A las seis de la tarde del domingo, empezaba en la sharashka el descanso general hasta la mañana siguiente. No había modo de eludir esta fastidiosa interrupción del trabajo de los reclusos, ya que el domingo los externos hacían un solo turno. Era una abyecta tradición contra la que resultaba ineficaz la lucha de los comandantes y los tenientes coroneles, pues tampoco ellos querían trabajar las tardes de los domingos. Sólo Mamurin, la Máscara de Hierro, temía estas tardes vacías: se marchaban los externos, se conducía y encerraba en sus celdas a todos los presos, los cuales en cierto sentido también eran personas, y él no tenía más remedio que pasear por los pasillos desiertos del instituto, ante puertas selladas con lacre o plomo, o bien languidecer en su celda entre el aguamanil, el armario y la cama. Mamurin intentó conseguir que el Número 7 trabajara también las tardes de los domingos, pero no pudo romper el conservadurismo de las autoridades de la cárcel, que no deseaban duplicar las guardias en el interior de la zona.
Y, como resultado, veintiocho decenas de presos, pisoteando toda sensata razón y todo código de trabajo penitenciario, descansaban insolentemente las tardes de los domingos.
Este descanso era de tales características que a cualquier persona no acostumbrada le habría parecido un suplicio inventado por el diablo. La oscuridad exterior, y la alerta especial de los días festivos, no permitían que las autoridades de la cárcel organizaran paseos por el patinillo ni sesiones de cine en el cobertizo. Después de un año de correspondencia epistolar con las más altas autoridades, se había decidido igualmente que no estuvieran al alcance de la sharashka instrumentos musicales del tipo «acordeón», «guitarra», «balalaika» y «armónica», y con mayor razón otros tipos más voluminosos de instrumento, ya que sus sones aunados podrían ayudar en cualquier trabajo de zapa por debajo de los cimientos de piedra. (Los oper procuraban averiguar continuamente, por medio de sus confidentes, si alguno de los presos tenía algún silbato o caramillo de confección casera, y por tocar una tonadilla con un peine se llamaba al culpable a un despacho y se levantaba un acta especial). Mucho menos podía darse el caso de que se toleraran en los dormitorios de la cárcel los aparatos de radio e incluso los más destartalados gramófonos.
Se permitía, ciertamente, que los presos utilizaran la biblioteca de la prisión. Pero la cárcel especial no disponía de recursos para la compra de libros ni de armarios donde guardarlos. Simplemente, se nombró a Rubin bibliotecario de la prisión (él mismo se ofreció, pensando conseguir así buenos libros) y se le entregó un centenar de maltrechos tomos dispersos, por el estilo de Mumu de Turguéniev, Cartas de Stasov y la Historia de Roma de Mommsen, con la orden de que los pusiera en circulación entre los presos. Los presos hacía tiempo que habían leído todos esos libros, o que no los habían querido leer en absoluto, y pedían librotes a los externos, lo que abría un rico campo de investigación al oper.
Para este descanso, se ponían a disposición de los presos diez salas ubicadas en dos pisos, dos pasillos —el superior y el inferior—, una estrecha escalera de madera entre los dos pisos, y un retrete bajo dicha escalera. El descanso consistía en que se permitía a los presos yacer en sus camas sin limitación alguna (e incluso dormir, si podían hacerlo con aquel alboroto), sentarse en las camas (sillas no había), pasear por la sala e ir de sala en sala aunque fuera en paños menores, fumar cuanto les apeteciera en los pasillos, discutir de política ante los chivatos y utilizar el retrete sin reparos ni limitaciones. (Por lo demás, los que permanecían largo tiempo en prisión e iban «a sus necesidades» dos veces al día en las horas señaladas podían valorar la importancia de este aspecto de la inmortal libertad). La plenitud del descanso radicaba en que el tiempo era suyo y no de la Administración. Por esto el descanso se consideraba auténtico.
El descanso de los presos consistía en que, una vez cerradas por fuera las pesadas puertas de hierro, nadie volvía a abrirlas, nadie entraba, a nadie llamaban ni zarandeaban. Durante aquellas cortas horas, el mundo exterior no podía infiltrarse ni con sonidos, ni con palabras, ni con imágenes, no podía desasosegar el alma de nadie. En esto radicaba precisamente el descanso, en que el universo y sus estrellas, el planeta y sus continentes, las capitales y sus resplandores, y todo el país —con sus banquetes unos y sus horas extras otros—, se hundían en la inexistencia, se convertían en un océano negro, casi imperceptible a través de las ventanas enrejadas, bajo la iluminación cegata y amarilla de los faroles de la zona.
Interiormente iluminada por la luz eléctrica del MGB, nunca interrumpida, el arca de dos pisos de la que fuera iglesia de un seminario, con bordas de cuatro ladrillos y medio, navegaba despreocupada y sin rumbo a través del negro océano de destinos y errores humanos dejando tras de sí los chorritos de luz difusa de los tragaluces.
En aquella noche del domingo al lunes habría podido escindirse la luna, habrían podido emerger unos nuevos Alpes en Ucrania, el océano habría podido tragarse al Japón o empezar el Diluvio Universal, y los presos encerrados en el arca no se habrían enterado de nada hasta el control de la mañana. En aquellas horas, tampoco podían inquietarles los telegramas de sus parientes, las fastidiosas llamadas telefónicas, la difteria atacando a sus hijos o el arresto nocturno.
Los que navegaban en el arca eran imponderables poseedores de pensamientos también imponderables. No estaban hambrientos ni ahítos. No poseían la felicidad porque no padecían la angustia de perderla. Sus cabezas no estaban ocupadas en insignificantes cálculos profesionales, en intrigas, en ascensos, no pesaba sobre sus hombros la preocupación de la vivienda, la calefacción, el pan y el vestido de los niños. El amor, que desde tiempo inmemorial constituye el placer y el sufrimiento de la humanidad, era impotente para transmitirles sus pálpitos o su agonía. Sus condenas eran tan largas que nadie se sumía en el pensamiento de los años que viviría cuando saliera en libertad. Unos hombres destacados por su inteligencia, cultura y experiencia de la vida, pero siempre tan entregados a sus familias que no conservaban lo suficiente de sí mismos como para poder entregarlo a los amigos, aquí pertenecían sólo a los amigos.
La luz de las brillantes bombillas se reflejaba en los blancos techos y en las enjalbegadas paredes, y atravesaba con miles de rayos aquellas preclaras cabezas.
Desde aquí, desde el arca que surcaba segura la oscuridad, era fácil contemplar el torrente sinuoso y perdido de la maldita Historia, verlo todo desde una enorme altura, y verlo con detalle, hasta la piedrecita del fondo, cual sumergidos en él.
En estas tardes domingueras, ni la materia ni el cuerpo daban razón de su existencia. El espíritu de la amistad y la filosofía masculinas se cernían bajo el velamen de la bóveda del techo.
¿Sería esta la beatitud que intentaron en vano definir e indicar todos los filósofos de la Antigüedad?