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Durante medio día se extendió sobre Moscú un cielo bajo y turbio, pero no hacía frío. Antes de comer, sin embargo, cuando los siete presos bajaron del autobús azul y entraron en el patinillo de paseos de la sharashka, en algunos lugares volaban ya los primeros copos impacientes, de uno en uno.

Uno de esos copos, una estrella regular de seis puntas, cayó en la manga del viejo y deslustrado capote militar de Nerzhin. Este se detuvo en mitad del patio e inspiró el aire profundamente.

El teniente Shustermann, que se encontraba allí, le advirtió que no era hora de paseos y que debían entrar en el edificio.

Era un fastidio. No deseaba, no le era posible contar a nadie la entrevista, confiarse a nadie ni buscar la compasión de nadie. Ni siquiera hablar. Ni escuchar. Deseaba estar solo y dejar que pasaran por su alma todas las interioridades que había traído antes de que se difuminaran y se convirtieran en recuerdo.

Pero la soledad no existía en la sharashka, como tampoco en ningún campo de concentración. Había celdas por todas partes, y vagones penitenciarios, y vagones de ganado habilitados, y barracas en los campos y salas de hospital, y en todas partes gente, gente, extraña y conocida, delicada y grosera, pero siempre gente, gente.

Al entrar en el edificio (los presos tenían una entrada especial: una rampa de madera para descender, y luego un pasillo subterráneo), Nerzhin se detuvo y reflexionó: ¿adónde iría?

Y lo decidió.

Por la escalera posterior de servicio, que casi nadie utilizaba, a lo largo de montones de sillas rotas apiladas, subió al descansillo sin salida del segundo piso.

Aquel descansillo lo utilizaba como taller un preso pintor: Kondrashov-Ivánov. No tenía ninguna relación con el trabajo fundamental de la sharashka, lo mantenían allí en calidad de siervo-pintor: el vestíbulo y las salas del Departamento de Técnicas Especiales eran muy espaciosos y requerían el adorno de unos cuadros. Menos espaciosos pero mucho más numerosos eran los pisos particulares del viceministro Fomá Guriánovich y de otros empleados de su entorno, y era una necesidad más apremiante aún la de embellecer dichos pisos con cuadros grandes, hermosos y gratuitos.

La verdad era que Kondrashov-Ivánov satisfacía muy mal estas exigencias: aunque grandes y gratuitos, los cuadros que pintaba no eran «hermosos». Los coroneles y generales que iban a visitar su exposición intentaban vanamente meterle en la cabeza cómo debía pintar, con qué colores, y se llevaban, suspirando, lo que había. Por lo demás, colocados en marcos dorados los cuadros mejoraban.

Al subir por la escalera, Nerzhin dejó atrás un gran encargo, ya terminado, para el vestíbulo del Departamento de Técnicas Especiales —A. S. Popov muestra al almirante Makarov el primer radiotelégrafo—, y torció hacia el último tramo de la escalera. Antes de ver al propio pintor, percibió, bajo el techo de una pared ciega, un cuadro de dos metros de altura. —El roble maltratado—, también terminado pero que ninguno de los clientes quería llevarse.

En las paredes de cada tramo de la escalera había otros lienzos colgados. Algunos estaban sujetos a sus caballetes. La luz venía de dos ventanas, una al norte y la otra al oeste. También daban a este descansillo la reja y la cortina rosa del ventanuco de la Máscara de Hierro al que no llegaba la luz del sol.

No había nada más, ni siquiera una silla. Para sentarse había dos tajones verticales, uno más alto y otro más bajo.

Aunque la escalera tenía mala calefacción y reinaba allí un frío húmedo permanente, la cazadora acolchada de Kondrashov-Ivánov rodaba por el suelo, y el pintor, con las piernas y los brazos sobresaliendo de un mono insuficiente, permanecía de pie, inmóvil, alto, erecto, y no parecía helarse. Sus grandes gafas, que aumentaban su rostro y le daban un aire más severo, adaptadas a los continuos giros bruscos de Kondrashov, se sostenían sólidamente sobre sus orejas. Su mirada estaba fija en el cuadro. Sus manos sostenían el pincel y la paleta con los brazos caídos en toda su longitud.

Al oír pasos cautelosos volvió la cabeza.

Sus ojos se encontraron, pero cada uno continuó pensando en sus cosas.

El pintor no se alegró de la visita: necesitaba soledad y silencio en aquel momento.

Pero por encima de esto, le satisfizo ver a Nerzhin. Y sin hipocresía alguna, al contrario, con desmesurado entusiasmo —era su costumbre— exclamó:

—¿Gleb Vikéntich? ¡Tenga la bondad!

Y abrió acogedoramente los brazos, con la paleta y el pincel.

La bondad es una cualidad de dos filos para un artista: alimenta su imaginación pero destruye su horario.

Nerzhin se quedó vacilante en el penúltimo peldaño y dijo casi en un susurro, como si temiera despertar a alguna tercera persona:

—¡No, no, Ippólit Mijálych! He venido… ¿se puede?, para estarme callado…

—¡Ah, sí! ¡Ah, sí! ¡Claro! —asintió el pintor, hablando también en voz baja y adivinando o recordando por los ojos que Nerzhin venía de una entrevista. Retrocedió como haciendo una serie de inclinaciones de saludo y señaló el cajón con el pincel y la paleta.

Nerzhin se recogió los faldones del capote, que salvó de un recorte en el campo de concentración, se dejó caer en el cajón, se recostó en un balaustre de la barandilla y —¡tenía muchas ganas de fumar!— no fumó.

El pintor fijó la mirada en el mismo punto del cuadro que antes.

Guardaron silencio…

Los sentimientos despertados en Nerzhin por su mujer eran una sensación dolorosa refinadamente agradable.

Era como si hubiera un polvillo muy valioso en la parte de los dedos que al despedirse habían tocado sus manos, su cuello, su pelo.

Durante años se vive sin todo aquello que se ha concedido al hombre sobre la Tierra.

Te queda la razón (si cabe en ti). Las convicciones (si has madurado para tenerlas). Y en el cuello de la botella, la preocupación por el bienestar social. Eres al parecer un ateniense, el ideal de hombre.

Pero te faltan los huesos.

Y sólo este amor femenino del que te ves privado equilibra la totalidad del mundo restante.

Unas sencillas palabras:

«¿Me quieres?».

«¡Te quiero! ¿Y tú?», pronunciadas con miradas o movimientos de labios llenan ahora el alma con un suave sonido festivo.

En este momento, Gleb no había podido imaginar ni recordar ningún defecto de su mujer. Parecía tejida sólo de virtudes. De fidelidad.

Lástima que no se atrevió a besarla al principio de la entrevista. Era un beso que ahora ya no había manera de recuperar.

Los labios de su mujer habían perdido la costumbre, eran débiles. ¡Y qué cansada estaba! Con qué aire de mujer acorralada había hablado de divorcio.

¿Un divorcio ante la ley? Gleb no lamentaba una ruptura sobre papel sellado. En realidad, ¿qué le importaba al Estado la unión de las almas? Ni tampoco la de los cuerpos.

Pero achuchado por la vida, sabía que las cosas y los acontecimientos tienen su lógica implacable. En los actos cotidianos, la gente no concibe las consecuencias completamente opuestas que dimanan de sus acciones. Por ejemplo, Popov, al inventar la radio, ¿pensó que fabricaba una charlatanería general, un sonoro tormento para los pensadores solitarios? O bien los alemanes: soltaron a Lenin para destruir Rusia y consiguieron treinta años después la división de Alemania. O bien Alaska. Parecía una negligencia haberla vendido de baratillo, pero ahora los tanques soviéticos no pueden ir a América por tierra. Y este hecho insignificante decide la suerte del planeta.

Así ocurrió con Nadia. Se divorcia para evitar persecuciones. Y una vez divorciada se encontrará casada de nuevo sin siquiera darse cuenta.

Sin saber por qué, el ver agitar por última vez sus dedos sin anillo le oprimió el corazón: así se despide la gente para siempre… Nerzhin permaneció sentado mucho rato en silencio, y el exceso de alegría producido por la entrevista, la alegría que le envolvía en el autobús, fue derramándose gradualmente, ahuyentada por pensamientos serenos y lúgubres. Pero con ello se equilibró su mente y de nuevo volvió a entrar en su habitual piel de presidiario.

«Te va estar aquí», había dicho ella.

¡A él le iba estar en la cárcel!

Era verdad.

En esencia, no lamentaba los cinco años que había estado preso. Antes de alejarse de ellos, Nerzhin ya los consideraba en su fuero interno como una parte peculiar e indispensable de su vida.

¿Desde dónde ver mejor la revolución rusa sino entre rejas, enclaustrado por ellas?

¿Dónde conocer mejor a las personas?

Y a sí mismo.

¡De cuántas vacilaciones juveniles, de cuántas direcciones equivocadas, le había salvado el sendero de la cárcel, férreo, impuesto y único!

Como decía Spiridón: «Tu voluntad es un tesoro guardado por unos diablos».

Por ejemplo, este soñador poco accesible a las bromas del siglo, ¿qué había perdido en la cárcel? No podía, claro está, vagar con su caja de pinturas por los alrededores de Moscú. No podía, naturalmente, reunir bodegones encima de la mesa. ¿Exposiciones? No se las sabía organizar, y en cincuenta años no colocó un solo cuadro en una buena sala. ¿Dinero por los cuadros? Tampoco lo cobraba antes. ¿Espectadores benévolos? Aquí los reunía quizás en mayor número. ¿Un taller? En libertad no disponía ni siquiera de este frío descansillo de escalera. Su vivienda y su taller estaban en una estrecha y larga habitación que parecía un pasillo. Para desarrollar su trabajo colocaba una silla encima de otra y enrollaba el colchón. Los visitantes preguntaban: «¿Se cambia de piso?». Tenía una única mesa, y cuando desplegaba sobre ella un bodegón, su esposa y él comían en una silla hasta que terminaba el trabajo.

Durante la guerra no había aceite para las pinturas, y él utilizaba el de girasol, de racionamiento, y las diluía en él. Para tener cartilla de racionamiento era preciso servir al Estado, y le enviaron a una división química, a pintar los retratos de las alumnas distinguidas en la instrucción militar y política. Se le encargaron diez de dichos retratos, pero él eligió a una muchacha de las diez sobresalientes y la agostó con largas sesiones. Sin embargo, no la pintó como quería la jefatura, y luego nadie quiso aceptar aquel retrato, llamado: Moscú, año 41.

Y el año 41 aparecía en el retrato. Era una muchacha con un traje antigás. Sus tumultuosos cabellos rojo-cobre asomaban por todos lados bajo la gorra y envolvían la cabeza con un contorno agitado. La cabeza estaba levantada, los ojos frenéticos veían ante sí algo horrible, algo imperdonable. ¡Pero la figura no aparecía virginalmente relajada! Sus manos, dispuestas para el combate, se agarraban a la correa de la máscara antigás; el traje antigás, negro y gris, se rompía en agudas y duras arrugas, y reflejaba la luz como una franja de plata refractada en una superficie: parecía una armadura de la época caballeresca. La nobleza, la crueldad y el desquite se juntaban y se injertaban en el rostro de aquella enérgica komsomol de Kaluga, una chica nada hermosa en la que Kondrashov había visto a la Doncella de Orleans.

Al parecer, salió muy en la línea del «¡No olvidaremos! ¡No perdonaremos!», pero se pasaba de la raya, mostraba algo sin control, el cuadro asustaba, nadie lo tomaba, no se expuso ni una sola vez en ninguna parte y estuvo años en el cuartucho del pintor colocado de cara a la pared, donde permanecía aún el día del arresto.

El hijo de Leónidas Andreyev, Daniil, escribió una novela y reunió a dos decenas de amigos para que escucharan su lectura. Un jueves literario al estilo del siglo XIX… Aquella novela costó a cada oyente veinticinco años de campo de trabajo correccional. Uno de los oyentes de la sediciosa novela fue Kondrashov-Ivánov, biznieto del decembrista Kondrashov que fuera condenado a veinte años por insurrección y destacara por la emocionante visita que le hiciera en Siberia una institutriz francesa enamorada de él.

Ciertamente, Kondrashov-Ivánov no fue a parar a un campo de concentración: apenas firmó el recibo de la condena fue conducido a Marfino y obligado a pintar cuadros, uno al mes, según estableció para él Fomá Guriánovich. Durante los doce meses del año anterior, Kondrashov pintó los cuadros que había colgados por las paredes, y los que ya se habían llevado. ¿Y qué? Con cincuenta años a sus espaldas y veinticinco por delante, vivió aquel pacífico año de cárcel, que pasó volando, sin saber si le tocaría en suerte otro año semejante. No advertía qué le daban para comer, para vestir, ni cuándo contaban su cabeza junto con las demás.

Aquí carecía de la posibilidad de encontrarse y de hablar con otros artistas. Y de ver sus cuadros. Y de averiguar, por los álbumes de reproducciones que se filtraban por la aduana, cómo crecía y en qué dirección evolucionaba la pintura de Occidente.

Pero creciera en la dirección que creciera, en nada podía influir, ni tenía relación con el trabajo de Kondrashov-Ivánov, pues en el pentágono mágico donde todo se descubría y creaba, las cinco puntas estaban ocupadas de una vez por todas: dos puntas por el dibujo y la luz, otras dos por el Bien mundial y el Mal mundial, y la quinta por el mismo pintor.

No podía volver con sus propios pies vivos a los paisajes que viera antaño, no podía recomponer con sus manos aquellos bodegones, pero en relación a todos ellos, y especialmente a sus verdaderos colores, había madurado en las celdas, sumidas en la penumbra por las pantallas, y ahora pintaba de memoria los bodegones y los paisajes que no pintara antes.

Uno de esos bodegones en perspectiva egipcia de cuatro por cinco (Kondrashov concedía una primerísima importancia a la correlación entre los lados) colgaba ahora junto a la ventana de Mamurin. La mitad de su superficie estaba ocupada por una bandeja redonda brillantemente pulida y colocada de pie, de canto. Era una simple bandeja, ¡pero se percibía como un intrépido y ardiente escudo! A su lado había una jarra metálica oscura con negras hendiduras azabaches, no para el vino sino más bien para el agua fresca. Y por toda la pared del fondo se desplegaba un brocado amarillo oro (a Kondrashov le gustaban especialmente todos los matices del amarillo) que se percibía como la esclavina del Invisible. Había algo en la composición de estos tres objetos que transmitía un espíritu de valor e incitaba a no retroceder.

(Ninguno de los coroneles había cogido aquella naturaleza muerta, insistían en que la bandeja debía colocarse plana poniendo encima por lo menos una sandía cortada).

Kondrashov pintaba varios cuadros a la vez, dejándolos y volviendo de nuevo a ellos. A ninguno lo elevó a ese nivel que da al maestro la sensación de perfección. Ni siquiera sabía con exactitud si existía ese nivel. Los abandonaba cuando dejaba de percibir en ellos cualquier cosa, cuando su ojo se habituaba a ellos. Los abandonaba cuando, a cada regreso, su capacidad para mejorarlos era cada vez menor e incluso observaba que los estropeaba en lugar de corregirlos.

Los abandonaba, los ponía de cara a la pared y los cubría. Los cuadros iban alejándose más y más de él, y al entregarlos para que colgaran sin gratificación, para que colgaran para siempre en medio de un ensoberbecido lujo, el éxtasis de la despedida se apoderaba del pintor. Aunque nadie los viera nunca más, ¡él los había pintado!

… Atento ya, Nerzhin empezó a contemplar el último cuadro de Kondrashov.

Un arroyo frío ocupaba el lugar principal del mismo. Casi era imposible saber hacia adonde discurriría el arroyo: no fluía en absoluto, su superficie estaba a punto de helarse. Donde las aguas eran menos profundas se adivinaba en el arroyo un matiz ocre: era el reflejo de las hojas muertas depositadas en el fondo. La primera nieve ponía unas manchas en ambas orillas, y en los espacios deshelados intermedios emergía una hierba castañoamarillenta. En la orilla crecían dos matas de salguero de color humo impalpable, húmedas por los granitos de nieve medio deshelada que retenían. Pero no era esto lo principal, sino lo del fondo: formando la densa masa de un bosque había unos abetos negros, aceitunados, en cuya primera fila brillaba indefenso un único abedul. Su fuego tierno y amarillo hacía más lúgubre y compacta la guardia de las agujas de abeto, que elevaban al cielo las puntas de sus lanzas. El cielo estaba lleno de irreparables harapos manchados, y en medio de un ambiente tan melancólico se ponía un sol ahogado, sin fuerzas para abrir paso a un rayo recto. Pero tampoco esto era lo principal, sino el agua fría del empantanado arroyo. Era compacta, profunda. Como un plomo transparente, muy fría. Absorbía y mantenía el equilibrio entre el otoño y el invierno. Y otro género de equilibrio, además.

También su autor se fijaba ahora en este cuadro.

Existe la ley inalterable de la creatividad. Kondrashov la conocía muy bien de antiguo, intentaba rebelarse, pero de nuevo se sometía impotente a ella. La ley era que nada de lo que hubiera hecho antes tendría ningún peso ni se tomaría en cuenta, ni se consideraría ningún mérito del autor. Sólo aquello único que estuviera pintando hoy, sólo eso sería el compendio de su experiencia vital, el punto más alto de su capacidad y de su inteligencia, la primera piedra de toque de su talento.

¡Pero era un fracaso!

Cada uno de los anteriores, antes de ser un fracaso, tampoco le salía bien. Pero su desesperación anterior estaba completamente olvidada; en cambio ahora, este cuadro único, ¡el primero en el que había aprendido a pintar de verdad!, no le salía. ¡Había vivido en vano toda su vida, nunca tuvo ningún talento!

Esa agua, por ejemplo, era compacta, fría, profunda e inmóvil, pero no era nada si no transmitía la elevada síntesis de la naturaleza. Kondrashov nunca encontraba en sí mismo, en sus sensaciones extremas, esa síntesis, esa comprensión, ese sosiego y esa conjunción del todo. No la encontraba pero la conocía y la reverenciaba en la naturaleza. Por ejemplo, ¿transmitía el agua ese elevado sosiego? Languidecía y se desesperaba intentando comprender una cosa: ¿lo transmitía?

—¿Sabe una cosa, Ippólit Mijálych? Creo que empiezo a estar de acuerdo con usted: todos estos lugares son Rusia.

—¿No será el Cáucaso? —se volvió rápidamente Kondrashov-Ivánov. Sus gafas no temblaban sobre su nariz, parecían soldadas a ella.

La cuestión, aunque distaba de ser la más importante, no carecía de interés. Muchos denigraban, confusos, los paisajes de Kondrashov: no les parecían rusos sino caucasianos, porque, bueno, eran demasiado majestuosos, demasiado enfáticos.

—Lugares así puede haberlos perfectamente en Rusia —aceptó Nerzhin cada vez con más seguridad. Se levantó del tajón y se puso a pasear mientras examinaba La mañana de un día extraordinario y otros paisajes.

—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! —dijo inquieto el pintor meneando la cabeza—. ¡No sólo puede haberlos en Rusia, sino que los hay! ¡Le llevaría a verlos si pudiera ir sin escolta! ¡Compréndalo, el público se ha sometido a Levitán! Siguiendo a Levitán, nos hemos acostumbrado a considerar nuestra naturaleza rusa como algo pobre, humilde, modestamente agradable. Pero si nuestra naturaleza sólo fuera esa, dígame, ¿de dónele habrían salido los pirómanos? ¿Los strelets[29] rebeldes? ¿Pedro el Grande? ¿Los decembristas? ¿Los del partido Naródnaya Volia?

—¡Ajá! —le gustó a Nerzhin—. Es muy cierto. De todos modos, Ippólit Mijálych, piense lo que quiera pero yo no comprendo su pasión por las expresiones límite. Por ejemplo, ese roble mutilado. ¿Por qué tiene que estar necesariamente en un precipicio rocoso? Debajo, naturalmente, está el abismo, usted no aceptaría menos. Y el cielo no sólo es amenazador, sino que un cielo así nunca ha conocido el sol. Y han pasado por aquí todos los huracanes que han soplado en el mundo durante doscientos años, le han retorcido las ramas, le han arrancado de la roca con las uñas. Ya sé que usted es shakespeariano: si ha de haber una maldad que sea inconmensurable. Pero esto ha pasado de moda, en un sentido estadístico tales situaciones raramente alcanzan a alguien. No hay que poner estas mayúsculas en el bien y el mal.

—¡Resulta imposible escuchar siquiera semejante cosa! —se enfureció el artista gesticulando con sus brazos cada vez más largos—. ¿Qué ha pasado de moda? ¿Ha pasado de moda la maldad? ¡Pero si sólo se ha manifestado por primera vez en nuestro siglo! ¡Si en tiempos de Shakespeare era un juego de niños! ¡No sólo deberíamos poner mayúsculas en el Bien y el Mal, sino letras de cinco pisos que parpadearan como faros! ¡Y en cambio nos hemos perdido en los matices! ¿Qué es raro estadísticamente? ¿Y cada uno de nosotros? ¿Y cuántos millones somos?

—En general, sí… —meneó también Nerzhin la cabeza—. Sí, desde el momento que en el campo de concentración nos ofrecen entregar los restos de nuestra conciencia a cambio de doscientos gramos de pan negro… Pero en cierto modo esto se hace en silencio, con cierto disimulo…

Kondrashov se irguió aún más, se elevó en toda su singular estatura. Miraba hacia arriba y hacia adelante, como Egmont conducido al suplicio.

—¡Nunca campo de concentración alguno debe romper las fuerzas espirituales de un hombre!

Nerzhin sonrió con maligna serenidad:

—No debe, quizá, pero las rompe. Usted no ha estado todavía en un campo de concentración, no opine. No sabe cómo crujen allí nuestros huesos. Entran unos hombres y salen (si es que salen) irreconociblemente diferentes. Es cosa conocida que la existencia determina la conciencia.

—¡Nnno! —Kondrashov abrió sus largos brazos, capaces de abarcar inmediatamente a todo un mundo—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡Esto sería humillante! ¿Para qué, entonces, vivir? ¿Por qué, entonces, hay enamorados que son fieles cuando están separados? ¡Tenga en cuenta que la existencia les exige que se traicionen! ¿Y por qué las personas pueden ser diferentes aunque se encuentren en condiciones idénticas, incluso en un mismo campo de concentración? Todavía no sabemos quién forma a quién: ¡la vida al hombre, o el hombre noble y fuerte a la vida!

Nerzhin estaba tranquilo y seguro de la superioridad de su experiencia vital sobre las concepciones fantásticas de aquel idealista sin edad. Pero era imposible no saborear sus réplicas:

—¡Al nacer, se deposita en el hombre cierta Esencia! ¡Viene a ser el núcleo del hombre, su yo! ¡Ninguna existencia externa puede determinar al hombre! ¡Además, cada hombre lleva en sí una Imagen de Perfección que a veces queda oscurecida, pero otras aparece claramente! ¡Y le recuerda su deber de caballero!

—Además, otra cosa —se rascó la nuca Nerzhin, sentado de nuevo en el tajón—. ¿Por qué aparecen tan a menudo en sus cuadros los caballeros y sus pertenencias? Creo que se pasa de la raya, aunque, naturalmente, a Mitia Sologdin le gusta. La moza del cañón antiaéreo es para usted un caballero, la bandeja de cobre el escudo de un caballero…

—¿Có-mo? —se asombró Kondrashov—. ¿Eso no le gusta? ¿Me paso de la raya? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —tronó su gran carcajada, y el eco de esta carcajada sonó por toda la escalera, como por las rocas. Y como atacando a Nerzhin con una lanza a caballo, apuntó hacia él con la mano provista de la punta del dedo—: ¿Y quién echó a los caballeros de esta vida? ¡Los amantes del dinero y del comercio! ¡Los amantes de orgías báquicas! ¿Y quiénes hacen falta en nuestra época? ¿Los miembros del partido? No, mi querido amigo, ¡faltan caballeros! ¡Si hubiera caballeros no habría campos de concentración! ¡Tampoco habría asesinos!

Se calló de pronto, descendió suavemente de las alturas de su montura hasta ponerse en cuclillas junto a su visitante y preguntó en un murmullo emitiendo destellos con las gafas:

—¿Se lo enseño?

¡Así terminan siempre las discusiones con los artistas!

—¡Enséñemelo, naturalmente!

Sin recuperar su estatura, Kondrashov se introdujo en un rincón, y extrajo una pequeña tela embutida en una base de marco. La trajo y la mantuvo ante Nerzhin por la cara opuesta, gris.

—¿Sabe algo de Parsifal? —preguntó con voz algo sorda.

—Es algo relacionado con Lohengrin.

—Es su padre. Depositario del cáliz del Santo Grial. Imagino precisamente este momento. Un momento que puede tener cada persona al ver por vez primera la Imagen de Perfección…

Kondrashov cerró los ojos, recogió los labios y se los mordió. Se estaba preparando.

Nerzhin estaba sorprendido de que fuera tan pequeño lo que iba a ver.

El pintor abrió los párpados:

—Sólo es un bosquejo. El bosquejo del cuadro más importante de mi vida. Seguramente, nunca lo pintaré. Es el instante en que Parsifal ve por primera vez… ¡el castillo… del Santo… Grial!

Y se volvió para poner el bosquejo en un caballete frente a Nerzhin. Y él contemplaba también incesantemente sólo este bosquejo. Y levantaba la mano, palma arriba, hasta los ojos, como protegiéndose de la luz que procedía de allí. Retrocediendo más y más para abarcar mejor la visión, se tambaleó en el primer peldaño de la escalera y a punto estuvo de rodar por ella.

El cuadro estaba proyectado para que tuviera una altura doble de la anchura. Representaba una garganta en forma de cuña entre dos abismos montañosos separados. En ambos precipicios, a derecha e izquierda, aparecían los árboles del lindero de un bosque sombrío y virgen. Unos helechos trepadores y unas matas deformes, hostiles y tenaces, se pegaban al borde mismo de los abismos, e incluso a sus paredes a plomo. Arriba, a la izquierda, un jinete cubierto con un casco que parecía un yelmo y una capa carmesí aparecía montado en un corcel gris claro. El caballo no se asustaba del precipicio, se limitaba a levantar una pata sobre el último paso, que no había dado, pero estaba dispuesto, si era voluntad del jinete, a retroceder y a pasar al otro lado: tenía fuerzas para pasar al vuelo.

Pero el jinete no miraba hacia el abismo que había ante el caballo. Confuso y asombrado, miraba hacia un punto lejano para nosotros donde el espacio más alto del cielo irradiaba un resplandor oroanaranjado que procedía del sol, o bien de algo todavía más puro que el sol, oculto tras el castillo a nuestras miradas. Este se alzaba en la escalonada montaña, y estaba también formado por escalones y torres, visible desde abajo por la garganta en forma de cuña y por el corte entre las rocas, los helechos y los árboles. Se alzaba en forma de aguja, en toda la altura del cuadro, hasta el cénit del cielo, y no era un castillo real y preciso, sino algo como tejido por las nubes, ligeramente ondulante, turbio, pero aún así perceptible en sus detalles, de una perfección de otro mundo: bajo la aureola del invisible supersol estaba el azulado castillo del Santo Grial.