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Por su parte, Abramson, con el hombro y la mejilla siempre apoyados en la ahuecada almohada, tragaba Conde de Montecristo sin parar. Estaba tendido de espaldas a cuanto sucedía en la estancia. No había sátira de ningún juicio que pudiera interesarle. Sólo volvió ligeramente la cabeza cuando habló Chelnov, pues aquellos detalles eran nuevos para él.

Tras veinte años de destierro, de traslados, de cárceles judiciales, de incomunicaciones, de campos de concentración y de sharashkas, Abramson, que en otro tiempo fuera un orador de palabra sonora, accesible a la emoción, ahora era insensible y se mostraba ajeno a sus propios sufrimientos y a los de cuantos le rodeaban.

El proceso judicial que se acababa de representar en la sala estaba dedicado al «torrente» de los años 1945-1946. Abramson podía admitir teóricamente la suerte trágica de los prisioneros de guerra, pero al fin sólo había sido un torrente, uno de los muchos que hubo, y no de los más importantes. Los prisioneros de guerra eran pintorescos por el hecho de haber visto muchos países de ultramar («falsos testigos oculares», en broma de Potapov), pero, a pesar de todo, su torrente fue gris, pues eran indefensas víctimas de la guerra y no hombres que hubieran elegido voluntariamente la lucha política como camino de su vida.

Cada torrente de presos que llegaba al NKVD, lo mismo que cualquier generación de personas en la Tierra, tenía su historia y sus héroes.

Y era difícil que una generación comprendiera a otra.

A Abramson le parecía que esos hombres no podían compararse en absoluto con aquellos titanes que, como él mismo, al final de los años veinte habían elegido voluntariamente el destierro al Yenisei antes que abjurar de las palabras pronunciadas en la reunión del partido y continuar gozando de bienestar. Esta elección estaba al alcance de cada uno de ellos. Aquellos hombres no pudieron soportar la tergiversación y degradación de la revolución, y estaban dispuestos a ofrecerse a sí mismos para purificarla. Pero treinta años después de la Revolución de Octubre, aquella «gente joven y desconocida» entraba en las celdas con blasfemias de campesino repitiendo simplemente las mismas ideas que hicieron que durante la guerra civil las tropas especiales dispararan, incendiaran y ahogaran.

Por ello, Abramson, que no se mostraba personalmente hostil a ninguno de los antiguos prisioneros de guerra, ni discutía con ninguno de ellos, no aceptaba en general a esa clase de gente.

Además, Abramson (así se lo afirmaba a sí mismo) hacía tiempo que había dejado de sufrir por las discusiones de los presos, por sus confesiones y relatos sobre los acontecimientos presenciados. Si en su juventud había sentido curiosidad por lo que se hablaba en otro rincón de la celda, ahora hacía tiempo que la había perdido. Vivir su trabajo era un afán que también se había desprendido de él hacía tiempo. Vivir una vida familiar no podía, porque era de otra ciudad y nunca le concedían entrevistas, y las cartas censuradas que llegaban a la sharashka las habían empobrecido los mismos que las habían escrito y estaban secas de cualquier jugo de existencia viva. Tampoco había retenido su atención por los periódicos: el sentido de cualquier periódico quedaba claro para él apenas recorría sus titulares. No podía escuchar más de una hora al día las retransmisiones musicales, y sus nervios no soportaban en absoluto las emisiones habladas, lo mismo que los libros falaces. Y aunque en su interior, en alguna parte, tras siete tabiques, conservaba un vivo interés, no sólo vivo sino incluso enfermizo, por los destinos del mundo y por la suerte de la doctrina a la que había consagrado su vida, exteriormente cultivaba en su persona la total indiferencia por cuanto le rodeaba. Aunque en su día no lo habían rematado, ni torturado hasta el fin, ni perseguido a fondo, el trotskista Abramson no prefería los libros que queman por su verdad, sino los que divierten y ayudan a acortar las interminables condenas.

… Sí, en la taiga del Yenisei, el año 28, no leían el Montecristo… En el Angar, en la lejana y perdida aldea de Doschany, adonde llevaba un camino de trineos, un camino de trescientos kilómetros a través de la taiga, se había convocado una conferencia de deportados que estudiaría la situación interna del país y la situación internacional. Los convocados procedían de lugares situados cien kilómetros más lejos todavía, y acudían con el pretexto de celebrar el Año Nuevo. La helada era de unos cincuenta grados bajo cero. El carbón de la estufa de hierro no podía calentar de ningún modo aquella espaciosa isba siberiana cuya estufa rusa de ladrillo estaba fuera de uso (por esto habían cedido la isba a los deportados). Las paredes de la isba estaban congeladas de parte a parte. De vez en cuando, en el silencio de la noche, las vigas de la casa emitían un sonoro crujido, como un disparo.

Satanevich inauguró la conferencia con un informe sobre la política del partido en el campo. Se quitó la gorra, dejando en libertad su negro y ondeante tupé, y permaneció de este modo, con un libro de locuciones inglesas emergiendo del bolsillo de su pelliza («hay que conocer al enemigo»). En general, Satanevich hacía el papel de líder. Lo fusilaron más tarde, al parecer en Vorkuta, durante una huelga.

En este informe, Satanevich reconocía que la represión del campesinado conservador a través de las draconianas medidas estalinistas tenía un fundamento racional: sin dicha represión, este elemento reaccionario afluiría a la ciudad y ahogaría la revolución. (Hoy puede admitirse que, pese a la represión, el campesinado ha afluido de todos modos a la ciudad, la ha ahogado con su espíritu pequeñoburgués, asfixiando incluso al propio aparato del partido, descompuesto por las purgas, y echando a perder la revolución).

Mas ¡ay!, cuanto mayor era la pasión con que se analizaban los informes, más se descomponía la unidad del inestable grupo de deportados; no aparecieron dos o tres opiniones distintas, sino tantas opiniones como personas había. Por la mañana, cansados, acortaron la parte oficial de la conferencia sin haber llegado a ninguna resolución.

Luego comieron y bebieron con la vajilla de la Administración en una mesa adornada con ramas de abeto que cubrían las bastas cavidades de la misma y las fibras desgarradas de la madera. Las ramas desheladas olían a nieve y a resina, y pinchaban las manos. Bebieron aguardiente casero. Se hicieron brindis, y se juró que ninguno de los asistentes firmaría nunca una abjuración, una capitulación.

¡Esperaban de un mes para otro una tempestad política en la Unión Soviética!

Luego cantaron gloriosas canciones revolucionarias: La varsoviana, Nuestra bandera ondea sobre el mundo y El barón negro.

Discutieron luego de lo primero que se les ocurrió, de bagatelas.

Rosa, obrera de una fábrica de tabaco de Jarkov, estaba sentada sobre un edredón (lo había traído a Siberia desde Ucrania y estaba muy orgullosa de ello), fumaba cigarrillo tras cigarrillo y sacudía desdeñosamente sus recortados rizos: «¡No puedo sufrir a los intelectuales! Me repugnan todos sus “matices” y “complejidades”. La psicología humana es muchísimo más simple de como quieren pintarla los escritores prerrevolucionarios. ¡Nuestra tarea consiste en liberar a la humanidad de la sobrecarga espiritual!».

Sin saber cómo, pasaron a hablar de los adornos femeninos. Uno de los deportados, Patrushev, antaño fiscal en Crimea, se había reunido recientemente con su prometida, llegada de Rusia. Gritó provocativamente: «¿Por qué empobrecéis el futuro de la sociedad? ¿Por qué no puedo soñar en una época en la que cada muchacha pueda llevar perlas, en la que cada hombre pueda adornar con una diadema la cabeza de su elegida?».

¡Qué alboroto se armó! ¡Con qué furia le azotaron con citas de Marx, de Plejánov, de Campanella, de Feuerbach!

¡La sociedad futura! ¡Hablaban tan fácilmente de ella!

Salió el sol del nuevo año 1930, y todos salieron a recrearse con él. Era una mañana de fuerte helada, con columnas de vapor rosado encima de ellos, en el cielo rosado. Las mujeres llevaban el ganado a abrevar al blanco y dilatado Angar, a un agujero del hielo rodeado de abetos. No había hombres ni caballos, los habían llevado a la tala del bosque.

Y habían pasado dos décadas… Floreció y se marchitó la actualidad de los brindis de entonces. Fusilaron a los que se habían mantenido firmes hasta el final. Fusilaron también a los que capitularon. Y sólo en la cabeza solitaria de Abramson, indemne gracias a la pantalla-invernadero de la sharashka, había crecido el árbol invisible de la comprensión y del recuerdo de aquellos años…

Así pues, los ojos de Abramson miraban el libro y no leían.

Y entonces Nerzhin se sentó en el borde de su catre.

Nerzhin y Abramson se habían conocido tres años atrás en una celda de Butyrki, en la misma donde se encontraba también Potapov. Abramson, que terminaba por aquel entonces su primera década de cárcel, impresionaba a sus compañeros de celda por su fría autoridad de presidiario, por su enraizado escepticismo ante los asuntos penitenciarios, pero a espaldas de todos vivía en la loca esperanza de un pronto regreso al seno de su familia.

Se separaron. Abramson fue puesto en libertad gracias a un descuido administrativo, pero sólo por el tiempo necesario para que su familia abandonara el lugar de origen y se trasladara a Sterlitamak, donde la policía aceptó empadronar a Abramson. Y, apenas se trasladó la familia, lo arrestaron y lo interrogaron sobre una sola cosa, sobre si era realmente él quien había sido desterrado del año 29 al 34, y si durante este tiempo había estado encarcelado. Al afirmar que era así, que había cumplido totalmente la condena en la cárcel, y que incluso había estado en prisión algún tiempo más del señalado por la sentencia, el Consejo Especial le impuso por ello otros diez años. Las autoridades de las sharashkas, por su parte, se enteraron del encarcelamiento de su antiguo operario a través de la gran cartoteca de presos de la Unión, y lo «arrancaron» de buen grado para llevarlo de nuevo a la sharashka. Abramson fue enviado a Marfino, y allí, como en todo el mundo penitenciario, encontró enseguida a viejos conocidos, entre ellos a Nerzhin y a Potapov. Y, cuando se reencontraron y se detuvieron un momento a fumar en la escalera, a Abramson no le pareció regresar de un año de libertad —ni de visitar a la familia, ni de dejar a su esposa, durante este tiempo, el regalo de una hija—, le pareció que había sido un sueño cruel para el corazón de un preso, y que la única realidad estable de este mundo era la cárcel.

Nerzhin se había sentado un momento para invitar a Abramson a la mesa del homenaje: habían decidido celebrar el cumpleaños. Abramson felicitó con retraso a Nerzhin y se informó, mirando de reojo por encima de las gafas, de quiénes estarían presentes. Abramson no experimentaba la mínima satisfacción ante la idea de que tendría que ponerse el mono, acabando de este modo un domingo maravillosa y consecuentemente pasado en paños menores, ni de que debería abandonar un libro divertido para ir a una fiesta de cumpleaños. Sobre todo, no tenía esperanza alguna de pasar un rato agradable, estaba casi seguro de que estallaría una discusión política, y de que esta sería como siempre infructuosa, nada enriquecedora. Sería imposible no meterse en la discusión, e igualmente imposible meterse, pues tan imposible era descubrir a los «jóvenes» presos sus ideas, profundamente guardadas y tantas veces agraviadas, como mostrarles a su esposa desnuda.

Nerzhin enumeró a los que estarían. Rubin era en la sharashka el único amigo verdaderamente íntimo de Abramson, aunque debía reprenderle por la farsa de hoy, indigna de un verdadero comunista. Por el contrario, Abramson no apreciaba a Sologdin ni a Prianchikov. Por extraño que parezca, Rubin y Sologdin se consideraban amigos, quizá sólo por haber sido vecinos de catre en Butyrki. La administración de la cárcel tampoco hacía distinciones entre ellos, y durante las fiestas de noviembre barría a los dos hacia Lefortovo, a la «incomunicación durante las celebraciones».

No había más remedio, Abramson aceptó. Se le comunicó que el festín tendría lugar entre las camas de Potapov y Prianchikov dentro de media hora, en cuanto Andreich terminara la crema que preparaba.

Durante la conversación, Nerzhin descubrió lo que estaba leyendo Abramson y dijo:

—En la cárcel tuve también ocasión de releer el Montecristo, pero no hasta el final. Me llamó la atención el que, aunque Dumas intenta crear una sensación de horror, pintara el castillo de If como una cárcel completamente patriarcal. Y no hablemos ya de la alteración de detalles tan amables como el sacar a diario las cubetas de las celdas, detalles que Dumas silencia por su cortedad de hombre libre. Dígame, ¿por qué pudo huir Danthés? Pues porque allí no se registraban las celdas durante años, aunque el registro debe practicarse semanalmente, de ahí el resultado: no se descubrió la excavación. Además, no cambiaban a los vigilantes de guardia, que conviene cambiar cada dos horas, come sabemos por la experiencia de la Lubianka, para que un vigilante observe las negligencias del otro. Pero en el castillo de If no se entraba en las celdas ni se les echaba una mirada durante días enteros. Ni siquiera tenían mirillas en las puertas, de modo que If no era una cárcel ¡sino simplemente un balneario a orillas del mar! Permitían tener en las celdas una cacerola metálica, y Danthés cavó el suelo con ella. Finalmente, cosían confiadamente a los difuntos en un saco sin haber aplicado al cuerpo un hierro candente en el depósito de cadáveres ni haberle pinchado con la bayoneta en el cuerpo de guardia. Dumas no tenía necesidad de condensar más los tintes sombríos, le habría bastado con aplicar una metodología elemental.

Nerzhin nunca leía libros por pura diversión. Buscaba en ellos a aliados y a enemigos, dictaba una sentencia elaborada con mucha precisión sobre cada libro, y le gustaba imponer dicha sentencia a los demás.

Abramson conocía esta pesada costumbre de Nerzhin. Le escuchó sin levantar la cabeza de la almohada, mirándole tranquilamente a través de sus gafas cuadradas.

—Vendré —respondió, y acostándose más cómodamente continuó la lectura.