—No tiene nada de particular: unas pinceladas de clorato de cal por el pasaporte, chic, chic… Sólo hay que saber cuántos minutos hay que esperar, y a lavarlo.
—Pero ¿y después?
—Al secarse no queda ni huella, limpito y nuevecito. Y te pones a garabatear de nuevo con tinta china: Sidorov, o Petiushin, natural de la aldea de Kriushi.
—¿Y nunca te pescaron?
—¿En este asunto? Clara Petrovna… ¿O quizá me permitiría usted…?
—¿?…
—¿… que cuando nadie nos oiga la llame simplemente Clara?
—… De acuerdo…
—Así pues, Clara, la primera vez me pescaron porque era un chico indefenso e inocente. Pero la segunda vez, ¡jo, jo!, me buscaba la policía de todo el país, y no en una época cualquiera sino de finales del 45 a finales del 47. Eso significa que debía falsificar no sólo el pasaporte y el empadronamiento, ¡sino el certificado de trabajo y la lista de cartillas de racionamiento expuesta en la tienda! Además, con los certificados falsos conseguía otras cartillas de racionamiento y las vendía. De eso vivía.
—¡Pero eso… está muy mal!
—¿Quién dice que esté bien? Me obligaron, no me lo inventé yo.
—Pudo haberse puesto, simplemente, a trabajar.
—Trabajando «simplemente» no se gana mucho. Ya sabe: el trabajo honrado no edifica más casa que la del cementerio. ¿Y de qué habría trabajado? No me permitieron aprender una especialidad… Pescar no me pescaron, pero cometí errores. En Crimea, en la sección de pasaportes, una muchacha… pero no crea que tuviera yo nada que ver con ella… simplemente, era compasiva y me descubrió un secreto: en el número de serie de mi pasaporte, todas esas «zhsch» y «lj» indicaban que había estado en territorio ocupado.
—¡Pero usted no estuvo!
—Estar no estuve, ¡pero el pasaporte era de otro! Y por este motivo tuve que comprarme otro.
—¿Dónde?
—¡Clara! Usted ha vivido en Tashkent, ha estado en el mercado de Tezikov, ¡y me pregunta dónde! Quería comprarme también una condecoración Bandera Roja, pero me faltaban dos mil rublos, tenía dieciocho mil, y él se empeñó en que debían ser veinte y no menos de veinte.
—¿Y para qué necesitaba la condecoración?
—¿Para qué se necesitan las condecoraciones? Sencillamente, tonto de mí, quería pavonearme. De haber tenido una cabeza tan fría como la de usted…
—¿De dónde ha sacado que la tenga fría?
—Fría, serena y con una mirada… inteligente.
—¡Vaya, vaya!
—La verdad. Toda la vida he soñado con encontrar a una muchacha con la cabeza fría.
—¿Para qué?
—Como soy tan insensato, para que no me permitiera hacer tonterías.
—Ande, cuénteme, se lo ruego.
—Así que… ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Cuando salí de la Lubianka sentía hasta mareos de felicidad. Pero en alguna parte de mi fuero interno había quedado un pequeño vigilante que me preguntaba: ¿qué milagro es ese? ¿Cómo puede ser? Nunca sueltan a nadie, así me lo habían explicado en la celda: seas o no culpable, diez años en los dientes, cinco en los cuernos, y al campo de concentración.
—¿Qué significa «en los cuernos»?
—Bueno, cinco años de bozal.
—¿Y qué significa «bozal»?
—Dios mío, qué inculta es usted. Y eso que es hija de un fiscal. ¿Cómo no se interesa por el trabajo de su papá? «Bozal» significa que no se puede morder. Privación de los derechos civiles. No se puede elegir ni ser elegido.
—Espere, alguien se acerca…
—¿Dónde? No tema, es Zemeliá. ¡Siéntese como estaba, se lo ruego! No se aparte. Abra la carpeta. Así, examínela… Enseguida comprendí, entonces, que me habían soltado para vigilarme, para ver con qué jóvenes me reunía, si iba de nuevo a la dacha de los americanos, y vi que, en general, eso no sería vida, me encarcelarían de todos modos. ¡Y los burlé! Me despedí de mamá, me marché de casa por la noche y me fui a casa de uno de mis tíos. ¡Durante dos años la policía de la Unión anduvo tras Rostislav Doronin! Y yo, con nombre falso, estuve en Asia Central, Issik-Kul, Crimea, Moldavia, Armenia, Extremo Oriente… Echaba mucho de menos a mamá. ¡Pero presentarme en casa era del todo imposible! Me fui a Zagorsk y entré en una fábrica de aprendiz, de auxiliar, mamá venía a verme los domingos. Trabajé allí algunas semanas, un día me dormí y llegué tarde al trabajo. ¡Me juzgaron! ¡Me juzgaron a mí!
—¿Se descubrió el pastel?
—¡No se descubrió nada! Me condenaron con nombre supuesto a tres meses, estuve preso en una colonia, rapado, y la policía de la Unión no cesaba de zumbar: «¡Rostislav Doronin, cabello rubio y denso, ojos azules, nariz recta, un lunar en el hombro izquierdo!». ¡Una búsqueda que les costaría ciertamente más de un cópek! Cumplí mis tres meses, recibí el pasaporte de manos del ciudadano jefe, y me las piré al Cáucaso.
—¿De nuevo a viajar?
—¡Hum! No sé si puedo decírselo todo…
—¡Puede!
—Con qué aplomo habla usted… Por lo demás, no puedo decírselo. Pertenece usted a otra sociedad muy diferente, no lo comprendería.
—¡Lo comprenderé! ¡Mi vida no ha sido fácil, no crea!
—Además, ayer y hoy me ha mirado con tanta bondad… La verdad, siento deseos de contárselo todo… Por lo demás, lo que quería era largarme. Dejar para siempre esta tienda.
—¿Qué tienda?
—Bueno, eso, cómo se llama, ¡el socialismo! Me daba dolor de estómago, ¡no podía más!
—¿El socialismo?
—¿Para qué quería ese socialismo si no había justicia?
—A usted le sucedió así, es muy desagradable. Pero ¿dónde habría ido? Ya sabe, fuera está la reacción, el imperialismo. ¿Cómo habría vivido allí?
—¡Sí, claro, naturalmente! ¡Naturalmente, claro! No lo pensaba en serio. Además, hay que saber hacerlo.
—¿Y qué pasó para que de nuevo…?
—¿Fuera a parar a la cárcel? ¡Quise estudiar!
—Ya lo ve, eso quiere decir que sentía deseos de una vida honrada. Hay que estudiar, es importante. Es noble.
—Me temo, Clara, que no siempre sea tan noble. Lo medité después en las cárceles y en los campos de concentración. ¿Qué pueden enseñar estos profesores si sólo se agarran a su salario y esperan ver lo que dicen los últimos periódicos? ¿La facultad de humanidades? No enseñan, no hacen más que ensombrecer los cerebros. Usted estudió en una facultad técnica, ¿verdad?
—Y también en una de humanidades.
—¿La abandonó? Luego me lo contará. Bien, debía tener paciencia, buscar un certificado de bachillerato, no habría sido difícil comprarlo, ¡pero la negligencia es lo que nos pierde! Pensé: qué imbécil puede estar buscando a un crío como yo, seguramente me habrán olvidado hace tiempo. Tomé el viejo certificado a mi nombre y presenté la petición a la universidad, sólo que en la de Leningrado, y en la facultad de geografía.
—En Moscú estaba en la de historia, ¿verdad?
—Mis vagabundeos me aficionaron a la geografía. ¡Es endiabladamente interesante! Te hartas de viajar, de ver cosas… Sí, ¿y qué pasó? Apenas había asistido a las clases una semana cuando, ¡patapum! ¡De nuevo a la Lubianka! ¡Y ahora por veinticinco años! ¡Y a la tundra! ¡Todavía no he estado, podré hacer prácticas!
—¿Y me cuenta todo esto riendo?
—¿A qué llorar? No hay bastantes lágrimas, Clara, para llorar todo esto. No soy yo solo. Me enviaron a Vorkuta. ¡Qué bravos mozos hay allí! ¡Sacan el carbón! ¡Toda Vorkuta se sostiene sobre los presidiarios! ¡Todo el Norte! ¡Y todo el país apoya en ellos uno de sus costados! En realidad, ¿sabe?, es el sueño de Tomás Moro hecho realidad.
—¿De quién? Me siento avergonzada, hay muchas cosas que no sé.
—Tomás Moro, el viejo que escribió Utopía. Tuvo la honradez de confesar que bajo el socialismo continuaría habiendo inevitablemente trabajos humillantes especialmente duros. ¡Nadie querría hacerlos! ¿A quién encargarlos? Moro reflexionó y llegó a una conclusión: también habría bajo el socialismo quienes alteraran el orden establecido. ¡A ellos, dijo, encargaremos esos trabajos! ¡De modo que el moderno Gulag lo inventó Tomás Moro, es una idea antigua!
—No puedo creerlo. Vivir así en nuestra época: falsificar pasaportes, cambiar de ciudad, ir de un lado para otro como un barco de vela… Nunca en la vida había visto a personas como vosotros.
—¡Tampoco yo soy de esos, Clara! ¡Las circunstancias pueden convertirnos en diablos! Ya sabe: la existencia determina la conciencia. Yo era un muchacho pacífico que obedecía a su madre, que leía «Un rayo de luz en el reino de las tinieblas»[27] de Dobroliúbov. Si un policía me llamaba con el dedo, se me caía el corazón. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Esperar como un conejo a que me cogieran por segunda vez?
—No sé qué podía hacer, ¡pero vivir de esta manera! Me imagino lo duro que ha de ser: ¡vivir continuamente fuera de la sociedad! Ser un hombre marginado, perseguido…
—Bueno, a veces era duro. Pero a veces, ¿sabe?, incluso no lo era. Pues cuando paseabas por el mercado de Tezikov y veías… Si se venden condecoraciones nuevecitas con el diploma en blanco, ¿dónde trabajaría el hombre venal que las vendía? ¿En qué organismo? ¿Se lo imagina? Se lo diré de otra manera, Clara: personalmente, estoy únicamente por la vida honrada, pero a condición de que lo sean todos, ¿me comprende? ¡Todos, del primero al último!
—Si todos esperan que lo sean los demás, nunca empezaremos. Cada uno debe…
—¡Cada uno debe serlo, pero no lo es! Escúcheme, Clara, se lo diré de un modo más sencillo. ¿Contra qué luchó la revolución? ¡Contra los privilegios! ¿Qué les daba náuseas a los rusos? ¡Los privilegios! Unos vestían monos, otros marta cebellina, unos iban a pie, otros en faetones, unos iban a la fábrica al toque de la sirena, otros se atiborraban en los restaurantes. ¿Es cierto?
—Naturalmente.
—Muy bien. ¿Por qué, pues, ahora la gente va a la caza de privilegios en lugar de rechazarlos? ¿Para qué hablar de mí, que soy un crío? ¿Empieza conmigo la cosa? Yo miro a los mayores. Me harté de mirarlos. Vivía en una pequeña ciudad del Kazajstán. ¿Qué veía? ¿Iban a la tienda las esposas de los jefes locales? ¡Nunca! Y me enviaron a mí, a llevar una caja de macarrones al primer secretario del comité de distrito. Toda una caja. Por desprecintar. Cabe suponer que no sería sólo esa caja ni ocurriría sólo aquel día…
—¡Pero esto es horrible! ¿Me cree si le digo que estas cosas siempre me estremecen?
—Lo creo, naturalmente. ¿Por qué no creer a una persona de carne y hueso? Antes creeré en ella que en un libro con una tirada de un millón de ejemplares… Y estos privilegios envuelven a las personas como una peste. Si alguien puede comprar en una tienda donde no pueden los demás, necesariamente comprará en ella. Si alguien puede ingresar en una clínica aparte, necesariamente ingresará en ella. Si puede viajar en coche propio, necesariamente viajará en él. Si para entrar en algún lugar agradable se necesita un pase, necesariamente hará gestiones para obtenerlo.
—¡Así es! ¡Qué horrible!
—Si puede protegerse levantando una tapia, necesariamente la levantará. Y el mismo hijo de perra, cuando niño, saltaba las tapias de los mercaderes y les robaba las manzanas. ¡Y en aquella época creía tener razón! Pero ahora levanta tapias de doble altura que la de un hombre, y además compactas, para que sea imposible verle a través de ellas. ¡Y se siente tan cómodo! ¡Y de nuevo piensa que tiene razón! En el mercado de Orenburg, los inválidos de guerra, a los que no tocan más que los desperdicios, juegan a cara o cruz con la medalla de la Victoria. La echan al aire y gritan: «¡Morros o Victoria!».
—¿Cómo es eso?
—Bueno, en una de las caras hay inscrita la palabra «Victoria», y en la otra está la Efigie. Véalo en la de su padre.
—Rostislav Vadímich…
—¿A qué diablos ese Vadímich? Llámeme simplemente Rusi.
—Me resulta difícil llamarlo así…
—Entonces me levantaré y me iré. Mire, ya llaman a comer. Para todos soy Rusi, y para usted… en especial… No quiero que me llame de otra manera.
—Bueno, está bien… Rusi… No soy enteramente tonta. He pensado mucho. ¡Hay que luchar contra esto! No con vuestros procedimientos, naturalmente.
—¡Pero si todavía no he empezado a luchar! Me hago simplemente este razonamiento: si ha de haber igualdad, que sea para todos, y si no, que vayan a tomar por el… Oh, perdóneme, por favor… Ah, perdóneme, no quería… Desde la infancia contemplamos la siguiente situación: en la escuela nos dicen hermosas palabras, pero después no puedes dar un paso sin soltar una palabrota ni ir a ninguna parte sin mostrarte un animal, y así crecemos sin escrúpulos y el cinismo es nuestra segunda felicidad.
—¡No! ¡No! ¡Así no es posible! En nuestra sociedad hay muchas cosas justas. ¡Exagera usted! ¡Así no es posible! Usted ha visto mucho, de acuerdo, ha soportado mucho, pero que «el cinismo sea una segunda felicidad», ¡eso no es una filosofía de la vida! ¡Así no es posible!
—¡Rúsika! ¿No oyes que llaman a comer?
—De acuerdo, Zemeliá, ve, yo voy enseguida… ¡Clara! Voy a hablarle sopesando las palabras, solemnemente: ¡con toda mi alma desearía vivir de otro modo! Si yo tuviera un amigo… con la cabeza fría… una amiga… Si pudiera reflexionar conjuntamente con ella. Sobre cómo organizar correctamente la vida. En realidad, que yo sea un preso condenado a veinticinco años sólo es un aspecto externo. Yo… ¡Ah, si le contara sobre qué filo de navaja me balanceo ahora! Cualquier persona normal habría muerto de un ataque al corazón… Pero dejémoslo para después… ¡Clara! Quiero decirle una cosa: ¡tengo reservas volcánicas de energía! Los veinticinco años son un absurdo, podría arrancarme las uñas en broma.
—¿Có-o-mo?
—Bueno, eso… largarme. Incluso esta mañana estuve considerando cómo hacerlo en Marfino. El día en que mi novia, si es que llego a tenerla, me diga: «¡Rusi! ¡Huye! ¡Te espero!», le juro que me fugo antes de tres meses, que me falsifico un pasaporte ¡y nadie me saca de debajo de la tierra! ¡Me la llevaría conmigo a Chita, a Odessa, a Veliki Ustiug! ¡Y empezaríamos una nueva vida, honrada, sensata y libre!
—¡Bonita vida!
—Sí, como esos protagonistas de Chéjov que siempre dicen: ¡dentro de veinte años! ¡Dentro de treinta años! ¡Dentro de doscientos años! ¡Cansarse todo el día en una fábrica de ladrillos y llegar a casa fatigado! ¡En qué soñaban…! ¡No, eso es broma! ¡Pero ahora con toda seriedad! ¡Con toda seriedad, quiero estudiar, quiero trabajar! ¡Pero no solo! ¡Clara! Mire qué silencio, todos se han marchado. ¿Quiere que vayamos a Veliki Ustiug? Es un monumento de la vetusta antigüedad. Todavía no he estado allí.
—Qué hombre tan impresionante es usted.
—La busqué en la Universidad de Leningrado. Pero nunca pensé dónde la encontraría.
—¿A quién?
—¡Clárochka! Unas manos de mujer pueden todavía esculpir en mí al hombre que quieran: a un gran pícaro, a un jugador de cartas genial, o al mejor especialista en jarrones etruscos o en rayos cósmicos. ¿Quiere que lo sea?
—¿Falsificará el diploma?
—¡No, lo seré de verdad! Seré lo que usted indique. ¡Sólo la necesito a usted! Necesito sólo esa cabeza suya que se vuelve tan lentamente cuando entra en el laboratorio…