50

Después de la entrevista, Nadia sólo deseaba ver a personas tan desesperanzadas como ella, y hablar únicamente de los que se encontraban entre rejas. Atravesó todo Moscú desde Lefortovo hasta Krasnaya Presnaya para ver a la esposa de Sologdin y transmitirle las tres palabras íntimas de su marido.

Pero no encontró a la Sologdin en casa (habría sido difícil encontrarla, pues todos los asuntos de la semana, referentes a su hijo y a ella misma, se le acumulaban el domingo). Entregar una nota a los vecinos era también impensable: Nadia sabía, de boca de la propia Sologdin, y lo imaginaba además muy fácilmente, que los vecinos le eran hostiles y la espiaban.

Y si Nadia subió por la empinada escalera, totalmente oscura incluso de día, disfrutando con antelación la alegría de una conversación con una mujer simpática que compartía con ella una pena secreta, descendió después por ella no ya disgustada, sino completamente destrozada. Y del mismo modo que un papel fotográfico sensible, colocado en un revelador incoloro de aspecto inofensivo, empieza a mostrar unos perfiles que ya estaban en él pero que hasta entonces no se manifestaban, también en el alma de Nadia empezaron a surgir, después de la fracasada visita a la Sologdin, todos aquellos pensamientos lúgubres y malos presentimientos que habían nacido durante la entrevista pero que no se habían manifestado todavía.

Él había dicho: «No te sorprenda que me saquen de aquí, que se interrumpan las cartas…». ¡Podía partir! ¿Cesarían incluso estas entrevistas que les concedían una vez al año? ¿Qué haría entonces Nadia?

Y había hablado también del curso superior del Angar…

Y además, ¿habría empezado a creer en Dios? Hubo una frase… La cárcel le mutilaría espiritualmente, lo llevaría a la mística y al idealismo, lo acostumbraría a la sumisión.

Lo principal, sin embargo, era que había dicho en tono amenazador: «No pongas demasiadas esperanzas en la terminación de mi condena», «una condena es algo convencional». En la entrevista, Nadia había exclamado: «¡No me lo creo! ¡No puede ser!». Pero las horas discurrían una tras otra. Entregada a sus pensamientos, atravesó de nuevo Moscú, de Krasnaya Presnaya a Sokólniki, y estos pensamientos la pinchaban sin que pudiera ahuyentarlos, sin que tuviera nada con que defenderse de ellos.

Si la condena de Gleb no terminaba nunca, ¿a qué esperar? ¿Era justo convertir su vida en un apéndice de la vida de su marido? ¿Sacrificar sin motivo su ser a la espera de algo vacío?

¡Menos mal que allí no había mujeres!

En la entrevista de hoy hubo además algo sin nombre, incomprensible, irreparable…

Llegó tarde, también, al comedor estudiantil. ¡Sólo le faltaba este pequeño fracaso para culminar su desesperación! Recordó al instante que dos días atrás la habían multado con diez rublos por entrar por el descansillo trasero. Diez rublos eran una suma respetable, eran cien rublos de antes de la reforma.

En Stromynka, bajo la incipiente y agradable nevada, había un chico con la gorra calada que vendía cigarrillos Kazbek por unidades. Nadia se acercó y le compró dos cigarrillos.

—¿Y dónde encontraré cerillas? —se preguntó a sí misma en voz alta.

—¡Tome, buena mujer, rasque una! —le ofreció de buen talante el chico tendiéndole una caja—. ¡El fuego no lo cobramos!

Sin pensar en el aspecto que ofrecía, Nadia encendió allí mismo, a la segunda cerilla, un cigarrillo torcido. Devolvió la caja, pero no cruzó la puerta del edificio, sino que empezó a pasear de arriba abajo. Fumar no se había convertido aún en una costumbre para ella, pero tampoco aquel era su primer cigarrillo. El ardiente humo le causaba dolor y repulsión, y esto aligeraba un poco el peso de su corazón.

Cuando hubo filmado la mitad del cigarrillo, Nadia lo tiró y subió a la habitación 318.

Pasó con desdén junto a la cama deshecha de Liúda y se dejó caer pesadamente en la suya con el deseo de que ahora nadie le preguntara nada.

Se sentó, y a la altura de sus ojos aparecieron las cuatro pilas de su tesis sobre la mesa, cuatro ejemplares mecanografiados. Y Nadia recordó involuntariamente las infinitas penalidades que le ocasionaba esta tesis: conseguir de alguna manera la fotocopia de los esquemas, la primera corrección, la segunda, y ahora volver a empezar la tercera.

Al recordar el aplazamiento —ilegal y sin esperanzas— de la presentación de la tesis, recordó también el trabajo «especial» y secreto que podía proporcionarle ingresos y tranquilidad. Pero le cerraba el camino un terrible cuestionario de ocho páginas. Debía entregarlo el martes a la sección de personal.

Escribir las cosas como eran significarían su expulsión de la universidad a finales de semana, su expulsión de la residencia, de Moscú.

O bien, divorciarse inmediatamente…

Como había decidido.

Pero era doloroso, y el procedimiento requería tiempo y astucia.

Erzhika se hizo la cama como pudo (eran cosas que no acababan de salirle bien. Había aprendido a hacer la cama, lavar y planchar en Stromynka, en su vida anterior esos trabajos los hacía la criada), se pintó ante el espejo, no los labios sino las mejillas, y fue a trabajar a la biblioteca Lenin.

Muza intentaba leer, pero la lectura no funcionaba. Había observado la lúgubre inmovilidad de Nadia y la miraba con inquietud aunque sin decidirse, por otra parte, a preguntarle nada.

—¡Sí! —recordó Dasha—. ¡Hoy he oído decir que este año nos pagarán el doble «para libros»!

Olenka se incorporó sorprendida:

—¿Bromeas?

—Nuestro decano se lo ha dicho a las muchachas.

—Espera, ¿cuánto será eso? —la cara de Olenka se encendió con aquella animación que es capaz de producir el dinero en las personas que no están acostumbradas a él ni son codiciosas—. Trescientos y trescientos son seiscientos, setenta y setenta son ciento cuarenta, cinco y cinco… ¡Oh, oh! —gritó palmoteando—. ¡Setecientos cincuenta! ¡Eso está bien!

Y canturreó brevemente. Tenía un poco de voz.

—¡Ahora sí que te comprarás las obras completas de Soloviov!

—¡Y más! —rio Olenka—. Con este dinero se puede comprar un vestido granate, de crespón, ¿te imaginas? —agarró con la punta de los dedos el borde de la falda—. ¡Con dos volantes!

Olenka no se había equipado aún como es debido. Sólo recientemente, en el último año, había recuperado el interés por esas cosas. Su madre había estado largo tiempo enferma y había muerto hacía dos años. Desde entonces Olenka se había quedado sin ningún pariente entre los vivos. Su madre y ella habían recibido el aviso de defunción del padre y del hermano la misma semana del año 42. La madre enfermó entonces gravemente y Olenka tuvo que abandonar el primer curso, perder un año, ponerse a trabajar y luego pasar a los estudios por correspondencia.

Pero nada de esto aparecía en este momento en su carita regordeta y simpática de veintiocho años. Al contrario, la conmovía el aspecto de sufrimiento petrificado de Nadia, sentada en su cama frente a ella, un aspecto que las abatía a todas.

Y Olia preguntó:

—¿Qué te pasa, Nadiushka? Por la mañana te marchaste muy contenta.

Las palabras eran compasivas, pero su sentido denotaba irritación. No se sabe con qué semitonos expresa nuestra voz nuestros sentimientos.

Nadia no sólo percibió esta irritación en la voz de su vecina. Sus ojos veían también cómo Olenka se vestía frente a ella, cómo prendía un broche —una florecilla rubí— en la solapa de la chaqueta, cómo se perfumaba.

Aquel perfume, que envolvía a Olia en una nube invisible de felicidad, alcanzaba la nariz de Nadia como un chorro de aire de cuanto había perdido.

Con el rostro todavía cejijunto, pronunciando las palabras como si le costara un gran trabajo, Nadia respondió:

—¿Te molesto? ¿Te pongo de malhumor?

Se miraron una a otra por encima de la colmada mesa de las tesis. Olenka se irguió, y su gordezuela barbilla adquirió perfiles duros. Dijo con precisión:

—Mira, Nadia, no quisiera ofenderte. Pero, como dijo nuestro común amigo Aristóteles, el hombre es un animal social. Podemos sembrar a nuestro alrededor la alegría, pero no tenemos derecho a sembrar las tinieblas.

Nadia estaba sentada, encorvada, en una pose de vieja.

—¿Y tú no puedes comprender —pronunció en voz baja, abatida— que a veces se tienen pesares en el alma?

—¡Precisamente puedo comprenderlo muy bien! ¡Tienes pesares, sí, pero no debes autocompadecerte tanto! No debes concienciarte de ser la única sufridora de este mundo. Puede que otras hayan sufrido muchísimo más que tú. Reflexiona.

No terminó su pensamiento, pero, la verdad, ¿por qué ha de significar más un marido desaparecido que aún se puede sustituir, pues un marido es sustituible, que un padre muerto, un hermano muerto y una madre muerta, si no nos es dado por la naturaleza sustituirlos?

Al terminar de hablar permaneció un instante erguida mirando severamente a Nadia.

Nadia comprendía perfectamente que Olia hablaba de sus propias pérdidas. Lo comprendió pero no lo aceptó. Pues su modo de ver era el siguiente: toda muerte es irreparable, pero sucede, pese a todo, por una sola vez. Estremece, pero una sola vez. Luego se desplaza con movimientos poco perceptibles y poco a poco se integra en el pasado.

Y uno se va liberando gradualmente de la pena. Y una se pone un broche de rubíes, se perfuma y acude a una cita.

Pero la pena de Nadia estaba siempre presente, siempre a su alrededor, siempre dominándola, estaba en el pasado, en el presente y en el futuro. Y por mucho que se debatiera, se agarrara a lo que se agarrase, no había modo de escapar a sus dientes.

No obstante, para responder convenientemente tenía que sincerarse, y el secreto era demasiado peligroso.

Y Nadia se rindió, cedió, mintió, señaló la tesis con la cabeza:

—Está bien, niñas, perdonad, estoy agotada. Me faltan fuerzas para volver a corregirla. ¿Hasta cuándo?

Al ponerse en claro que Nadia no ponía en absoluto sus penas por encima de todas las penas, la actitud vigilante de Olenka se disipó, y la muchacha dijo en tono conciliador:

—¡Ah! ¿Hay que echar a los extranjeros? Pues no eres la única, ¿por qué te apuras?

Echar a los extranjeros significaba sustituir en todo el texto «Laue[31] ha demostrado» por «los científicos han conseguido demostrar», o bien cambiar «como demostró convincentemente Langmuir»[32] por «como se ha demostrado». Pero si algún científico ruso, y no sólo ruso sino alemán o danés al servicio de Rusia, se distinguía en algo, por poco que fuera, había que consignar sin falta todo su nombre y patronímico, subrayando su acendrado patriotismo y sus inmortales méritos ante la ciencia.

—No son los extranjeros, hace tiempo que los eché. Ahora hay que excluir al académico Balandin…

—¿Un soviético?

—… y toda su teoría. Y yo lo he montado todo sobre ella. Y ahora resulta que él… que a él le han…

El académico Balandin había desaparecido súbitamente en el mismo abismo, en el mismo mundo subterráneo, donde languidecía encadenado el marido de Nadia.

—¡Bueno, no hay que tomárselo tan a pecho! —aleccionó Olanka. También en esto tenía su propia réplica—: ¿Y lo que me sucede a mí con el Azerbaidzhán?

Nada había predispuesto nunca a esta muchacha de la Rusia central al estudio de la cultura del Irán. Al ingresar en la facultad de historia ni se le había pasado por la cabeza esta idea. Sin embargo, su joven (y casado) director de equipo, bajo cuya orientación redactó el trabajo de curso sobre la Rusia de Kíev, empezó a hacerle la corte obstinadamente, insistiendo además en que se especializara, durante el aspirantado, en la Rusia de Kíev. Olenka, inquieta, se pasó al Renacimiento italiano, pero tampoco era viejo el profesor del Renacimiento italiano, y cuando se quedaba a solas con ella se comportaba también con el espíritu del Renacimiento. Entonces, Olenka, desesperada, se apuntó al curso de un caduco profesor de cultura iraniana, con el que redactó también la tesis que ahora habría terminado felizmente de no haber emergido en los periódicos la cuestión del Azerbaidzhán persa. Como sea que Olenka no puso excesivamente de relieve la secular ansia de esta provincia por pertenecer al Azerbaidzhán, así como su repulsa al Irán, le devolvieron la tesis para que la rehiciera.

—Y gracias que te permiten corregirla por anticipado. Hay casos peores. Mira, Muza te lo contará…

Pero Muza ya no escuchaba. Para su felicidad, se había sumido en la lectura del libro y la habitación que había a su alrededor había dejado de existir.

—… en la facultad de literatura, una chica había aprobado su tesis sobre Zweig hacía cuatro años y ejercía ya la docencia. De pronto descubrieron que en su tesis aparecía tres veces que «Zweig era un cosmopolita» y en un sentido aprobador. La llamaron a la Alta Comisión de Títulos y le retiraron el diploma. ¡Horrible!

—¡Uf, mira que desmoralizarse en química! —intervino también Dasha—. ¡Qué decir entonces de la economía política! Es ponerse la soga al cuello. Pues no importa, vamos tirando. ¡Stuzhaila-Oliabyshkin me sacó de apuros!

Efectivamente, era de todos sabido que a Dasha le habían dado ya un tercer tema para la tesis. El primer tema fue «La alimentación comunitaria bajo el socialismo». Este tema era muy claro veinte años atrás, cuando todo pionero, incluida Dasha, sabía con seguridad que las cocinas familiares desaparecerían en un futuro próximo, que se apagarían los lares domésticos y las esclavizadas mujeres recibirían los desayunos y los almuerzos de unas fábricas-cocina. Pero ahora, con los años, el tema era nebuloso e incluso peligroso. Era de toda evidencia que si alguien comía aún en un comedor público, como por ejemplo la propia Dasha, sólo era debido a la maldita necesidad. Sólo florecían dos formas de alimentación social: los restaurantes, que no mantenían con suficiente claridad los principios socialistas, y las más míseras tabernuchas, que no vendían otra cosa que vodka. En teoría continuaba habiendo fábricas-cocina, ya que el Jefe de los Trabajadores no había tenido tiempo, en veinte años, de manifestarse sobre la alimentación. Por ello era peligroso arriesgarse a decir algo propio. Dasha le dio vueltas y más vueltas hasta que su jefe de grupo le cambió el tema, pero inconscientemente eligió otro de los desafortunados: «El comercio de los productos de gran consumo bajo el socialismo». También este tema ofrecía pocos materiales. Aunque todos los discursos y normativas decían que los productos de gran consumo se podían fabricar y distribuir, e incluso que era necesario hacerlo, en la práctica estas mercancías empezaban a conllevar cierto sentido de culpabilidad al ser comparadas con la laminación del acero o la producción de petróleo. Y ni siquiera el Consejo Científico, que rechazó el tema a tiempo, sabía si la industria ligera seguiría desarrollándose o acabaría agostándose.

Y entonces hubo unas almas buenas que la aconsejaron, y Dasha consiguió a fuerza de súplicas el tema: «El economista político ruso del siglo XIX Stuzhaila-Oliabyshkin».

—¿Has encontrado, por lo menos, un retrato de este benefactor? —preguntó riendo Olenka.

—¡Ese es el caso, que no puedo encontrarlo!

—¡Muy poco noble de tu parte! —Olenka procuraba ahora alegrar a Nadia, aunque en realidad la sometía a las emanaciones de excitación provocadas por la cita prevista—. Yo lo encontraría y me lo colgaría encima de la cama. Me lo imagino muy bien: un terrateniente, un vejestorio de noble aspecto con exigencias espirituales insatisfechas. Después de un abundante desayuno se sentaría junto a la ventana con su bata casera, en una provincia, ya sabéis, una provincia perdida de los tiempos de Larin[33], fuera del alcance de las tempestades de la historia, y mirando cómo la moza Palashka daba de comer a los cochinillos, razonaría lentamente.

sobre de la riqueza del Estado,

y con aquello que subsiste[34]

¡Una gallinita! Y por las noches jugaría a las cartas… —Olenka se desternillaba de risa.

Tenía la cara enrojecida. Toda ella era una creciente felicidad.

Liúda se había puesto el vestido azul celeste, privando de este modo a su cama de un cobertor en forma de abanico (Nadia la miraba de reojo con un tic doloroso). Liúda reavivó ante el espejo la pintura de sus cejas y pestañas, y luego con gran precisión se pintó los labios en forma de corazón.

—Prestad atención, niñas —dijo inesperadamente Muza de un modo que sólo ella sabía, natural, como si todas estuvieran esperando sus observaciones—. ¿En qué se diferencian los héroes literarios rusos de los héroes del Occidente europeo? Los más mimados héroes de los escritores occidentales siempre intentan hacer carrera, conseguir fama y dinero. Al héroe ruso, en cambio, no hay que darle de comer ni de beber, busca la justicia y el bien. ¿No es así?

Y volvió a sumirse en la lectura.

—Si por lo menos pudieras pedir luz —se compadeció Dasha. Y abrió el interruptor.

Liúda se había puesto las botas y alargaba la mano para coger la pelliza. Entonces, Nadia movió bruscamente la cabeza señalando la cama y dijo con repugnancia:

—¿De nuevo dejas que arreglemos por ti esta porquería?

—¡Pues hacedme el favor de no arreglarla! —estalló Liúda con ojos resplandecientes y expresivos—. ¡Y no te atrevas a tocar más mi cama! —su voz levantó el vuelo hasta llegar al grito—. ¡No me des lecciones de moral!

—¡Debes comprenderlo! —estalló a su vez Nadia echando a gritos todo cuanto guardaba en su persona—. ¡Nos ofendes! ¿O es que no podemos tener en el alma ninguna otra cosa que tus placeres nocturnos?

—¿Me envidias? ¿No pican los tuyos?

Las caras de las dos estaban alteradas, eran muy desagradables, como lo son siempre las de las mujeres irritadas.

Olenka abrió la boca para atacar también a Liúda, pero en las palabras «placeres nocturnos» creyó oír una injuriosa alusión. Y se detuvo.

—¡No hay nada que envidiar! —gritó sordamente Nadia con voz desgarrada.

—Si te has equivocado, si has ingresado en el aspirantado en lugar de encerrarte en un monasterio —gritó Liúda con voz cada vez más sonora, presintiendo la victoria—, siéntate en un rincón y no seas una suegra. ¡Me fastidias! ¡Solterona!

—¡Liudka! ¡No te atrevas! —gritó Dasha.

—¿Por qué se mete en lo que no le importa? ¡Solterona! ¡Solterona! ¡Fracasada!

Muza salió también de su ensimismamiento, y empezó a gritar blandiendo hacia Liúda un pequeño volumen:

—¡Qué espíritu tan mezquino y pequeñoburgués! ¡Cómo triunfa! ¡Florece!

Las cinco gritaban cada una lo suyo sin escuchar a las demás ni estar de acuerdo con ellas.

Congestionada, con la cabeza incapaz de reflexionar, avergonzada de su salida de tono y de sus sollozos, Nadia se arrojó de plano sobre la cama con lo que llevaba puesto, lo mejor que tenía para la entrevista, y se cubrió la cabeza con la almohada.

Liúda volvió a empolvarse, distribuyó sobre la blusa de piel de ardilla sus rubios y alborotados bucles, y se bajó el velo un poco por debajo de los ojos. Luego se marchó sin arreglar la cama, aunque con la concesión de extender la manta.

Las otras llamaron a Nadia, pero no se movía. Dasha le quitó los zapatos y metió las esquinas de la manta bajo sus piernas.

Poco después sonó otro golpe en la puerta que hizo que Olenka saliera alborozada al pasillo. Volvió como el viento, metió sus rizos bajo el sombrero, se introdujo ágilmente dentro del abrigo de pieles con cuello amarillo y fue hacia la puerta marcando un nuevo paso.

(Este nuevo paso era de alegría, pero también era el paso del que va al combate…).

La habitación 318 enviaba al mundo, una tras otra, dos maravillosas tentaciones magníficamente vestidas.

Sin embargo, al perder con ellas la animación y la risa, la habitación adquirió un aire de gran abatimiento.

Moscú era una ciudad enorme en la que no había adonde ir…

Muza abandonó de nuevo la lectura. Se quitó las gafas y escondió el rostro entre las grandes palmas de sus manos.

Dasha dijo:

—¡Qué estúpida es Olga! Jugará un poco con ella y la abandonará. Me han dicho que tiene a otra en alguna parte. Con tal que no venga un hijo.

Muza asomó entre las palmas de las manos:

—Pero a Olia no la ata nada. Si él es así, ella puede dejarlo.

—¿Cómo que no está atada? —sonrió Dasha con la boca torcida—. Qué otra atadura quieres que…

—¡Claro, tú siempre lo sabes todo! ¿Cómo puedes saber esto? —se indignó Muza.

—¿Qué más hay que saber si se queda a dormir en su casa?

—¡Oh! ¡Nada! ¡Eso no demuestra nada! —repuso Muza.

—Ahora sólo funciona así. De otro modo no lo retienes.

Las muchachas se callaron, cada una en sus trece.

La nevada iba en aumento tras la ventana. Oscurecía.

Debajo de la ventana, el agua discurría silenciosamente por el radiador.

Resultaba insoportable pensar que había que matar la tarde del domingo en aquel cuartucho.

Dasha pensaba en el cantinero que había rechazado, un hombre sano y fuerte. ¿Qué necesidad había de rechazarlo de aquella manera? Aunque la hubiera llevado, en la oscuridad, a algún club de los arrabales donde no suelen ir los universitarios. Aunque la hubiera apretujado contra alguna cerca.

—¡Vámonos al cine, Múzochka! —propuso Dasha.

—¿Qué echan?

—La tumba india.

—¡Es un rollo! ¡Un rollo comercial!

—¡Pero el cine está en esta manzana, aquí mismo!

Muza no respondió.

—¡Qué tristeza hay aquí!

—No voy. Búscate alguna ocupación.

Y, de pronto, la luz eléctrica perdió intensidad: en la bombilla no quedó más que un hilillo incandescente, purpúreo y mate.

—¡Vaya, lo que faltaba! —gimió Dasha—. Ha saltado una fase. Para ahorcarse.

Muza estaba sentada como una estatua.

En la cama, Nadia no se movía.

Llamaron a la puerta.

Dasha se asomó y volvió:

—¡Nadiushka! Ha venido Schágov. ¿Te levantas?