Rubin hablaba con tanta facilidad y coherencia como si realmente sus ojos se deslizaran por un papel (le habían juzgado y rejuzgado cuatro veces, y la terminología judicial se había grabado en su memoria):
«Acta de acusación en el caso procesal número cinco millones, barra tres millones seiscientos cincuenta y un mil novecientos setenta y cuatro, contra IGOR SVIATOSLAVICH OLGOVICH.
»Los órganos de Seguridad del Estado presentan en calidad de acusado en este caso a I. S. Olgovich. La investigación ha establecido que Olgovich, siendo caudillo del glorioso ejército ruso con el grado de príncipe y el cargo de jefe de las milicias, fue un abyecto traidor a la patria. Su traición se manifiesta en el hecho de haberse entregado voluntariamente como prisionero al encarnizado enemigo de nuestro pueblo, el kan Konchak, hoy ya desenmascarado, y haber entregado además como prisionero a su hijo Vladímir Igorevich, así como a su hermano y a su sobrino, y a toda la milicia por entero, con todas las armas y todo el material inventariado.
»Su traición se manifiesta también en el hecho de haber caído desde el principio en la trampa de un eclipse de sol montado por la clerecía reaccionaria, y no haber encabezado un trabajo de explicación política en su milicia, que fue enviada a “beber en sus cascos el agua del Don”, eso sin hablar ya del estado antihigiénico del río Don en aquellos años, antes de la implantación del doble clorado del agua. En lugar de todo esto, el acusado se limitó, como jefe, a esta irresponsable arenga a la tropa:
¡Hermanos! ¡No lo buscábamos, pero nos lo llevaremos!
(Sumario, tomo 1, pág. 36).
»Las palabras del Gran Duque de Kíev, Sviatoslav, son las que mejor caracterizan lo fatal que fue para nuestra patria la derrota de las milicias unidas de Nóvgorod-Severski-Kursk-Putivel-Ryla.
Dios le permitió vencer a muchos inmundos,
pero su juventud no resistió.
(Sumario, tomo 1, pág. 88).
»El error del ingenuo Sviatoslav fue (debido a su ceguera clasista), no obstante, atribuir la mala organización de toda la campaña, y la dispersión de los esfuerzos bélicos rusos, sólo a la “juventud”, es decir, a la juventud del acusado, cuando aquí se trata de una traición premeditada.
»El acusado consiguió eludir el proceso y el juicio, pero el testigo Alexandr Porfirievich Borodin, y también otro testigo que desea continuar en el anonimato y que en adelante llamaremos el Autor de la Palabra, desenmascaran con pruebas irrefutables el repugnante papel del príncipe I. S. Olgovich, no sólo en el momento de la batalla entablada en desfavorables condiciones:
»meteorológicas:
Soplan vientos que arrastran flechas,
que llueven sobre las huestes de Igor…,
»y tácticas:
El enemigo ataca por todas partes
rodeando a los nuestros por todos lados,
(Ibídem, tomo 1, págs. 123, 124, declaración del Autor de la Palabra).
»para el mando ruso, sino su conducta y la de su hijo en el cautiverio, más repugnante aún. Las condiciones de vida que gozaron en el llamado cautiverio demuestran que merecieron una gran consideración por parte del kan Konchak, y que, objetivamente, dicha consideración fue una recompensa del Jefe por la felona rendición de la milicia.
»Así, por ejemplo, la declaración del testigo Borodin establece que, en su cautiverio, el príncipe Igor disponía de un caballo e incluso de más de uno:
¡Si quieres, toma cualquier caballo!
(Ibídem, tomo 1, pág. 233).
»El kan Konchak dice en este punto al príncipe Igor:
Te consideras siempre un prisionero.
¿Pero vives como un prisionero y no como uno de mis invitados?
(Ibídem, tomo 1, pág. 281),
y más abajo:
¡Admítelo! ¿Viven así los prisioneros?
(Ibídem, tomo 1, pág. 300).
»El kan pone de manifiesto todo el cinismo de sus relaciones con el príncipe traidor:
Por tu valor y tu bravura,
príncipe, te tengo estima.
(Sumario, tomo 2, pág. 5.)
»Una investigación más cuidadosa descubrió que estas cínicas relaciones existían ya mucho antes de la batalla en el río Kayala:
Siempre te tuve en gran estima
(Ibídem, pág. 14, declaración del testigo Borodin),
e incluso:
Quisiera no ser…
tu enemigo, sino un aliado fiel,
un amigo de fiar, un hermano.
(Ibídem).
»Todo esto caracteriza al acusado como cómplice activo del kan Konchak, como antiguo agente y espía del mismo.
»En base a lo expuesto, se acusa a Igor Sviatoslavich Olgovich, nacido en 1151, natural de la ciudad de Kíev, ruso, sin partido, sin antecedentes penales, ciudadano de la URSS, de profesión caudillo, jefe de las milicias con el grado de príncipe, condecorado con la medalla Variag de primera clase, la del Sol Rojo, y la del Escudo de Oro, de lo siguiente:
»De haber cometido una repugnante traición a la patria, además de sabotaje, espionaje y criminal colaboración durante muchos años con el kan,
»es decir, los crímenes previstos en los artículos 58.1.b, 58.6, 58.9 y 58.11 del Código Penal de la República Rusa.
»Olgovich se confiesa culpable de las acusaciones formuladas, y es desenmascarado por las declaraciones de los testigos, por un poema y por una ópera.
»A tenor del artículo 208 del Código Penal de la República Rusa, se envía el presente sumario al fiscal para que lleve al acusado a los tribunales».
Rubin recuperó el aliento y miró triunfante a los reclusos. Arrastrado por el torrente de la fantasía, ya no podía detenerse. Las risas que recorrían los catres y la puerta lo estimulaban. Había dicho más palabras y más agudas expresiones de las que habría querido, pues estaban presentes algunos chivatos, y también algunos hombres rencorosamente contrarios al régimen.
Bajo el cepillo duro de sus pelos rojigrises, que crecían sin peine ni cuidado alguno en las zonas de la frente, de las orejas y de la nuca, Spiridón no se había reído una sola vez. Él, un ruso de cincuenta años, oía hablar por primera vez de ese príncipe de los tiempos antiguos que había caído prisionero. Sin embargo, en medio de un ambiente judicial que le era familiar, y del inapelable aplomo del fiscal, revivía una vez más lo que le había sucedido a él mismo y adivinaba toda la injusticia de los argumentos del fiscal y toda la aflicción del desgraciado príncipe.
—En vista de la ausencia del acusado y de la inutilidad de interrogar a los testigos —dispuso Nerzhin con la voz siempre mesurada y gangosa—, pasaremos al debate. El fiscal tiene de nuevo la palabra.
Y miró de reojo a Zemeliá.
—Naturalmente, naturalmente —asintió el vocal, de acuerdo en todo.
—¡Camaradas jueces! —exclamó sombríamente Rubin—. Poco me queda que añadir a esta cadena de terribles acusaciones, a este sucio ovillo de crímenes que se ha desenrollado ante vuestros ojos. En primer lugar, quisiera rechazar decididamente la difundida y corrupta opinión de que un herido tiene derecho a rendirse. ¡No es en absoluto nuestra opinión, camaradas! Y menos aún el príncipe Igor. Dicen que cayó herido en el campo de batalla. Pero ¿quién puede demostrárnoslo ahora, después de setecientos sesenta y cinco años? ¿Se conserva un certificado de su herida firmado por el médico de la división? ¡En todo caso, semejante certificado no figura en el expediente, camaradas jueces!
Amantai Bulatov se quitó las gafas, y sin el brillo pícaro y viril de estas sus ojos aparecían muy afligidos.
Tanto él como Prianchikov, como Potapov y como muchos otros de los presos allí congregados, habían sido encarcelados por la misma «traición a la patria»: por haberse entregado voluntariamente.
—Además —tronó el fiscal— quisiera subrayar especialmente la repulsiva conducta del acusado en el campamento del kan. El príncipe Igor no pensaba ni mucho menos en su patria sino en su esposa:
Sólo tú, paloma armoniosa,
sólo tú…
«Analíticamente podemos comprenderlo muy bien, pues su Yaroslavna era una esposa jovencita, la segunda, y en una mujer así no se puede confiar demasiado, pero, prácticamente, ¡el príncipe Igor aparece ante nosotros como un egoísta! ¿Y para quién se bailaban las danzas del kan?, pregunto yo. ¡Pues también para él! Y su repugnante vástago entra inmediatamente en relación carnal con la hija de Konchak, ¡aunque los órganos competentes prohíben categóricamente las bodas de nuestros súbditos con extranjeras! Y eso en el momento en que más tensas eran las relaciones entre el kan y los soviets, en el momento…
—¡Permítanme! —intervino desde su catre el desmelenado Kagan—. ¿Cómo sabe el fiscal que en Rusia existía entonces el régimen soviético?
—¡Alguacil! ¡Expulse a este agente sobornado! —golpeteó Nerzhin. Pero, antes de que Bulatov pudiera moverse, Rubin paraba fácilmente el ataque.
—¡Tengan la bondad! ¡Le daré la respuesta! En análisis dialéctico de los textos nos convence de ello. Lea al Autor de la Palabra:
Ondean rojos estandartes en Putivel.
»Está claro, ¿no? El noble príncipe Vladímir Galitski, jefe del Comité Militar de Distrito de Putivel, reclutaba milicias populares en Skula y Yeroshka en defensa de su ciudad natal. ¿Y qué hacía mientras el príncipe Igor? ¿Contemplar las piernas desnudas de las súbditas del kan? No afirmo que a todos nos guste esta ocupación, pero si Konchak le dio a elegir “cualquier beldad”, ¿por qué no tomó ninguna? ¿Quién de los presentes creerá que un hombre puede rechazar a una mujer, eh? Y aquí se llega al límite del cinismo, a lo que desenmascara definitivamente al acusado, a la mal llamada fuga del cautiverio, ¡a su “voluntario” regreso a la patria! ¿Quién va a creer que un hombre al que han ofrecido “cualquier caballo y oro”, de pronto regrese voluntariamente a su patria y lo abandone todo? ¿Eh? ¿Cómo puede ser?
Esta, esta era la pregunta que se formulaba a los prisioneros rusos que regresaban del cautiverio, y a Spiridón se la habían formulado: «¿Por qué has vuelto a la patria si no eres un agente enemigo?».
—Aquí sólo cabe una interpretación: el príncipe Igor fue reclutado por el espionaje del kan y enviado aquí para desmoralizar al estado de Kíev. ¡Camaradas jueces! Arde en mí, lo mismo que en vosotros, una noble indignación. ¡Pido por humanidad que se ahorque a ese hijo de perra! Pero como la pena de muerte está abolida, que se le cuelguen veinticinco años y cinco más de pérdida de los derechos civiles. Y como sentencia particular del tribunal, ¡que se quite de los escenarios la ópera El príncipe Igor por ser absolutamente inmoral, por popularizar ideas de traición entre nuestra juventud! Que se lleve al tribunal al testigo de este proceso, A. P. Borodin, empleando la medida represiva del arresto. Aclarar las responsabilidades de los aristócratas siguientes: 1) Rimski, 2) Korsakov, pues si estos no hubieran firmado la desafortunada ópera, esta no habría subido a la escena. ¡He dicho! —Rubin saltó pesadamente de la mesita de noche. El discurso empezaba a fastidiarle.
Nadie se rio.
Sin esperar a que lo invitaran, Prianchikov se levantó de la silla y dijo, confuso, en medio de un silencio profundo:
—¡Tant pis, señores! Tant pis! ¿Estamos en la época de las cavernas o en el siglo XX? ¿Qué significa traición? ¡En el siglo de la descomposición del átomo! ¡De los semiconductores! ¡Del cerebro electrónico! ¿Quién tiene derecho a juzgar a otro hombre, señores? ¿Quién tiene derecho a privarle de su libertad?
—Perdón, ¿es esto ya la defensa? —intervino cortésmente el profesor Chelnov, y todos se volvieron hacia él—. En calidad de fiscalización de la fiscalía, quisiera ante todo añadir algunos hechos que ha pasado por alto mi digno colega, y…
—¡Naturalmente, naturalmente, Vladímir Erástovich! —le apoyó Nerzhin—. Siempre estamos a favor de la acusación, siempre contra la defensa, siempre dispuestos a cualquier alteración del orden judicial. ¡Tenga la bondad!
Una moderada sonrisa torcía los labios del profesor Chelnov. Hablaba muy bajo, y si le oían perfectamente era sólo porque le escuchaban con respeto. Sus ojos apagados parecían mirar por encima de los presentes como si ante él pasaran las hojas de una crónica. El yelmo de su gorro de lana agudizaba su rostro y le daba una expresión de alerta.
—Quiero indicar —dijo el profesor de matemáticas— que el príncipe Igor habría sido desenmascarado, aun antes de que le nombraran caudillo, al llegar por primera vez uno de nuestros cuestionarios. Su madre pertenecía al pueblo del kan, era hija de un príncipe del kan. Por su sangre, Igor pertenecía a medias a la tribu del kan, y durante largos años había estado aliado con dicha tribu. ¡«Aliado fiel y amigo de fiar» de Konchak ya lo era antes de empezar la campaña! En 1180, derrotado por los hijos de Monomajov, ¡huyó en la misma barca que el kan Konchak! Más tarde, Sviatoslav y Riurik Rostislávich convocaron a Igor a una gran campaña de todos los rusos contra la tribu del kan, pero Igor se negó con la excusa de la escarcha: «… muy grande es el hielo». ¿Sería porque para entonces Svoboda Konchak ya estaba prometida con Vladímir Igorevich? En el año 1185 de que hablamos, ¿quién fue, a fin de cuentas, el que ayudó a Igor a escapar? ¡Un hombre del kan, naturalmente! Ovlur, a quien después Igor «convirtió en un magnate». Y la hija de Konchak dio más tarde a Igor un nieto… Por ocultar esos hechos propondría que se exigieran responsabilidades también al Autor de la Palabra, al crítico musical Stasov, que pasó por alto esas tendencias traicioneras en la ópera de Borodin, y, bueno, también al conde Musin-Pushkin, pues no pudo por menos que colaborar en la quema del único manuscrito de la Palabra. Está muy claro que alguien, a quien convenía hacerlo, borró las huellas.
Y Chelnov retrocedió un paso indicando con ello que había terminado.
En sus labios había la misma débil sonrisa.
Todos callaban.
—¿Y quién va a defender al acusado? ¡Este hombre necesita una defensa! —se indignó Isaak Kagan.
—¡No hay por qué defender a este canalla! —gritó Dvoyetiosov—. ¡Artículo 1.b y al paredón!
Sologdin frunció el ceño. Era muy gracioso lo que había dicho Rubin, y respetaba tanto más los conocimientos de Chelnov, pero el príncipe Igor era en cierto modo el representante del período caballeresco de la historia rusa, es decir, del período más glorioso, y por ello no se le debía utilizar, ni indirectamente, para una burla. Sologdin sintió que se formaba en su interior un poso amargo y desagradable.
—¡No, no, haced lo que queráis, pero yo salgo en su defensa! —dijo cobrando ánimo Isaak y recorriendo el auditorio con una mirada de astucia—. ¡Camaradas jueces! Como noble abogado de oficio, asumo todos los argumentos del fiscal del Estado —se demoró un poco, mascullando unas palabras—. Mi conciencia me sugiere que al príncipe Igor no sólo hay que colgarlo, sino también descuartizarlo. Cierto que en nuestra humana legislación no existe la pena de muerte desde hace tres años, y no tenemos más remedio que proponer otro castigo. No comprendo, sin embargo, por qué el fiscal es tan sospechosamente benigno. (¡Hay que investigar también al fiscal!). ¿Por qué en la escala de penas se ha saltado dos peldaños hasta llegar a los veinticinco años de trabajos forzados? Sabido es que nuestro Código Penal prevé un castigo algo más suave que la pena de muerte pero mucho más terrible que veinticinco años de trabajos forzados.
Isaak se iba demorando para causar mayor impresión.
—¿Cuál es, Isaak? —le gritaron con impaciencia. Con mayor lentitud y mayor aspecto de ingenuo, respondió:
—El Artículo 20.a.
Aunque hubiera allí muchos con una rica experiencia penitenciaria, ninguno había oído hablar nunca de dicho artículo. ¡Había escarbado a fondo, el quisquilloso!
—¿Y qué dice el Artículo? —De todas partes gritaban indecentes suposiciones—. ¿Cortarle los…?
—Casi, casi —confirmó imperturbable Isaak—. Eso, castrarlo espiritualmente. El Artículo 20.a lo declara enemigo de los trabajadores y lo expulsa fuera de los límites de la URSS. ¡Que la diñe en Occidente, si así quiere! He dicho.
Y se retiró a su catre modestamente, con la cabeza inclinada, pequeño y greñudo.
Una explosión de risas sacudió la sala.
—¿Cómo? ¿Cómo? —rugió Jorobrov atragantándose, y su cliente dio un salto ante el brusco movimiento de la maquinilla—. ¿Expulsarlo? ¿Existe ese punto?
—¡Pide que endurezcan tu condena! ¡Pide que la endurezcan! —le gritaron.
El campesino Spiridón sonrió maliciosamente.
Los reclusos se dispersaron hablando todos a la vez. Rubin volvía a yacer boca abajo, concentrado en el diccionario mogol-finés. Maldecía su estúpido estilo de salirse de órbita, se avergonzaba del papel que había representado.
Quería que su ironía afectara únicamente a los tribunales injustos, pero la gente no sabía dónde debía detenerse y se había burlado de lo más querido, del socialismo.