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El teniente general Piotr Afanásievich Makaryguin, licenciado en ciencias jurídicas, trabajaba desde hacía tiempo de fiscal en las «causas especiales», es decir, en aquellas causas cuyo contenido no convenía que supiera la sociedad y que por lo mismo se llevaban a cabo a puerta cerrada. (Los millones de procesos políticos eran de este tipo). En estos procesos, no se permitía a cualquier fiscal observar si la investigación era correcta, seguir su curso y sostener la acusación: el permiso lo daban los investigadores, es decir, lo controlaba el MGB. Pero a Makaryguin siempre se lo habían permitido: aparte las antiguas amistades que tenía allí, sabía compaginar con gran tacto su indesviable lealtad a las leyes con la comprensión del carácter específico del trabajo de los órganos de Seguridad del Estado.

Tenía tres hijas, las tres de su primera esposa, su compañera durante la guerra civil, que murió al dar a luz a Clara. Educó a las hijas la madrastra, que por otra parte fue capaz de ser para ellas lo que se dice una buena madre.

Las hijas se llamaban: Dinera, Dotnara y Clara. Dinera significaba DItiá Novoi ERy (Niña de la Nueva Era); Dotnara, DOch Trudovovo NARodA (Hija del Pueblo Trabajador).

Las hijas venían escalonadas de dos en dos años. La mediana, Dotnara, había terminado el bachillerato el año 40 y, adelantándose a Dinera, se había casado un mes antes que ella. El padre se enfadó, dijo que era demasiado joven, pero, la verdad, el yerno era de los buenos: el joven había terminado la carrera en la Alta Escuela Diplomática, era capacitado y tenía influencias, era hijo de un padre famoso que había caído en la guerra civil. El yerno se llamaba Innokenti Volodin.

La hija mayor, Dinera, se leía en el sofá toda la literatura mundial, desde Homero hasta Farrére, dejando bambolear sus piernecitas, mientras su madre corría a la escuela para arreglar sus suspensos de matemáticas. Acabada la escuela, ingresó, no sin el concurso de su padre, en la facultad de arte dramático del Instituto de Cinematografía, se casó en segundo curso con un director bastante conocido y, evacuada con él a Almá-Atá, fue la protagonista de su película. Luego se divorció de él para unirse en matrimonio con un general de intendencia ya casado, y partió con su marido hacia el frente, no precisamente al frente, sino a este «tercer sector», la mejor zona de la guerra, donde no llegan los proyectiles del enemigo ni tampoco se infiltran las penurias de la retaguardia. Allí, Dinera conoció a un escritor que estaba de moda, el corresponsal de guerra Galajov, viajó con él recogiendo materiales sobre el heroísmo, para un periódico, devolvió el general a su antigua esposa y se marchó a Moscú con el escritor.

Hacía ocho años que la única hija que quedaba en la familia era Clara.

Las dos hermanas mayores acapararon toda la belleza y a Clara no le quedó belleza, ni tan sólo un aspecto agraciado. La muchacha esperaba que esto se arreglara con los años, pero no, no se arregló. Su cara era limpia y recta, pero demasiado varonil. Los ángulos de la frente y los del mentón daban un rictus de dureza que Clara no podía eliminar. Además, ya no le preocupaba, lo había aceptado. También movía los brazos con pesadez. Y su risa, en cierto modo, era dura. Por eso no le agradaba reír. Tampoco le gustaba bailar.

Cuando Clara terminaba noveno curso cayeron todos los acontecimientos a la vez: las bodas de las dos hermanas, el comienzo de la guerra, la partida de la propia Clara con su madrastra, evacuadas a Tashkent (su padre ya las evacuó el 25 de junio), y la partida del padre al ejército en calidad de fiscal de división.

Vivieron tres años en Tashkent, en la casa de un antiguo amigo de su padre que era ayudante de uno de los principales fiscales de allí. En su tranquila vivienda, cerca de la casa regional de oficiales, en un primer piso con las ventanas convenientemente cubiertas con cortinas, no penetraban ni los ardores sofocantes del sur ni la amargura de la ciudad. Muchos hombres de Tashkent habían sido movilizados, pero habían llegado otros en número diez veces superior. Y aunque cada uno de ellos podía demostrar con documentos convincentes que su puesto estaba allí y no en el frente, Clara tenía la incontrolable sensación de estar inmersa en un vertedero de impurezas, y de que la pureza de la gesta y la cumbre del alma habían partido a cinco mil kilómetros de distancia. Funcionaba la eterna ley de la guerra: aunque los hombres no iban al frente por su libre voluntad, los mejores y más ardientes encontraban el camino para ir, y una vez allí, por esta misma selección, eran los que perecían en mayor número.

Clara terminó el bachillerato en Tashkent. Hubo discusiones sobre la carrera que debía iniciar. Nada le atraía especialmente, nada se había definido claramente en ella. ¡Pero en una familia como aquella era imposible no empezar una carrera! Dinera decidió la elección. Insistió mucho en sus cartas, muchísimo, y también cuando pasó a despedirse antes de marchar al frente: Clarionysh debía matricularse en la facultad de literatura.

Y así lo hizo, aunque sabía por la escuela lo aburrida que era esa literatura: muy correcto en sus ideas, Gorki era en cierto modo poco interesante; correcto también Mayakovski, pero algo rígido; muy progresista Saltykov-Schedrin, pero te rompen la boca los bostezos al leerlo; luego Turguéniev, limitado a los ideales de la nobleza; y Goncharov, relacionado con el naciente capitalismo ruso; y Lev Tolstói, con su paso a las posiciones de un campesinado patriarcal (la maestra les aconsejaba que no leyeran las obras de Tolstói porque eran muy largas y sólo podían ensombrecer los brillantes artículos críticos de los mismos); finalmente, había el examen en grupo de una serie de escritores que nadie conocía, como Stepniak-Kravchinski, Dostoyevski, Sujovo-Kobylin, cuyos nombres ciertamente no era necesario recordar. En toda esta fila que abarcaba muchos años sólo Pushkin brillaba como un pequeño sol.

En la escuela, toda la literatura consistía en un estudio activo de lo que habían querido expresar, de qué posiciones defendían y qué papel social ejecutaban todos estos escritores, seguidos de los rusos soviéticos, y finalmente de los autores de los pueblos hermanos. Y Clara y sus compañeras no pudieron comprender, ni siquiera al final, por qué se dedicaba tanta atención a esas personas: no eran las más inteligentes (los publicistas y los críticos, y con mayor razón aún los activistas del partido, eran todos más inteligentes que ellos), se equivocaban a menudo, se liaban en unas contradicciones que veía claras incluso un colegial, caían bajo influencias ajenas, y pese a todo había que escribir redacciones sobre ellos y temblar por cada letra equivocada y por cada coma errónea. Y nada que no fuera odio podían provocar esos vampiros de las almas jóvenes.

Para Dinera, en cambio, la literatura venía a ser lo contrario: algo agudo, alegre. Dinera aseguraba que así sería la literatura en la facultad. Pero para Clara no fue alegre ni en la universidad. En las clases se daban la «o» nasal y la «e» nasal, leyendas monásticas, escuelas mitológicas, escuelas histórico-comparativas, y todo esto era como arar el mar. En los grupos de estudio se hablaba de Louis Aragón, de Howard Fast, y también de Gorki en relación con su influencia sobre la literatura uzbeka. En estas clases y en estos grupos, Clara esperaba escuchar algo muy importante de la vida, algo sobre ese Tashkent de retaguardia, por ejemplo.

En décimo curso, el hermano de una compañera de clase de Clara murió destrozado por un tranvía de transporte y distribución de pan cuando, en compañía de unos amigos, intentaba robar una caja en plena marcha… En cierta ocasión, en el pasillo de la universidad, Clara arrojó al cubo de la basura un bocadillo que no había terminado de comer. Y acto seguido, con torpe disimulo, se acercó un estudiante de su mismo curso y del mismo grupo de estudio de Louis Aragón, sacó de la basura el bocadillo y se lo metió en el bolsillo… Para que Clara la aconsejara en cierta compra que debía realizar, una amiga la llevó al célebre mercado Tezikov, el rastro más importante de Asia Central o incluso de toda la Unión. Dos manzanas antes de llegar al mercado ya había cantidad de gente, especialmente muchos inválidos de esta guerra: cojeaban con muletas, blandían los muñones de sus brazos, se arrastraban sin piernas sobre unos carritos, vendían, adivinaban el porvenir, suplicaban, exigían, y Clara les distribuyó alguna cosa mientras sentía rompérsele el corazón. El inválido más terrible era Samovar, como solían llamarle: le faltaban ambos brazos y ambas piernas, y su mujer borracha lo llevaba en un cesto a la espalda, donde le arrojaban el dinero. Reunido este, compraban vodka, bebían e insultaban todo cuanto había en el país. En el centro del mercado las estrecheces eran mayores, no había modo de abrirse paso con el hombro entre los insolentes especuladores y especuladoras libres del servicio militar. Y a nadie asombraban los precios, todos comprendían y aceptaban los precios millonarios de allí, incompatibles en absoluto con los salarios. Las tiendas de la ciudad estaban vacías, pero allí se podía encontrar de todo, allí se encontraba todo lo que se podía tragar, lo que se podía vestir en la parte superior del cuerpo o en la parte inferior, todo lo que se podía inventar, hasta goma de mascar americana, hasta pistolas, hasta manuales de magia negra o blanca.

Pero no, en la facultad de literatura no hablaban de esta vida y no parecían saber nada de ella. Estudiaban una literatura como si en la Tierra existiera todo salvo lo que veían a su alrededor con sus propios ojos.

Comprendieron con tristeza que dentro de cinco años ella misma iría a la escuela a enseñar aquellas odiosas obras a las niñas y a requerir pedantemente de ellas las comas y las letras, Clara se dedicó sobre todo a jugar al tenis: en la ciudad había buenas pistas, y pudo adquirir un golpe fuerte y certero.

El tenis resultó ser una ocupación afortunada: le trajo la alegría del movimiento del cuerpo. La seguridad del golpe repercutía en seguridad en otros actos. El tenis la distrajo de todos los desengaños del instituto y de todas las complicaciones de la retaguardia. Los límites de la pista eran claros, el vuelo de la pelota era claro.

Y, lo que es más importante, el tenis le aportó la alegría de ser objeto de la atención y los elogios de cuantos la rodeaban, cosa totalmente indispensable para una muchacha, especialmente si es fea. ¡Por lo que se ve, tenía habilidad! ¡Reacción! ¡Buen ojo! Tenía muchas cosas, cuando creía no tener nada. Se puede saltar incansablemente durante horas por una pista si hay por lo menos algunos espectadores que contemplan tus movimientos. Y a Clara, con toda seguridad, el vestido blanco de tenis con su faldita corta le sentaba muy bien.

En general, esto era algo que para ella se había convertido en un sufrimiento: ¿qué ponerse? Tenía necesidad de cambiarse de vestido varias veces al día, y cada vez era un doloroso rompecabezas: ¿con qué calzarse estos gruesos pies? ¿Con qué sombrero no estarás ridícula? ¿Qué colores te sientan bien? ¿Qué estampado en el tejido? ¿Qué cuello en tu firme barbilla? Clara carecía de la capacidad de saberlo, y con los recursos de que disponía para vestirse siempre vestía mal.

En general: ¿por qué gustaban las chicas? ¿Qué era gustar? ¿Por qué ella no gustaba? La verdad, se volvía loca, nadie podía ayudarla ni sacarla de apuros. ¿En qué era diferente? ¿Qué había en ella que no funcionaba? Un episodio, o dos o tres, se podían atribuir a la casualidad, a incompatibilidades, a falta de experiencia, pero al final esta amarga pajita invisible se colocaba siempre entre sus dientes, a cada trago. ¿Cómo vencer semejante injusticia? ¡Ella no era culpable de haber nacido así!

Y, por si fuera poco, aquella charlatanería literaria fastidió tanto a Clara que al año siguiente la joven abandonó la facultad de literatura. Simplemente, dejó de asistir a las clases.

La siguiente primavera el frente se retiró a Bielorrusia y todos abandonaron la evacuación. Ellas también volvieron a Moscú.

Pero tampoco entonces fue Clara capaz de decidir en qué instituto matricularse. Buscaba el lugar donde hablaran menos e hicieran más, o sea un instituto técnico. Pero que no hubiera máquinas pesadas y sucias. Y así fue a parar al Instituto de Ingenieros de Transmisiones.

Como nadie la orientaba, cometió con ello un nuevo error, pero no lo confesó a nadie, decidió obstinadamente completar sus estudios y trabajar en lo que fuera. Por lo demás, entre las compañeras de estudios (chicos había pocos) no era la única que estaba allí por casualidad. Empezaba una época de estas características: iban a la caza del pájaro azul de la enseñanza superior, y los que no podían ingresar en el Instituto de Aviación trasladaban la documentación al de Veterinaria, los suspendidos en tecnología química se convertían en paleontólogos.

Al final de la guerra, el padre de Clara tuvo mucho trabajo en Europa Oriental. Se desmovilizó en el otoño del 45, y consiguió inmediatamente un piso en una casa nueva del MVD, en la Barrera de Kaluga. Uno de los primeros días después de su regreso llevó a la esposa y a la hija a ver el piso.

El automóvil los llevó a lo largo de la última reja del jardín Nezkuchni y se detuvo antes de llegar al puente sobre el ferrocarril de circunvalación. Era antes de mediodía, un tibio día de octubre en un prolongado veranillo de San Martín. La madre y la hija llevaban capas ligeras, el padre un capote de general con el pecho descubierto lleno de medallas y condecoraciones.

La casa se construía en forma de edificio semicircular sobre la Barrera de Kaluga, y tenía dos alas: una daba a la carretera general de Kaluga y la otra al ferrocarril de circunvalación. El edificio tendría siete pisos, y se proyectaba añadir una torre de quince con un solario en la terraza superior y la figura de una koljosiana de una docena de metros de altura. La casa estaba todavía cubierta de andamios, y la obra de albañilería no se había terminado aún por la parte de la calle y de la plaza. Sin embargo, cediendo a la impaciencia del cliente (la Seguridad del Estado), la empresa constructora había entregado precipitadamente una segunda sección ya terminada —la que daba a la parte del ferrocarril de circunvalación—, es decir, una escalera con las viviendas correspondientes.

Como es costumbre en las calles populosas, el solar de la obra estaba cercado con una compacta valla de madera, y el hecho de que encima de la valla hubiera además varias hileras de alambre de espino, y que se levantaran aquí y allí unas absurdas torres de vigilancia, era algo que no tuvieron tiempo de observar desde el coche en marcha. Para los que vivían al otro lado de la calle era algo habitual que tampoco parecían advertir.

La familia del fiscal dio la vuelta a toda la valla. En aquella parte ya habían quitado el alambre de espino, y la sección entregada estaba separada del resto de la obra. Abajo, en la entrada de la puerta principal, donde salió a recibirlos un amable maestro de obras, había además un soldado al que Clara no prestó atención. Todo estaba terminado: se había secado la pintura de las barandillas, se habían limpiado las manillas de las puertas, clavado los números de los pisos, lavado los cristales de las ventanas, y sólo quedaba una mujer suciamente vestida, con el rostro inclinado y oculto, que fregaba los peldaños de la escalera.

—¡Eh! ¡Fuera! —le gritó brevemente el maestro de obras. La mujer dejó de fregar y se apartó dejando paso a una sola persona sin levantar la cara del cubo y del trapo.

Pasó el fiscal.

Pasó el maestro de obras.

Pasó la esposa del fiscal haciendo susurrar su plisada y perfumada falda, casi rozando con ella la cara de la fregona.

Y la mujer no pudo resistir ni aquellas sedas ni aquellos perfumes, y aún permaneciendo profundamente inclinada, levantó la cabeza para ver si quedaban muchos de aquellos por pasar.

Su mirada ardiente y desdeñosa chamuscó a Clara. Aun salpicado de agua turbia, era un rostro expresivo e inteligente.

No fue sólo esa vergüenza de uno mismo que se experimenta siempre al pasar junto a una mujer que está fregando el suelo, fue la más elevada vergüenza y terror lo que experimentó Clara ante los harapos de aquella falda, ante aquella cazadora acolchada cuyo relleno de algodón salía al exterior. Clara quedó petrificada y abrió el monedero, quería vaciarlo todo, dárselo a aquella mujer, pero no se atrevió.

—¡Venga, pase ya! —dijo con rabia la mujer.

Y sosteniéndose la falda de su vestido de moda, así como el borde de la capa roja, Clara corrió medrosamente hacia arriba casi pegándose a la barandilla.

En la vivienda nadie fregaba el suelo, había parquet.

El piso les gustó. La madrastra de Clara dio instrucciones al maestro de obras para el acabado de algunos detalles y se mostró especialmente descontenta al constatar que el parquet de una de las habitaciones crujía. El maestro de obras se balanceó sobre dos o tres tablas del parquet y prometió eliminar el defecto.

—¿Y quién hace todo esto? ¿Quién lo construye? —preguntó bruscamente Clara.

El maestro de obras sonrió y guardó silencio. El padre masculló:

—¡Los presidiarios!, ¿quién si no?

En el camino de vuelta la mujer de la escalera ya no estaba.

Tampoco estaba el soldado en el exterior.

Al cabo de unos días se trasladaron.

Pero pasaron los meses, pasaron los años, y sin saber por qué, Clara no podía olvidar a aquella mujer. Recordaba perfectamente el lugar que ocupaba en el penúltimo peldaño de aquel largo y conocido tramo, y cada vez que no subía en ascensor recordaba en aquel lugar su figura gris inclinada y su rostro lleno de odio vuelto hacia ella.

Y siempre se apartaba supersticiosamente hacia la barandilla, como si temiera pisar a la fregona. Era algo incomprensible e insuperable.

Sin embargo, nunca lo comentó ni con su padre ni con su madre, no les recordó nada, no pudo. Después de la guerra, sus relaciones con su padre eran, en general, torpes, malas. El padre se irritaba y chillaba diciendo que su hija había crecido con la cabeza llena de pájaros y si pensaba lo hacía al revés. Encontraba atípicos y nocivos sus recuerdos de Tashkent y sus cotidianas observaciones en Moscú, e indignante su manera de sacar conclusiones de estos casos.

De ninguna manera podía confesar a su padre que la fregona continuaba presente en su escalera. Ni a su madrastra. Y, en general, ¿a quién podía confiárselo?

Y de pronto, un día, el año pasado, no pudo contenerse. Bajando por la escalera con el cuñado más joven, con Innokenti, le tiró involuntariamente de la manga para apartarlo del lugar donde era preciso rodear a la mujer invisible. Innokenti preguntó de qué se trataba. Clara quedó cortada, podía parecer que estaba loca. Además, veía muy raramente a Innokenti, que vivía continuamente en París, vestía elegantemente y la trataba siempre con una fina ironía y condescendencia, como a una niña.

Pero se decidió y se detuvo. Y allí mismo le contó, agitando los brazos, lo que había pasado. Sin gomosería alguna, sin aquella aureola de perpetua vida europea, él permaneció de pie en el mismo peldaño donde se había detenido, la escuchó con aire sencillo, incluso confuso, y se quitó el sombrero sin saber por qué.

¡Lo había comprendido todo!

A partir de aquel momento empezó su amistad.