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Nadia y Schágov habían intimado porque ninguno de los dos era moscovita. Los moscovitas que Nadia encontraba entre los aspirantes, y en los laboratorios, llevaban el veneno de su inexistente superioridad, de un «patriotismo moscovita», como ellos mismos decían. Fueran cuales fuesen sus éxitos ante el profesor, Nadia vivía entre ellos como un ser de segunda categoría.

Era natural su actitud hacia Schágov, que también era provinciano pero que había sabido cortar aquel ambiente como corta sin trabajo el rompehielos el agua simple y blanda. Un día, en la sala de lectura, en presencia de Nadia, un joven licenciado que deseaba humillar a Schágov le preguntó moviendo altaneramente su viperina cabeza:

—Usted, propiamente… ¿de qué lugar es?

Schágov, que superaba a su interlocutor en altura, le miró con perezosa lástima balanceándose ligeramente hacia adelante y hacia atrás:

—Usted no ha tenido ocasión de estar allí. Vengo de un lugar del frente. De la aldea Blocao.

Se sabe de antiguo que nuestra vida no entra en nuestra biografía uniformemente con el paso de los años. Cada persona tiene una época especial de su vida en la que se manifestó más plenamente, en la que se expresó toda ella con mayor profundidad ante sí misma y ante los demás. Y le sucediera lo que le sucediese después a esta persona, aunque fueran cosas externamente importantes muy probablemente serían únicamente la amortiguación o la inercia de aquel empujón: recordamos, nos embriagamos, y volvemos a tocar en muchos tonos distintos lo que sonó una sola vez en nosotros. Para algunos, esta época es la infancia, y entonces continúan siendo niños toda la vida. Para otros es el primer amor, y son los que difunden el mito de que sólo se ama una vez. Para unos terceros, esta época es la de sus mayores riquezas, honores y poder, y mascullan palabras sobre su perdida grandeza hasta que sus encías están desprovistas de dientes. Para Nerzhin, esta época era la cárcel. Para Schágov, el frente.

Schágov estuvo en la guerra a las duras y a las maduras. Lo movilizaron el primer mes de la guerra. Y sólo lo pasaron al «paisanaje» en el 46. En los cuatro años de guerra, rara fue la mañana en que Schágov estuviera seguro de llegar vivo a la noche: no servía en los altos estados mayores, y sólo iba a la retaguardia para ingresar en el hospital. En el 41 vivió la retirada hasta más allá de Kíev, en el 42 la vivió en el Don. Aunque la situación militar iba mejorando en general, Schágov tuvo que poner pies en polvorosa también en el 43, e incluso en el 44 en Kovel. En las cunetas de las carreteras, en las socavadas trincheras, y entre las ruinas de las casas incendiadas, conoció el valor de un puchero de sopa, de una hora de descanso, el sentido de una auténtica amistad y el sentido de la vida en general.

Las vivencias del capitán de zapadores Schágov no podían cicatrizarse ni en décadas. No podía aceptar que las personas pudieran dividirse de otra manera que en soldados y no soldados. Incluso en las calles de Moscú, que todo lo hacen olvidar, él conservaba la impresión de que sólo la palabra «soldado» era garantía de sinceridad y de amistad en una persona. La experiencia le había enseñado a no confiar en los que no habían pasado por la prueba de fuego del frente.

Al acabar la guerra, a Schágov no le quedaba ningún pariente. La casita donde antes vivieran había sido barrida de raíz por una bomba. Los bienes de Schágov era todo lo que llevaba encima y una maleta con trofeos de Alemania. Cierto que, para dulcificar la impresión que la vida civil causaba a los oficiales desmovilizados, les pagaban «honorarios por el grado militar» durante los doce meses siguientes a su regreso, un salario por no hacer nada.

Al volver de la guerra, Schágov, como muchos otros soldados del frente, no reconoció el país que había estado defendiendo cuatro años: se disipaban en él las últimas bocanadas de la rosada niebla de la igualdad, que la juventud conservaba en su memoria. El país se había vuelto cruel, completamente desvergonzado, mostrando un abismo entre una miseria enfermiza y una riqueza que engordaba insolentemente. Además, por breve tiempo, los soldados volvían mejores de lo que fueran al marcharse, volvían purificados por la proximidad de la muerte. Por ello resultaba más impresionante para ellos el cambio que se había producido en su patria, un cambio que había madurado en la profunda retaguardia.

Los exsoldados estaban ahora todos aquí, iban por las calles y viajaban en metro, pero cada uno vestía lo que tenía, y no se reconocían unos a otros. Aceptaban como orden superior el que encontraban aquí y no el suyo propio, el del frente.

Cabía llevarse las manos a la cabeza y pensar: ¿para qué hemos luchado? Muchos se formulaban esta pregunta, pero pronto daban con sus huesos en la cárcel.

Schágov no se la formuló. No era de esas naturalezas incansables que se meten continuamente en todas partes buscando la justicia universal. Comprendía que las cosas iban como iban, que aquello no podía detenerse, que únicamente se podía saltar o no al estribo. Estaba claro que, actualmente, la hija de un miembro del Comité Ejecutivo estaba destinada a una vida limpia sólo por su nacimiento, y que no iría a trabajar a una fábrica. Era imposible imaginar que un secretario del Comité Regional, al ser degradado, aceptara trabajar ante una máquina. Las normas de las fábricas no las cumplen quienes las dictan, lo mismo que al ataque no van los que dictan la orden de atacar.

Ciertamente, no era ninguna novedad en nuestro planeta, sólo lo era en un país revolucionario. Y era humillante que por el irreprochable servicio prestado no reconocieran al capitán Schágov el derecho a integrarse en la vida que él mismo había conquistado. Este derecho debía conquistarlo de nuevo; y debía consolidarlo con un sello estampado, en una lucha sin sangre, sin disparos y sin lanzamiento de granadas.

Y todo esto sonriendo.

Tanta había sido la prisa de Schágov por marchar al frente en el 41 que no se preocupó de terminar el quinto curso y obtener el diploma. Ahora, después de la guerra, debía reiniciar todo esto y abrirse camino hacia la licenciatura. Su especialidad era la mecánica teórica, y adentrarse en ella era ya su proyecto antes de la guerra. En aquel entonces era más fácil. En cambio, después de la guerra se encontró con una llamarada general de amor por la ciencia, por cualquier ciencia, por todas las ciencias, habida cuenta el aumento de los honorarios.

No había más remedio, y midió sus fuerzas preparándose para otra larga campaña. Poco a poco fue vendiendo en el mercado los trofeos de Alemania. No quiso seguir la moda variable de los trajes y zapatos masculinos, continuó gastando la ropa que llevaba al desmovilizarse: botas, pantalones a rayas diagonales, guerrera de lana inglesa con cuatro placas de condecoraciones y dos galones por heridas recibidas. Conservar este encanto del frente fue lo que emparejó a Schágov, a los ojos de Nadia, con el capitán Nerzhin, también excombatiente.

Vulnerable en cada fracaso y humillación, Nadia se sentía una niña ante la blindada prudencia práctica de Schágov, y solía pedirle consejo. (Pero, con la misma obstinación, le mentía diciendo que su Gleb había desaparecido en el frente).

Ni la propia Nadia había observado cómo y cuándo había comenzado aquello —la entrada «sobrante» del cine, la pelea por la agenda—, pero ahora, apenas entró Schágov en la habitación, y mientras andaba aún con dimes y diretes con Dasha, comprendió enseguida que venía por ella y que inevitablemente sucedería algo.

Y aunque antes lloraba desconsoladamente por su vida rota, ahora al romper los diez rublos se sentía renovada, llena, dispuesta para la vida activa, ahora mismo.

Y su corazón no advertía en ello una contradicción.

Por su parte, Schágov dominó la agitación que le provocara el breve juego con ella y volvió a su lenta manera de comportarse.

Dio a entender claramente a la muchacha que no podía contar con casarse con él.

Al oír hablar de la prometida, Nadia atravesó la estancia con paso vacilante, se colocó también junto a la ventana y empezó a dibujar en silencio pasando el dedo por el cristal.

A Schágov le daba lástima la chica. Sentía deseos de romper el silencio y averiguar una cosa con absoluta naturalidad, con una sinceridad rato ha abandonada: ¿qué podía ofrecerle aquella pobre aspirante sin influencias ni futuro? Y él tenía un justo derecho a su trozo de pastel (lo habría conseguido de otra manera si la gente de talento de nuestro país no le hubieran echado el diente a mitad del camino). Quería confiarle algunas cosas: pese a que su novia vivía una vida ociosa, no estaba muy corrompida. Tenía un buen apartamento en una buena casa donde sólo habitaban celebridades. En la escalera había portero y alfombra. ¿Dónde se encuentra hoy día esto en la Unión Soviética? Y lo principal era que eso resolvía todos los problemas de una vez por todas. ¿Quién podría imaginar algo mejor?

Pero sólo pensó todo esto, no lo dijo.

Apoyando la frente en el cristal y mirando hacia la noche, Nadia dijo con tristeza:

—Muy bien. Usted tiene una novia. Yo un marido.

—¿Desaparecido en el frente?

—No, no ha desaparecido —murmuró Nadia.

(¡Con qué ligereza se estaba delatando!).

—¿Tiene la esperanza de que viva?

—Lo he visto… Hoy…

(¡Se delataba, pero cuidado, no vaya a ser que ahora la considerara una mozuela que se colgaba de su cuello!).

Schágov no tardó mucho en comprender lo que le había dicho. No seguía el curso de aquellas mentes femeninas que consideraban a Nadia una mujer abandonada. Sabía que «desaparecido en el frente» significaba casi siempre «persona desplazada», y si la persona se desplazaba de regreso a la URSS, sólo podía hacerlo entre rejas.

Se acercó a Nadia y la tomó por el codo:

—¿Gleb?

—Sí —ella dejó caer esta palabra, casi insonora, con absoluta indiferencia.

—¿Qué le pasa? ¿Está preso?

—Sí.

—¡Claro, claro, claro! —dijo Schágov aliviado. Reflexionó, y salió rápidamente de la estancia.

Tan ensordecida estaba Nadia de vergüenza y desesperanza que no percibió nada nuevo en la voz de Schágov.

Que se marchara. Estaba contenta de haberlo dicho todo. De nuevo se encontraba a solas con su honesta carga.

Como antes, el hilillo incandescente apenas ardía.

Arrastrando los pies por el suelo como si fueran una carga, Nadia atravesó la habitación. Encontró el segundo cigarrillo en el bolsillo de la pelliza, alargó la mano hasta las cerillas y lo encendió. Encontró placer en el repulsivo ardor del cigarrillo.

Tosió por falta de costumbre.

Al pasar, distinguió el capote de Schágov abandonado, informe, sobre una silla.

¡Qué manera de precipitarse fuera de la habitación! Se había asustado hasta el punto de olvidar el capote.

Reinaba un gran silencio, en la habitación contigua se oía la radio, se oía… sí… un estudio de Liszt en fa menor.

Ah, ella lo había tocado en su juventud, ¿pero lo comprendía entonces? Los dedos tocaban, pero su alma no respondía a esta palabra —disperato— desesperadamente…

Con la frente apoyada en el travesaño de la ventana, Nadia tocaba los fríos cristales con las palmas abiertas de sus manos.

Estaba como crucificada en la negra cruz de la ventana.

Hubo en su vida un pequeño punto de calor y ya no estaba.

Por lo demás, al cabo de unos minutos ya había asumido esta pérdida.

Y era de nuevo la esposa de su marido.

Miraba la oscuridad procurando adivinar la chimenea de la cárcel Matrósskaya Tishiná.

¡Disperato! ¡La importante desesperación, el impulso de levantarse, y de caer de nuevo de rodillas! ¡El insistente re bemol de un desgarrador grito femenino! ¡Un grito sin solución!

La hilera de faroles conducía a las oscuras tinieblas de un futuro que no se desea alcanzar en vida…

Después del estudio musical, la hora de Moscú anunció las seis de la tarde.

Nadia se había olvidado de Schágov por completo cuando este entró de nuevo sin llamar.

Llevaba dos pequeños vasitos y una botella.

—¡Vamos, esposa de soldado! —dijo animadamente, groseramente—. No te amilanes. Toma este vaso. Mientras hay vida hay esperanza. Bebamos. ¡Por la resurrección de los muertos!