Nadia había estado largo rato sollozando, clavando los dientes en la manta para ahogar los sollozos. La parte inferior de la almohada que cubría su cabeza estaba húmeda.
Le habría gustado marcharse a alguna parte y abandonar la habitación hasta avanzada la noche. Pero no tenía adonde ir en la enorme ciudad de Moscú.
No era con mucho la primera vez que, en la residencia, la fustigaban con tales palabras: «¡Suegra! ¡Gruñona! ¡Monja! ¡Solterona!». Lo más ofensivo era la injusticia de aquellas palabras. ¡Con lo alegre que era antes!
Pero ¿es fácil vivir después de cinco años de mentir, de llevar continuamente una máscara que alarga y deforma el rostro, que torna estridente la voz e insensible el juicio? ¿Sería verdad que ya era una insoportable solterona? Es difícil juzgarse a sí mismo. En una residencia, donde no es posible patear ante mamá como en casa, y donde se está entre iguales, lo único que se aprende es lo malo que hay en uno mismo.
Excepto Gleb, nadie, nadie podía comprenderla…
Pero tampoco Gleb podía ya comprenderla…
Nada le había dicho sobre lo que debía hacer ni cómo debía vivir.
Sólo que su condena no tendría fin…
Bajo los golpes certeros y rápidos del marido se había derrumbado todo aquello que le daba fuerzas cada día, que la mantenía en su fe, en su espera, en su inaccesibilidad.
¡La condena no tendría fin!
Por lo tanto, no necesitaba de ella… Y por lo tanto, ella estaba sólo destruyendo su vida…
Nadia yacía boca abajo. Miraba con ojos inmóviles por la rendija entre la almohada y la manta, y veía el trozo de pared que tenía delante. No podía comprender, ni lo procuraba, qué clase de iluminación era aquella. Parecía estar todo muy oscuro, y sin embargo distinguía en la conocida pared ocre las burbujas de un basto enjalbegado.
Y de pronto, Nadia escuchó a través de la almohada unos golpes especiales, acompasados, dados con los dedos sobre el entrepaño de chapa de la puerta. Y antes de que Dasha preguntara: «Ha venido Schágov. ¿Te levantas?», Nadia ya se arrancaba la almohada de la cabeza, saltaba al suelo con las medias puestas, se arreglaba la retorcida falda, se alisaba los cabellos con un peine y tentaba las zapatillas con los pies.
Bajo la luz opaca de la semiincandescencia, Muza advirtió su apresuramiento y retrocedió un paso.
Por su parte, Dasha se precipitó hacia la cama de Liúda, la dobló y recogió rápidamente.
Dejaron entrar al visitante.
Schágov entró con su viejo capote militar sobre los hombros. Mantenía aún su porte militar: podía inclinarse, pero sin doblar el espinazo. Sus movimientos eran calculados.
—Muy buenas, queridas amigas. Vine a enterarme de lo que hacéis sin luz para copiarlo y hacerlo yo mismo. ¡Me muero de tristeza!
(¡Qué alivio!, en aquella penumbra amarilla no eran visibles los ojos abotargados de lágrimas).
—¿O sea que de no estar en las tinieblas usted no habría venido? —respondió Dasha siguiendo el tono festivo de Schágov.
—De ninguna manera. Bajo una viva luz, el rostro de las mujeres está privado de su encanto. Se ven expresiones iracundas, miradas envidiosas. —(¡Ni que hubiera estado antes allí!)—, arrugas, exceso de cosmética. Si fuera una mujer, habría introducido en la legislación una ley disponiendo que la luz se diera sólo con la mitad de su incandescencia. Entonces os casaríais todas rápidamente.
Dasha miró severamente a Schágov. Siempre hablaba así, y esto no le gustaba: eran unas expresiones en cierto modo estudiadas.
—¿Puedo sentarme?
—Tenga la bondad —respondió Nadia con la voz serena de un ama de casa en la que ya no había ni rastro del cansancio, la amargura y las lágrimas anteriores.
A ella, por el contrario, le gustaban aquel autodominio, aquel aire condescendiente, aquella voz grave y firme. Irradiaba tranquilidad. Incluso le parecían agradables sus agudezas.
—Puede que no me repitan el ofrecimiento, así es este personal. Me apresuraré a sentarme. Así pues, ¿en qué os ocupáis, jóvenes aspirantes?
Nadia callaba. No podía hablar demasiado con él, pues dos días antes se habían peleado, y Nadia, con un movimiento inconsciente y súbito, con un grado de intimidad que no existía entre ellos, le había golpeado la espalda con la cartera y había huido. Algo estúpido, pueril, pero ahora era un alivio la presencia de terceras personas.
Respondió Dasha.
—Nos disponíamos a ir al cine. No sabíamos con quién.
—¿A ver qué película?
—La tumba india.
—Oh, debéis ir sin falta. Según palabras de una enfermera, «disparan mucho, matan mucho, ¡en fin, una película magnífica!».
Schágov se había sentado cómodamente junto a la mesa común:
—Permitidme, queridas, pensé encontraros bailando en corro y veo que esto es un funeral. ¿Tenéis algún contratiempo con vuestros padres, quizás? ¿Os ha dejado abatidas la última resolución del comité del partido? Sin embargo, al parecer, nada tenía que ver con las aspirantes.
—¿Qué resolución? —preguntó Nadia con voz poco sonora.
—¿Qué resolución? Que las fuerzas sociales comprueben el origen social de los estudiantes, si son verdaderamente sus padres los que ellos indican. En eso se ofrecen ricas posibilidades, tal vez alguno se haya confiado a otros, o se haya ido de la lengua en sueños, o haya leído una carta ajena, en fin, cosas de este género…
(¡Van a continuar buscando, ahondando! ¡Oh, cómo me fastidia todo! ¿Adónde escapar?).
—¿Qué, Muza Gueorguievna? ¿Usted no ha escondido nada?
—¡Qué ruindad! —exclamó Muza.
—¿Cómo, tampoco esto os pone de buen humor? Bueno, si queréis, os contaré la divertidísima historia de la votación secreta de ayer en el consejo de mecánica matemática.
Schágov se dirigía a todas pero vigilaba a Nadia. Hacía tiempo que quería averiguar qué quería Nadia de él. Cada nuevo encuentro ponía más de relieve las intenciones de la joven…
… A veces contemplaba el tablero de ajedrez cuando él estaba jugando, y se ofrecía a jugar con él para aprender aperturas.
(¡Dios mío, el ajedrez ayuda a matar el tiempo!).
A veces le invitaba a escuchar lo que iba a tocar en el concierto.
(¡Es tan natural desear que alabe tu modo de tocar alguien que no sea un espectador completamente indiferente!).
A veces, ella tenía una entrada de cine «sobrante» y le invitaba.
(¡Ah, buscaba sencillamente la ilusión de una tarde, buscaba aparecer en alguna parte acompañada…! Apoyarse en algún brazo).
O el caso del día de su cumpleaños, cuando le regaló tan torpemente una pequeña agenda: se la metió en el bolsillo de la chaqueta y quiso huir, ¡qué modales! ¿Por qué huir?
(¡Ay, por turbación, sólo por turbación!).
La alcanzó en el pasillo y empezó a porfiar con ella intentando fingidamente devolverle el regalo, y en esas la abrazó sin que ella hiciera enseguida esfuerzos para escapar, pues se dejaba retener.
(Cuántos años hacía que ella no experimentaba ese contacto contra sus brazos y sus piernas).
¿Y ahora el jovial golpe con la cartera?
Lo mismo que hacía con todas, Schágov se mostraba férreamente reservado también con ella. Sabía lo pegajosas que eran esas historias femeninas, y lo difícil que resultaba después desprenderse de ellas. Pero ¿y si era una mujer solitaria que suplicaba ayuda, que simplemente suplicaba ayuda? ¿Quién sería tan inconmovible que se la negara?
Ahora, también, Schágov había salido de su cuarto y había ido a la habitación 318 no sólo convencido de encontrar sin falta a Nadia en casa, sino también dominado por un principio de inquietud.
… La anécdota de la votación en el consejo, aunque provocó risas, estas fueron de cortesía.
—Bueno, ¿habrá luz o no la habrá? —exclamó ya con impaciencia Muza.
—En fin, observo que mis relatos no os hacen ninguna gracia. Especialmente a Nadia Ilinichna. Por lo que puedo ver, está más lúgubre que un nubarrón. Y sé por qué. Anteayer le pusieron una multa de diez rublos, y ahora sufre por los diez rublos, le duele haberlos perdido.
Apenas dijo Schágov esta broma, Nadia se levantó de un salto. Agarró el monedero, rompió el cierre, sacó algo al azar, lo desgarró histéricamente y arrojó los pedazos sobre la mesa común, delante de Schágov.
—¡Muza! Por última vez, ¿vienes? —exclamó dolorosamente Dasha tomando el abrigo.
—¡Voy! —respondió sordamente Muza, y se dirigió cojeando al perchero con decisión.
Schágov y Nadia no volvieron la cabeza hacia las que se marchaban.
Pero cuando la puerta se cerró tras ellas, Nadia sintió miedo.
Schágov se acercó a los ojos los pedazos de papel roto. Eran crujientes fragmentos de otro billete de diez rublos…
Dejó el capote (que se derrumbó sobre la silla) y se acercó a Nadia rodeando los muebles, sin mostrarse impulsivo, mucho más alto que ella. Cogió sus pequeñas manitas entre las suyas, tan grandes.
—¡Nadia! —era la primera vez que la llamaba simplemente por el nombre.
Ella estaba inmóvil, se sentía débil. La chispa que le había hecho desgarrar el billete había desaparecido tan rápidamente como surgiera. Por su cabeza pasó fugazmente la extraña idea de que ningún vigilante ladeaba hacia ellos su cabeza bovina. Que podían hablar de todo lo que quisieran. Que ellos mismos decidirían cuándo debían separarse.
Vio muy cerca el rostro firme y recto de su amigo, cuyos lados izquierdo y derecho no se diferenciaban en ningún rasgo. A ella le gustaba la corrección de aquel rostro.
Él abrió los dedos y los deslizó por sus codos, por la seda de la blusa.
—¡Nnadia!…
—¡Dé-je-me! —respondió Nadia con voz de cansada lástima.
—¿Cómo quiere que lo entienda? —insistió él pasando los dedos de los codos a los hombros.
—¿Entender qué? —repitió ella con vaguedad.
¡Pero no intentó liberarse!
Entonces él estrechó sus hombros y la atrajo hacia sí.
La penumbra amarilla ocultó la llamarada de la sangre en la cara de la joven.
Apoyó las manos en su pecho y le rechazó.
—¿Có-mo ha podido pensar…?
—¡El diablo sabrá qué cabe pensar de usted! —barbotó él, la soltó y se retiró a la ventana, detrás de Nadia.
El agua del radiador discurría en silencio.
Nadia se arregló los cabellos con mano temblorosa.
A él le temblaban las manos al encender un cigarrillo.
—¿Sabe usted —preguntó él separando las palabras— cómo arde el heno seco?
—Lo sé. Llamas hasta el cielo, y luego un montón de ceniza.
—Hasta el cielo —confirmó él.
—Un montón de cenizas —repitió ella.
—¿Pues por qué no cesa de lanzar fuego sobre el heno seco una y otra vez, una y otra vez?
(¿Lanzaba ella fuego? ¿Por qué no podía comprenderla? Simplemente, a veces quería gustar, así, a ratos. Bueno, y sentir por un momento que te prefieren a otras, que no has dejado de ser la mejor).
—¡Vámonos! ¡A alguna parte! —exigió ella.
—No iremos a ninguna parte, nos quedaremos aquí.
Él había vuelto a su tranquila manera de fumar, apretando la embocadura, algo ladeada, con sus labios autoritarios. A Nadia también le gustaba esta manera suya de fumar.
—¡No, se lo ruego, vámonos a alguna parte! —insistió ella.
—O aquí o en ninguna parte —cortó él implacablemente—. Y debo advertirle una cosa: tengo novia.