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La sala semicircular del primer piso, con el alto techo abovedado del altar, era particularmente espaciosa para las ideas, y además alegre.

Los veinticinco hombres de aquella sala se reunieron a las seis de la tarde. Algunos de ellos se desnudaron rápidamente hasta quedar en paños menores, para librarse de la fastidiosa piel de la prisión, y se dejaron caer con impulso sobre sus catres (o treparon por ellos como monas). Otros se dejaron caer de la misma manera pero sin quitarse la ropa. Alguno estaba de pie en la litera superior agitando los brazos y gritando desde allí a un amigo a través de toda la habitación. Los había que aún no habían emprendido nada, se movían indecisos y miraban a su alrededor gustando el placer de las horas libres que tenían por delante y confusos por no saber cómo inaugurarlas del modo más agradable.

Estaba entre estos Isaak Kagan, un moreno greñudo y bajito. Le llamaban el «director de los acumuladores». Estaba de muy buen humor por llegar a la espaciosa y clara sala después de estar en el oscuro sótano de los acumuladores, con mala ventilación, donde trabajaba catorce horas al día como un topo. Por lo demás, estaba contento con este trabajo en el sótano, y decía que en el campo de concentración haría tiempo ya que habría estirado la pata (no se parecía a los jactanciosos que se envanecían diciendo que «en el campo se vivía mejor que en libertad»).

Cuando estaba en libertad, Isaak Kagan, que no había terminado la carrera de ingeniero, trabajaba de almacenero de material técnico, y procuraba llevar una vida modesta y disimulada para pasar de largo por aquella época de grandes realizaciones. Sabía que los almaceneros discretos son los que tienen más tranquilidad y más ingresos. Su carácter reservado escondía una pasión casi fogosa por el lucro, y a ello se dedicaba. No le atraía ninguna actividad política. En cambio, se esforzaba como podía por observar en el almacén la ley del sábado. Sin embargo, váyase a saber por qué, la Seguridad del Estado eligió a Kagan para atarlo a su rueda, y empezaron a arrastrarlo a habitaciones cerradas, a inocentes puntos de reunión, insistiendo en que se convirtiera en confidente. Esto repugnaba no poco a Kagan. Carecía de la rectitud y del valor (¿y quién los tenía?), necesarios para decirles a la cara que aquello era una ruindad, pero callaba con inagotable paciencia, mascullaba, demoraba, esquivaba, rebullía en la silla, y al final no firmó la declaración. Y no porque fuera incapaz de delatar. Habría denunciado sin temblar a un hombre que le hubiera causado un mal o una humillación. Pero le repugnaba, en el fondo de su corazón, denunciar a personas que hubiesen sido buenas con él o incluso indiferentes.

Sin embargo, la Seguridad del Estado se la tenía jurada por esta obstinación. No es posible guardarse de todo en este mundo. En el almacén se entabló una conversación en su presencia: uno criticaba el instrumental, otro el aprovechamiento, otro la planificación. Isaak ni siquiera abrió la boca, redactaba unas facturas con lápiz tinta. Pero se supo todo (seguramente era un montaje), unos y otros declararon lo que había dicho cada uno, y fueron condenados a diez años por el Artículo 10. Kagan soportó también cinco careos, pero ninguno demostró que hubiera pronunciado una sola palabra. Si el Artículo 58 fuera más conciso, habrían tenido que soltar a Kagan. Pero el juez conocía el último cartucho de que disponía, el punto 12 del mencionado artículo, la no delación. Y por no haber denunciado le cayeron a Kagan esos diez astronómicos años.

Kagan salió del campo de concentración y fue a parar a la sharashka gracias a su singular ingenio. En un momento difícil, cuando le habían echado del cargo de «ayudante del jefe de barracón» e iban a enviarle a la tala forestal, escribió una carta al presidente del Consejo de Ministros, el camarada Stalin, diciendo que si el gobierno le ofrecía la posibilidad, él, Isaak Kagan, se comprometía a inventar un mando a distancia para las lanchas torpederas.

Su cálculo fue acertado. A ningún miembro del gobierno le habría temblado el corazón si Kagan hubiera escrito una carta humana diciendo que lo estaba pasando muy mal y que lo salvaran. Pero un destacado invento militar merecía que su autor fuera inmediatamente trasladado a Moscú. Llevaron a Kagan a Marfino, y diferentes grados militares, con galones azul celeste o azul marino, iban a visitarlo y a darle prisa para que convirtiera la atrevida idea técnica en una construcción lista para funcionar. Sin embargo, Kagan, que recibía aquí pan blanco y mantequilla, no tenía prisa. Con gran sangre fría, respondía que él no era especialista en torpedos y que, como es natural, necesitaba a uno que lo fuera. Dos meses después le proporcionaron a ese especialista (un recluso). Pero entonces Kagan argumentó muy sensatamente que él no era mecánico marino, y naturalmente necesitaba a uno que lo fuera. Tras otros dos meses le trajeron también a un mecánico marino (otro recluso). Kagan suspiró y dijo que su especialidad no era la radio. Había muchos ingenieros de radio en Marfino, y se puso a uno de ellos a disposición de Kagan inmediatamente. Kagan los reunió e, imperturbablemente, de modo que ninguno pudiera sospechar que se burlaba, les dijo: «Amigos míos, ahora que estáis todos reunidos sois plenamente capaces, con vuestro esfuerzo conjunto, de inventar el control por radio de las lanchas torpederas. No soy quién para aconsejaros el mejor modo de hacerlo, vosotros sois especialistas». Y en efecto, enviaron a los tres a una sharashka de la marina de guerra mientras Kagan, gracias al tiempo ganado, se colocaba en la sección de acumuladores y todos se acostumbraban a él.

Ahora Kagan importunaba a Rubin, tendido en su cama, pero lo hacía a distancia, para que Rubin no pudiera alcanzarlo de un puntapié.

—Lev Grigórich —le dijo con su habla viscosa, no totalmente inteligible, sin apresurarse—. Tiene usted notablemente debilitada la conciencia de su deber social. La masa ansia diversiones. Sólo usted puede proporcionárselas, pero prefiere abstraerse con un libro.

—Isaak, váyase a la… —le volvió la espalda Rubin. Se había tendido sobre el vientre, con la cazadora acolchada de presidiario echada sobre los hombros, por encima del mono de trabajo (la ventana que había entre él y Sologdin estaba abierta en el espacio de un Mayakovski dejando pasar el agradable frescor de la nieve), y estaba leyendo.

—¡Se lo digo en serio, Lev Grigórich! —insistió Kagan, muy pegadizo—. Todos deseamos escuchar una vez más su genial fábula de El cuervo y la zorra.

—¿Y quién me echó encima al «compadre»? ¿No sería usted? —replicó agresivo Rubin.

La última tarde de domingo, Rubin, para divertir al público, improvisó una parodia de la fábula de Krylov El cuervo y la zorra, llena de términos propios del presidio y de giros inadmisibles para el oído femenino. Por ello le pidieron cinco veces que la repitiera y lo llevaron en hombros, pero el lunes lo llamó el comandante Mishin y le interrogó sobre esta corrupción de la moralidad; con este motivo, se exigieron varias declaraciones de los testigos, y a Rubin le conminaron a entregar el texto auténtico de la fábula y una nota explicativa.

Hoy, después de comer, Rubin había trabajado dos horas en la nueva habitación que le habían destinado. Había seleccionado las alteraciones de timbre y los «acordes» característicos del habla del criminal que buscaban, los había pasado por la máquina de fotografiar el lenguaje visible y había colgado a secar las cintas mojadas. Con las primeras hipótesis y sospechas, aunque sin entusiasmo por el nuevo trabajo, observó que Smolosidov sellaba la habitación con lacre. Después, Rubin entró en la cárcel con el torrente de presos que parecía un rebaño regresando a la aldea.

Como siempre, bajo la almohada, bajo el colchón, y revueltos con la comida en la mesita de noche, había una decena y media de libros, los más interesantes que le habían pasado en la entrega de paquetes (para él solo, pues eran libros que nadie le pedía): los diccionarios chino-francés, letón-húngaro y ruso-sánscrito (hacía dos años que Rubin llevaba a cabo un grandioso estudio, al estilo de Engels y Marr, para demostrar que todas las palabras de todos los idiomas derivan de los conceptos de «mano» y de «trabajo manual». No sabía que, la pasada noche, el Corifeo de Lingüistas había blandido el machete sobre Marr). Estaba también La salamandra de Capek; una colección de relatos de autores japoneses muy progresistas (es decir, simpatizantes con el comunismo); For Whom the Bell Tolls (por haber dejado de ser progresista, aquí vacilaban antes de traducir a Hemingway); una novela de Upton Sinclair nunca traducida al ruso; y las memorias del coronel Lawrence en alemán, que formaban parte del botín de guerra arrebatado a la firma Radio-Lorenz.

En el mundo había una cantidad inabarcable de libros, los había de los más indispensables, de los de primera fila, y el afán por leerlos todos no permitía a Rubin la posibilidad de escribir uno solo propio. Ahora Rubin estaba dispuesto a leer hasta mucho después de medianoche, sin pensar en la jornada laboral del día siguiente, sólo leer y leer. Pero, con la llegada de la noche, tanto el ingenio de Rubin como su sed de discusión y su elocuencia se desarrollaban extraordinariamente, y se necesitaba muy poco para conseguir que se pusieran al servicio de la colectividad. En la sharashka había hombres que no se fiaban de Rubin, que le consideraban un chivato (por sus puntos de vista excesivamente marxistas, que él no ocultaba), pero no había en la sharashka un solo hombre que no se entusiasmara con sus iniciativas.

El recuerdo de El cuervo y la zorra, aderezado con palabras de la jerga carcelaria bien utilizadas, era tan vivo que muchos presos de la sala, a imitación de Kagan, empezaron a pedir en voz alta que Rubin pusiera en escena una nueva sátira. Y cuando Rubin se incorporó, y sombrío y barbudo salió del cobijo de la litera como si saliera de una caverna, todos abandonaron sus asuntos y se dispusieron a escuchar. Sólo Dvoyetiosov, en la litera superior, continuó cortándose las uñas de los pies, que volaban muy lejos, y también Abramson continuó leyendo bajo la manta sin volverse. En la puerta se congregaron los curiosos de otras salas, entre los cuales el tártaro Bulatov, con gafas de concha, gritó estentóreamente:

—¡Por favor, Leva! ¡Por favor!

Rubin estaba lejos de querer divertir a una gente que en su mayoría odiaba o pisoteaba todo cuanto él amaba; y sabía que la nueva sátira acarrearía inevitablemente nuevos disgustos el lunes, nervios e interrogatorios en el despacho de «Shishkin-Mishkin». Pero así como por una palabra bien dicha algunos venderían a su padre, Rubin no era una excepción, y por ello frunció el ceño con fingido disgusto, miró a su alrededor con aire diligente y dijo en medio del silencio que se iba imponiendo:

—¡Camaradas! Me impresiona vuestra falta de seriedad. ¿De qué sátira podemos hablar si entre nosotros se pasean insolentes criminales todavía no descubiertos? Ninguna sociedad puede florecer sin un sistema judicial justo. Considero indispensable empezar la velada de hoy con un pequeño proceso judicial. A modo de ejercicio.

—¡Muy bien!

—¿A quién vamos a juzgar?

—¡A quien sea! ¡De todos modos estará bien! —sonaron unas voces.

—¡Qué divertido! ¡Será muy divertido! —le animó Sologdin sentándose más cómodamente. Hoy se merecía el descanso como nunca, y hay que descansar con inventiva.

El ingenioso Kagan, presintiendo que la idea provocada por él amenazaba traspasar los límites de la sensatez, se retiró disimuladamente y fue a sentarse a su catre.

—A quién hay que juzgar es algo que iréis averiguando en el curso de la investigación judicial —declaró Rubin (ni a él mismo se le había ocurrido todavía)—. Yo seré, si os parece, el fiscal, pues el cargo de fiscal siempre ha suscitado en mí especiales emociones. —En la sharashka todos sabían que a Rubin le odiaban los fiscales, y que llevaba cinco años de singular combate con la Fiscalía de la Unión y con la Alta Fiscalía Militar—. ¡Gleb! Tú serás el presidente del tribunal. Fórmate inmediatamente un trío judicial con personas imparciales y objetivas, en una palabra, absolutamente plegadas a tu voluntad.

Nerzhin estaba sentado en su litera superior, desde donde había arrojado sus zapatos. En aquel día festivo, cada hora que pasaba se iba alejando mentalmente de la entrevista de la mañana y se iba incorporando al mundo habitual de los presos. Apoyó la convocatoria de Rubin. Se extendió hacia la barandilla extrema de la cama, dejó colgar las piernas entre los barrotes y se encontró de esta manera en una tribuna que se elevaba por encima de toda la habitación.

—A ver, ¿quiénes serán vocales conmigo? ¡Qué suban!

En la estancia se habían congregado muchos presos, todos querían escuchar el juicio, pero nadie se presentaba como vocal del tribunal, por precaución o por miedo a parecer ridículo. A un lado de Nerzhin, también en la litera superior, Zemeliá, el del laboratorio del vacío, estaba leyendo el periódico de la mañana. Nerzhin tiró decididamente de él agarrándolo por el periódico.

—¡Eh, «Sonrisas»! ¡Basta de ilustración! O tendrás tentaciones de dominio mundial. Recoge las piernas. ¡Sé vocal!

Abajo se oyeron aplausos.

—¡Por favor, Zemeliá, por favor!

Zemeliá era un alma cándida y no pudo resistirse por mucho tiempo. Abriéndose en una sonrisa, asomó su cabeza medio calva por la barandilla:

—¡Ser elegido por el pueblo es un gran honor! ¿Qué pretendéis, amigos? Yo no he estudiado, no sé…

Una risa general («¡Ninguno de nosotros sabe! ¡Ninguno ha estudiado!») fue la respuesta y su elección como vocal.

Cerca de Nerzhin yacía Ruska Doronin. Se había desnudado y se había tapado con la manta de pies a cabeza, cubriendo con la almohada su rostro feliz e ilusionado. No deseaba escuchar ni ver, ni que le vieran a él. Allí no había más que su cuerpo, pues su pensamiento y su alma seguían a Clara, en aquel momento camino de su casa. Antes de partir había terminado de tejer la canastilla para el árbol y se la había regalado disimuladamente a Ruska. Ahora él tenía esa canastilla bajo la manta y la besaba.

Viendo que era inútil animar a Ruska, Nerzhin miró a su alrededor buscando un segundo vocal.

—¡Amantai! ¡Amantai! —llamó a Bulatov—. Ven a hacer de vocal.

Las gafas de Bulatov brillaron con picardía.

—¡Vendría con gusto, pero no hay donde sentarse! Me quedaré en la puerta haciendo de alguacil.

Jorobrov (había tenido tiempo de rapar a Abramson y a dos más, y ahora cortaba el pelo en mitad de la estancia a un nuevo cliente sentado ante él, desnudo hasta la cintura para no tener después el trabajo de limpiarse de pelo la ropa interior) gritó:

—¿Para qué un segundo vocal? ¿No tenéis ya la sentencia lista en el bolsillo? ¡Pues adelante con uno solo!

—Tiene razón —aceptó Nerzhin—. ¿Para qué mantener a un parásito? Pero ¿dónde está el acusado? ¡Alguacil! ¡Introduzca al acusado! ¡Ruego silencio!

Y golpeó el catre con su gran boquilla. Se calmaron las conversaciones.

—¡El juicio! ¡El juicio! —exigieron unas voces. Había público sentado y de pie.

—Si subo a los cielos, allí estás Tú, si desciendo a los infiernos, también estás —sonó la voz melancólica de Potapov debajo del presidente del tribunal—. Y si me instalo en el fondo del mar infernal tu diestra también me alcanza. (Potapov aprendió religión en el instituto, y en su precisa cabeza de ingeniero se conservaban los textos aprendidos en el catecismo).

Debajo del vocal se oyó el acompasado golpeteo de una cucharilla que disolvía azúcar en un vaso.

—¡Valentulia! —gritó Nerzhin amenazador—. ¿Cuántas veces te hemos dicho que no hay que golpear con la cucharilla?

—¡Que sea el acusado! —clamó Bulatov, y unas cuantas manos serviciales extrajeron inmediatamente a Prianchikov de la penumbra de la litera inferior y lo pusieron en el centro de la habitación.

—¡Basta! —se rebelaba encarnizadamente Prianchikov—. ¡Me fastidian los fiscales! ¡Me fastidian vuestros juicios! ¿Qué derecho tiene un hombre a juzgar a otro? ¡Ja, ja! ¡Qué gracia! ¡Le desprecio a usted, jovenzuelo! —gritó al presidente del tribunal—. ¡Le voy a…!

Mientras Nerzhin iba montando el tribunal, Rubin lo había pensado ya todo. Sus ojos castaños y oscuros brillaban con la luz del hallazgo.

Con amplio gesto amnistió a Prianchikov:

—¡Soltad a este polluelo! Dado su amor a la justicia, Valentulia puede ser muy bien el abogado de oficio. ¡Dadle una silla!

En cada broma se dan unos instantes imperceptibles en los que la broma se vuelve zafia y ofensiva, o bien se funde de pronto con la inspiración. Rubin, con los hombros envueltos en una manta a modo de toga, subió de puntillas a la mesita de noche y se dirigió al presidente:

—¡Señor consejero estatal de Justicia! El acusado se ha negado a presentarse al tribunal, vamos a juzgarlo en rebeldía. ¡Ruego comience la vista!

En el grupo de la puerta estaba el portero Spiridón, el de los bigotes pelirrojos. Su cara, de mejillas colgantes, mostraba las múltiples rayas de unas arrugas severas, pero de un modo extraño, una expresión de alegría parecía estar a punto de saltar de aquella red. Miraba el juicio de reojo.

Tras Spiridón estaba el profesor Chelnov, con su larga y afinada cara cerúlea, y su gorro de lana.

Nerzhin anunció con voz crepitante:

—¡Atención, camaradas! Declaro abierta la sesión del Tribunal Militar de la sharashka de Marfino. Se juzga el caso de…

—Igor Sviatoslavich Olgovich… —le apuntó el fiscal.

Captando la intención, Nerzhin dijo con voz monótona y gutural, como si leyera:

—Se juzga el caso de Igor Sviatoslavich Olgovich, príncipe de Nóvgorod-Severski y de Putivel, nacido en… aproximadamente… Diablos, secretario: ¿Por qué aproximadamente? ¡Atención! Debido a la falta de texto escrito en este tribunal, el acta de acusación la leerá el fiscal.