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Nerzhin fue a ayudar a Potapov a preparar la mousse. Después de años de hambre en el cautiverio alemán y en las cárceles soviéticas, Potapov había establecido que el proceso de masticar no sólo no era despreciable o vergonzoso en nuestra vida, sino uno de los más gratificantes, un proceso que nos descubría la esencia de la existencia.

… Me gusta determinar el tiempo

por la comida, el té

y la cena…

citaba aquel especialista en alto voltaje, único en Rusia, que había entregado toda su vida a los transformadores de miles de kilovatios.

Y como Potapov era uno de esos ingenieros cuyas manos no andan con retraso en relación con la cabeza, pronto se convirtió en un cocinero fuera de serie: en el Kriegsgefangenlage hizo una tarta de naranja con sólo mondaduras de patata, y en las sharashkas se concentró y perfeccionó en la repostería.

Ahora trabajaba sobre dos mesitas de noche juntadas en la penumbra del pasillo entre su cama y la de Prianchikov (la agradable penumbra se conseguía haciendo que los colchones de las literas superiores taparan la luz de las bombillas). Por ser la habitación semicircular (las camas estaban dispuestas radialmente), el pasillo era al principio estrecho y se ensanchaba cerca de la ventana. Potapov utilizaba también todo el enorme antepecho de esta, de cuatro ladrillos y medio de anchura: había colocado allí botes de conserva, cajitas y escudillas de plástico. Potapov oficiaba la ceremonia mezclando leche condensada, cacao condensado y dos huevos (casi todo aportados por Rubin, que recibía continuamente paquetes de su casa y que siempre los compartía) y formando con ello algo que no tenía nombre en el lenguaje humano. Refunfuñóle al ocioso Nerzhin, y le mandó ir a buscar las copas que faltaban (una era el capuchón del termo, otras dos unas probetas del laboratorio de química, y otras dos las había fabricado Potapov pegando papel impermeable). Nerzhin propuso convertir en copas dos pequeñas bacías de afeitar, y emprendió la tarea de lavarlas a conciencia con agua caliente.

En la estancia semicircular se había impuesto el imperturbable descanso dominguero. Unos se habían sentado a charlar en el borde de la cama de sus compañeros acostados, otros leían e intercambiaban observaciones con sus vecinos, unos terceros yacían ociosos con los brazos bajo la nuca mirando el blanco techo sin parpadear.

Todo se mezclaba en un disonante murmullo general.

Zemeliá, el del Laboratorio del Vacío, se recreaba en la ociosidad de la cama: yacía en la litera superior, en calzoncillos (arriba hacía un poco de calor), y se acariciaba el velludo pecho, mostrando su invariable sonrisa inocente, mientras contaba al mordvino Mishka, tendido dos pasillos más allá:

—Por si quieres saberlo, todo empezó con medio cópek.

—¿Por qué con medio cópek?

—Antes, en el año 26 o 28, cuanto tú eras pequeño, de cada caja de cobro colgaba un letrero: «¡Exija el cambio de medio cópek!». Existía esa moneda, el medio cópek. Las cajeras la entregaban sin pronunciar palabra. Era cuando la NEP, lo que quiere decir tiempos de paz.

—¿No había guerra?

—¡Claro que no había guerra! ¡Qué disparate! Era antes del régimen soviético, por lo tanto, tiempos de paz. Sí… Durante la NEP, en las oficinas se trabajaban seis horas, no como ahora. Y no pasaba nada, podían con el trabajo. Y si te retenían quince minutos ya te pagaban horas extras. ¿Y qué crees que fue lo primero que desapareció? ¡El medio cópek! Con eso empezó todo. Luego desapareció el cobre. Después, en el año 30, desapareció la plata, no había calderilla en absoluto. No te daban cambio aunque reventaras. A partir de entonces no ha habido modo de arreglarlo. Como no había calderilla, empezaron a contar con rublos. El pordiosero ya no pedía un cópek en nombre de Cristo, sino que exigía: «¡Dadme un rublo, ciudadanos!». En la oficina, al cobrar el salario, no preguntes siquiera por los cópeks que el organismo te atribuye, se reirían: «¡Es un avaro!» dirían. ¡Pero eran unos tontos! Dar medio cópek era respetar a una persona, pero no devolver sesenta cópeks de un rublo es cagársete en la cabeza. No defendieron el medio cópek y ya ves, perdieron media vida.

En otro lado, también en las literas superiores, un preso había apartado la vista del libro y le decía a su vecino:

—¡Y qué malo era el gobierno zarista! Sabes, una tal Sáshenka, una revolucionaria, estuvo ocho días en huelga de hambre exigiendo que el director de la cárcel fuera a presentarle disculpas, y el muy imbécil se excusó. ¡Anda, ve y exige que el director de Krasnaya Presnaya te presente excusas!

—Aquí alimentarían a esa mema por el ano al tercer día, y le echarían una segunda condena por provocadora. ¿Dónde has leído esto?

—En Gorki.

Dvoyetiosov, que yacía no lejos de allí, se sobresaltó:

—¿Quién de aquí lee a Gorki? —preguntó con voz grave y amenazadora.

—Yo.

—¿Para qué?

—¿Qué otra cosa puedo leer?

—¡Mejor harías yéndote al retrete y sentándote allí con toda el alma! Vaya eruditos y humanistas se crían ahora, deberían azotaros a todos a la vez.

Debajo de ellos se había entablado la sempiterna discusión en toda celda: «Cuándo es mejor estar en prisión». El planteamiento mismo de la cuestión ya presuponía que nadie podía evitar la cárcel. (En las cárceles hay una tendencia a exagerar el número de presos y, aunque en realidad no había en prisión más de doce o quince millones de personas, los reclusos estaban seguros de que eran veinte y hasta treinta millones. Estaban seguros de que casi no había hombres en libertad, exceptuando los que tenían el poder y los del MVD). «Cuándo es mejor estar en prisión» significaba: ¿es mejor en la juventud o ya entrado en años? Algunos (habitualmente los jóvenes) demostraban alegremente que en tales casos es mejor estar en prisión en los años mozos: se tiene tiempo de comprender qué significa vivir, qué tiene de valioso la vida y qué de despreciable, y a los treinta y cinco, después de haberse tragado diez años, el hombre construye su vida sobre fundamentos sensatos. Por otra parte, el hombre que entra en la cárcel en el umbral de la vejez no hace más que tirarse de los pelos por no haber vivido como es debido, y porque la vida transcurrida ha sido una cadena de errores que ya es imposible corregir. Otros (por norma general los hombres maduros) demostraban no menos alegremente que, por el contrario, los que entran en prisión al borde de la vejez pasan a una especie de tranquila jubilación, a una especie de monasterio, y que en sus mejores años ya lo tomaron todo de la vida (en el recuerdo de los presos, este «todo» se reducía a la posesión del cuerpo femenino, de buenos trajes y de comida y vino hasta saciarse), y en el campo de concentración no les pueden arrancar ya muchas pieles. Por el contrario, al joven, dicen, lo abrumarán y mutilarán tanto que luego «ni deseo tendrá de una mujer».

Así discutían hoy en la estancia semicircular, y así discuten siempre los presos, quién consolándose, quién poniéndose nervioso, pero nunca podía sacarse la verdad de la cáscara de sus argumentos y ejemplos. En las tardes de los domingos los presos daban por sentado que estar en prisión siempre era bueno, pero cuando se levantaban el lunes por la mañana veían muy claro que estar en prisión siempre era malo.

Y en realidad, tampoco esto era verdad…

La discusión sobre «cuándo es mejor estar en prisión» pertenecía a ese tipo de discusiones que no irritan a los participantes, sino que los apaciguan bajo la sombra de una melancolía filosófica. Es una discusión que nunca, en ninguna parte, ha producido estallidos.

En cierta ocasión, Thomas Hobbes dijo que la verdad de que «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a ciento ochenta grados» haría correr la sangre si lesionara los intereses de alguien.

Pero Hobbes no conocía el carácter de los presidiarios.

En el catre del extremo, junto a la puerta, tenía lugar una de esas discusiones que pueden acarrear una pelea a puñetazos o el derramamiento de sangre, aunque no lesionaba los intereses de nadie: el tornero se acercó al ingeniero eléctrico para matar el tiempo con su amigo, y su conversación versó primero, por azar, sobre el pueblo de Sestroretska, y luego sobre las estufas que daban calefacción a las casas de Sestroretska. El tornero había vivido un año en Sestroretska y recordaba muy bien cómo eran las estufas del pueblo. El ingeniero no había estado nunca, pero su cuñado era fumista, un fumista de primera, y había construido estufas de obra precisamente en Sestroretska, y le había contado lo contrario de lo que ahora recordaba el tornero. Su discusión, que había empezado con simples réplicas, llegaba ya al extremo de que temblaran las voces, de que hubiera insultos personales, de que por su sonoridad ahogara las demás conversaciones de la sala. Los dos contendientes se sentían humillados ante la impotencia de demostrar que sus asertos estaban fuera de duda, intentaban vanamente encontrar a un árbitro entre los que les rodeaban, y de pronto recordaron que el portero Spiridón entendía mucho de estufas, y sin duda diría al otro que estufas tan extraordinarias no se encontraban en ningún sitio, no ya en Sestroretska. Y con paso rápido se fueron a ver al portero con gran satisfacción de toda la sala.

En su apasionamiento, sin embargo, olvidaron cerrar la puerta, y otra conversación no menos histérica, sostenida en el pasillo, irrumpió en la sala: cuándo sería correcto celebrar la segunda mitad del siglo XX, el 1 de enero de 1950 o el 1 de enero de 1951. Por lo visto, la discusión había empezado hacía rato, y había encallado en una cuestión: el 25 de diciembre de qué año había nacido Cristo.

Cerraron la puerta de golpe. La cabeza dejó de hincharse con el ruido, la sala quedó silenciosa. Podía oírse cómo Jorobrov contaba al constructor calvo, que estaba arriba:

—Cuando «los nuestros» inauguren el primer vuelo a la Luna, antes de partir darán, como es natural, un mitin junto al cohete. La tripulación se comprometerá a economizar el combustible, a llegar a la máxima velocidad cósmica, a no detener la nave espacial durante el camino para repararla, a realizar en la Luna un alunizaje sólo en caso de condiciones «buenas» o «perfectas». De los tres miembros de la tripulación, uno será un instructor político. Durante el trayecto realizará ininterrumpidamente una labor de explicación masiva al piloto y al copiloto, hablándoles de la utilidad de los viajes cósmicos y exigiéndoles unas notas para el periódico mural.

Oyó esta conversación Prianchikov, que atravesaba la habitación con una toalla y una pastilla de jabón. Con un movimiento de ballet saltó junto a Jorobrov y dijo frunciendo el ceño y con aire de misterio:

—¡Iliá Teréntich! Puedo tranquilizarlo. No será así.

—¿Pues cómo?

Prianchikov se llevó el dedo a los labios como en una película policíaca:

—Los primeros en volar a la Luna ¡serán los norteamericanos!

Y soltó una risa infantil cascabelera.

Y se marchó.

El grabador estaba sentado en la cama de Sologdin. Habían entablado una larga conversación sobre mujeres. El grabador tendría unos cuarenta años, pero aunque su cara todavía parecía joven su cabello era casi todo blanco. Esto lo embellecía mucho.

Hoy el grabador estaba inspirado. Por la mañana había cometido un error, cierto: se había tragado su novela, hecha una bola, aunque resultó después que habría podido pasar el registro y entregarla a su mujer. En cambio, se enteró en la entrevista que su esposa había mostrado sus anteriores novelas, tres meses antes, a ciertas personas de confianza y que todas ellas estaban entusiasmadas. Naturalmente, los elogios de parientes y conocidos pueden ser exagerados y en parte injustos, pero ¡por Dios!, ¿dónde encontrar opiniones justas? Para bien o para mal, el grabador había conservado la verdad para la eternidad, había conservado los gritos del alma dolida por lo que Stalin había hecho con millones de prisioneros rusos. Y ahora se sentía orgulloso, contento, pletórico, y había decidido firmemente continuar escribiendo novelas en el futuro. Además, la entrevista de hoy había sido afortunada también en otro sentido: su fiel esposa le esperaba, gestionaba su liberación y pronto debían manifestarse los resultados positivos de sus gestiones.

Para dar una salida a su euforia conversaba largamente con Sologdin, un hombre nada tonto pero absolutamente mediocre, un hombre que no tenía nada tan brillante, ni en el pasado ni en el futuro, como tenía él.

Sologdin estaba tendido de espaldas cuan largo era, con el libro abierto descansando sobre su pecho, y de vez en cuando lanzaba al narrador algunos destellos de su mirada. Con su barbita rubia, sus ojos claros, su alta frente y sus rasgos rectos de paladín de la antigua Rusia, Sologdin era anormalmente guapo, incluso indecentemente guapo.

Hoy estaba inspirado. Oía dentro de sí un canto que parecía el de la victoria universal, el de su victoria sobre todo un mundo, el de su absoluto poder. Su liberación sería cuestión de un año. Y podía hacer una carrera vertiginosa después de su liberación. Además, hoy su cuerpo no languidecía por una mujer, como solía; estaba sosegado, limpio de este légamo.

Y buscando una salida a su euforia, una diversión, se deslizaba perezosamente por las sinuosidades de una historia ajena que le era indiferente: la historia que le contaba aquel hombre nada estúpido pero totalmente mediocre, al que no podía suceder nada semejante a lo que podía sucederle a Sologdin.

A menudo escuchaba a la gente de esta manera: con una especie de paternalismo que sólo por cortesía procuraba disimular.

El grabador empezó hablándole de sus dos esposas rusas, y luego rememoró su vida en Alemania y la maravillosa y pequeña mujer alemana de la que había sido íntimo. Trazó un paralelismo, nuevo para Sologdin, entre las mujeres rusas y las alemanas. Dijo que después de haber vivido con unas y otras prefería a las alemanas; que las mujeres rusas eran demasiado independientes, autónomas, demasiado atentas a su amor: con sus ojos insomnes espiaban continuamente al amado, estudiaban sus puntos flacos, encontrando a veces poca nobleza en él, y otras falta de valor, de modo que uno sentía a la amante rusa como alguien igual a uno mismo, y esto era incómodo; la alemana, por el contrario, se doblaba como un junco en manos del amado, su amante era para ella un dios, era el primer y mejor hombre de la Tierra, y toda ella se entregaba a su merced, no se atrevía a soñar en nada que no fuera darle satisfacción, y por ello el grabador se sentía más hombre con las alemanas, más dueño y señor.

Rubin cometió la imprudencia de salir a fumar al pasillo. Pero del mismo modo que las espinas se enganchan en los pies del que cruza un campo, en la sharashka todos se pegaban a él con preguntas. Disgustado por esas inútiles conversaciones en el pasillo, cruzó la sala apresurándose a volver a sus libros, pero uno de la litera inferior le agarró por los pantalones y le preguntó:

—¡Lev Grigórich! ¿Es verdad que en la China las cartas de los delatores llegan a su destino sin llevar sello? ¿Es esto progresista?

Rubin se liberó y siguió adelante. Sin embargo, el ingeniero energético asomó por la litera superior, cogió a Rubin por el cuello del mono y empezó a explicarle con insistencia el final de su discusión anterior:

—¡Lev Grigórich! Hay que reelaborar la conciencia de la humanidad de modo que la gente sólo esté orgullosa de su propio trabajo y se avergüence de ser vigilante, «jefe» o líder de un partido. Hay que conseguir que el título de ministro se oculte como la profesión de basurero: el trabajo del ministro también es indispensable, pero vergonzoso. ¡Que cuando una muchacha se case con un funcionario del Estado esto sea motivo de reproche por parte de toda la familia! ¡Yo estaría de acuerdo en vivir en un socialismo de este tipo!

Rubin liberó el cuello de su mono, se precipitó hacia su cama y se tendió en ella boca abajo, de cara a sus diccionarios.