A esta misma hora, cuando raros y aislados copos de nieve empezaban a desprenderse del cielo y a caer sobre el pavimento oscuro de la calle Matrósskaya Tishiná, de cuyos adoquines los automóviles habían lamido los últimos restos de nieve de los pasados días, en la habitación 318 de la ciudad universitaria de Stromynka las muchachas aspirantes vivían la vida de un domingo por la tarde.
La habitación 318, en el segundo piso, tenía una amplia ventana que daba precisamente a Matrósskaya Tishiná. La estancia era oblonga, larga de la ventana a la puerta, y en sus paredes, a derecha e izquierda, se embutían tres camas de hierro en fila india sobrepasadas en altura por unos estantes inestables de junco trenzado llenos de libros. En la franja central de la habitación había dos mesas, una tras otra, que dejaban sólo unos estrechos pasos a lo largo de las camas: la más cercana a la ventana era la de las «tesis», donde se amontonaban voluminosamente los libros, los cuadernos, los diseños y las pilas de textos mecanografiados; la más alejada era la mesa común, en la que ahora Olenka planchaba, Muza escribía una carta y Liúda se enrollaba los rulos ante un espejo. En la pared de la puerta quedaba todavía espacio para un aguamanil separado por una cortina (estaba previsto que se lavaran al final del pasillo, pero las muchachas lo encontraban incómodo, frío y distanciado).
En la cama cercana al aguamanil, estaba tendida la húngara Erzhika, leyendo. Yacía con una bata que las compañeras de habitación llamaban «la bandera brasileña». Poseía otras rebuscadas batas que entusiasmaban a las muchachas, pero para salir se vestía muy discretamente, como si se esforzara incluso en no llamar la atención. Se había acostumbrado a ello durante los años en que fuera una comunista clandestina en Hungría.
La cama de Liúda, la siguiente de la fila, estaba en desorden (Liúda se había levantado hacía poco), la manta y la sábana tocaban el suelo y, en cambio, por encima de la almohada y de la cabecera de la cama aparecía extendido con todo cuidado un vestido de seda azul, ya planchado, y unas medias. Un pequeño tapiz persa colgaba sobre la cama. La propia Liúda contaba en la mesa, en voz alta, la historia de cómo la había cortejado cierto poeta español que había abandonado la patria siendo niño. Recordaba detalladamente el ambiente del restaurante, qué orquesta tocaba, qué platos habían servido, con qué estaban aderezados y qué habían bebido.
La plancha de Olenka estaba conectada a un «ladrón», y el hilo colgaba desde la lámpara. (Para que no gastaran electricidad, las planchas y los hornillos eléctricos estaban rigurosamente prohibidos en Stromynka, no se ponían enchufes, y la dirección de la casa iba a la caza de «ladrones»). Olenka escuchaba a Liúda y se reía, pero vigilaba con ojo penetrante su planchado. La chaqueta y la falda a juego eran todo lo que tenía. Habría preferido chamuscar con la plancha su propio cuerpo antes que aquel vestido. Olenka vivía únicamente del estipendio de aspirante, se alimentaba de patatas y gachas, si podía dar veinte cópeks de menos en el autobús lo hacía (encima de su cama había un mapa colgado en la pared), pero en cambio aquel atavío nocturno era bueno, no había de avergonzarse de ninguna de sus partes.
Muza, gruesa en exceso, con rasgos faciales rudos y con gafas, aparentaba más años de los treinta que tenía. Intentaba escribir una carta sobre la mesa, balanceada por el planchado, escuchando un importuno relato que la ofendía. Pedir a otra persona que se callara era algo que consideraba, en general, poco delicado. Por otra parte, detener a Liúda era excitarla, le habría soltado una insolencia. Liúda era nueva entre ellas, no era una aspirante. Recién terminada la carrera en el Instituto de Finanzas, había venido para seguir un cursillo de política económica, aunque en realidad, sobre todo, a divertirse. Su padre, un general retirado, le enviaba mucho dinero desde Voronezh.
Liúda estaba convencida de que el único sentido de una vida femenina radicaba en las citas con los hombres y en las relaciones con ellos en general. Pero al relato de hoy le confería un carácter especialmente picante. En Voronezh, después de estar tres meses casada y de conocer después a algunos otros hombres, Liúda lamentaba que su mocedad hubiera pasado tan fugazmente. Y así, después de unas primeras palabras de presentación, representó el papel de ingenua con el poeta español, palpitó, se avergonzó del menor roce con el hombro o el codo, y cuando el impresionado poeta le suplicó el primer beso de su vida, la muchacha se estremeció, pasó del éxtasis a la desesperación, e inspiró al poeta un poema de veinticuatro versos, por desgracia no en ruso.
Muza escribía la carta a sus padres, de edad muy avanzada, que vivían en una lejana ciudad de provincias. Su padre y su madre continuaban amándose como recién casados, y cada mañana, al ir a trabajar, su padre no hacía más que volverse y agitar la mano hacia la madre hasta que doblaba la esquina, y la madre se la agitaba a él desde la ventana. La hija los quería de la misma manera, y se había acostumbrado a escribirles a menudo detallando cada una de sus vivencias.
Pero ahora estaba descentrada. Dos días antes, al anochecer del último viernes, a Muza le había sucedido algo que eclipsaba su incansable trabajo cotidiano sobre Turguéniev, un trabajo que sustituía para ella cualquier otra vida, todos los aspectos de la vida. Tenía una sensación de las más repugnantes, como si se hubiera embadurnado con algo sucio, deshonroso, imposible de lavar, de ocultar, de mostrar, y con lo cual fuera también imposible existir.
Sucedió que aquel viernes por la noche, cuando volvía de la biblioteca y se disponía a acostarse, la llamaron a secretaría de la residencia, y allí le dijeron: «Sí, sí, pase a aquella habitación, por favor». Y en la habitación había dos hombres vestidos de paisano, muy corteses al principio, que se presentaron como Nikolai Ivánich y Serguei Ivánich. Sin importarles demasiado lo avanzado de la hora, la retuvieron una, dos y hasta tres horas más. Empezaron con un interrogatorio, preguntando con quiénes compartía la habitación, quiénes estaban en su mismo curso (aunque lo sabían tan bien como ella). Sin prisa alguna, hablaron con ella de patriotismo, del deber social de todo trabajador científico, que no ha de encerrarse en su especialidad, sino servir a su pueblo por todos los medios, con todas sus posibilidades. Muza no encontraba nada que replicar a todo esto, era la pura verdad. Entonces, los hermanos Ivánovich le propusieron que les ayudara, es decir que se encontrara con uno de ellos a determinadas horas en la secretaría, en un centro de propaganda o en las habitaciones del club, y a veces en la propia universidad, según concertaran, y respondiera a ciertas preguntas o les transmitiera sus observaciones por escrito.
¡Con esto empezó aquella larga y horrible prueba! Cada vez le hablaban con mayor grosería, le chillaban, la tuteaban: «Pero ¿por qué te pones terca? ¡No es el espionaje extranjero quien quiere reclutarte! El espionaje extranjero te necesita tanto como al peine un calvo…». Luego le comunicaron abiertamente que no le dejarían presentar su tesis (y estaba ella en los últimos meses, con la tesis casi lista), que arruinarían su carrera científica, pues la patria no necesitaba científicos abúlicos como ella. Esto la asustó extraordinariamente: ¿les costaría mucho expulsarla del aspirantado? Pero entonces sacaron una pistola que se pasaban uno al otro y que, como sin querer, apuntaba a Muza. La pistola, por el contrario, hizo que el miedo de Muza desapareciera. Pues, a fin de cuentas, era peor continuar viviendo si la expulsaban con una ficha negra. A la una de la madrugada los Ivánovich la dejaron para que reflexionara hasta el martes, o sea hasta el próximo martes 27 de diciembre, y la hicieron firmar que mantendría el secreto.
Le aseguraron que ellos se enteraban de todo, y que, si contaba a alguien aquella conversación, esa firma haría que la arrestaran inmediatamente y la condenaran.
¿Basándose en qué malaventurada selección la habían elegido precisamente a ella? Ahora esperaba el martes con resignación, sin ánimo para estudiar, y recordaba los días no lejanos en que podía pensar sólo en Turguéniev, en que nada oprimía su alma, y ella, la muy tonta, no comprendía su felicidad.
Olenka escuchaba a Liúda con una sonrisa, y una vez estuvo a punto de atragantarse con el agua que retenía en la boca. Aunque algo tarde por culpa de la guerra, Olenka, a sus veintiocho años, era finalmente feliz-feliz-feliz, y se lo perdonaba todo a todo el mundo, que cada uno consiguiera la felicidad como pudiera. Se había enamorado de otro aspirante, y hoy por la noche pasaría a buscarla y saldría con ella.
—Vosotros, los españoles, tenéis en gran estima el honor, ¡pero al besarme en los labios me habéis deshonrado!
La cara atractiva de la rubia Liúda, aunque algo dura, expresaba la desesperación de una muchacha deshonrada.
La delgada Erzhika continuaba tendida en la cama leyendo Selecciones de Galajov. El libro descubría ante ella un mundo de caracteres elevados y brillantes cuya integridad impresionaba a Erzhika. Las dudas nunca asaltaban a los personajes de Galajov: servir a la patria o no servirla, sacrificarse o no sacrificarse. Debido al poco conocimiento del idioma y de las costumbres del país, la propia Erzhika no había visto aún a hombres como aquellos, y por eso era aún más importante conocerlos por los libros.
A pesar de todo, abandonó el libro, se puso de costado y empezó también a escuchar a Liúda. En la habitación 318 había tenido ocasión de enterarse de cosas sorprendentes, opuestas a lo que decía el libro: ora que un ingeniero rehusaba marchar a una atractiva construcción en Siberia y se quedaba en Moscú a vender cerveza; ora alguien que había presentado la tesina no trabajaba en absoluto (pero ¿es que hay parados en la Unión Soviética?); ora, al parecer, para empadronarse en Moscú era preciso pagar un gran soborno a la policía. «Pero esto serán fenómenos “momentáneos”, ¿verdad?», preguntaba Erzhika. (Quería decir «transitorios»).
Liúda terminaba de contar lo del poeta diciendo que si se casaba con él no le quedaba más remedio que fingir de una manera verosímil que era virgen. Y empezó a confiarles cómo se disponía a representarlo la primera noche.
Un relámpago de sufrimiento pasó por la frente de Muza. No era , delicado taparse abiertamente los oídos con los dedos. Encontró una excusa para darse la vuelta y ponerse de cara a su cama.
Por su parte, Olenka exclamó alegremente:
—Así pues, ¿las heroínas de la literatura mundial hacían mal en arrepentirse ante sus prometidos y en terminar con su vida?
—¡Naturalmente, las muy to-o-ntas! —se rio Liúda—. ¡Y es tan sencillo!
Por lo demás, Liúda tenía sus dudas en lo de casarse con el poeta:
—No es miembro de la Unión de Escritores, pues escribe siempre en español, ¿qué pasará, en adelante, con sus honorarios? ¡No es nada seguro!
Erzhika quedó tan impresionada que bajó los pies de la cama al suelo.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿También tú… también en la Unión Soviética se casan por «cálculo»?
—Cuando te acostumbres ya lo comprenderás —sacudió Liúda la cabeza ante el espejo. Se había quitado todos los rulos, y en su cabeza temblaron muchos bucles rubios. Con uno solo de aquellos rizos bastaba para enrollar al joven poeta.
—Niñas, yo saco la siguiente conclusión… —empezó Erzhika, pero al observar la mirada de Muza, extraña, baja, puesta en el suelo cerca de ella, lanzó una exclamación y retiró los pies hasta ponerlos encima de la cama.
—¿Qué? ¿Ha pasado una? —gritó con el rostro alterado.
Pero las chicas se echaron a reír. No había pasado ninguna.
En la habitación 318, las horribles ratas rusas pasaban corriendo, chillando y golpeando perceptiblemente el suelo con sus garras. A veces incluso de día, pero con especial insolencia durante las noches. En todos los años de su lucha clandestina contra Horthy ninguna cosa había temido Erzhika tanto como temía ahora que aquellas ratas saltaran sobre su cama y corrieran directamente por ella. De día, las risas de sus amigas disipaban su terror, pero por las noches se rodeaba con la manta por todas partes, se tapaba la cabeza incluso y se juraba que si llegaba viva al amanecer se marcharía de Stromynka. Nadia, que era química, había traído veneno y lo había repartido por los rincones. Las ratas se calmaron durante un tiempo, luego volvieron a las andadas. Dos semanas atrás se terminaron las vacilaciones de Erzhika: al coger agua del cubo por la mañana, ella, y no otra de las chicas, extrajo con la jarra un ratón ahogado. Temblando de repulsión y recordando aquel morrito afilado de expresión entre apacible y concentrada, Erzhika fue el mismo día a la embajada húngara y pidió que la instalaran en un piso particular. La embajada cursó una petición al Ministerio de Asuntos Exteriores de la URSS, y este al Ministerio de Enseñanza Superior, el cual se dirigió al rector de la Universidad, quien preguntó a la administración económica, la cual respondió que de momento no había pisos particulares y que era la primera vez que recibían una queja sobre la supuesta existencia de ratas en Stromynka. La correspondencia siguió el camino inverso, y luego volvió a emprender el directo. De todos modos, la embajada dio esperanzas a Erzhika diciéndole que le darían una habitación.
Ahora, Erzhika se abrazaba las rodillas, que le llegaban al pecho, y permanecía en esta postura con su bandera brasileña, como un pájaro exótico.
—Niñas, niñas —dijo con voz cantarína y plañidera—. ¡Me gustáis mucho! Por nada del mundo os abandonaría de no ser por las ratas.
Era y no era verdad. Las muchachas le gustaban, pero a ninguna de ellas habría podido hablarles Erzhika de sus grandes inquietudes, del destino de Hungría, aislada en el continente europeo. Después del proceso de Laszlo Rajk, algo incomprensible estaba sucediendo en su patria. Llegaban rumores de que habían arrestado a comunistas con los que ella había tratado en la clandestinidad. Hungría había reclamado a un sobrino de Rajk, que también estudiaba en la Universidad de Moscú, y con él a otros estudiantes húngaros. De ninguno de ellos había llegado ninguna carta.
En la puerta, cerrada, sonó una llamada convenida («¡No escondáis la plancha, soy un amigo!»). Muza se levantó, fue cojeando a la puerta (le dolía la rodilla, aquejada de reumatismo precoz) y descorrió el pestillo. Entró rápidamente Dasha, una chica fuerte, con una gran boca torcida.
—¡Chicas! —aunque se reía a carcajadas no olvidó echar el pestillo una vez dentro—. ¡A duras penas me he quitado de encima a ese galán! ¿Qué galán? ¡Adivinadlo!
—¿Tan sobrada vas de galanes? —se asombró Liúda revolviendo la maleta.
En realidad, la universidad volvía en sí de la guerra como de un desmayo. En el aspirantado había pocos hombres, y aún estos no lo eran de verdad.
—¡Espera! —Olenka levantó la mano y miró extasiada a Dasha—. ¿El Mandíbula?
El Mandíbula era un aspirante al que habían suspendido tres veces seguidas de materialismo histórico y dialéctico, y al que habían expulsado del aspirantado por considerarlo un zoquete sin remedio.
—¡El Cantinero! —exclamó Dasha quitándose la gorra de orejeras de su pelo oscuro, compactamente peinado, y colgándola de un clavo. Retrasaba el acto de quitarse el barato abriguito de cuello de piel de oveja que adquiriera tres años atrás con un vale de la sección de distribuciones de la universidad, y permanecía con él de pie en la puerta.
—¡Ah! ¿Quién?
—Yo iba en el tranvía y ha subido él —rio Dasha—. Me ha reconocido enseguida. «¿Hasta qué parada va?». Bueno, no había escape, hemos bajado juntos. «¿Ya no trabaja en aquel baño, verdad? He pasado muchas veces y no la he visto».
—Debiste decirle… —la risa de Dasha se transfirió a Olenka y la envolvió como una llama—, debiste decirle… ¡Debiste decirle…! —de ningún modo podía expresar su proposición, y se dejó caer sobre la cama riéndose a carcajadas, aunque sin estrujar el vestido extendido sobre la misma.
—¿Pero qué cantinero? ¿Qué baño? —intentó averiguar Erzhika.
—¡Debiste decirle…! —se esforzaba Olenka, pero la sacudían nuevos accesos de risa. Extendió los brazos, y movió los dedos intentando expresar lo que no le pasaba por la garganta.
También Liúda se echó a reír, así como Erzhika, que nada comprendía. La cara fea y sombría de Muza se abrió en una sonrisa. Se quitó las gafas para limpiárselas.
—«¿Adónde vas?», dice, «¿A quién tienes en la ciudad universitaria?» —reía Dasha atragantándose—. Yo digo: ¡A la portera! ¡Conozco a la portera! ¡Hace… manoplas de punto…!
—¿Ma? ¿No? ¿Pías?
—¡… de punto…!
—¡Quiero saberlo! ¿Qué cantinero es ese? —suplicó Erzhika.
Le dieron a Olenka unas palmadas en la nuca. Pasó la risa. Dasha se quitó el abrigo. Bajo su ceñido jersey gris y su sencilla falda de cintura estrecha, podía verse lo flexible y armoniosa que era, no se cansaba de agacharse todo el día en cualquier trabajo. Levantó la colorida colcha, y se sentó con cuidado en el borde de su cama, hecha con un esmero casi religioso: con la almohada y los almohadones ahuecados de un modo especial, con encajes en la funda y servilletas bordadas en la pared. Y contó a Erzhika:
—Ocurrió en otoño, con buen tiempo, antes de que tú vinieras… ¿Dónde buscar un novio? ¿Quién podía presentártelo? Liúda fue la que me aconsejó: ¡vete a pasear por Sokólniki! ¡Pero ve sola! A las muchachas les estropea el plan eso de ir por parejas.
—¡Un cálculo que no falla! —intervino Liúda. Limpiaba con cuidado una manchita en la punta del zapato.
—Así que fui —continuó Dasha, pero ya sin alegría en la voz—. Paseé, me senté, contemplé los árboles. En efecto, rápidamente se sentó a mi lado uno que no estaba mal por su aspecto. ¿Quién era? Resultó ser un cantinero, trabajaba en una cantina. ¿Y dónde trabajaba yo? Me dio corte, no podía decirle que era una aspirante a la universidad. En general, la mujer sabia es el terror de los hombres…
—¡No hables así! ¡Por este camino, el diablo sabe dónde podrías llegar! —protestó descontenta Olenka.
En este mundo tan dividido y tan desierto desde que echaron de él el cuerpo férreo de la guerra, en este mundo en el que se abren sólo agujeros negros en el lugar donde deberían moverse y sonreír sus coetáneos, o sus mayores en cinco, diez o quince años, no era posible cubrir con el nombre de «mujer sabia» —epíteto que nada expresa, que es grosero y que no se sabe quién ha inventado— el rayo vivo y brillante de la ciencia que le quedaba a esta desgraciada generación femenina después de cada fracaso personal.
—… Dije que trabajaba de cajera en una casa de baños. Insistió en saber en qué casa y qué turnos hacía. Me zafé a duras penas…
Toda la animación de Dasha había desaparecido. Sus ojos oscuros miraban con melancolía.
Después de trabajar todo el día en la biblioteca Lenin, había consumido la comida parca y sosa del comedor, y ahora volvía a casa con la perspectiva de una tarde de domingo imposible de llenar y que nada le prometía.
En otro tiempo, en las aulas de la escuela de su pueblo, con techos de vigas, le gustaba estudiar bien. Luego, con la excusa del instituto, tuvo la alegría de desengancharse del koljós y empadronarse en la ciudad. Pero ahora ya era mayor, había estudiado dieciocho años seguidos, le fastidiaba ya estudiar, le daba dolor de cabeza. ¿Y para qué estudiaba? El sencillo gozo femenino, el de dar vida a un hijo, no tenía de quién conseguirlo ni para quién tenerlo.
Balanceándose pensativamente, Dasha pronunció su sentencia predilecta en medio del silencio de la habitación:
—Sí, niñas, la vida no es una novela…
En el parque de máquinas y tractores del koljós hay un agrónomo. Le escribe a Dasha, le suplica. Pero ella será licenciada de un momento a otro, y todo el pueblo diría: ¿para qué estudió esa muchacha? Se ha casado con un agrónomo. Cualquier jefa de brigada habría podido hacerlo… Por otra parte, Dasha presentía que sería una licenciada falsa, trabada, aherrojada, y que el trabajo en el instituto sería para ella una cuña encarnizada que no tendría fuerzas para sacarse; que aún siendo licenciada no osaría ni sería capaz de penetrar en los elevados y libres círculos de la ciencia.
A las mujeres que se dedican a la ciencia las alaban toda la vida, las celebran y les prometen tanto que luego resulta más duro darse de cabeza contra el muro.
Mirando con envidia a su desenvuelta y afortunada vecina, Dasha dijo:
—¡Liudka! Deberías lavarte los pies. Te lo aconsejo.
Liúda echó una mirada:
—¿Tú crees?
Indecisa, sacó el hornillo escondido y lo enchufó en el «ladrón» en lugar de la plancha.
Dasha deseaba desprenderse de sus cuitas con cualquier trabajo. Recordó que tenía una prenda de ropa interior recién comprada. No era de su medida, pero se había visto obligada a aceptarla, ya que se la habían ofrecido. La sacó y empezó a arreglársela.
Todas se habían sosegado y por fin era posible concentrarse verdaderamente en la carta. ¡Pero no, no le salía! Muza volvió a leer las últimas frases, cambió una palabra, repasó unas letras poco claras… ¡No, la carta no le salía! En la carta había una mentira y papá y mamá se darían cuenta enseguida. Comprenderían que su hija lo estaba pasando mal, que había sucedido algo oscuro, pero ¿por qué Muza no escribía con sinceridad? ¿Por qué mentía por primera vez?
De no haber habido nadie en la habitación, Muza habría gemido en voz alta. Simplemente, se habría puesto a llorar ruidosamente, y quizás esto la habría aliviado un poco. Pero ahora arrojó el mango de la estilográfica y apoyó la cabeza sobre las palmas de las manos tapándose el rostro. ¡Suele ser así! ¡Una decisión para toda la vida y nadie a quien pedir consejo! ¡Nadie que pueda ayudarnos! ¡La firma del carácter confidencial de la conversación! Y el martes, de nuevo presentarse ante aquellos dos hombres, seguros de sí mismos, conocedores de frases hechas, de giros preparados. ¡Qué bella era la vida no más lejos de anteayer! Ahora todo estaba perdido. Porque, ciertamente, aquellos hombres no cederían. Y ella tampoco cedería. ¿Cómo puedes razonar sobre las cualidades hamletianas o quijotescas de la persona, y al mismo tiempo recordar continuamente que eres una delatora, que tienes un apodo —Romashka o quizá Trezorka— y que debes recoger materiales sobre aquellas niñas o sobre su profesor?
Muza se enjugó unas lágrimas de sus ojos fruncidos procurando hacerlo disimuladamente.
—¿Dónde está Nadiushka? —preguntó Dasha.
Nadie respondió. Nadie lo sabía.
Pero Dasha, mientras cosía, deseaba hablar de Nadia:
—¿Qué os parece, niñas, cuánto tiempo puede durar? Está bien, desapareció en el frente. Pero hace ya cinco años de la guerra. Creo que ya podría cortar, ¿no?
—¡Ah!, pero ¡qué dices! ¡Qué dices! —exclamó Muza dolorosamente, y se puso las manos detrás de la cabeza. Las anchas mangas de su vestido a cuadros grises se deslizaron hasta los codos descubriendo unos brazos blancos y algo fofos—. ¡Sólo así se ama! ¡El verdadero amor va más allá de la tumba!
Los jugosos y algo gordezuelos labios de Olenka se separaron en un pliegue sesgado:
—¿Más allá de la tumba? Esto, Muza, es algo trascendente. La memoria, los tiernos recuerdos… ¿Pero el amor?
—Eso, eso: si un hombre ya no existe, ¿cómo es posible amarlo? —volvió a lo suyo Dasha.
—Si yo pudiera, le enviaría el aviso de defunción: ¡está muerto, diría, muerto, muerto, y enterrado en la tierra! —manifestó ardorosamente Olenka—. ¡Maldita guerra! Han pasado cinco años y todavía recibimos su aliento.
—Durante la guerra —intervino Erzhika—, muchos fueron obligados a partir lejos, al otro lado del océano. Quizás él esté también allí, vivo.
—Bueno, puede ser —aceptó Olia—. En esto puede tener esperanzas. Pero, en general, Nadiushka tiene una peculiaridad cruel: le gusta recrearse en su dolor. Y sólo en el suyo. Sin su dolor, incluso le faltaría algo en la vida.
Dasha esperó a que todas dijeran lo suyo mientras pasaba lentamente la punta de la aguja por la costura como si la estuviera afilando. Al empezar la conversación sabía que las impresionaría a todas.
—Pues escuchad, niñas —dijo con aplomo—. Nadiushka nos está embromando con todo esto, miente. No considera muerto a su marido, en absoluto, no espera ningún regreso de este «desaparecido». Simplemente, sabe que su marido vive. E incluso sabe dónde está.
Todas se alborotaron:
—¿De dónde lo has sacado?
Dasha las miró triunfante. Hacía tiempo que en la habitación la llamaban el «juez» por su rara perspicacia.
—¡Hay que saber escuchar, muchachas! ¿Lo ha nombrado una sola vez como a un difunto? Nooo. Incluso procura no decir «fue», sino que lo dice de alguna otra manera, sin emplear él «era» ni él «es». Si hubiera desaparecido sin dejar rastro, ¿no hablaría de él, por lo menos alguna vez, considerándolo muerto?
—¿Qué le ha sucedido entonces?
—¿No está claro? —exclamó Dasha dejando aparte la costura.
No, ellas no lo tenían claro.
—¡Está vivo, pero la ha abandonado! ¡Le avergüenza reconocerlo!
Y se inventó lo de «desaparecido».
—¡Eso me lo creo! ¡Lo creo! —la apoyó Liúda chapoteando tras la cortina.
—¡O sea que se sacrifica por la felicidad de él! —exclamó Muza—. ¡O sea, que hay alguna razón para que se calle y no se case!
—¿Y qué puede esperar, entonces? —no comprendía Olenka.
—¡Todo concuerda, bravo, Dasha! —saltó Liúda de detrás de la cortina, sin bata, en camisa, con las piernas desnudas. Parecía así más esbelta y más alta—. Esto la corroe, y se ha inventado que es una santurrona fiel a un difunto. No sacrifica nada, palpita toda ante la idea de que alguien la acaricie, ¡pero nadie la quiere! Suele suceder que una vaya por la calle y todos se vuelvan a mirarla, pero a ella nadie la quiere, aunque vaya a ofrecerse.
Y desapareció tras la cortina.
—Pues Schágov la visita —dijo Erzhika pronunciando con dificultad la «sch».
—Viene, sí, pero esto no significa nada —replicó la invisible Liúda—. ¡Hay que hacer que pique!
—¿Qué quiere decir «picar»? —no comprendió Erzhika.
Hubo una explosión de risas.
—No, no, decidme otra cosa —insistió Dasha en lo suyo—. ¿Espera quizá recuperar el marido arrebatándoselo a la otra?
Sonó en la puerta la llamada convencional: «¡No escondáis la plancha, soy un amigo!».
Todas se callaron. Dasha levantó el pestillo.
Entró Nadia con paso vacilante, cara alargada, envejecida, como si quisiera confirmar con su aspecto las peores burlas de Liúda. Cosa rara: ni siquiera se dirigió a las presentes con alguna palabra cortés y correcta, no dijo «ya estoy aquí», o bien «¿qué novedades hay, chicas?». Colgó la pelliza y pasó en silencio hacia su cama.
Erzhika leía de nuevo. Muza escondía otra vez el rostro entre las manos. Olenka reforzaba los botones rosados de su blusa beige.
Nadie supo qué decir. Con el deseo de romper el incómodo silencio, Dasha dijo lentamente, a modo de conclusión:
—De modo que la vida, niñas, no es una novela.