se apresuró a referirse a ella:
—¡Un paso más, Ippólit Mijálych! ¡Le suplico que dé un paso más! ¿Y Marx? Estoy seguro que antes de empezar cualquier análisis económico, cuando todavía no había compuesto ninguna tabla estadística, ya sabía que bajo el capitalismo la clase obrera estaba en la más absoluta indigencia, era la mejor parte de la humanidad y por lo tanto el futuro le pertenecía. Con la mano en el corazón, Liovka, ¿me vas a decir que no?
—Hijo mío —suspiró Rubin—, si no fuera posible prever anticipadamente el resultado…
—¡Ippólit Mijálych! ¡Y sobre esto construyen su progreso! ¡Cómo odio esta palabra sin sentido: «progreso»!
—¡Pues en el arte no hay ningún «progreso»! ¡Ni puede haberlo!
—¡Efectivamente! ¡Efectivamente, así se habla! —se alegró Nerzhin—. En el siglo XVII hubo un Rembrandt, ¡y a ver quién supera a Rembrandt hoy día! ¿Y la técnica del siglo XVII? Ahora nos parece primitiva. ¿Qué avances técnicos se produjeron en los años setenta del siglo pasado? Para nosotros son juegos de niños. Pero en aquellos años se escribió Ana Karénina. ¿Qué puedes ofrecerme que sea mejor?
—Permítame, permítame, maestro —se empeñó Rubin—. ¿Nos dejará por lo menos que haya progreso en la ingeniería? ¿No es absurdo?
—¡Malvado! —se echó a reír Gleb—. Esto se llama una zancadilla.
—Su argumento, Gleb Vikéntich —intervino Abramson—, se puede desarrollar también de otra manera. Significa que los sabios y los ingenieros hicieron grandes cosas en todos estos siglos, y por eso se abrieron camino. Y los esnobs del arte, por lo visto, hicieron el payaso. Y los parásitos…
—¡Se vendieron! —exclamó Sologdin, alegre sin saber por qué.
¡Dos polos opuestos, él y Abramson, se sometían a la unificación de una sola idea!
—¡Bravo, bravo! —gritó también Prianchikov—. ¡Jovenzuelos! ¡Novatos! ¡De esto hablé ayer en el laboratorio de acústica! —(El día anterior había hablado de las ventajas del jazz, pero ahora le parecía que Abramson expresaba precisamente su pensamiento).
—¡Creo que puedo reconciliaros! —sonrió maliciosamente Potapov—. En este siglo se produjo un caso históricamente cierto en el que cierto ingeniero eléctrico y cierto matemático, que soportaban dolorosamente la sensación de retraso de las bellas artes, compusieron juntos una novela. Por desgracia no quedó escrita: carecían de lápiz.
—¡Andréich! —gritó Nerzhin—. ¿Podría usted reproducirla?
—Haciendo un esfuerzo y con la ayuda de usted. La verdad, fue la única obra de toda mi vida. Bien puedo recordarla.
—¡Interesante, señores, muy interesante! —se animó Sologdin sentándose más cómodamente. Le gustaban mucho estas inventivas en la cárcel.
—Pero comprenderéis, como nos enseña Lev Grigórich, que no es posible comprender ninguna obra de arte sin conocer la historia de su creación y su encargo social.
—Está usted progresando, Andréich.
—Y ustedes, mis buenos invitados, termínense los pastelillos, ¡que para vosotros se hicieron! La historia de la creación de esta obra es la siguiente: en verano de 1946, en la sala monstruosamente atiborrada del sanatorio Bu–car (la Administración imprimió esta inscripción en las escudillas. Significaba: BUtyrki CARcel), Vikéntich y yo yacíamos uno al lado del otro, primero debajo de los catres y después en los catres, nos ahogábamos por falta de aire, gemíamos de hambre, y no teníamos otra ocupación que charlar y observar el talante de la gente.
Y uno de nosotros exclamó primero: ¿Y si…?
—Fuiste tú, Andréich, el primero en decir: ¿Y si…? En todo caso, la forma fundamental, que se incorporó al título, le pertenece a usted.
—¿Y si…? —dijimos Gleb Vikéntievich y yo—. Y si de repente, en esta sala…
—¡No nos hagas sufrir! ¿Qué título le pusisteis?
—Pues veréis,
Sin pretender divertir a un orgulloso
y distinguido público,
intentaremos recordar entre los dos este viejo cuento, ¿eh? —la voz sorda y resquebrajada de Potapov sonaba al modo de un empedernido lector de folios polvorientos—. El título fue: La sonrisa de Buda.