47

La llamada anunciando el descanso de la comida recorrió todos los recovecos del edificio del seminano-sharasbka y alcanzó también el alejado descansillo de la escalera.

Nerzhin se apresuró a salir al aire libre.

Por limitado que fuera el espacio común de recreo, a Nerzhin le gustaba marcarse un camino propio por el que no pasaban todos, y como en la celda, recorría tres pasos adelante y tres de retorno, pero paseaba solo. Así había conseguido, en los paseos, el breve bienestar de la soledad y de la estabilidad.

Nerzhin escondió el traje de paisano bajo los largos faldones de su indesgastable capote de artillería (no quitarse la ropa en el momento debido era una peligrosa infracción de las normas, y podían expulsarlo del paseo, pero le dolía el tiempo de paseo que perdería si iba a cambiarse), llegó al patio con paso rápido y ocupó su apisonado y corto sendero de tilo a tilo, en el límite mismo de la zona permitida, cerca de la valla que daba a la casa del obispo, de aspecto náutico.

No quería permitir que una conversación vacua le distrajera.

Los copos de nieve, siempre exiguos, revoloteaban, imponderables. No formaban una capa de nieve, pero tampoco se fundían al caer.

Nerzhin empezó a caminar casi a tientas, con la cabeza levantada al cielo. Las profundas inspiraciones de aire producían un cambio total en el interior de su cuerpo. Por su parte, el alma se fundía en el sosiego del cielo, incluso en un cielo tan turbio y tan maduro de nieve.

Pero en aquel momento lo llamaron:

—Glebka…

Nerzhin volvió la cabeza. Con su viejo capote de oficial y su gorra de invierno (le habían arrestado en el frente también en invierno), Rubin estaba detrás del tronco de un tilo sin asomarse por entero. Se sentía incómodo ante su amigo y compañero de tinaja, tenía conciencia de realizar una mala acción: su amigo continuaba, al parecer, la entrevista con la esposa, y él tenía que interrumpirle en tan sagrado minuto. Esta incomodidad de Rubin se manifestaba en que no asomaba todo su cuerpo desde el tilo, sino sólo media barba.

—¡Glebka! Si altero mucho tu estado de ánimo, di meló y desapareceré. Pero es muy necesario que hablemos.

Nerzhin contempló los ojos dulces y suplicantes de Rubin, miró después las ramas blancas del tilo y volvió a mirar a Rubin. Por mucho que caminara ahora por el sendero solitario nada más podría sacar de aquella amargura-felicidad que llevaba en el alma. Se había petrificado ya.

La vida continuaba.

—¡De acuerdo, Lióvchik, suéltalo ya!

Y Rubin entró en el sendero. Por su cara solemne, sin una sonrisa, Gleb adivinó que había sucedido algo importante.

Imposible imponer a Rubin una tentación más dura: ¡cargarle con un secreto de importancia mundial y exigirle que no lo comunicara a ninguno de sus íntimos! ¡Si en aquel momento los imperialistas norteamericanos le hubiesen raptado de la sharashka y lo estuviesen haciendo pedazos, él no les habría descubierto su gran misión! ¡Pero estar entre los presos de la sharashka como único poseedor de un secreto tan detonante, y no decirlo ni siquiera a Nerzhin, era una exigencia inhumana!

Decírselo a Gleb era lo mismo que no decírselo a nadie, ya que Gleb a nadie se lo diría. Era incluso muy natural que se lo comunicara, pues era el único que estaba al corriente de la clasificación de las voces, y el único que podía comprender las dificultades y el interés de la tarea. Y había algo más: la extrema necesidad de decírselo y de ponerse de acuerdo ahora mismo, cuando todavía era tiempo, luego empezaría la agitación febril, no podría apartarse de las cintas, el asunto iría tomando empuje, habría que buscar un ayudante…

De modo que la previsión profesional justificaba plenamente la imaginaria violación de un secreto de Estado.

Los dos pelados gorros militares y los dos raídos capotes empezaron a caminar apareados, chocando a veces con los hombros y ennegreciendo y ensanchando el sendero con los pies.

—¡Hijo mío! Es una conversación ultrasecreta. En el Consejo de Ministros, incluso, sólo conocen este asunto un par de hombres, no más.

—De todos modos, soy una tumba. Pero si se trata de un secreto tan importante, quizás es mejor que no me lo digas, no es necesario. Cuanto menos se sabe, mejor se duerme.

—¡Tonto! No lo haría, me cortarán la cabeza si se descubre. Pero necesito tu ayuda.

—Está bien, canta.

Vigilando continuamente que no hubiera nadie cerca de ellos, Rubin le contó en voz baja la conversación telefónica grabada y el sentido del trabajo que le habían encargado.

Aunque Nerzhin se había vuelto poco curioso en la cárcel, escuchó con tenso interés, y se detuvo un par de veces para formular preguntas.

—Compréndelo, muchacho —terminó Rubin—, se trata de una nueva ciencia, la «fonoscopia», con sus métodos y sus horizontes. Me aburre y me resulta difícil entrar en ella en solitario. ¡Qué bonito sería si pudiéramos llevar esta carga entre los dos! ¿No es halagador ser el promotor de una ciencia completamente nueva?

—¡A lo mejor sí —mugió Nerzhin—, pero una ciencia! ¡Que se la metan en el trasero!

—De acuerdo, tienes razón, Arquesilao de Antioquía no lo aprobaría. Pero ¿no necesitas una reducción de la condena? En caso de éxito habría una importante reducción y un pasaporte limpio. Y, aunque no hubiera éxito, consolidarías tu posición en la sharashka como especialista insustituible. No podría tocarte con el dedo ningún Antón.

Uno de los tilos en que se apoyaba el sendero tenía el tronco bifurcado a la altura del pecho de un hombre. Esta vez, Nerzhin no dio la vuelta en el tronco sino que se apoyó en él de espaldas y descansó la nuca exactamente en la bifurcación. Bajo la gorra, caída sobre la frente, adquirió un aspecto casi propio de los bajos fondos, y en esta posición miró a Rubin.

Por segunda vez en veinticuatro horas le proponían la salvación.

Y por segunda vez esta salvación no le producía ninguna alegría.

—Escucha, Lev… Todas esas bombas atómicas, cohetes V y nacimiento de tu fonoscopia… —hablaba con aire distraído, como si no hubiera decidido lo que debía responder—… son las fauces del dragón. A los que saben demasiado los encierran por los siglos de los siglos entre estos muros. Si de la fonoscopia se han enterado dos miembros del Consejo de Ministros (naturalmente, Stalin y Beria), a dos imbéciles como tú y yo la rebaja nos la darán con un tiro en la nuca. Por cierto, ¿por qué en la checa tienen por costumbre disparar precisamente en la nuca? A mi juicio es muy ruin. ¡Prefiero una descarga en el pecho y con los ojos abiertos! ¡Tienen miedo de mirar a los ojos de sus víctimas, eso es lo que pasa! Y el trabajo es mucho, hay que cuidar los nervios de los verdugos…

Rubin guardó silencio, incapaz de decidir. Nerzhin callaba, siempre recostado en el tilo. Creían haber hablado mil veces exhaustivamente de cuanto hay en este mundo, lo sabían todo, y ahora sus ojos, castaño oscuro unos y azul oscuro otros, se estudiaban inquisitivamente unos a otros.

¿Debían dar aquel paso?

Rubin suspiró:

—Una conversación telefónica como esta es un nudo en la historia mundial. No hay derecho moral a pasar de largo.

Nerzhin se animó:

—¡Pues agarra el asunto por el cuello! ¿Por qué me engañas con eso de la nueva ciencia y de la rebaja de la condena? Tu objetivo es cazar a ese tipo, ¿verdad?

Los ojos de Rubin se estrecharon, su cara se endureció.

—¡Sí! ¡Es mi objetivo! Este infame petimetre moscovita, este arribista, se ha cruzado con el camino del socialismo y hay que quitarlo de en medio.

—¿Por qué crees que es un petimetre y un arribista?

—Porque he oído su voz. Por la prisa que se da en hacer méritos ante sus amos.

—¿Y esto no te tranquiliza?

—No comprendo.

—Ocupando como debe ocupar un puesto nada insignificante, ¿no debería mejor hacer méritos con Vyshinski? ¿No es un sistema raro ese de hacer méritos al otro lado de la frontera sin siquiera dar su nombre?

—Probablemente cuenta con ir allí. Para hacer méritos aquí, debe continuar su servicio gris e irreprochable, y dentro de veinte años le tocará alguna medallita, alguna hoja de palma más en la bocamanga, lo sé muy bien. Pero en Occidente se lo darían al instante: un escándalo mundial y un millón en el bolsillo.

—Síí… Sin embargo, juzgar los motivos morales por la voz en una franja de frecuencias de los trescientos a los dos mil cuatrocientos herzios. ¿Crees que es verdad lo que comunicó?

—¿Lo de la tienda de piezas de radio?

—Sí.

—Hasta cierto grado es evidente que sí.

—«En esto hay un grano de racionalidad» —le remedó Nerzhin—. ¡Ay, ay, ay, Liovka, Liovka! O sea, ¿que te pones del lado de los ladrones?

—¡No son ladrones, sino agentes del contraespionaje!

—¿Qué diferencia hay? ¡Petimetres y arribistas de la misma ralea, sólo que neoyorquinos, robarían el secreto de la bomba atómica para meterse en el bolsillo tres millones de Oriente! ¿O no has oído sus voces?

—¡Tonto! ¡Estás irreparablemente envenenado por las emanaciones de la cubeta de la cárcel! ¡La prisión te ha deformado todas las perspectivas del mundo! ¿Cómo puedes comparar a los hombres que sabotean el socialismo con aquellos que le sirven? —la cara de Rubin expresaba sufrimiento.

Nerzhin se echó la tibia gorra para atrás y volvió a depositar la cabeza en la bifurcación del árbol:

—Escucha, ¿de quién era la maravillosa poesía de los dos Alioshas, que leí recientemente?

—Eran otros tiempos, tiempos de conceptos todavía no diferenciados, de ideales todavía no declarados. Entonces era posible.

—¿Y ahora ya se ha aclarado? ¿En forma de Gulag?

—¡No! ¡En forma de ideales morales del socialismo! ¡El capitalismo no los tiene, sólo tiene sed de beneficios!

—Escucha —frotó Nerzhin sus espaldas contra el tilo bifurcado acomodándose para una larga conversación—, ¿qué ideales morales del socialismo son esos, quieres decírmelo? No los vemos en la Tierra. Admitamos que alguien estropeó el experimento, pero ¿dónde y cuándo los prometieron, y en qué consisten? ¿Eh? En realidad, todo socialismo, cada socialismo, es una especie de caricatura del Evangelio. El socialismo sólo nos promete igualdad y hartura, y eso por el camino de la coacción.

—¿Y es poco? ¿En qué sociedad, en toda la historia, hubo algo semejante?

—¡En cualquier buena pocilga hay igualdad y hartura! ¡Nos conceden igualdad y hartura! ¡Que nos den una sociedad moral!

—¡Y os la daremos! ¡Pero no nos estorbéis! ¡No os crucéis en nuestro camino!

—¿Queréis que no os impidamos robar bombas?

—¡Ah, cerebro patas arriba! Y por qué todas las personas inteligentes y serenas…

—¿Quién? ¿Yákov Ivánovich Mamurin? ¿Grigori Borísovich Abramson? —se rio Nerzhin.

—¡Todas las mentes despejadas! ¡Todos los mejores pensadores de Occidente! ¡Sartre! ¡Todos están a favor del socialismo! ¡Todos contra el capitalismo! ¡Pero si es una perogrullada! ¡Y tú eres el único que no lo ve claro! ¡Mono de andadura vertical!

Rubin estaba inclinado sobre Nerzhin empujándolo con el cuerpo y sacudiéndolo con los dedos abiertos de las manos. Nerzhin lo rechazaba repeliendo su pecho.

—¡De acuerdo, soy un mono! Pero no quiero hablar con tu terminología. ¿Qué es eso de «capitalismo»? ¿Qué es eso de «socialismo»? ¡No comprendo estas palabras y no las puedo emplear!

—¿Necesitas la Lengua de la Claridad Máxima? —se rio Rubin, desprendiéndose de su tensión.

—¡Sí, si así lo quieres!

—¿Y qué comprendes tú?

—He aquí lo que comprendo: ¡mi familia! ¡Lo intangible de mi personalidad!

—¿Una libertad ilimitada?

—No, una autolimitación moral.

—¡Ah, engendro de filósofo! ¿Y quieres vivir en el siglo XX con estos difusos conceptos de ameba? ¡Pero si son conceptos clasistas! Si dependen de…

—¡No dependen de un rábano! —se liberó Nerzhin y se enderezó abandonando la cavidad del árbol—. ¡La justicia no depende de nada!

—¡Clasista! ¡Es un concepto clasista! —sacudió Rubin los cinco dedos por encima de la cabeza de Nerzhin.

—La justicia es la piedra angular, ¡la base del universo! —blandió también Nerzhin los brazos. Desde lejos habría podido pensarse que estaban a punto de pelear—. Nacemos con la justicia en el alma, no deseamos vivir sin ella, ni es necesario. Recuerdas lo que decía Fiodor Ioanych: «No soy inteligente ni fuerte, no es muy difícil engañarme, ¡pero puedo distinguir lo blanco de lo negro! ¡Dame las llaves, Godunov!».

—¡No, no esquivarás la cuestión! —dijo amenazadoramente Rubin—. Tendrás que rendir cuentas: ¿de qué lado de la barricada estás?

—La de fanáticos que ha reunido la madre que os parió: ¡ha cercado toda la Tierra con barricadas! —se enfadó Nerzhin a su vez—. ¡Esto es lo horrible! Uno quiere ser ciudadano del mundo, uno quiere ser un ángel de las alturas, pero no, le agarran por los pies: ¡quien no está con nosotros está contra nosotros! ¡Dadme espacio libre! ¡Dadnos espacio! —se defendía Nerzhin.

—¡Lo damos, damos lo que aquellos del otro lado no te darían!

—¿Dices que lo dais? ¿A quién lo dais? Con bayonetas y tanques en todo el camino…

—Hijo mío —se dulcificó Rubin—, desde una perspectiva histórica…

—¡Al diablo la perspectiva! Quiero vivir ahora, no en perspectiva. ¡Sé lo que vas a decirme!: tergiversaciones burocráticas, período provisional, régimen de transición, pero a mí no me deja vivir ese régimen de transición vuestro, vuestro período de transición pisotea mi alma, no voy a defenderlo, ¡no soy un memo!

—Me equivoqué al molestarte después de la entrevista —dijo Rubin con total dulzura.

—¡Nada tiene que ver en esto la entrevista! —el encarnizamiento de Nerzhin no cedía—. ¡Siempre pienso así! ¡Nos burlamos de los cristianos diciendo: esperáis el paraíso, tontos, y lo soportáis todo en la Tierra!

Y nosotros, ¿qué esperamos? ¿Para quién sufrimos? ¿Para unos míticos descendientes? ¿Qué diferencia hay entre esperar la felicidad de los descendientes o la felicidad en el otro mundo? No hemos de ver ni lo uno ni lo otro.

—¡Nunca fuiste marxista!

—Por desgracia lo fui.

—¡Perr-rro! Carroña… Hemos gasificado las voces juntos… ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Trabajar solo?

—Ya encontrarás a alguien.

—¿A quién? —se puso Rubin de morros, y era curioso ver su expresión de niño ofendido en su cara varonil de pirata.

—No, amiguito, no te ofendas. O sea, ¿que ellos me rocían con el consabido líquido amarillocastaño y yo debo conseguir para ellos la bomba atómica? ¡No!

—¡Para ellos no, para nosotros, tonto!

—¿Por qué para nosotros? ¿Necesitas tú una bomba atómica? Yo no. Yo, como Zemeliá, no pretendo el dominio del mundo.

—¡Déjate de bromas! —se recuperó de nuevo Rubin—. O sea, ¿que este granuja entregue la bomba a Occidente?

—Confundes las cosas, Lióvuchka —dijo Gleb alisando con ternura la solapa del capote de Rubin—. La bomba está en Occidente, ellos la inventaron, y vosotros queréis robarla.

—¡Y ellos también la tiraron! —replicó Rubin con un brillo castaño en los ojos—. ¿Estás dispuesto a asumirlo? ¿Estás a favor de ese canalla?

Nerzhin respondió de la misma solícita manera:

—¡Lióvuchka! La poesía y la vida forman en ti una sola cosa. ¿Por qué estás tan enojado con él? Pero si es tu Aliosha Karamázov defendiendo Perekop. Si quieres, ve y conquístalo.

—¿Y tú no vendrás? —se endureció la mirada de Rubin—. ¿Estás dispuesto a que haya un Hiroshima? ¿En tierra rusa?

—¿Y tú crees que hay que robar la bomba? La bomba no hay que robarla, hay que aislarla moralmente.

—¿Cómo, aislarla? ¡Es un delirio idealista!

—Muy sencillo: ¡hay que confiar en la ONU! Os propusieron el Plan Baruch. ¡Convenía firmarlo! Pero no, ¡el Tío necesitaba la bomba!

Rubin estaba de espaldas al patio de recreo y al sendero, Nerzhin estaba de cara y vio a Doronin que se acercaba rápidamente.

—Calla, viene Ruska. No te vuelvas —previno a Rubin en un murmullo. Y continuó en voz alta y uniforme—: Escucha, ¿y no tropezaste allí con el regimiento de artillería 689?

—¿A quién conocías de ese regimiento? —respondió Rubin a disgusto, sin asumir todavía el nuevo tema.

—Al comandante Kandyba. Le ocurrió un caso muy interesante…

—¡Señores! —dijo Doronin con voz franca y alegre.

Rubin se volvió carraspeando y le miró sombrío:

—¿Qué dices, enfant?

Rostislav miraba a Rubin con ojos carentes de toda ficción. Su cara respiraba pureza:

—¡Lev Grigórich! Me molesta mucho que mientras yo vengo con el corazón en un puño las personas de mi confianza me miren de soslayo. ¿Qué no harán, pues, los demás? Vine a proponeros una cosa: ¿queréis que mañana, en el descanso de la comida, os delate a todos los que venden a Cristo en el momento mismo en que reciban sus treinta monedas?