44

Hasta el año pasado, Nara y su Innokenti habían sido para la familia Makaryguin una especie de parientes irreales de ultramar. Aparecían fugazmente en Moscú una semana al año, y enviaban regalos con ocasión de las fiestas. Al cuñado mayor, al famoso Galajov, Clara solía llamarlo Kolia y tutearlo, pero ante Innokenti se sentía intimidada, se desconcertaba.

El verano pasado habían permanecido más tiempo, Nara empezó a visitar con frecuencia a sus padres y a quejarse del marido a su madre adoptiva, lamentando el deterioro y decadencia de su vida familiar, tan feliz hasta entonces. Alevtina Nikanórovna y ella mantenían largas conversaciones sobre este tema. Clara no siempre estaba en casa, pero si se encontraba en ella, escuchaba abierta o disimuladamente. No podía ni quería evitarlo. Pues el enigma principal de su vida era precisamente este: ¿por qué se aman? ¿Por qué no se aman?

La hermana contaba muchos pequeños sucesos de su vida, disensiones, enfrentamientos, sospechas, y también errores de cálculo profesionales de Innokenti, decía que había cambiado, que desdeñaba la opinión de personajes importantes y esto repercutía en su economía, por lo que Nara debía limitar sus gastos. A juzgar por sus relatos, la hermana tenía razón en todo, y el marido no la tenía nunca. Pero Clara sacó para sí la conclusión opuesta: que Nara no sabía valorar su felicidad; que quizás ahora no amaba a Innokenti, se amaba a sí misma; que no le gustaba el trabajo de su marido, sino la posición social derivada de este trabajo; que no le gustaban los puntos de vista y las inclinaciones de Innokenti, aunque hubieran cambiado, sino su dominio sobre él reafirmado a los ojos de todos. Sorprendía a Clara que el disgusto principal de su hermana no fueran las sospechadas traiciones de su marido, sino el hecho de que cuando él estaba en compañía de otras damas no ponía suficientemente de relieve el significado y la importancia que ella tenía para él.

Quisiera o no, la hermana menor soltera comparaba mentalmente su posición con la de la hermana mayor, y se convencía de que por nada del mundo se comportaría de aquella manera. ¿Cómo podía satisfacerle algo que se apartara de la felicidad de él? El hecho de no tener hijos enredaba y agudizaba el problema.

Después de la gozosa sinceridad en la escalera, sus relaciones eran ahora tan llanas que daban paso al deseo de verse más, de verse sin falta. Clara, sobre todo, acumulaba muchas preguntas que Innokenti habría podido responder.

Sin embargo, la presencia de Nara o de cualquier otro miembro de la familia impedía, váyase a saber por qué, que esto se produjera.

Y cuando uno de aquellos días Innokenti le propuso pasar el día fuera de la ciudad, ella sintió una sacudida en el corazón y aceptó inmediatamente sin tener tiempo de pensarlo ni de comprenderlo.

—Pero no deseo ver fincas, ni museos, ni ruinas célebres —sonrió débilmente Innokenti.

—¡A mí tampoco me gustan! —desechó Clara terminantemente la idea.

Como Clara conocía ahora sus infortunios, la floja sonrisa de Innokenti exprimió su compasión.

—Te dejan turulato esas Suizas —se excusó él—. Quisiera vagar por la Rusia sencilla. ¿La encontraremos?

—¡Lo intentaremos! —asintió enérgicamente Clara con la cabeza—. ¡La encontraremos!

De todos modos no concertaron expresamente si irían los dos o si serían tres.

Pero Innokenti la citó un día laborable en la estación Kíevskaya, sin telefonearla a casa, sin pasar a recogerla a la Kaluzhskaya. Todo esto decía muy a las claras que irían los dos solos, y que quizá no era necesario que los padres lo supieran.

Con respecto a su hermana, Clara se sentía con pleno derecho a hacer esta excursión. Aun en el caso de que hubieran vivido muy unidos, esto habría sido una garantía legítima y familiar. Pero de la manera en que vivían ahora, la culpa era de Nara.

Posiblemente, Clara tenía ante sí el día más importante de su vida, pero también los más atormentadores preparativos: ¿cómo vestirse? De creer a las amigas, ningún color le sentaba bien. ¡Pero algún color tenía que elegir! Se puso un vestido castaño, y tomó la capa azul celeste. Lo que más la hizo sufrir fue el velo: la víspera estuvo dos horas probándoselo y quitándoselo, probándoselo y quitándoselo… Eso, cuando hay afortunadas que pueden decidirse al instante. A Clara le gustaban desesperadamente los velos, especialmente en el cine: hacían que la mujer pareciera enigmática, la elevaban por encima del examen crítico. Pese a todo, renunció al velo: a Innokenti le fastidiaba cualquier artificio francés, y además el día iba a ser soleado. Sin embargo se puso unos guantes negros de rejilla, pues los guantes de rejilla son muy bonitos.

Encontraron enseguida el tren de Maloyaroslavets, un pequeño convoy de largo recorrido, lo que estaba muy bien, y por lo que pudiera ser tomaron billete hasta el final del trayecto, pues no habían hecho planes y no sabían qué estaciones atravesarían.

Tan parco era su conocimiento que ambos se estremecieron cuando los vecinos nombraron una estación: ¡Nara! De haberlo sabido, quizás Innokenti hubiera elegido otra línea de tren. Por su parte, Clara lo había olvidado por completo.

Y durante el camino nombraron muchas veces esa Nara. Así pendía sobre ellos…

La mañana de agosto era fresca. Al encontrarse, ambos estaban animados y alegres. Entablaron inmediatamente una conversación incoherente, a trompicones, sólo que algunas veces se equivocaban y se trataban de «usted», riéndose acto seguido y haciendo que con ello su relación fuera más llana. Innokenti iba vestido a la occidental, con un traje medio sport que arrastraba y estrujaba con tanto descuido como si fuera «ropa de trabajo».

Aunque tenían todo el día por delante, Clara le acosó a preguntas de un modo embrollado, ora sobre Europa, ora sobre cómo comprender nuestra vida. Ni ella misma sabía qué quería, qué necesitaba comprender. ¡Pero necesitaba algo! ¡Deseaba sinceramente adquirir conocimientos! ¡Era muy necesario para ella entender las cosas!

Innokenti meneó la cabeza irónicamente:

—¿Cree usted… crees que yo comprendo algo?

—Pero vosotros sois diplomáticos, sois nuestros guías, ¿y ahora resulta que no comprendéis nada?

—No es eso, todos mis colegas comprenden, soy yo el único que no comprende. E incluso yo comprendía el año pasado, aproximadamente, o hace dos años.

—¿Y qué sucedió?

—Es lo que tampoco comprendo —rio Innokenti—. Además, Clárochka, nunca se sabe por dónde hay que empezar cualquier explicación cuando viene de antiguos, antiquísimos, principios. Imagínate que saliera ahora de debajo del banco un hombre de las cavernas y te pidiera que le explicaras en cinco minutos cómo funcionan los trenes eléctricos. ¿Cómo se lo explicarías? Por lo demás, primero debería aprender a leer. Después aritmética, álgebra, diseño, electrotécnica… ¿Y qué más?

—Bueno, no sé… magnetismo…

—Ya ves, ni siquiera tú lo sabes. ¡Y estás en último curso! Y luego, le diríamos, vuelve dentro de quince años y te lo explicaré todo en cinco minutos, aunque para entonces ya lo sabrás.

—Muy bien, estoy dispuesta a aprender, ¿pero dónde estudiar? ¿Por dónde empezar?

—Pues… aunque sea en nuestros periódicos.

Alguien iba por el vagón con una cartera de cuero vendiendo periódicos y revistas. Innokenti le compró el Pravda.

Antes de instalarse, comprendiendo que su conversación podía ser especial, Clara había dirigido a su acompañante a un incómodo banco de dos plazas que estaba junto a la puerta. Innokenti no lo comprendía, pero sólo allí se podía hablar con más libertad.

—A ver, vamos a aprender a leer —abrió Innokenti el periódico—. Aquí tienes un titular: las mujeres, llenas de entusiasmo laboral, han superado la norma. Piensa: ¿qué les importa esa norma? ¿Es que no tienen nada que hacer en casa? Esto significa: los salarios de marido y mujer, unidos, no bastan para mantener a la familia. Y debería bastar sólo el del hombre.

—¿Es así en Francia?

—En todas partes. Sigamos, mira: «En todos los países capitalistas juntos no hay tantas guarderías como en el nuestro». ¿Es verdad? Sí, seguramente es verdad. Sólo que no explica un detalle insignificante: en todos los países las madres tienen tiempo libre, educan ellas mismas a sus hijos y no necesitan guarderías.

Tintineaban los cristales. Arrancaban. Se detenían.

Innokenti encontraba sin dificultad los párrafos necesarios, se los mostraba con el dedo y le explicaba al oído para superar el estruendo:

—Fíjate más allá, en los comunicados más insignificantes: «El miembro del Parlamento francés, Fulano de Tal, ha declarado…» y se extendía hablando del odio del pueblo francés por los norteamericanos. ¿Lo ha dicho así? ¡Sí, seguramente lo dijo, nosotros escribimos la verdad! Sólo se han saltado una cosa: ¿de qué partido era el miembro del Parlamento? De no haber sido comunista lo habrían consignado sin falta. ¡Habría sido más valiosa su declaración! Por lo tanto, era comunista. ¡Pero no lo han escrito! Y así todo, mi Clairette. Describen inauditas nevadas con miles de automóviles bajo la nieve, ¡una desgracia nacional! El quid está en que hay tantos automóviles que ya ni siquiera construyen garajes para ellos… Todo esto es la libertad de la no información. Ocurre también en el deporte, aquí está: «El encuentro dio como resultado una merecida victoria…», no hay que leer más, está claro, una victoria nuestra. «El colectivo arbitral, sorprendiendo a los espectadores, dio como vencedor…», está claro: a uno que no es de los nuestros.

Innokenti echó una mirada a su alrededor buscando dónde arrojar el periódico. ¡Tampoco comprendió hasta qué punto era el gesto propio de un extranjero! Incluso atrajeron las miradas. Clara le quitó el periódico y lo conservó.

—Por lo demás, el deporte es el opio de los pueblos —concluyó Innokenti.

Era algo inesperado y ofensivo. Y no sonaba convincente en boca de un hombre tan delicado.

—¡Yo juego al tenis y me gusta mucho! —sacudió Clara la cabeza.

—Jugar no está mal —se corrigió inmediatamente Innokenti—. Lo terrible es apasionarse por el espectáculo. Los espectáculos deportivos, el fútbol, el hockey, nos convierten en imbéciles.

Tintineaban los cristales. Partían. Miraron por la ventanilla.

—O sea, ¿que allí se vive bien? —preguntó Clara—. ¿Mejor?

—Mejor —asintió Innokenti con la cabeza—. Pero no bien. Son dos cosas distintas.

Innokenti la miró con mucha seriedad. Ya no había en él la primitiva animación, su mirada era muy tranquila.

—No se puede decir tan sencillamente. Yo mismo estoy sorprendido. Algo les falta. Les faltan muchas cosas.

Clara se encontraba muy a gusto a su lado, muy humanamente a gusto, y no por ningún juego de roces, de estrecharse las manos, de tonos de voz, que no lo había; pero deseaba recompensarlo para que él también se encontrara a gusto, más a sus anchas.

—Usted… tú tienes un trabajo interesante —le consoló.

—¿Yo? —se impresionó Innokenti, y encima de ser flaco se le hundieron las mejillas y pareció atormentado, famélico—. Ser diplomático aquí, Clárochka, significa tener dos compartimentos en el pecho. Dos frentes en la cabeza. Dos memorias diferentes.

No explicó más. Suspiró y miró por la ventanilla.

¿Comprendía todo esto su esposa? ¿Cómo lo fortalecía y consolaba?

Clara se fijó en él y descubrió una peculiaridad de su rostro: consideradas aparte, la mitad superior tenía un aspecto bastante duro y la mitad inferior bastante dulce. A partir de la frente, que se extendía libremente de oreja a oreja, la cara se estrechaba en líneas oblicuas y se dulcificaba al llegar a su pequeña y tierna boca. Alrededor de la boca había mucha suavidad, incluso indefensión.

El día iba cobrando fuerza, los bosques desfilaban fugaz y alegremente, había mucho bosque por el camino.

Cuanto más se alejaba el tren, más sencillo era el público del vagón y más destacaban ellos entre todos los demás, parecían engalanados para salir a escena. Clara se quitó los guantes.

Bajaron en un apeadero del bosque. Algunas mujeronas con bolsas de víveres de la ciudad se apearon del vagón contiguo, y en el andén no quedó nadie más.

Los jóvenes se dirigieron al bosque. Había bosque a ambos lados, aunque, la verdad, era un bosque espeso, oscuro y feo. Apenas el tren retiró la cola del andén, las mujeres, juntas en amistoso grupo, atravesaron las vías por el paso de madera y se dirigieron muy seguras hacia un lugar situado a la derecha del bosque. Clara e Innokenti las siguieron.

Inmediatamente después de la vía, las hierbas y las flores llegaban a los hombros. Luego, el sendero serpenteaba a través de varias hileras de abedules. A partir de allí, el campo estaba segado, había un pequeño almiar y una pensativa cabra pastando pero sin decidirse a rozar la hierba en un bosque joven, atada a una estaca con una larga cuerda. A la izquierda se abría el bosque, pero las mujeres torcieron briosamente a la derecha, cara al sol, donde se abría un amplio espacio tras unas hileras de matorral.

Y los jóvenes decidieron de común acuerdo que el bosque podía esperar y que debían ir necesariamente hacia aquel espacio resplandeciente.

Conducía hacia allí un camino a través de los campos, compacto, herboso. Un campo de cereales mostraba su oro hasta la vía, con pesadas espigas sobre cortos y sólidos tallos. Ellos no sabían de qué cereal se trataba, pero eso no influía en la belleza del campo.

Al otro lado del camino, ocupando casi todo el espacio que abarcaba la vista, había una tierra desnuda, labrada, hinchada después por las lluvias, húmeda en algunos lugares y seca en otros, pero en aquel espacio tan grande no crecía nada.

El apeadero estaba en un rincón de aquel espacio donde apenas acababan de entrar, un espacio tan enorme que no se podía abarcar con los dos ojos si no se giraba varias veces la cabeza. Y a su alrededor, tanto a lo lejos como inmediatamente después de la vía, todo quedaba cerrado por el espeso bosque, compacto, con la parte superior finamente dentada según se miraba de lejos.

¡Al parecer era lo que deseaban, sin saberlo, sin habérselo propuesto! Vagaban lentamente, los pies tropezaban, las cabezas se levantaban hacia el cielo. Y se detenían y giraban sus cabezas. La vía tampoco era visible, tapada por los árboles. Frente a ellos, había únicamente, tras el largo espacio vacío hacia donde caminaban, una iglesia y un campanario de ladrillo oscuro que emergían de un terreno bajo, y sobresalían hasta la mitad. Y estaban también las mujeres que se alejaban por delante, pero en todo aquel gran espacio no se divisaba una sola persona, un caserío, un remolque de tractor, una segadora abandonada, nadie, nada, sólo la tibia algazara del viento y del sol, y los pájaros que recorrían el espacio.

En dos minutos no quedó nada de su tono pragmático ni de sus preocupaciones.

—¿Así que esto es Rusia? ¿Esto es Rusia? —preguntó feliz Innokenti, y frunció los ojos examinando el terreno, se detuvo y miró a Clara—. Escucha, en realidad, yo represento a Rusia pero no me la re-pre-sen-to —hizo un juego de palabras—. Nunca anduve por ella con tanta sencillez, sólo aviones, trenes, capitales…

Cogió la mano extendida de la joven, dedo con dedo, como se coge a los niños o a personas muy íntimas. Y caminaron así, mirando menos que nunca bajo sus pies. Con la mano libre él agitaba el sombrero, ella el bolso.

—¡Escucha, hermana! —dijo él—. Qué bien que hayamos venido aquí y no al bosque. Esto es precisamente lo que me falta en la vida: que todo sea visible por los cuatro costados. ¡Y que sea fácil respirar!

—¿Acaso no puedes ver? —La queja de Innokenti la había emocionado tanto que le habría ofrecido sus ojos si esto hubiera podido ayudarle.

—No —meneó él la cabeza—, no. En otro tiempo podía ver, pero ahora todo está confuso.

¿Qué estaría confuso? Si tan confuso estaba, no se trataría únicamente de sus convicciones, sino también de su familia. Si hubiera añadido alguna cosa más, Clara se habría atrevido a intervenir y le habría descubierto que estaba de su parte, que él tenía razón y que no debía desesperarse.

—¡De vez en cuando es preciso hablar! —dijo ella.

Pero él no dijo más. Se había callado.

Hacía calor. Se quitaron las capas.

Nadie más apareció en su campo visual, nadie venía a su encuentro ni los adelantaba. Más allá de los árboles pasaban de vez en cuando trenes, hacían su ruido como en silencio, mostrando solamente el humo en movimiento.

Las mujeres se habían alejado, habían abandonado el camino hacía rato y estaban ya en el centro del espacio libre, difícilmente visibles cara al sol. También Innokenti y Clara llegaron a esta encrucijada: un pequeño sendero apisonado (más claro bajo el sol) se extendía por el blando campo metiéndose ligeramente en los surcos de los tractores. A través de los grandes campos planificados, la gente sencilla había apisonado con los pies un camino a sus humildes necesidades.

El sendero conducía a la aldea de aquella iglesia, pero antes, en medio del espacio abierto, pasaba por un aislado grupo de árboles asombrosamente denso. El bosquecillo se encontraba entre los campos, alejado de cualquier otro bosque y considerablemente lejos de la aldea: era un extraño, brioso y fresco bosquecillo de altos y empinados árboles. Era pequeño, pero adornaba todo el espacio abierto, era su centro. ¿Qué podía ser aquello? ¿Por qué y para qué estaría entre los campos?

También ellos torcieron hacia aquel lugar.

Sus manos se separaron. El sendero era para una sola persona. Ahora él iba detrás de Clara.

Iba detrás y te miraba la espalda. Te contemplaba. Como marido de tu hermana. Como tu hermano. Como…

Para hablar, Clara debía detenerse y volver la cabeza:

—¿Cómo me vas a llamar? No me llames Clairette.

—No lo haré. Es que no te conocía. En Occidente hacen estos diminutivos, de dos o tres emisiones de voz, no más.

—Yo te llamaré «Ink», ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Está muy bien.

—¿Nadie te llama así?

El campo no era completamente llano, descendía imperceptiblemente hacia la izquierda, hacia donde ellos iban. El terreno se hundía gradualmente y volvía a levantarse en aquel grupo de árboles.

Ahora ya podía verse que eran abedules y que eran viejos, grandes, plantados uniformemente alrededor de un rectángulo con otros árboles en medio. Era sorprendente aquel grupo de árboles que no tenía relación con nada y estaba allí por sí mismo.

—¿Y cuándo empezó para ti todo esto? —preguntó Clara.

¿Qué era todo esto? En este concepto cabían muchas cosas.

Pero él no tuvo dificultad en responder:

—Seguramente, ¿sabes cuándo? Cuando me puse a examinar los armarios de mamá. No, quizá fue antes, quizá fue un año entero antes, pero de todos modos también cuando empecé a mirar en los armarios.

—¿Fue después de su muerte?

—Mucho después de su muerte, mucho después. Pero no hace tanto tiempo. En realidad, yo… Es también una de esas cosas que no se pueden contar a nadie, Dotty no acepta esas cosas o no las comprende…

(¡Pues yo las comprenderé! ¡Ahora hablaremos más, hablaremos más de Dotty! ¡Te sentirás aliviado!).

—… En realidad, fui muy mal hijo, Cláronka. En realidad, cuando mamá vivía, nunca la amé de verdad. Sabes, durante la guerra estaba en Siria y ni siquiera fui a su entierro… Oye, ¿no será esto un cementerio?

Se detuvieron. Y se estremecieron, aunque hacía calor. Lo comprendieron al instante: ¡sí, era un cementerio! ¿Cómo no se habían dado cuenta antes? No podía ser otra cosa aquel intocable refugio aislado en medio de campos de labor.

Pese a que todavía no se veían cruces ni tumbas. Estaban atravesando el fondo de la depresión, saltando sobre el fango (Innokenti saltó peor que Clara y uno de sus zapatos fue a dar en el barro, pero ella no le tendió la mano al saltar para no ofenderle). Subieron después por la pendiente, inesperadamente empinada.

Ni valla, ni estacas, ni cuneta, ni terraplén, nada rodeaba el cementerio, sólo aquellos viejos abedules que se levantaban uniformemente uniendo sus cimas. La tierra del campo, lisa y abiertamente, como aire junto a aire, se convertía en un espeso y magnífico césped, sin mala hierba, de poca altura, ni pisoteado ni recortado. El césped crecía tal como es necesario y agradable en un cementerio.

¡Qué umbroso, qué silencio! Era el más puro y vivo refugio de todo cuanto abarcaba aquella extensión planificada. Algunas de las tumbas estaban cercadas. En otras había simplemente un montón de tierra herbosa piramidal, sin nombre. Incluso las había recientes.

—¡Qué espacioso! —se asombró Innokenti—. Aquí no habrá más de cien tumbas y todavía cabrían libremente cincuenta más. Seguramente, vienes, excavas, y a nadie debes preguntar nada. En cambio, en Moscú, donde descansa mi madre, hay que gestionar el permiso en el Ayuntamiento y darle algo al director del cementerio, y no hay donde poner el pie entre dos tumbas. Excavan las tumbas antiguas para hacer las nuevas.

Aquellos antiguos abedules habían defendido la libertad del cementerio ante los tractores.

Las capas cayeron al suelo por sí mismas, ellos se sentaron como pudieron, de cara al Espacio. Desde allí, desde la sombra, de espaldas al sol, examinaron perfectamente el lugar. La garita del apeadero era apenas una mancha blanca, ya lejana. Un débil humo se deslizaba por encima de la línea de la vía.

Miraban, respiraban, callaban. Estaban muy a gusto allí sentados. Ink colocó la cabeza sobre las rodillas, rectas como columnas, y permaneció en esta postura. Su nuca se abrió para Clara: una nuca débil, de niño, pero pacientemente elaborada por un hábil peluquero.

—¡Qué cementerio tan limpio! —se asombró Clara—. Ni asomo de estiércol por el ganado ni petróleo derramado.

—Sí —espiró con delicia el aire Innokenti—. ¡Aquí estaría bien que me enterraran! Pero no lo conseguiré, se habrá perdido la ocasión. Meterán el ataúd de plomo en un avión, y luego en un autobús hacia alguna parte…

—¡Es temprano para pensar en esto, Ink!

—Cuando todo es mentira, Cláronka, te cansas muy pronto. Muy pronto, con el doble de rapidez —habló él también con voz cansada y débil.

Aquello podía referirse a su trabajo. O quizás a toda su vida. O puede que únicamente a su esposa.

Clara no podía interrogarle hasta el fin.

—¿Y qué había en el armario?

—¿En el armario? —concentró Innokenti su mirada, nunca indolente, siempre preocupada—. En el armario, pues… —pero pareció cansarse con sólo imaginar lo que sería este relato circunstanciado—. No, es largo de contar… Más tarde…

Si ahora le parecía largo, ¿cuándo, pues, se lo contaría? Tal vez era una peculiaridad suya esta de interesarse únicamente por lo nuevo, por lo que sucedía por primera vez.

Entonces, ¿en qué momento sería posible arrancarle todo esto?

—O sea, ¿que no te queda ningún pariente?

—¡Imagínate, un tío, el hermano de mi madre! Sin embargo, no supe nada de él hasta el año pasado.

—¿No lo has visto nunca?

—Bueno, lo vi de niño, pero no se me grabó en la memoria.

—¿Y dónde está?

—En Tver.

—¿Dónde?

—En Kalinin[28]. Dos horas de viaje. Pero nunca me decido a hacerlo. ¿Cuándo tendré tiempo si ni siquiera suelo estar en Rusia? Le escribí, y el anciano se alegró mucho.

—¡Escucha, Ink, debes ir! Si no, luego lo lamentarás.

—¡Pero si ya pienso ir, lo pienso! Simplemente, voy a ir dentro de unos días. Te doy mi palabra.

Innokenti se había apartado hacia la sombra huyendo de aquel sol agotador y tenía un aspecto más animoso.

¿Adónde irían ahora? El bosque quedaba lejos por todos lados, y además no había caminos: en un extremo del cementerio, los girasoles, en el otro la remolacha. Sólo les quedaba un sendero, el mismo que llevaba al pueblo, tras las mujeres. Allí habría bosque en alguna parte.

Y así lo decidieron.

Innokenti se quitó la chaqueta y quedó con una ligera camisa blanca. Las paletillas emergían agudas de su espalda, ni redondeada ni llana. El sombrero, sin embargo, volvió a ponérselo para protegerse del sol.

—¿Sabes a quién te pareces? —rio Clara—. A Yesenin volviendo a su aldea natal después de sus viajes por Europa.

Innokenti sonrió y empezó a citar:

—«¡Ah, patria mía! ¿Qué encuentro ahora aquí? Me he convertido en un extraño… Olvidé el arte de segar, olvidé el arte de arar…».

Entraron en una calle desierta. Entre las dos hileras de casas no habría más de diez metros, pero el camino estaba tan irreparablemente surcado por los siglos de los siglos, tan destrozado por los tractores oruga y las ruedas de los coches —seco en algunos lugares con terrones hasta la rodilla, anegado en otros de plúmbeo y líquido barro que ningún verano bastaría para secar— que los dos lados de la calle se relacionaban como a través de un río. Los senderos firmes discurrían únicamente junto a las casas, y era preciso decidir enseguida por qué lado transitar.

Una niña con una bolsa trenzada apareció por el lado elegido aproximándose rápidamente.

—Niñ… —empezó Innokenti, cuando distinguió que la mujer era algo mayor—, ¡muchacha! —pero la figura se acercaba rápidamente y resultaba ser la de una mujer de unos cuarenta años, de una estatura extrañamente pequeña, con cataratas en ambos ojos. Había sido como una burla, e Innokenti ya no sabía cómo dirigirse mejor a ella—. ¿Cómo se llama esta aldea?

—Rózhdestvo§ —puso fugazmente en ellos sus ojos enfermos y continuó con la misma prisa.

—¿Rózhdestvo? —se asombraron para sí los dos jóvenes—. Qué nombre tan raro —y le gritaron a sus espaldas—: ¿Por qué?

—Así se llama. ¿Cómo quieren que lo sepa? —respondió la otra por encima del hombro. Y se dio prisa en seguir su camino.

¿Por dónde se habrían dispersado las activas mujeres del tren? No había vida ni en la calle ni en los patios. Las frágiles y torcidas puertas, más de gallinero que de casa, y los marcos dobles de las pequeñas ventanas, cerrados de modo permanente, imposibles de abrir, sin postigos, todo parecía no poder ocultar tras de sí una vida humana. Tampoco se veían ni oían los clásicos cerdos, ni las aves de corral. Sólo unos míseros trapos y unas mantas, que colgaban de unas cuerdas en un patio, demostraban que alguien había estado allí por la mañana.

El sol inundaba el silencio con su presencia.

Observaron cierto movimiento en las profundidades de uno de los patios. Una gruesa anciana iba por la tierra seca arrastrando sus galochas, mirándose la mano.

—¡Buena mujer!

Ella no oyó.

—¡Buena mujer!

Levantó la cabeza.

—Soy dura de oído —les previno con una voz llana y seca. Sus ojos no parecieron asombrarse al ver a los engalanados transeúntes.

—¿Podríamos comprarle leche? —preguntó Clara.

No necesitaban leche, pero era el mejor procedimiento para entablar conversación, lo sabía por sus excursiones a los koljoses.

—No tenemos vacas —respondió la anciana con dignidad.

En su mano había un polluelo blancoamarillento. Estaba muerto, no se debatía ni daba tirones.

—¿Cómo se llamaba esta iglesia, buena mujer? —preguntó Innokenti.

—¿Qué significa «se llamaba»? —le miró ella como a través de un velo. En su rostro flácido había una gravedad muy adecuada a su persona.

—Bueno, ¿no tiene cada iglesia… un nombre?

—Es lo único que tienen, un nombre —dijo la vieja—. Pero la cerraron hará unos veinte años, si no me equivoco. Hay una hora de autobús hasta la próxima iglesia, no hay otra más cercana. Había una de verano aquí mismo, pero la desmontaron los prisioneros.

—¿Qué prisioneros?

—Los alemanes.

—¿Para qué?

—Enviaban a Nara los ladrillos. Los polluelos se me están muriendo. Este es el cuarto. ¿Por qué será?

Clara e Innokenti se encogieron compasivamente de hombros.

—¿Los aplastará ella? —reflexionó la vieja arrastrando los pies hacia su isba, hacia la baja puerta de la misma.

Y hasta el final de la calle no vieron más movimiento ni alma viviente, ni salió ni ladró perro alguno. Sólo dos o tres gallinas escarbaban en silencio. Luego salió un gato entre los cardos con paso de depredador, y como si ya no fuera un animal doméstico ni siquiera volvió la cabeza hacia las personas, olfateó la tierra por todos lados y siguió adelante, hacia la calle mayor, igualmente muerta, adonde esta iba a desembocar.

La iglesia estaba precisamente en el lugar donde se cruzaban y ensanchaban ambas calles: un templo achaparrado y sólido, de obra labrada, con cruces de ladrillo incorporadas, y encima un campanario con dos pisos de ininterrumpidas aberturas para las campanas. El musgo y la hierba crecían en este campanario, y multitud de golondrinas, o incluso de pájaros menores, se afanaban en círculos incesantes y silenciosos a la altura de las aberturas penetrando en ellas, saliendo y volviendo a entrar. La cúpula del campanario, de difícil acceso, estaba intacta, pero al templo le habían arrancado el zinc del techo y sólo quedaban las vigas de la estructura. Estas habían sobrevivido dos décadas, y ambas cruces estaban en su sitio. La puerta inferior del campanario estaba abierta de par en par, un quinqué ardía en la oscuridad junto a unos bidones de leche, pero no había nadie. También estaba abierta la puerta que daba a la cripta, donde aparecían unos sacos en los peldaños, pero tampoco había nadie.

Ni la cerca ni el patio que rodeaba la iglesia se habían conservado, pero tanto en esta parte como en la opuesta, como alrededor del templo y entre este y el campanario, todo estaba lleno de surcos de tractores y de coches, de sus arrancadas súbitas para no quedar empantanados, por lo menos esta vez, y librarse finalmente de ello llegando al almacén. Y las monstruosas costras grises de los terrones, así como la gangrena de un fango líquido y plúmbeo, cubrían aquella tierra herida, mutilada y enferma.

La iglesia estaba allí, allí mismo, pero los jóvenes estuvieron largo rato buscando por dónde atravesar la calle sobre tierra seca. Tuvieron que alejarse bastante hacia un lado, y después serpentear y saltar.

En el sendero aparecían incrustados varios pedazos de losas pegajosas de barro. En las paredes del templo había pequeños trozos y fragmentos limpios de mármol blanco, rosado y amarillo.

Innokenti sintió calor bajo el sol, pero no se puso sonrosado, sino que palideció ligeramente. Bajo el borde del sombrero sus cabellos estaban húmedos.

Se acercaron a la iglesia. En aquel aire caliente e inmóvil flotaba una pesada fetidez de procedencia desconocida. ¿Agua estancada, cadáveres de reses o alguna impureza? Ya no se alegraban de haber ido, y no tenían intención de examinar el templo, además no había nada que examinar. Tras la iglesia había una pendiente, y abajo muchos y enormes sauces de forma esférica, todo un reino salguero, y la única salida, la huida de los jóvenes, fue hacia allí, hacia aquella vegetación.

Pero los llamaron:

—¿Tienes algo que fumar, ciudadano?

Un hombrecillo con la cabeza embutida entre los hombros como si tuviera continuamente escalofríos o terror, pero mostrando no obstante un gran desparpajo, apareció de alguna parte y los escudriñó con los ojos.

Con aire de lamentarlo, Innokenti se golpeó los bolsillos como si a pesar de todo tuviera la esperanza de encontrar en ellos un paquete de cigarrillos:

—No fumo, camarada.

—Qué lás-ti-ma —se apenó el de la cabeza embutida, pero en lugar de marcharse se puso a examinar con ojo rápido a los extraños forasteros. No veía en qué coche habían llegado, pero advertía en ellos una clase especial de «jefes».

—¿Cómo se llamaba esta iglesia?

—Natividad —respondió el hombrecillo sin muestras de deferencia por haber adivinado, con una sola de sus palabras, qué clase de personas eran. Y desapareció tras la esquina con la misma rapidez con que se había presentado.

Pero en el lugar al que se dirigían, abajo, observaron también la presencia de un cojo con la pata de palo al descubierto. Descansaba bajo los tilos, sobre una piedra, con su camisa de percal azul arreglada con remiendos de algodón blanco.

—¿De dónde ha salido el mármol? —preguntó Innokenti.

—¿El qué? —respondió el hombre de los remiendos.

—Eso, la piedra de colores.

—Ah, ah, ah… Destrozaron el altar —reflexionó—, el iconostasio.

—¿Para qué?

Meditó.

—Para empedrar el camino.

—¿De dónde viene este… hedor? —preguntó Clara.

—¿El qué? —se asombró el cojo. Reflexionó—: Ah, ah, seguramente del corral. El corral lo tenemos aquí, aquí mismo.

Señaló con la mano, pero ellos ya no miraban, se apresuraban a salir de aquel lugar para ir más abajo, a los sauces.

—¿Qué hay allí? —preguntaron.

—¿Allí? No hay nada —reflexionó—: Ah, el riachuelo.

Un sendero apisonado conducía hacia abajo. Clara quería echar a correr pero vio con alarma la palidez de Innokenti y siguió lentamente a su lado.

—Después de una aldea como esta, se hace deseable aquel cementerio —giró la cabeza ella—. ¿Estás cojeando?

—Sí, tengo un pequeño roce en el pie.

Se detuvieron en la frondosa sombra del primer sauce, que era enorme, y echaron una mirada a su alrededor. Era agradable mirar ahora que ya no apestaba, que les envolvía el húmedo frescor de la vegetación. La iglesia estaba en la colina y no podía verse la terrible deformación de la tierra, sólo eran visibles los puntos de los pájaros que iban de acá para allá volando alrededor del campanario.

—¡Estás muy cansado! —se inquietó Clara—. Necesitas descansar.

Y examinarte el pie.

Innokenti arrojó la capa y se sentó en el suelo apoyándose en un tronco inclinado. Cerró los ojos. Echado para atrás, miró hacia arriba, hacia la iglesia.

—Aquí tienes, Clárochka, dos Navidades…

—¿Por qué dos?

—La nuestra y la occidental. La nuestra acabas de verla. La occidental es todo un cielo de anuncios, todas las calles con atascos de coches, la gente ahogándose en las tiendas, los regalos de cada uno para cada uno. Y en cualquier raído y empobrecido escaparate, la cuna y José con el burro.

—¿Qué José y qué burro son esos?

Y entonces descubrieron en el declive, junto a la iglesia, en un lugar que conservaba una hilera de tilos, una tumba con un obelisco que habían pasado por alto.

—Lástima, no lo hemos visitado.

—¡Voy a verlo en un momento! —se comprometió Clara, y corrió hacia allí oblicuamente, sin seguir el camino. Corría como si estuviera alegre, pero no lo estaba en absoluto.

Se detuvo un momento, lo leyó, y descendió con la misma ligereza, frenando con sus fuertes piernas ante cada hoyo.

—A ver, ¿de quién crees que es?

—¿De un sacerdote?

—… «Gloria eterna a los soldados de la Cuarta División de la Recluta Popular caídos valerosamente por el honor, por la independencia, etcétera, etcétera… dedicado por el Ministerio de Hacienda».

—¿De Hacienda? —se impresionó él moviendo sus largas orejas, de grandes y quebrados cartílagos—. ¡Incluso el de Hacienda! Pobres escribientes… ¿Cuántos de ellos debieron de caer también? ¿Y un fusil para cuántos hombres? ¿La Cuarta División Popular?

—Sí.

—¡Una división de desarmados! Y, encima, la cuarta… La barbarie de esta guerra: la recluta popular…

—¿Por qué una barbarie? —se desconcertó Clara.

Innokenti suspiró y bajó la cabeza.

—¿Te encuentras mal? ¿Quieres que volvamos, Ink? No hay que seguir adelante, ¿verdad?

Él volvió a suspirar.

—No, no, no pasa nada. Soporto mal el calor. Me he puesto un calzado inadecuado, no lo pensé bien.

—Yo también hice mal en no vestir ropa muy usada. ¿Dónde tienes el roce? Vamos a poner papel de periódico bajo el talón, te sentirás más libre.

Lo arreglaron.

En el cielo, aquí y allí, aparecían nubes viajeras. De vez en cuando tapaban y dulcificaban los rayos del sol.

—Vamos a ver, Ink, ¿seguimos o no? Debíamos ir al bosque, ¿no es así? Si quieres, seguiremos por la orilla del río, también habrá sombra.

Él se había apartado y sonreía:

—Qué desmedrado soy, ¿verdad? Toda la vida en automóvil… Pero tú estás magnífica. Vamos, vamos. ¿Por qué orilla?

Más abajo habían echado una pasarela sobre el río con un grueso cable enrollado, en cada orilla, en la parte baja de un sauce, para evitar los efectos de las inundaciones.

¿Atravesarla? ¿No atravesarla?

La atravesaron. De nuevo una correcta formación de árboles en la lenta y libre cuesta a partir del río. Además de los sauces, amantes del agua, que habían elegido por sí mismos aquel arroyo, alguien había plantado abedules a su lado, y también abetos. Incluso había allí un estanque abandonado, con sus ranas y hojas muertas, un estanque seguramente artificial, tan regular era. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Una hacienda abandonada? No había a quién preguntarlo.

Desde allí, entre las esferas de los sauces, la iglesia, casi sobre una montaña, aún parecía más hermosa: debían de acudir a ella, bajo el tañido de las campanas, los habitantes de otra aldea vecina que empezaba no lejos del lugar.

Pero ya tenían bastante de la aldea y siguieron a lo largo del río.

Sería agradable caminar por aquella vía cerrada, húmeda y sombreada. En los lugares de poca agua se oía su susurro y se veían sus rizos, en las aguas profundas había raros e inexplicables temblores en un agua al parecer inmóvil, y por todas partes las carreras de las libélulas. Seguramente habría también no sólo peces, sino cangrejos. Era preciso descalzarse y caminar simplemente por el río con agua hasta la rodilla, como los chicos que van a la pesca del cangrejo. En la orilla, ora las ortigas, ora las ramas de los alisos, les estorbaban.

En su orilla crecía un sauce de caprichosas formas cuyo arqueado tronco llegaba a la otra orilla como un puente, con barandillas de ramas igualmente dobladas y arqueadas.

—¡Es como un baobab! —juntó Clara las manos con asombro—. ¡Qué maravilla! ¡Pasemos por él a la otra orilla! Creo que por allí caminaremos mejor.

Innokenti meneó la cabeza con incredulidad. Pero Clara había saltado ya muy segura sobre el tronco inclinado y le tendía su fuerte mano:

—¡Vamos!

Ella creía que necesariamente lo pasarían bien. En la otra orilla se encontraría algo o se diría algo referente a lo que había motivado esta excursión.

Innokenti le entregó, dudando, su suave muñeca.

Aunque el tronco del sauce ascendía lentamente, llegaba de todos modos a bastante altura. Innokenti avanzaba a pequeños pasos, y al parecer evitaba mirar abajo. Además, la rama a la que se agarraban les cortaba el paso y había que pasar por encima. Él lo hizo con cara de concentrada meditación, en absoluto silencio. Ambos saltaron al suelo sin haberse arañado. Pero era evidente que el cruce del río no había proporcionado placer a Innokenti.

Y nada era mejor en la nueva orilla. Se dijeron cosas de escasa importancia. Se oía el repiqueteo de un tractor en algún lugar elevado. Muy pronto dejó de haber camino alguno cerca del agua. Tuvieron que abandonar la sombra y el río, subiendo por el único camino posible. Innokenti cada vez cojeaba más.

Y fueron a parar al desperdigado patio de una brigada agrícola, con su casita y su pequeño cobertizo. La casita era seguramente la oficina: en su cima ondeaba apenas una pálida bandera rosa con el borde deshilachado. El cobertizo era tan ancho que cabía en él, en una sola línea, el eslogan: «¡Adelante, hacia la victoria del comunismo!». Sin embargo, gran cantidad de máquinas de uso desconocido, de color ladrillo-herrumbre, azul desteñido o verde maltrecho, con sus trompas, sus bocas, sus ganchos y cisternas, así como una cocina de campaña y unos remolques con las varas enganchadas o apoyadas en el suelo, aparecían dispersos y abandonados en una gran extensión de tierra destrozada y surcada hasta el punto de que casi era imposible pasar a pie por ella. Y sólo había un hombre que iba de máquina en máquina con ropa grasienta de trabajo, se inclinaba y se incorporaba mirando algo. No había nadie más.

Y en la colina trabajaba un solo tractor.

No había otro camino. Atravesaron el patio de la brigada como pudieron, por los baches. Innokenti cojeaba. De nuevo hacía calor. Volvieron a bajar al río.

Este discurría ahora bajo un puente de cemento. Un sólido puente sin gracia igualaba las dos orillas, los dos destinos. Era, al parecer, una carretera.

—¿Hacemos autostop? —dijo Innokenti—. No querrás que volvamos de nuevo a la estación, ¿verdad?

El día estaba en su mitad, la excusión tocaba a su fin.

¿Por qué se levanta esta barrera entre las personas? Cuando casi puede verse, casi puede oírse, ¿cómo pueden ayudarse una a otra?

Pero nada podía ocurrir. No debía ocurrir.

Descubrieron un pequeño manantial bajo el puente. Se sentaron, bebieron y se les ocurrió incluso lavarse los pies.

Pero entonces se oyó un fuerte rumor arriba. Salieron y miraron desde el terraplén: una fila de camiones nuevos, idénticos, con lonas nuevas, rodaba por la carretera. No se le veía el fin ni en la montaña, y en la otra montaña desaparecía la cabeza de la columna. Había camiones con antenas, otros de reparaciones, otros con barriles de líquido inflamable o remolcando cocinas de campaña. Los vehículos se mantenían a la distancia exacta de unos veinte metros, que no cambiaba, y avanzaban tan puntualmente que no dejaban que el puente de cemento quedara silencioso. En cada cabina, un sargento o un oficial se sentaba al lado del chófer militar. Bajo la lona viajaban muchos soldados: por las ventanillas levadizas y por la parte trasera podían verse sus rostros, indiferentes al lugar que abandonaban, al que atravesaban y a aquel adonde los llevaban. Petrificados durante todo el período del servicio.

Clara e Innokenti contaron cien vehículos desde que subieron a la carretera hasta que todo quedó en calma.

De nuevo oyeron el susurro del agua junto a unos pilones aserrados que emergían del agua y que pertenecían al antiguo puente de madera.

Innokenti se dejó caer sobre una piedra, junto al manantial y dijo confuso:

—La vida se descompone.

—¿En qué? ¿En qué se descompone, Ink? —se le escapó a Clara con desesperación—. ¡Me prometiste explicármelo todo y nada me has explicado!

Él la miró con ojos enfermos. Tomó un palo roto a guisa de lápiz y dibujó una circunferencia en la tierra húmeda.

—¿Ves este círculo? Es la patria. Es el primer círculo. Pero hay un segundo —abarcó más espacio—. Es la humanidad. ¿No te parece que el primero debería inscribirse en el segundo? ¡Nada de eso! Están las vallas de los prejuicios. Aquí, incluso alambre de espino y ametralladoras. Aquí es casi imposible abrirse camino ni con el cuerpo ni con el corazón. Y resulta por tanto que no hay humanidad alguna.

Sólo patrias, patrias, diferentes para todos…

Por aquellos mismos días, la Sección Operativa entregó a Clara un cuestionario. Ella lo rellenó con facilidad: su origen era irreprochable, su vida, no muy extensa, iluminada con la luz uniforme del bienestar y libre de actos que infaman al ciudadano.

Los cuestionarios siguieron su curso durante meses y fueron aprobados. Por aquella época, Clara terminó la carrera en el instituto y atravesó el umbral del puesto de guardia de la misteriosa Marfino.